TESTIGO DEL MAS ALLA Pierre Zind. Voyages et Missions Nº 109, 15 de marzo de 1971, pp. 3 y 4 Traducción y copia Jaime Juaristi M. 10-X-91 El hombre moderno, el hombre del siglo XX, "Homo technicus", si lo fuera, ya no cree en los santos, auroleados con facilidad de poderes extraordinarios y rodeados de un halo de irrealidad. No nada más no los invoca, no les suplica, no confía en ellos ni admira sus virtudes y acciones que fueron la delicia de una edad media oscurantista y cándida, sino que además, lo que es característico, ni siquiera los conoce y poco a poco deja caer en el olvido sus nombres, que son los nombres que recibimos en nuestro bautismo. Prefiere con mucho a los héroes de carne y hueso como los políticos destacados, los militares cargados de medallas, los artistas de renombre, los campeones de moda... e inventa para sus propios hijos los nombres más inverosímiles que no se encuentran ni en el calendario romano ni en ninguno de los almanaques en perjuicio de los que los aman, que ni siquiera saben qué día festejar al ser querido. Pero al mismo tiempo, el hombre nunca ha recurrido tanto a los ídolos modernos, astrólogos y adivinos, nuevos pitonisos que se cuidan muy bien de mostrar sus cartas de identidad. Consultando la prensa escrita, hablada o televisada, nunca se ha sacrificado tanto al culto del nuevo becerro de oro, a la personalidad y a la identificación con modelos que nos sobresalen más que en su vanidad, su mediocridad y su insignificancia. Extraño trastocamiento que confina a la carencia de juicio a los ídolos y que nos hace palpar la paradoja de nuestra condición y lo ambiguo de nuestro progreso. Pascal lo presentó y lo expresó y en qu‚ t‚rminos: "El hombre no es ni ngel ni bestia, y la desgracia hace que quien quiere ser ngel, se hace bestia". Cu nta necesidad tenemos de anclarnos sólidamente para no desviarnos y recobrar sin cesar la verdad de nuestro ser en el confrontamiento permanente y violento con las ideas que nos llegan, los slogans, las promesas gratuitas y que no son más que falsedades. Este es el motivo por el que, en contra de la tendencia actual, presentamos, al Venerable Hermano Francisco. Aparentemente sin nada propio: ni atracción particular, ni acciones deslumbrantes, ni siquiera una brillante posteridad. Sin embargo, posee todo lo que hace una vida plena a los ojos de Dios; esa rectitud, ese entusiasmo, renunciamiento y vida interior ejemplares. Ciertamente no encontramos en este hombre, que fue un santo de cada día, ni la frivolidad ni el oropel de escaparate de los grandes bazares o de las joyas de pacotilla. Todo lo contrario. Con una austeridad muy sulpiciana, que encontramos en él, seguramente es un gozo profundo, un corazón sensible y delicado, una salud moral admirable que lo llevaba a la recompensa, una voluntad férrea para realizar hasta el fin el designio de Dios, en fin, una razón para vivir y esperar que es la carencia trágica de nuestro mundo automatizado. Verdaderamente este hombre sencillo y tranquilo transpiraba la verdad, lo serio, lo sólido porque respira lo sobrenatural; toda su vida, todos sus trabajos, todos sus escritos son signos del más allá. Con paciencia, pero con amor y admiración, lo hemos seguido en su personalidad a lo largo de este siglo XIX que abarca su vida casi por completo, y del que ha resentido sus anhelos, un siglo difícil y doloroso en el sentido que lo maravilloso no es lo ordinario, sino sobre todo l grimas, sudores y sangre. Convivimos en su búsqueda y en su descubrimiento, convencidos que con ‚l no perdemos el tiempo, ya que siempre tiene presente lo esencial. Tiene algo que decirnos en el caos de las ideas y de las aspiraciones contradictorias. Dios no ha muerto. Sigue actuando en lo secreto de las conciencias de estos hombres, más vivo que nunca. Como lo ha señalado el grana teólogo Karl Rahner, si son indispensables a un pueblo quías capaces de presentarles nuevas metas, hombres audaces y pioneros; son