HISTORIAS CHIQUITAS DE BOGOTÁ

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad
HISTORIAS CHIQUITAS DE BOGOTÁ
BARTOLOMEO J. FICTION
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¿Sabes lo que es ser un árbol, que te tome tanto tiempo crecer y que te talen en un
segundo?, pregunta B y suspira. Su ánimo, mientras exhala, va del profundo pesar, a
la conciencia de existir, a la fortuna de haber nacido en una época en la que todavía
hubiera árboles. El suspiro dura lo suficiente como para que M saboree el gusto
dulce de las palabras de B. Luego, como si tuviera el cerebro entre el paladar y la
lengua, le responde: Un árbol herido es una brecha en el tiempo. B y M vuelven la
cabeza para verse y sonríen. Sonríen y luego ríen, a carcajadas, aunque lo dicho, en
realidad, les produjera ganas de llorar. Están reclinados en una banca en un parque
secreto de Bogotá. Secreto porque sólo hasta aquella tarde lo descubrieron y porque
no es común que la gente transite por allí. Un parque secreto entre una avenida
principal y un barrio de lujo sobre los Cerros Orientales. Un parque pequeño,
acogedor, húmedo, verde donde quiera que mires, rodeado por edificios y
carreteras. Una burbuja de oxígeno concentrado, un respiro en mitad de las paredes
que asfixian casi por completo las montañas de la zona. En el centro del lugar
reposan dos bancas de madera, una frente a otra, sobre un círculo de ladrillos
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atravesados de vegetación. B y M están sentados en una de esas bancas, con la nuca
descansada sobre el borde del espaldar. Casi acostados, muy juntos, con la mirada
hacia el cielo. Les parece increíble estar en plena ciudad y al mismo tiempo, desde
esa posición, tener una vista en la que sólo aparecen copas de árboles y cielo.
Llevan rato contemplando el vaivén de las ramas de los árboles, las más altas y
delgadas, parecen sacarle cosquillas a las nubes. B y M sienten como si a su
alrededor no existiera Bogotá, como si a su alrededor no existiera nada.
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Han estado por cuánto tiempo, ¿quince minutos?, ¿media hora?, buscando formas en el
cielo que se desliza por encima de ellos. Les parece que una versión de la felicidad
consiste en que dos personas reconozcan en una nube la misma silueta. Con mayor
razón, si se trata de formas extrañas y tan nítidas, que sólo debes señalárselas a la
otra persona para que las vea. Mira, dice B, esa tiene la forma de Firulais, ¿te acuerdas
de Firulais? Claro, responde M, el perro de Aventuras en Pañales, me encantaba ese
programa, las facciones un poco torcidas de los personajes y el retrato de la vida
cotidiana desde la perspectiva de unos bebés. B escucha a M al tiempo que,
mentalmente, se pregunta hace cuánto no volvía la cara hacia el cielo a ver pasar las
nubes y jugar a encontrarles forma. Cuánto llevan allí, ¿quince minutos?, ¿media hora?,
B ya no lo sabe y no importa, ha descubierto un camino de vuelta a las largas horas de
la infancia. Esas tardes repletas de aventuras que parecían un adelanto de la
eternidad. B le pregunta a M si recuerda lo largas que eran las horas de la infancia.
Claro que lo recuerdo, responde M, uno terminaba de almorzar, se iba a la calle, jugaba
a las escondidas, exploraba en busca de reptiles, andaba en bicicleta, se trepaba a un
árbol y todavía quedaba la mitad de la tarde para acostarse en la hierba a buscarle
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figuras a las nubes. ¡Exacto!, interviene B, pero luego no sé qué pasa, a medida que
creces las horas se van haciendo más cortas, te lo juro, yo ya no reconozco la
diferencia entre cinco y treinta minutos, es lo mismo, se esfuman en un parpadeo. B se
fija en cómo la nube Firulais se convierte en nube rinoceronte. Luego, a manera de
revelación, simultáneamente, piensa y pone en palabras esta idea: Al parecer, la
belleza de las horas está en que cada una dura menos que la anterior.
