Juaristi 24/7/07 12:24 Página 289 CAPÍTULO PRIMERO Ni están todos los que son... Los judíos creían que los locos estaban poseídos por el demonio. Los musulmanes sostienen que la locura es un estigma divino. Y los cristianos echan al demonio la culpa de algunas locuras y atribuyen otras a la Gracia divina. El doctor Estébanez piensa que, en cualquiera de estos casos, los locos están, mejor que en ninguna parte, en su Sanatorio de la Florida. Y los locos no deben ser todos del mismo parecer, porque el Sanatorio, a pesar de su régimen de dulzura y de “puerta abierta”, tiene unas tapias altas, disimuladas con árboles y trepadoras, y unas rejas ante las ventanas. El doctor Estébanez tendrá razón; pero tampoco les falta en absoluto a los locos que quieren escaparse de los Manicomios. En todos los tiempos han existido locos capaces de empresas que no cabe desarrollar en una celda, en un patio o en un jardín. Si yo no fuera un hombre de ciencia, les dividiría en locos que hacen reir y locos que hacen llorar; y, si ustedes lo permitiesen, admitiría un tercer grupo, el de los mixtos, como Rigoletto, el de la “dona é mobile”. El buen tiempo ha pasado para los locos que hacen reír; no hay para ellos un sitio en las escaleras del trono, y no es porque ya no gusten de bufones, sino porque apenas hay tronos, o no tienen escaleras. Tampoco hay sitio para ellos en las mesas o en los bodegones, junto a las mozas, a los soldadotes y a los frailucos, porque ahora se bebe de pie y aprisa en el bar, porque los mozas bailan el shimmy vestidas de seda, porque los soldados de cuota han refinado el Ejército y porque los reverendos padres fabrican licores y aguas de olor, o curiosean en los laboratorios de biología. 289 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 290 VICTORIANO JUARISTI Confesemos que no todo era regalo para los locos regocijantes, sobre que también se ganaban burlas, palos y mordiscos en las callejas. Los locos que hacen llorar han llegado, con ayuda de la fortuna, a ser grandes capitanes, reyes o apóstoles que han removido pueblos, tesoros y espíritus; pero los menos afortunaados han estado encerrados en inmundas mazmorras o jaulones, cargados de cadenas; y han muerto de hambre, o en la horca, o a garrotazos, como perros rabiosos. En general, los locos ya no se destacan tanto de los demás; se mezclan con los cuerdos y se entienden bien con ellos. Verdad es que, de vez en cuando, se arma una guerra o se arruina un pueblo por una locura; pero sólo entonces se la llama así; otras veces, por una locura, aprende al hombre a volar o descubre tesoros ocultos, y, entonces, el loco es un genio. También es verdad que no son muy raros los casos en que se comenta el duro régimen de tal o cual Manicomio, en el que algunos bárbaros enfermeros han matado a un loco, sofocándole con el peso de su cuerpo o debajo de un colchón de paja podrida; y, en compensación, algún demente estrangula a sus guardianes, decapita con un hacha a sus próximos o barre a tiros una calle. 290 Pero estos hechos mueven la indignación de cuerdos y locos. “La personalidad espiritual” de los locos ha sido redimida por los letrados, como la corporal por los médicos. Estos enfermos ya no son motivo de escarnio y de vergüenza. Se les cuida en buenas casas de salud, que no son cárceles dantescas, a cuya entrada hay que abandonar toda esperanza. “Se han creado asociaciones para proteger a los que Juaristi 24/7/07 12:24 Página 291 EL ANATÓMICO salen de los Manicomios, y discretas instituciones familiares que atienden a los locos inofensivos. Los frenólogos han hecho a la Justicia más humana y comprensiva, y han exigido de la sociedad medidas que contribuyen a evitar que el cerebro flaquee y sucumba ante los ataques de los venenos placenteros, de las mordeduras venéreas, de las codicias y de las miserias que apagan la luz de la razón.” Estos párrafos no son míos, sino de un discurso de don Federico Estébanez; pero “hago mías sus palabras”, como las hizo el ministro que asistió al acto donde aquéllas fueron pronunciadas y aplaudidas. El doctor era un tipo impresionante, de los que se pintan en las alegorías donde tiene que figurar un sabio, con su luenga barba, su frente ceñuda y su actitud meditabunda. Tenía una voz resonante y unos gestos enérgicos que daban carácter de sentencia profunda a cualquier frase trivial. Poseía una regular cultura clásica; de Medicina sabía poco; de dinero andaba muy bien, por su casa y su matrimonio, y de corazón no estaba peor; era un buen hombre. La Medicina entraba por caminos en los que no bastaban la retórica y la figura patriarcal para ganar y sostener un prestigio, sino que era preciso un trabajo de obrero en las clínicas, en los anfiteatros y en los laboratorios. Los discursos más sonoros eran calificados de vacías latas por los jóvenes que vestían la blusa blanca para rebuscar algo que llevar a las Revistas y Academias. Ni siquiera la luenga barba gris daba superioridad sobre las rasuradas barbillas de los bisoños. Comprendiéndolo así, se procuró el concurso de otros médicos, sus “queridos colaboradores”, y de jóvenes internos que constituyeron su “escuela”. El nombre del doctor Estébanez fué unido al de numerosas comunicaciones científicas de interés. Se reunían los médicos y algunos amigos en la biblioteca de la “Dirección”, situada en un pabellón que daba frente a la reja de entrada. La estancia era lo bastante amplia para que el director pudiese hablar paseando, con grandes gestos. Estaba decorada al estilo del renacimiento italiano; en los arcos de las puertas se leían aforismos en latín; sobre los armarios erguíanse los bustos de hombres célebres en los anales de la frenología, como el fraile valenciano Filiberto Jofre, que fué el primero que fundó una casa especial para locos, el abogado Lombroso, y el médicolegista catalán Pedro Mata. De los muros pendían diplomas y grabados; uno, representaba a Esquirol, mandando abrir las cel- 291 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 292 VICTORIANO JUARISTI das de la Salitrería; otro, a Charcot, dando una lección sobre el hipnotismo. Numerosas revistas