tambi‚n necesarios hombres y mujeres entregados toda su vida al cumplimiento del deber bajo el signo de una fidelidad humilde y de la disciplina del corazón y del cuerpo; gente convencida de que no se llega a la verdadera grandeza sino con la condición de mirar por encima de sí mismos y entreg ndose sin reserva a la vocación de su existencia; hombres animados de un verdadero temor de Dios, vencedores de ellos mismos, a la escucha de la palabra divina; escrupulosos realizadores de la voz de su conciencia; gente que a lo largo de su vida, lleven ostensiblemente la gracia de Dios; tan impotentes como un niño ante los nuevos Herodes que quieren arrancarles esa gracia y esa mirada de niños; gente a quien la gracia divina no desconcierte aunque les parezca buscarla en vano como le sucedió a José en la búsqueda angustiosa del divino Niño. Esos son los hombres que siempre y en todas partes son indispensables; son posibles y trem‚ndamente necesarios en todas las condiciones y en todas las situaciones". Así fue, en realidad, el Hermano Francisco, cuya vida no fue sino un llamamiento constante de ese más all que justifica el compromiso de la vocación cristiana y da todo su valor a nuestras acciones, aún las más modestas. Dígnese el Venerable Hermano Francisco, primer sucesor del Bienaventurado Marcelino Champagnat, y primer superior laico de los Hermanitos de María, recibir este sencillo homenaje que nunca habría aceptado en vida. Y que guíe a cada uno de los que lean estas líneas a una respuesta siempre más generosa al llamamiento de Dios, a sus exigencias y a su amor para que en su seguimiento alcancen esa alegría profunda e incomparable que es señal cierta de la perfecta relación entre el Creador y la criatura. INFANCIA DEL HERMANO FRANCISCO. (1808-1816) Agarrada a las laderas del monte Pilat, el pueblo de La Valla escalona sus casas en terrazas sobre el Ban, afluente del Gier, un río turbulento al que un antiguo acueducto romano unía a Lugdunum, capital de la Galia Chevelue. A principios del siglo XIX, el municipio, demasiado desparramado, dispersaba sus dos mil quinientos habitantes en un gran número de caseríos, a veces, hasta ocho kilómetros del centro: El Bessat, Gallot, Thoil, Briat, Friyoux, Obis, Rost, Creux, Petite-Chomienne, Palais, Luzernod, Maisonnette, etc. Una región áspera. Los desfiladeros, las rocas, la nieve y un viento glacial, el "Siberia" hacían las comunicaciones sumamente peligrosas en invierno. Los cad veres se descomponían en las casas antes que se les pudiera enterrar en el cementerio que rodeaba la parroquia, mientras in717002.doc 2 Cepam/juaristi que los reci‚n nacidos tenían que esperar pacientemente para su regeneración bautismal. El aislamiento favorecía el bandolerismo en los bosques y el arreglo sangriento de cuentas entre los rivales. Con intencionada exageración, el barón de Caullieu, prefecto del Loira, comentaba en 1827 al Ministro de Instrucción Pública y culto, que un "populacho hundido desde hacía tres siglos en la ignorancia y en una especie de embrutecimiento verdaderamente lamentable, vivía en los caseríos retirados". Sin embargo, en su conjunto, la vida familiar parecía estar sólidamente cimentada en la tradición, la religión y en el r‚gimen de propiedad privada. Se caracterizaba por la autoridad del jefe de la familia, el respeto a la mujer y la obediencia de los hijos. Un historiador oriundo de La Valla, J. B. Galley, escribió: "Esta autoridad del jefe la de la madre en segundo lugar, se ponían de manifiesto en toda circunstancia: los hijos tratados de tú, nunca tuteaban a sus padres; en la mesa, nadie se sentaba antes de hacerlo el padre y ‚l era quien distribuía el pan; el padre hablaba de Dios y hacía la oración en nombre de todos. La esposa no se sentaba. La educación aunque con mucha ternura, era de poca familiaridad y siempre inflexible, lo mismo para la obediencia al trabajo como para el respeto. La familia Rivat. Al número de esas familias