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La tarde transcurre envuelta en una neblina menuda, que se mete por entre las
fisuras de los tallos de los árboles y sale transparente y perfumada. B y M se
acuerdan de la ciudad a su alrededor gracias a las personas con tenis y sudadera
que, muy de vez en cuando, suben por las escaleras a lado y lado del parque. Un par
de adultos con un par de niños, subiendo. Después, un adulto con un perro, bajando.
Al rato, subiendo, dos ancianas que se fijan en B y M con disgusto. Les molesta su
pinta de no vivir en aquel barrio de lujo y vaya uno a saber qué querrán robarse o
qué vicio andan metiendo en aquel parque secreto. Qué amargadas ese par viejas,
dice B. Olvídalas, responde M, suficiente tienen con andar a paso tan lento y tan
cerca de la muerte. Esto último les lleva, casi sin darse cuenta, a hablar de la
reencarnación. Sabes, dice B, yo no quisiera existir para morir, quisiera haber nacido
para existir, que es muy diferente. M deja de fijarse en la cima de los árboles para
volverse a mirar los ojos de B, quiere corroborar algo en lo que acaba de pensar. Lo
sabía, dice, tú eres un alma joven, quizá es apenas tu segunda o tercera vida. B
sonríe, le gustan esas reflexiones de M, aunque carecen de respaldo, las emite como
si gozara de una prematura y sabia vejez que obliga a creerle. Que la muerte fuera
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un tránsito, continúa B, seguir aquí, viniendo una y otra vez, en distintas formas, a
pulir la existencia. Primero una planta, luego un animal pequeño, después humano y
así. Ya lo creo, responde M, a mí me late que ésta es tu primera vida humana y que
en la pasada fuiste un perro. B duda de si debería defenderse de éste último
comentario. Se reclina un poco más, se fija en la nube rinoceronte que cabalga
mientras desaparece y dice: Entonces la reencarnación de un perro es un artista, un
artista apenas vive su primera vida humana, por eso se la pasan así, estrenando la
razón, sorprendidos de todo y con ganas de contarlo. M asiente sin seguridad y
luego interviene: Después de varias vidas humanas alcanzamos un nivel superior,
reencarnamos en aves. B concuerda con M, se necesita plenitud para ser un ave,
para asumir con cordura la capacidad del vuelo y no jactarse ni angustiarse por ello,
simplemente volar. El comentario de M coincide con dos aves que vuelan muy por
encima de ellos, lucen ingrávidas y diminutas, como un par de lunares surcando la
gran mejilla celeste. Un tipo sube las escaleras del lado izquierdo. El ruido de sus
zapatos aplastando hojas secas distrae a B de la visión de los pájaros, como si
volviera a la realidad, anota: Y si las aves son tan superiores, ¿por qué se comen
nuestras sobras? Ante la pregunta, M se fija en los ojos de B, con una mirada en la
que parecieran juntarse todas sus vidas humanas, le da una leve palmada en la cara
y dice: ¿Ves?, en tu vida pasada fuiste un perro. B y M se miran en el fondo de los
ojos del otro, por cuánto, ¿tres segundos?, ¿un minuto?, luego sólo es cuestión de
que alguno diga primero lo que acaban de pensar al mismo tiempo: Lo único que no
cambia de reencarnación en reencarnación son los ojos.
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Una pequeña gota cae sobre la frente de B y otra sobre la nariz de M.