científicas francesas e italianas, desordenadas, cubrían la mesa, dejando apenas sitio para los ceniceros, cargados de puntas de cigarros. Uno de los que más frecuentaban la biblioteca era el famoso criminalista Suárez Montoya. Siempre que algún suceso monstruoso despertaba la curiosidad pública, el abogado y el frenólogo discutían sobre los impulsos, la subconsciencia, la herencia morbosa o los estigmas degenerativos. La casa tenía dos laboratorios: uno de Medicina legal, con instrumentos de antropometría y de análisis, en el que hacían prácticas los dos internos; otro de Biología, organizado por el subdirector, Gómez Cuesta, hombre huraño, reconcentrado, refugiado en el Sanatorio por padecer una epilepsia larvada, cuyas manifestaciones impulsivas entenebrecían su vida con largas crisis melancólicas, cuyo único lenitivo era el estudio de la vida. Pasaba horas y horas sobre los libros y folletos de Fisiología y de Psicología experimental, y ante el microscopio de su laboratorio, anejo al cual tenía un cobertizo con jaulas para perros, conejos, ranas y otros animales; algunos de éstos, más delicados, estaban en el mismo local cui- 292 dadosamente fichados. Después de algunos días o semanas, en los que rehuía toda conversación, sentía de pronto necesidad de hablar con violencia, de reñir a los empleados, de maltratar a los animales o de hacer largas caminatas sin objeto. En uno de estos días, Borja, el conocido novelista y autor dramático, había visitado el Sanatorio para copiar de la vida real unos personajes de cierta comedia que tenía planeada. Cuando se marchó el escritor, quedaban en la Dirección los médicos y el criminalista. Gómez Cuesta refunfuñaba con acritud: –Los literatos vienen a estudiar a los locos para sacarlos, más o menos sofisticados, en novelas y teatros; y los médicos analizan los caracteres de los personajes novelescos y teatrales, y los muestran como tipos o ejemplos. Verán ustedes cómo los locos, desconcertados, no van a saber si han de comportarse como quieren Ibsen, Echegaray o Galdós, o como enseñan los libros de Medicina. Acabarán copiando a los literatos, como los apaches y la gente de los barrios bajos han copiado a la Ninon y sus compañeros de escenario, o a los tipos de López Silva y Casero. –Ya hubo un tiempo en que las tísicas se creyeron obligadas a morirse como la Dama de las Camelias –asintió el abogado. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 293 EL ANATÓMICO –El hombre lo falsifica todo –prosiguió el médico–. El que quiera saber de la Vida tiene que estudiarla en los animales. humana las nociones adquiridas estudiando a las ranas y los gusanos; pero hay mucho artificio en la separación entre el instinto y la razón. –¡Pero yo no sé qué aplicación!... ¡La psicología comparada es un absurdo! –Lo que hay es demasiada metafísica y muy poca zoología y fisiología –murmuraba Gómez Cuesta. –¡Ah, querido Montoya! –interrumpió el director–. Nada podríamos saber de la vida compleja de los seres superiores sin observar, estudiar, escudriñar en la de los organismos inferiores. Hay que ir de lo sencillo a lo complicado... –Los animales tienen, sentimientos como los nuestros –continuó el director en tono magistral–. Quieren, odian, tienen celos, envidias, terrores y alegrías. Enferman de la memoria, del entendimiento y de la voluntad; padecen ilusiones, alucinaciones y perversiones de lo que llamamos el instinto sexual. Tienen manías y melancolías; roban, hieren, matan y se suicidan. Sobre todo esto podemos actuar experimentalmente, lo que no es lícito hacer con el hombre. Nuestras investigaciones sobre los animales pueden conducirnos a descubrimien- Empezó a pasear por la estancia, declamando: –¡La vida es una y varia! Quizá no podamos aplicar a la psicología 293 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 294 VICTORIANO JUARISTI tos trascendentales para la evolución de la especie humana. Por ejemplo, la cuestión del determinismo del sexo... No creo que el hombre llegue nunca a resolverla ni que convenga dotar al hombre de la facultad de procurar varones o hembras a voluntad. –¿Por qué no? –intervino el biólogo con violencia–. Es cuestión resuelta en muchas especies de animales, con ventaja paria la industria. En algunas, se puede cambiar el sexo del individuo, aun después de haber nacido. No se puede convertir a una hembra en un macho con todas sus aptitudes; pero se pueden trocar lo que llamamos los caracteres sexuales secundarios. –A ver, a ver; explíqueme usted eso. –Pues hombre, es casi vulgar. El sexo no está sólo en los órganos genitales; sin descubrirlos, cualquiera diferencia un macho de una hembra, un hombre de una mujer, por el tipo general, por el plumaje, o por el pelo, por las manos, por la voz o el canto. ¿No es así? Pues bien; con un simple cambio de alimentación, algunos insectos machos adquieren el color y las manchas o rajas características de la hembra. Todo el mundo sabe que, con la castración, puede cambiar todo el tipo animal; pero a veces la transformación puede verificarse si 294 se opera sobre órganos que, aparentemente, nada tienen que ver con la generación. Por ejemplo, si intercambian las cabezas de dos insectos acuáticos que... –¡Vamos, amigo Cuesta! Se trata de una broma... –¡Qué broma, ni qué demonios! Es un experimento de un naturalista vienés, que nosotros hemos reproducido en el laboratorio. Si se intercambian las cabezas, digo, las alas de la hembra tornan igual forma y color que las del macho y se transforman su tipo y sus costumbres. –¡Pero en la especie humana no se pueden intercambiar las cabezas! –Ni hace falta para eso. Basta que se altere algo que hay en la cabeza, como es la glándula pituitaria, para que el desarrollo del hombre se detenga y su cuerpo parezca el de una niña. –Ya sabe usted, señor Montoya –apoyó el director–, que a cierta edad la mujer pierde sus aptitudes para la reproducción, y que en este momento muchas de ellas toman un aspecto hombruno, por la voz, el gesto y hasta la barba que les sale. Les sucede lo contrario que a ciertos crustáceos, que son machos en la juventud y hembras en la vejez. Hay