tradicionales pertenecía la de los Rivat. Habitaba el caserío de Maisonnette, en la otra vertiente del Ban. La casa era baja, el techo con poca inclinación, las ventanas pequeñas. Propiamente hablando sólo había dos cuartos: el de los padres y la cocina. Esta última era el lugar ordinario en que permanecían con su alta chimenea y su pozo interior. Se comunicaba con un pequeño corral por una puerta. Encima de las habitaciones había dos desvanes, probablemente el dormitorio de los hijos y el de las hijas. A la derecha se encontraba la caballeriza y sobre ‚sta el granero al que se llegaba por una escalera con trozos de roca. Juan Bautista Rivat, el padre, cultivaba un terreno poco f‚rtil: el suelo vegetal no pasaba de los 60 cms. de espesor. Tambi‚n cuidaba un pequeño rebaño. La madre, Francisca Boiron, se dedicaba a los quehaceres de la casa y al cuidado de sus siete hijos: cuatro hombres y tres mujeres. Era una de esas mujeres que sólo se encuentran en el campo y que hasta su matrimonio, había traído en su cintura de joven, un cilicio con el que pidió ser enterrada en 1844. El espíritu de fe estaba vivo en el hogar Rivat. "Nunca, declaró un pariente, se escuchó alguna palabra corriente y mucho menos, inconveniente; el ayuno, la abstinencia, eran observados con escrupulosidad. Por la tarde se recitaba en familia, todos los días, el rosario". Una ocasión en que la pequeña Antonieta había recogido unas nueces en el camino, se vio obligada a regresarlas al pie del árbol. La propiedad era una cosa sagrada. Con frecuencia la mam les decía a sus hijos con las manos extendidas al cielo: " Hijitos, allá arriba es a donde hay que ir a como de lugar". Gabriel Rivat. El menor de los muchachos, Gabriel, había nacido el sábado 12 de marzo de 1808. Al día siguiente, las campanas ya seculares desde el tiempo de Francisco I y Enrique III in717002.doc 3 Cepam/juaristi tocaron para anunciar a los alrededores el bautismo del niño predestinado. A la edad de cinco años y medio tomó parte en la peregrinación de los niños, a Valfleury, (Loira). Aquí revistió el hábito azul bendecido por el capellán y quedó inscrito en el registro de la Cofradía de Nuestra Señora Auxiliadora. Era el 13 de agosto de 1813. Por entonces, Napoleón se encontraba acorralado en Sajonia. Su gran Armada había sucumbido el año anterior en la inmensa planicie rusa. Le urgían nuevos refuerzos; enroló los "María Luisa" entre los que se encontraban dos hermanos de Gabriel. La madre prometió a María un cuadro de Nuestra Señora del Rosario si sus dos hijos volvían sanos y salvos del campo de batalla. Efectivamente, regresaron, y el voto fue cumplido. Después de la caída del emperador y el paso de los dragones austríacos de Reiz por La Valla, la vida recobró su curso normal. Por esta época, el niño Gabriel sufrió un accidente que muy bien pudo costarle la vida. Dormía cierta noche en el granero, encima de la caballeriza. Habi‚ndose levantado por una necesidad biológica, falló el primer escalón en medio de la oscuridad y "se fue rodando hasta abajo entre los otros escalones que no eran más que piedras burdas y mal colocadas. Podía haberse golpeado, fracturado e incluso matarse en semejante caída; no se ocasionó ningún daño como si hubiera caído y rodado en un colchón o en algodones. Subió tranquilamente al granero, se acostó de nuevo y permaneció tranquilo el resto de la noche". Es el mismo Gabriel quien contó este recuerdo, añadiendo que "nunca dudó que fue una visible protección de su Angel Custodio quien lo había llevado en sus brazos". Según la costumbre, el niño inició el duro aprendizaje del trabajo hacia los siete años. Le fue confiado el cuidado de las ovejas. La vida en el campo desarrolló muy pronto en él el gusto por la botánica, la reflexión y la contemplación. Pero muy pronto, la divina Providencia debía trastocar la tranquilidad del pastorcito por el encuentro con otro pastor, el Beato Marcelino Champagnat. in717002.doc 4 Cepam/juaristi