Reconocen en el cielo el trayecto de otras gotas, el hilo nítido que dibujan desde la
nube que las desprende hasta que aterrizan en sus rostros. Un aguacero inminente y
el hambre les anima a levantarse de la banca y dejar el parque. Antes de irnos,
abracemos un árbol, propone M, ¿lo has hecho?, los árboles te regalan su energía
con gusto. M se abraza al tallo de un árbol como a un familiar. B le imita, se
sorprende con el olor que sale de las fisuras de la corteza a la que se aferra. Parece
que concentrara el aroma de un millón de flores, dice y aspira profundo. El olor le
hace sentir a salvo, como se sentía en la infancia, al abrazar a su madre, metiéndole
la nariz entre el brazo y el pecho. Qué triste, anota M al iniciar la marcha, que
garantizar la vida humana civilizada dependa de talar más y más árboles. Bajan
hasta la avenida. Un domingo, a esa hora, apenas transitan algunos autos, rara vez
un bus, tan distinto del eterno trancón de entresemana. Esto parece un desierto,
afirma M. Los domingos la ciudad aprovecha para respirar, añade B, mientras
contempla la lujosa imponencia de los edificios y la limpieza de las calles y andenes.
Dice: Cómo es posible que seamos un país tan latinoamericano, tan subdesarrollado
que llaman, y seamos capaces de tener una zona así, tan diseñada, absolutamente
impecable, mira, ni una basura en el suelo. M asiente con una sonrisa de las que usa
cuando no tiene una explicación. B encuentra particularmente curiosa la fachada
superpuesta de uno de los edificios, una estructura de madera que asemeja una
secuencia de olas. Su fluidez le hipnotiza. Se trata de las oficinas de una
multinacional de petróleo, hay una fuente alrededor de la primera planta. Esto de la
altura y el agua alrededor de las edificaciones me recuerda a una cosa masónica,
menciona B, esos símbolos de poder. Enseguida cambia de impresión, chasquea los
dedos y dice: No, más bien tiene que ver con lo que dijiste hace un rato, un árbol
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herido es una brecha en el tiempo, quizá estos tipos tengan tanto poder, que esto en
realidad no sea un edificio, sino una máquina del tiempo, ya sabes, hecha con
madera de árboles ta-la-dos. Para confirmar su astucia se toca la sien con el índice,
luego señala al interior del edificio y continúa: No me sorprendería que los ricos
hayan descubierto la forma de viajar en el tiempo y no nos hayan contado. Al verse
señalado, el guardia de seguridad detrás de la pared de vidrio mira a B con alerta.
Vámonos antes de que sepan que los descubriste, dice M entre risas y halando a B
del brazo.
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Caminan en busca de un lugar para comer. La mayoría de locales están cerrados. La
tarde cae con un cielo nublado que no cumplió su promesa de lluvia. La luz opaca
hace que todas las cosas de la ciudad parezcan recién lavadas. Pasan junto a la
vitrina de una librería. B se detiene a mirar su reflejo en el vidrio, le toma una
fracción de segundo reconocerse. Repasa los títulos, reconoce a tres autores: Francis
Bacon, Voltaire y Pedro Almodóvar. Grandes historias, piensa, grandes historias.
Entonces vuelve a chasquear los dedos y de inmediato le pide a M que se detenga
para contarle una idea que acaba de ocurrírsele. M se devuelve hasta la vitrina de la
librería en contra de su voluntad, le gustaría que se apresuraran a conseguir comida.