mujeres jóvenes, a quienes todos llaman marimachos, cuya facha y genio se deben al mal Juaristi 24/7/07 12:24 Página 295 EL ANATÓMICO desarrollo, de ciertas glándulas unidas a los riñones. xuales, le diré que en algunos animales puede influir sobre esto el parasitismo, como quien dice, el tener pulgas o la solitaria. Es decir, que el padecer la tenia puede motivar aberraciones sexuales que condenan los códigos y la moral de nuestro tiempo. La conversación se derivó luego hacia un tema político. El interno tuvo que salir a pasar la revista vespertina a los enfermos del Sanatorio. –He aquí un terreno –intervino Daniel Reyes, un joven médico que empezaba su carrera como interno del Sanatorio– en el que se ha podido experimentar en la especie humana. Además de los muchos que sufren la castración quirúrgica por enfermedad, tenemos en nuestros días los eunucos, turcos y chinos, la secta rusa de los skpsis, a que pertenecen muchos cocheros de Bucarest, y los mujerados de Méjico; y no estamos tan lejos del siglo XVIII, en el que sólo en Italia se castraban, con premeditación y alevosía, más de cuatro mil niños al año, para dedicarlos al teatro, al canto o a otras cosas. –Para que vea usted –insistió Gómez Cuesta– lo fácil que es alterar los caracteres e inclinaciones se- Después de la visita, Daniel se puso a trabajar en su tesis doctoral. Era un trabajo de juventud, poco personal, reflejo de sus maestros de la actualidad o moda científica de su especialidad, que analizaba nuevamente a las antiguas teorías del pansexualismo. En la tesis había una mezcla de las fantasías y escarceos literarios del doctor Estébanez y de las investigaciones biológicas de Gómez Cuesta: pero no faltaban algunas ideas originales expuestas con valentía, junto a los manidos análisis de las grandes figuras de la Historia, desde el punto de vista de las psicopatías sexuales. Las líneas generales de la tesis eran las siguientes: “Todo lo que vive ha de morir, menos la semilla que ha de perpetuar la especie, aparte de la vida rudimentaria de las masas plasmodiales, que se multiplican partién- 295 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 296 VICTORIANO JUARISTI dose en pedazos, o de las plantas, cuya vida se puede renovar hincando en la tierra un esqueje. En los animales de cierta jerarquía la función máxima es la cópula fecundente, a la cual están subordinadas todas las demás, como el trabajo de las abejas se subordina al desarrollo de la reina que ha de perpetuar la vida del enjambre. Pero puede ocurrir que algunas de estas funciones satélites se desarrolle monstruosamente y se salga de su órbita constituyéndose en centro de un sistema en el que los órganos y las funciones sexuales quedan anuladas o empequeñecidas. De igual modo que los órganos, los instintos y los sentimientos satélites de aquellos que son directamente sexuales, pueden desarrollarse monstruosamente y erigirse en principales. Y así como hay aberraciones del instinto sexual describía Daniel las de lo que llamaba los instintos parasexuales o satélites de orden diverso, que aparentemente llegan a perder toda relación con aquél. En la tesis se analizaban las más conocidas perversiones sexuales, buscando su génesis en actos normales de animales inferiores, como si fueran un salto atrás, un atavismo limitado a esta función; y se pretendía encontrar el satélite que hinchándose y desviándose de 296 su órbita usurpaba su jerarquía a cada uno de estos instintos atávicos. Eran estos satélites la monstruosidad de otra monstruosidad; la desviación de otra desviación; y resultaba algunas veces que esta nueva torcedura rectificaba la primera; sucedía que la nueva aberración engendraba un sentimiento, un instinto, una actividad útil o admirable. Así, por ejemplo, el sadismo: en todas las cópulas de animales hay algo de violencia, de dolor. En algunos, como ciertos pulpos, el brazo copulador queda amputado; en otros, el precio de la satisfacción de este deseo es la vida, como sucede con las arañas, que después de la consabida escena, “Al fin solos”, se comen a su esposo, y también con el zángano, a quien las obreras dan muerte en cuanto ha fecundado a su reina. Se trata de violencias necesarias para regular la multiplicación. Todos estos actos se ven reflejados en la especie humana: unas veces se trata de un esbozo normal, como la violencia del abrazo y del beso apasionado, o del pellizco malicioso, que recuerdan los zarpazos y los mordiscos; pero pueden llegar fácilmente a la crueldad y alcanzar a la mutilación y al asesinato. El enamorado dice de su amada que se la comería; lo mismo dice Juaristi 24/7/07 12:24 Página 297 EL ANATÓMICO de su hijito la madre, en un transporte de ternura. Y el niño que se ha formado nutriéndose de la sangre materna, sigue luego sorbiendo sus linfas por el pezón del seno ingurgitado, y, aun cuando ya no le es necesario ni conveniente este alimento, sigue hallando un placer en chupetear aquellos senos, hasta escondiéndose al hacerlo ruboroso y avergonzado. El vampirismo tiene, por consiguiente, un origen natural y supone la conservación y desviación monstruosa de un instinto necesario en la primera infancia. En la vida individual puede darse el caso de que sea necesaria la violencia para vencer la resistencia, la repugnancia o el temor de la mujer a la conjugación; esto, sin hablar del traumatismo cruento con que la naturaleza obliga a la mujer a despedirse de su virginidad; ya lo indican las palabras “rendir y conquistar, que, como figuras, se emplean; pero que pudieran tener un significado literal. En la vida colectiva, la violencia ha sido necesaria muchas veces para vencer odios de raza o de pueblos rivales, que se interponían entre las necesidades sexuales o sencillamente para proporcionarse mujer, cuando escaseaban o faltaban. Como desviación de esta monstruosidad señalaba el goce de maltratar y destruir, de combatir, de pre- senciar luchas o catástrofes, o de leer relatos de escenas violentas, aun sin que haya en ello la menor emoción sexual; basta para que sean monstruosos estos sentimientos el que no tengan un objeto útil. El chico que apedrea a un gato o arranca las patas de un insecto; el cazador que no vive de lo que mata ni saca provecho de lo que regala (como no sea en cuanto a su vanidad, en cuyo caso además de sádico es un exhibicionista); el guerrero, el esgrimidor y el pugilista, y, en muchos casos, el espectador de los toros y del boxeo, y el lector de “Los Sucesos”, giran en esta órbita, en la que nacen los grandes conquistadores. “El mayor monstruo, los celos”; y su equivalente parasexual son la envidia, y la avaricia, que muchas veces se confunde con aquéllos. El poeta dice que envidia la brisa que juega con los cabellos de su amada y las ondas que la acarician en el baño, o la llama su tesoro. Envidiamos al dueño de una hermosa mujer. El nene tiene celos de su padre cuando éste besa a su esposa, lo rechaza y lo detesta. No son raros los maridos que odian a las amigas preferidas por su mujer y los que dan iracundas patadas a su perrito faldero o dejan que el gato se coma el pajarito mimado. Muchas personas a quienes por su estado social o por sus condiciones 297 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 298 VICTORIANO JUARISTI orgánicas les está vedada toda complacencia carnal, experimentan unos celos violentos, una envidia inconsciente y terrible contra los que pueden entregarse a los transportes del amor. Estos enfermos quisieran que la separación de sexos fuera rigurosa, absoluta, desde la cuna y la escuela hasta la tumba; quisieran que todo lo que puede diferenciar al varón de la hembra estuviese oculto: los órganos, las formas, la voz, los movimientos, los sentimientos; quisieran que el niño se acostumbrase a considerar todo lo que contribuye a la sublime función perpetuadora como cosa abyecta, hedionda, vergonzosa. Frente a los celos y a su monstruoso satélite la envidia, frente a la avaricia con que su amante guarda su tesoro sólo para él, están la tolerancia y la generosidad sexuales. El oriental esconde a su mujer: secreto, encierros, velos, celosías. El occidental la exhibe: publicidad, libertad, desnudez, miradores. Precisamente la exhibe más cuando más es su dueño. Este sentimiento se esboza en el placer que sienten el novio o la novia al lucir su pareja; pero más allá, y en el mismo orden de sentimientos, está el afán de que se admiren su belleza, sus talentos: –Mi mujer canta como un ángel; van ustedes a oírla. Hace un 298 pastel exquisito; van ustedes a probarlo. –Mi marido os hará unos versos; os pintará un cuadro, os llevará en su auto, que guía admirablemente... Baila el tango como un pampero; voy a decirle que os invite. Los maridos de la alta sociedad sonríen satisfechos cuando el cronista elogia la deslumbradora belleza de su encantadora esposa, que asistió a la fiesta casi desnuda. El análisis de estos sentimientos descubre que la vanidad sólo entra como una parte. El instinto sexual aparece claramente en muchas confidencias: –Los pies de mi novio...; el lunar que tiene mi mujer...; el fogoso temperamento de mi marido... La otra noche... “Este es –decía Daniel– a modo de un exhibicionismo reflejo.” ¿Cuándo empieza la aberración? ¿Qué cosa es más... chocante: un hombre que tortura a su mujer con sus celos, que no quiere que nadie la mire, o el que la proporciona un amante? ¿La casa moruna o el menage a trois? No se puede hablar de que esto sea de unos tiempos o de unas civilizaciones, y aquéllos de otros, puesto que la cesión de la mujer entraba en las prácticas de la hospitalidad en los remotos días y Juaristi 24/7/07 12:24 Página 299 EL ANATÓMICO lugares del episodio bíblico del Madianita; y, actualmente, los últimos y más extremados reformadores de la sociedad humana colocan a la mujer en condición parecida. El sentimiento del patriotismo tendría raigambre sexual. El nacionalista y el xenófobo serían como los celosos, como los que prefieren la muerte y la destrucción a la idea de que un extraño pueda pisar su suelo y mezclarse con los suyos; esta xenofobia, que se manifiesta con intensidad en las gallináceas, crea leyendas heroicas. Hay muchas aves que, sobrepasando el gesto de Guzmán el Bueno, destruyen el nido y sus huevos, y matan a sus hijuelos si son tocados por otros o si atraen a los rapaces enemigos de su especie. La sodomía tendría su equivalente parasexual en la afición a los animales, tan extendida. ¿Dónde se detiene el amor de muchos hacia las bestezuelas que cuidan y acarician con transportes apasionados? Los que pagan por ellas enormes cantidades, los presentan en Exposiciones, los visten y peinan, los acuestan consigo, fundan Sociedades para su protección e impiden las vivisecciones, son a menudo gentes que desdeñan la belleza humana y se desinteresan por los niños. Vulgarísimo es el caso de la solterona que no tolera que un chico deje unas migajas sobre la al- fombra, mientras que soportan las suciedades de cualquier chucho; y no es raro el caso del hombre de “buen corazón”, que pega una paliza a un chicuelo porque ha tirado una pedrada a un perro. El terrible y repulsivo necrófilo nos horroriza como una hiena que asalta un carnario y deja al aire las heladas y desnudas livideces de los muertos. Pero en los escondrijos de nuestra conciencia hay instintos de animal necrófilo, que muchas veces sale de su guarida con disfraz de sentimientos estéticos o piadosos. 