Abriré una página de Facebook que se llame “Historias Chiquitas de Bogotá”, dice B,
funcionará para publicar historias anónimas, de esas que suceden a toda hora en
esta ciudad tan grande. Por ejemplo, el otro día vi un tipo en Transmilenio, sentado
en uno de esos cojines especiales para quienes sufren de las hemorroides. Lo
imaginé cada día haciendo lo mismo, cargando su cojín a todo lado, adolorido y
seguramente un poco avergonzado. Una historia tan humana y dramática como esa
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merece ser contada, ¿no crees?, el tipo es un héroe y no es necesario decir su
nombre, ni siquiera describirlo, lo importante es contar lo que le pasa. Me gusta la
idea, dice M reiniciando la marcha, historias cotidianas, chiquitas como mencionaste,
realistas, pero increíbles. ¡Exacto!, continúa B, por ejemplo, fíjate en ese letrero de
allá, el de la tienda de cervezas, se llama “Pola y Carpa” y tiene a Policarpa
Salavarrieta en el logo, el rostro del billete de diez mil. Ahí hay una historia chiquita
de esta ciudad, mezcla de idiosincrasia, juego con el lenguaje, sentido del humor, es
decir, la única figura femenina de nuestra independencia termina como el símbolo
de un lugar para emborracharse. ¿Y qué me dices de ese?, pregunta M señalando el
letrero de una tienda de ropa llamada “Oh! My God!”. ¡Genial!, dice B y pega dos
saltos, otra historia chiquita, ¿por qué ese doble signo de admiración?, ¿te imaginas
cómo habría que pronunciarlo?, primero “Oh!” y luego “My God!”, con mucha
afectación, todo un discurso alrededor de nuestro esnobismo kitsch. O por ejemplo,
aquí, escucha, dice M y se detienen junto a una farmacia, uno de los pocos locales
abiertos en esa calle. Están escuchando Héctor Lavoe, inusual, ¿no?, y mira la cara
de los que atienden, aburridos, si estuviéramos en tierra caliente, un domingo, a esta
hora, con Héctor Lavoe, es un festivo, pero acá la salsa alcanza para espantar el frío,
no para ser feliz. “Historias chiquitas de Bogotá”, canturrea B y siguen caminando.
“Historias chiquitas de Bogotá”, esa página va a romper record de seguidores en la
primera semana, créeme, hasta plata vamos a sacarle.
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Al pie de un árbol en el andén, M encuentra el cadáver de una paloma. Invita a B a
que la observe. La paloma es toda gris, excepto por algunas plumas tornasoladas en
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el cuello, donde tiene una herida que empieza a llenarse de moscas. Es una hembra,
dice B con seguridad. M le mira como si preguntara tú cómo sabes. Lo vi en la
película Las Horas, cuenta B, sin quitar la mirada del cadáver. Virginia Woolf, con
una paloma muerta entre las manos, dice que las hembras son pequeñas y de pocos
colores. ¿Qué era lo otro que decía Virginia?, ah, sí, que había que mirar a la muerte
de frente, ¿o era a la vida?, no, no, no, era: Enfrentar las horas. B y M se quedan
viendo el cadáver por cuánto, ¿diez segundos más?, ¿dos minutos? Mentalmente
recuerdan que las aves son seres superiores. Quizá su próximo paso sea reencarnar
en extraterrestre, dice M. Un automóvil pasa cerca del andén levantando un polvo
que les despierta y les hace reiniciar la marcha. B dice: El pesar ante la muerte nos
nubla la mente, nos hace pensar que es un final, cuando lo importante es enfrentar
las horas, y siempre habrá más horas. M quisiera anotar algo, pero se distrae con el
hallazgo de un local de comida abierto, uno de empanadas. Les atienden un hombre
y una mujer de raza negra y acento del Pacífico. No hay más clientes. B piensa que
de los cuatro, ninguno nació en Bogotá. Vinimos a la capital a buscar otra manera de
enfrentar las horas. M pide dos empanadas de carne y dos de pollo. Se sientan en
una de las mesas. En la entrada del local se para un hombre con facciones de señora
vieja. Está ahí, de pie, no emite palabra, ni entra, ni se marcha. A B se le ocurre que
el señor es un habitante de calle esperando a que alguien le regale una empanada, o
pendiente a ver qué se puede robar. Luego el hombre saca una chupeta, la lame sin
moverse de la entrada. B advierte que en el fondo del local, una pantalla de TV
transmite un partido de fútbol. Se arrepiente de haber juzgado a aquel hombre a
quien el fútbol le interesa más que robar o comer empandas. Otra historia chiquita
de Bogotá, piensa B, la gente que mira partidos de fútbol desde la calle en los
televisores de las tiendas. Se imagina publicando esa historia en la página de
Facebook, la cantidad de comentarios, likes y compartidos que tendrá.