299 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 300 VICTORIANO JUARISTI guerra o una peste se recrudecen las pasiones, se avivan el lujo y la sensualidad. La contemplación de la muerte puede conducir a los místicos y a los ascetas a desvaríos carnales. Pronto nos convenceremos de ello analizando, por ejemplo, el atractivo de las mujeres enlutadas. No sólo cuando se trata de viudas son irresistibles los “ojos de luto”, ni está el encantamiento en los ojos, sino en la relación entre las negras tocas y la tumba. Bien lo saben las mujeres que lucen su manto, o su velo negro –“la pena”– colgado del sombrero como una enseña de pirata o un banderín de enganche de enamorados. Hay hombres que, después de acompañar a un cadáver al cementerio, necesitan abordar a una mujer. Las crisis de dolor por la muerte de un ser querido terminan muchas veces con un vehemente estrujón que engendra una vida nueva. Después de una 300 Los que hacen féretros, construyen también guitarras y castañuelas. Los enterradores son sensuales y cínicos. El amor y la muerte van juntos en los símbolos, en frases y cantos populares, en las poesías más exquisitas. La flecha de Cupido se hinca en el corazón. Se “muere de amor” en todas las romanzas. Los cantares andaluces beben su tristeza en los cálices de las flores del Camposanto. No hay poeta que se haya olvidado de cantar a la Muerte como a una dulce amante. Se acuesta en el féretro a la muchachita muerta, vestida de novia. El joven suicida ha dejado escrito que va a desposarse con la Muerte. La misma existencia de los Cementerios y su culto son una manifestación de necrofilia ¡Cuánto sufrimos, cuántas flores, cuántos versos sobre las tumbas de Chopin y de María! Muchos amores han comenzado en el Cementerio, y abundan los que van de lápida en lápida buscando detalles emocionantes o esperando un encuentro novelesco. Los cementerios orientales son poéticos lugares de citas amorosas, y no es raro que suceda lo mismo en Occidente. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 301 EL ANATÓMICO El romanticismo adora los desmayos, las elegías, las marchas fúnebres y los sudarios; llena las casas de muebles de ébano y los jardines de rosales llorones, de sauces, de cipreses y de urnas cinerarias. Todos hemos seguido en la noche a la dama misteriosa, como el estudiante de Salamanca; y al ver las momias de los amantes de Te- ruel, hubiéramos deseado que sus huesos carcomidos y sus pellejos apergaminados estuvieran confundidos en un abrazo eterno. La danza de Salomé, que besa los helados labios del Bautista decapitado, se reproduce en los teatros con lubricidad macabra y se reproducen sus parodias. En los “cabarets”, las parejas se apretujan y bailan al ritmo de la canción de la viuda de “Facundo”. El sentimiento vicariante del exhibicionismo sexual es el social. “Vanidad de vanidades...” En la especie humana, el estado de aptitud genésica no se revela, como en los animales en celo, por ningún cambio de pelo ni de pluma... propios; ni porque el cuerpo despida gratos olores, ni glaucas fosforescencias; pero el hombre y la mujer estimulan constantemente, aunque no siempre conscientemente, los apetitos del sexo opuesto, siguiendo “la moda”. Con pinturas y tatuajes, pieles y plumas y piedras preciosas aplicados sobre su cuerpo, la mujer imita y supera las tretas de las otras especies; y el hombre también. Exhibicionistas son los petrimetres, curratacos y gomosos, los que lucen gruesos diamantes, los “que quieren figurar en los “Ecos de sociedad” todos los días y formar parte de todas las Juntas y Comisiones, y muchos “virtuosos” del arte, sobre todo los músicos. Y si protestan de 301 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 302 VICTORIANO JUARISTI que su exhibición tenga alguna relación con la función sexual, tanto peor, pues siquiera en este caso serviría para algo. El coleccionador es un fetiquista desviado. Sería fácil tender un hilo entre el pobre señor de severas costumbres, que se pasea por los campos donde las lavanderas tienden al sol la ropa blanca, atisbando unos pantalones de mujer colgados, inflados y movidos por el viento, con su gran abertura al par de la inmunda encrucijada, y aquel que colecciona encajes y puntillas, o recuerdos de mujeres célebres, o abanicos, o autógrafos, porcelanas, pinturas y sellos con pasión de amante enloquecido. Así se han fundado Museos y hasta se ha dado una fisonomía peculiar a todo un pueblo cuando el coleccionista era de alta jerarquía, como Luis de Baurera, o muy rico. Todos somos algo fetichistas; todos guardamos, como las urracas, quisicosas inútiles. El joven médico del Sanatorio hacía una curiosa comparación entre la risa y la cópula; la primera es como una parodia involuntaria de la segunda. “La risa –definía Daniel, con una sequedad de sabio novel– es una crisis o acceso que se manifiesta por una serie de movimientos espasmódicos, locales primero y generalizados después, provocados por un estímulo mecánico o psíqui- 302 co, que toman un ritmo acelerado y terminan, frecuentemente, por una eyaculación.” El humorista, el gracioso, es como el galanteador o la coqueta; quiere despertar la sonrisa placentera o la risa moderada como los otros intentan provocar el rubor o la erección. El bufón y la prostituta o el galán conquistador no se contentan con esto, sino que buscan la carcajada “desternillante” o la entrega total. “El paralelismo entre la risa y la cópula se puede convertir en superposición. Tal sucede en la unión de lo grotesco y de lo pornográfico; el chiste verde es el ejemplo más claro. También es de observación corriente que la mujer que se ríe fácil y ruidosamente responde con generosidad a las demandas de amor, como si hubiese una correlación entre la boca del rostro y lo que gráficamente llama el pueblo “la boca del cuerpo”. Estos conceptos son tan viejos como el hombre. La idea del bien y del mal en todos los pueblos asienta sobre el instinto de conservación del individuo, y, por lo tanto, de la especie. A fin de cuentas: bueno, es todo lo que favorece la perpetuación; malo, todo lo que la dificulta. No sólo la historia del hombre, sino la de las conmociones geológicas, son explicadas en los mitos como consecuencia de los actos de la Juaristi 24/7/07 12:24 Página 303 EL ANATÓMICO carne. Los dioses envían el fuego y los diluvios sobre los pueblos que tuercen o malgastan su actividad sexual; los mismos dioses sufren del amor y de sus desvaríos. Las Mitologías, los Vedas y los Testamentos, están llenos de lascivias, de incestos, de violaciones, de todas las perversiones del apetito sexual, como lo está la Historia Universal Antigua, la Media y la Moderna, y los periódicos que leemos todos los días al tomar el chocolate. Cuando Daniel se cansó de escribir, hizo un paquete con unos libros que tenía que devolver a la biblioteca de los médicos de guardia del Hospital general. Poco antes, su hermana Cecilia le había telefoneado desde la casa de los Montaner, en donde actuaba de secretaria y acompañante de la señora, recordándole que el día siguiente era el cumpleaños de una amiguita, la hija del escultor Pinos, y que los dos hermanos estaban invitados a almorzar. El escultor protegía como un tutor cariñoso a los dos hermanos, cuya orfandad databa de un año. El padre de Daniel y Cecilia fué un periodista y literato de talento, que en los comienzos de la carrera del escultor contribuyó mucho a su fama, con sus artículos de crítica: éste no lo olvidó cuando, maltrecho por sus vicios, el periodista fué recluído en el Sanatorio, donde acabó suicidándose. Mentalmente, Daniel distribuyó su tiempo para el día siguiente de este modo: después de la visita de la mañana saldría del Sanatorio con el director, cuyo “auto” le dejaría en el centro de Madrid; de allí, a casa de los Montaner, a ponerse de acuerdo con su hermana, y luego al Hospital, a dejar los libros y charlar con sus condiscípulos hasta la hora del almuerzo. Guardó Daniel sus papeles y salió al jardín, a pasear en el crepúsculo bajo la ventana donde su padre se había ahorcado, en una crisis angustiosa provocada por la falta de morfina. Bajo el cobertizo donde el biólogo tenía sus bestias, se oían los aullidos de los perros torturados. Y del pabellón de mujeres salía una voz desgarradora, que cantaba con desesperante insistencia: ¡Dale catapún, catapún, catapera! ¡Alza, pilili! ¡Polichinela! CAPÍTULO II Según se acercaba al Hospital, encontraba Daniel a su paso el rastro del dolor y de la carne dañada, cada vez más denso. Primero, un hombre con la cabeza vendada; luego dos, tres, con el brazo en cabestrillo, con muletas, con un trapo ne- 303 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 304 VICTORIANO JUARISTI gro sobre el ojo, con la piel amarilla, con la cara herpética. Más adelante, ya eran grupos: un cochecito de niño encanijado, empujado por una mujer triste y lacia; un viejo asmático que se apoyaba en una chica impaciente y gruñona y se detenía para tragar unas bocanadas de aire; toda una familia entrapajada, supurante, costrosa; un chicuelo que berreaba y que a rastras seguía a su madre, mientras el padre maldecía sordamente. De vez en cuando, el aire se llenaba de un olor nauseabundo de droga. En el portalón del Hospital, vigilado por dos guardias, los míseros formaban corrillos, contándose sus cuitas con la esperanza de que las ajenas fuesen mayores que las propias, mientras adentro, en los grandes dormitorios, empezaba la cotidiana inspección de los cuerpos maltrechos y el relato de las crueldades o consuelos aportados por la última noche. –Sí, sí; creo haber comprendido su vida. Daniel siguió por los amplios pasillos de espesos muros de granito hasta el cuarto de guardia. Dos estudiantes del último curso, que charlaban de cosas de teatro, le dieron la bienvenida como camaradas, pero con cierto respeto, por su calidad de caballero que había recibido el espaldarazo de la licenciatura. El hermano Juan, del que Daniel tenía noticia por una novela de Baroja, fué un hombre misterioso que vivió como penitente en el Hospital. Su figura, impresionante, melancólica, recordaba la del Cristo, con el rostro pálido y la barba y el cabello de un nazareno; vestía con las ropas abandonadas por los enfermos, sobre las que se ponía una túnica o capisayo negro con una cruz en el pecho; se alimentaba con las sobras de los tísicos y los cancerosos, a los que atendía; amortajaba y velaba a los cadáveres y dormía en el suelo, en una covachuela, bajo un pasadizo. Aparte de su trato con los enfermos, evitaba todo encuentro, toda conversión, pero atendía cortésmente cualquier requerimiento, revelando en sus palabras una inteligencia despierta y cultivada. De su pasado, nadie sabía nada; sólo se llegó a averiguar que tenía, en comandita con un hombre fosco y chato, una prendería o tienda de antigüedades en la que figuraba, también como socio, el mismo Dios con el nombre de Enmanuel, y cuya parte de ganancias se reservaba escrupulosamente a obras benéficas. –¿Ha encontrado usted algo curioso en los libros del hermano Juan? –le preguntaron. Después de bastantes años de esta vida de dura penitencia, de caridad extremada, de humildad sin lí- 304 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 305 EL ANATÓMICO mites, el hermano Juan desapareció, pero el comercio continuaba con igual carácter. En la celda del penitente se encontraron muchos libros; todos ellos eran tratados franceses y alemanes de patología de las funciones sexuales, y sus páginas estaban llenas de señales, comentarios, párrafos subrayados por el lector misterioso. Los libros fueron depositados en la biblioteca de los internos, y Daniel se ocupaba de descifrar, por las acotaciones, cuál pudo ser la quimera que mordía en el cerebro de aquel hombre extraordinario. –¿No ha venido don Enrique? –preguntó Daniel. –Aún no; pero estará al llegar. Siéntese usted y fumaremos un cigarrito. Llamaron discretamente a la puerta. –¡Adelante! –invitó uno de los internos–. ¡Ah! ¿Es usted, hermana? ¿Hay novedad? ¿El nueve, que empeora? Buenos días, señores –saludó, al entrar, una monjita colorada y gruesa–. Sí; el nueve está mal, tiene un sudor frío y un ahogo que me da mala espina. Se le han puesto las inyecciones; pero no ha reaccionado. –Vamos allá, hermana. Me parece que este caso es también de los de la lista negra; llevamos una racha esta semana, que ¡ya, ya! ¡Es que vienen unos casitos a manos de don Enrique! ¡Hay que ver! –Hay que ver, hay que ver... La ropa que hace un año gastaba la mujer. Canturreó el otro estudiante, ofreciendo su petaca a Daniel. El interno siguió con la hermana el camino de la Sala de San... donde yacían los operados del doctor Noblejas. La monja le dió detalles de otros enfermos, mientras andaban pasillo adelante, haciendo sonar su rosario y sus medallas. Era una vizcaína de carácter un poco áspero, pero servicial y trabajadora; llevaba quince años en aquel jardín de putrefacción, y cada día estaba más fuerte y colorada, como si las miserias que la circundaban le sirvieran de abono fertilizante. El mayor disgusto que podía darle un médico, era no predecir a tiempo la agonía o la pérdida de conocimiento de un enfermo; los dolores y los fracasos de la Medicina le daban un poco de lástima; mas consolábase diciendo que tal era la voluntad de Dios. Pero eso de que uno se marchara sin limpiar su conciencia, sin todos los Sacramentos, la sacaba de quicio. Los internos la mortificaban un poco alardeando de incrédulos, aunque ella sabía que todos aquellos muchachos se persignaban hasta para acostarse. 