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Con la barriga llena vuelven a la calle. Pasan junto a un local donde, entre otros
servicios, venden lotería. B recuerda lo estilizados que eran los números de los
chanceros, lamenta que ahora se anoten por medio electrónico. Convence a M para
que compren un chance. Asegura sentirse con suerte. M pregunta qué número
jugarán. B no sabe nada de loterías, apenas que alguna, cualquiera, sorteará aquella
noche y que sólo debe pensar el número correcto. En el mostrador esperan cuatro
personas. Están ansiosos, en contados minutos serán las seis y cerrarán las apuestas.
Uno de los clientes es un hombre alto, medio calvo, con sudadera negra, tenis y cara
de europeo. Tiene una carpeta llena de papeles con números. Los revisa
meticulosamente, a B le parece que los estudia antes de apostar, cree que el tipo
tiene un método para predecir el ganador. La mujer que atiende dice que hay un
problema de línea y que no podrá anotar más chances. Todos protestan. M mira a B,
levanta los hombros y abre las manos en un gesto de ¿y ahora qué hacemos? B ha
visto que el hombre con cara de extranjero marcó el 7094 con un círculo rojo en sus
papeles. Algo le dice a B que ese hombre sabe lo que hace y que ese número será el
ganador. Pero no hay línea, y están a punto de ser las seis. Otra historia chiquita de
Bogotá, dice B al oído de M, la agonía de un hombre que descubre que la lotería jugó
con el número que no pudo anotar por un problema de línea. ¿Dónde hay otro local?,
pregunta el hombre con desespero, en un español de acento inclasificable. B y M
dudan si seguirlo para ver si alcanzan a anotar el número. Viendo que ya entra la
noche, deciden que es momento de volver a casa.
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Suben al puente de una estación de Transmilenio. Se detienen a la mitad a ver pasar
los autos y buses que van y vienen con sus luces rojas y amarillas. Un largo
ciempiés de ojos eléctricos deslizándose por entre la noche recién llegada. B y M
apoyan los brazos sobre la baranda, suspiran al tiempo, un suspiro que dura lo
suficiente como para que en sus mentes se proyecten, primero en rewind y luego en
fast forward, todas las escenas de aquella tarde. Esto me recuerda a Los Simpsons,
dice B, un capítulo que empieza con Bart y Milhouse en un puente como éste,
escupiéndole a los carros que pasan por debajo. Bart le pregunta a Milhouse si cree
que algo interesante les ocurra a los habitantes de Springfield, “debe haber miles de
historias increíbles ahí”, recuerdo que dice Bart. Luego muestran una serie de cortos
protagonizados por distintos personajes del pueblo, historias un poco inconexas
entre sí, escenas cortas, con muchos diálogos y finales un poco descabellados o
abiertos, estilo Pulp Fiction. Supongo que de eso se trata la página de Facebook que
quieres abrir, ¿no?, pregunta M, construir la gran historia de Bogotá juntando
pequeñas escenas. ¡Exacto!, es justo eso, interviene B, es como esta autopista, si la
observas desde acá arriba es un todo, pero cuántas historias no descubrirías si
siguieras a cada automóvil hasta su destino. Sería lo contrario de ver una ciudad
desde la ventana de un avión, desde lo alto, todo luce como una sola cosa, en
cambio si te acercas, si la pones bajo una lupa, puedes contar, desde sus detalles
mínimos, aquello que la hace asombrosa. ¿Piensas que tú y yo somos una especie de
Bart y Milhouse?, pregunta M haciendo una seña para que continúen el trayecto
hacia la estación. No, no creo, responde B y ríe, aunque acabo de advertir que
compartimos las mismas iniciales.
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