305 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 306 VICTORIANO JUARISTI Llegaron ante la cama del doliente. El número 9 era un hombre joven que nació con un defecto horrendo; en las carnes del bajo vientre, en vez de soldarse una mitad del cuerpo con la otra, quedó una brecha que cortaba la vejiga, la cual asomaba, partida, fuera del abdomen, dejando escapar constantemente la orina, haciendo insoportable la proximidad del desgraciado, por su olor picante y fétido. Nació de una familia de jornaleros del campo, muy pobres, después de varios hermanos que se fueron muriendo de colerinas, de catarros pulmonares y de meningitis. El médico del pueblo, al ver que al recién nacido le asomaba una víscera, buscó entre sus libros lo que aquello pudiera ser, y con algún trabajo se enteró de que se trataba de extrofia vesical. –¡Una cosa rara! ¡Un caso bonito, sí! –aseguró a los padres, que no veían que aquello tuviera belleza ni interés alguno, sino una nueva cruz, de la que sólo esperaban liberación en la muerte de la criatura. Pero ésta vivió y creció a pesar de su defecto, de la miseria, de la repulsión que a su madre misma causaba, una repulsión mezclada con piedad, con la vergüenza de haberle engendrado, con el desconsuelo de prever una vejez sin amparo. 306 No le enviaban a la escuela por evitarle burlas y desprecios; pero un viejo maestro, compasivo, le enseñó a leer cuando entraba en la adolescencia. Era inteligente, y privado de la compañía de otros muchachos leía con avidez cuantos papeles caían en sus manos. En diversas ocasiones, sus padres le llevaron a las consultas gratuítas de los hospitales y clínicas provincianas. En todas, despertaba gran curiosidad el bonito caso, para el que nadie encontraba un remedio. Un día, manifestó a sus padres el propósito inquebrantable de correr el mundo en busca de la curación o de la muerte; aquéllos le dejaron marchar. Mendigando, llegó a Madrid y consiguió ser admitido en un hospital, donde tras un largo período de observación y de dudas tuvo que salir sin ser operado. En otro, al que asistían señoritas con blancos blusones, apenas estuvo cuatro días, pues no pudieron tolerar su suciedad. Haciendo vida de perro sarnoso, pudo esperar a que se abriera el curso de la Facultad de Medicina; se presentó en la consulta de Cirugía y fué inmediatamente admitido en una sala. Su historia fué registrada minuciosamente y se hicieron fotografías variadas de su deformidad; poco después, el profesor dió Juaristi 24/7/07 12:24 Página 307 EL ANATÓMICO una brillante lección clínica sobre la génesis, diagnóstico y tratamiento de la extrofia; doscientos alumnos miraron y remiraron aquel boquete rojizo, hinchado y rezumarte como un hocico monstruoso y sangriento que asomaba en el vientre. Los enfermeros ponían mala cara, considerando las veces que tendrían que cambiar las ropas de la cama. Después de algunas operaciones infructuosas el enfermo salió de la clínica terminado el curso, peor que entrara y desconsolado. No le admitían en los hospitales por considerarle incurable, o porque todas las camas estaban ocupadas; no le admitían en los asilos porque lo impedía el artículo tal o cual del reglamento. No le daban limosna, porque era joven y no se veía su lisiadura; no le daban trabajo, porque no era fuerte y su compañía repugnaba. Mientras su cuerpo se empapaba en orina, su alma bebía rencores y desesperaciones. En los hospitales rezó con fe, mezclando en el rosario su voz sincera y angustiada con el gangueo automático, indiferente, de los enfermos agotados, y con el afectado ceceo de los hipocritones, que rezaban porque las monjas les atendieran preferentemente. Creyó en los milagros, los esperó; hizo fantásticas promesas, votos quiméricos; amaba, clamaba al Cristo que sabía curar a los incurables, y a la Virgen que, posada en un pilar de Zaragoza y en una gruta de Lourdes, limpiaba de sus corrupciones la carne doliente que arrastrándose llegaba a sus pies. Viendo que la gracia prodigiosa no bajaba a su cama del hospital, fué a implorarla ante las imágenes que, entronizadas bajo doseles de oro, extienden sobre los rebaños apestados sus manos sobrenaturales, cargadas de pedrería. Para esto, intentó agregarse a las peregrinaciones organizadas por Juntas más o menos piadosas, y que admitían cierto número de enfermos sin pago de cuota; pero los encargados de la selección torcían el gesto al enterarse de que se trataba de un mal caso, de una enfermedad sucia y de emplazamiento deshonesto; para estos lances eran preferidos los cojos y los paralíticos, hacia los cuales la piedad divina mostraba predilección desde los tiempos bíblicos. Un cojo que no puede sostenerse en sus muletas (unas muletas grandes, que van sonando sobre las losas: ¡can, can, can!); un paralítico, que cuatro caballeros de buen corazón llevan en unas parihuelas limpias ante la multitud que implora la salud para los pobres impedidos y pide que el prodigio baje sobre sus miembros como un rayo que pulveriza al Malo y los libera. ¡Qué hermo- 307 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 308 VICTORIANO JUARISTI so, qué edificante! ¡Qué suprema emoción al ver cómo tiran las muletas, cómo se yerguen, cómo avanzan con los brazos en alto, hacia la portentosa imagen, mientras los fieles se desmayan o se exaltan hasta el frenesí y los incrédulos se sobrecogen de espanto. –¡Milagro!... ¡Milagro!... ¡Milagro!... –dicen miles de voces; y los sacerdotes entonan el litúrgico canto de gracias. –Te Deum, laudemus... Luego, las muletas quedan colgadas en las paredes del templo, al menos durante algunos días, pues no hay sitio para tantas y tantas ofrecidas en testimonio de la cura milagrosa. Miles de manos tocan los miembros que han recobrado la función perdida, y que aun están fríos, amoratados, flacos, y llueven las limosnas y los agasajos sobre el escogido, al que ya nunca faltará el auxilio de las buenas almas. –Un cojo, bien –le decían–; pero una cosa así no se puede llevar en una peregrinación. Aunque ocurriera el milagro, ¿cómo demostrarlo ante la multitud en aquellos momentos, en que tanto fruto se puede recoger para la Fe? Aun el relato sería difícil, escabroso y repulsivo. Pero no queremos privarle de esta suprema esperanza; pida con fervor en su casa o en el templo, que a todas partes llega el Divino Poder; y 308 si tiene la convicción de que sólo yendo a los lugares santificados puede curarse, no le negaremos una limosna para que se ponga en camino. Y se puso en camino. Empezó a visitar las ermitas pobres en que se daba culto a santos humildes que, habiendo padecido llagas y pestes o vivido entre enfermos, intercedían por la curación de sus devotos: Roque, Lázaro, Isabel de Hungría. Pero a tales lugares, infectados de paganismo, sólo acudían alegres romeros un día del año, y de sus milagros no quedaba más noticia que algún romance de ciego, cantado entre rasgueos de guitarra, y aun de ciegos viejos, pues los nuevos preferían entonar en las mismas proximidades del lugar coplas picarescas o el tango de moda. Luego se acercó más a los que todo lo pueden: el Cristo de Limpias, cuyos prodigios empezaban a pasmar a las gentes, y la Virgen del Pilar, de milagrosa historia cantada durante cuatro siglos. En Limpias todo el interés estaba en si la imagen movía o no los ojos o sudaba sangre, y si éste o aquél lo habían visto. Se citaban conversiones edificantes; pero las curaciones milagrosas eran muy pocas, y aun aquéllas puestas a dudas o sometidas a juicio no fallado por los príncipes de la Iglesia, un tanto inquietos por el crecido número de imágenes semo- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 309 EL ANATÓMICO vientes que iban apareciendo hasta en la alcoba de cualquier vecino: un Niño Jesús que cambiaba de sitio o llevaba de acá para allá los candelabros y jarros de flores; una estampa de San Antón que hacía sonar cencerros invisibles... En el Pilar vió el fervor de la multitud, que no admite que su Pilarica tenga igual: «La más prodigiosa de todas las imágenes, la más rica, la más española; a su lado, la Macarena de Sevilla es tina cigarrera con cuatro sortijas y un collar.» No basta con invocarle: hay que tocar su manto, hay que besar la piedra en que se ha posado hasta desgastarla con los labios. Hay que decir su nombre al llamar a la novia; hay que cantarle coplas vibrantes; hay que bailar ante ella y beber por ella, y abrir por ella la navaja cachicuerna; hay que llevar a la guerra su escapulario en el pecho, aunque se vaya al sacrificio en rebaño de corderos; hay que ofrecerle como exvotos las espadas, aun las vencidas. No tuvo en Zaragoza más suerte que en otros lugares privilegiados; por el contrario, tuvo un accidente por el que fué llevado al hospital, donde se le operó con urgencia. Salvó la mísera vida, pero quedó con una lisiadura más, tras un nuevo calvario de dolor y supuración. También sirvió de enseñanza en aquella Facultad como caso raro y de difícil compostura. Como a fines de curso el Claustro esperaba la visita de Nusbaum, famoso cirujano alemán que, acuciado por la crítica situación financiera de su país, había emprendido un viaje por las Facultades españolas en busca de clientela con dinero más sano que el marco, se le retuvo en la clínica, como a otros enfermos, que servirían para la demostración de la excelencia de los métodos del germano. Era éste un hombre pesado de cuerpo, espeso de inteligencia, hábil de manos ejercitadas en una larga práctica de grandes hospitales. Sus trabajos sobre cirugía plástica eran famosos por su atrevimiento: reconstruía dedos, narices y mandíbulas tomando carnes y huesos y pellejos de sitios alejados, cortando y cosiendo con sus dedos morcilludos como fuesen los de una bordadora. Como pruebas de su habilidad, le acompañaban en su excursión algunos casos famosos, entre los que estaba el hombre del esófago artificial. Era éste un pobre diablo que intentó suicidarse bebiendo un líquido corrosivo, sin conseguir otra cosa que destruir su esófago en una gran extensión. A fuerza de penalidades y dispendiosos cuidados se logró conservar aquella vida menospreciada por su dueño; pero 309 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 310 VICTORIANO JUARISTI la ingestión de alimentos, aun de la más pequeña partícula líquida, llegó a ser imposible. Entonces, mientras el miserable organismo se sostenía con sueros y jugos introducidos por otro conducto, por inyecciones o por agujeros hechos en el estómago, el cirujano fué practicando una serie de operaciones para disponer de una vía con la que sustituiría a la destruída. El hombre sobrevivió a tantos lances como había sobrevivido al corrosivo, y fué la admiración del mundo quirúrgico, que no consideraba que el conservar esta vida inútil había costado más dinero que el necesario para salvar la de muchos niños que mueren de miseria. Otras cinco operaciones de este género intentadas después por el mismo Nusbaum fracasaron por completo. El cirujano alemán pasó revista al doliente ejército del hospital, como un gran general recibido con todos los honores en un país extraño; escogió los casos mejores para sus demostraciones prácticas. Entre ellos estaba, naturalmente, el de la extrofia, que se alegró mucho de aquellas circunstancias. Otros hubo que, por el contrario, pidieron el alta y salieron del hospital huyendo del picadillo; los internos se reían de este pánico y lo disculpaban. –No me extraña –decía un profesor clínico– el temor de estos po- 310 bres hombres. Entre las causas de muerte en un hospital está la demostración. Siempre que viene un ilustre compañero, los de casa se creen obligados a ofrecerle el bisturí y el agasajado con este honor quiere parecer original, audaz, rápido o minucioso; trabaja con unos ayudantes a los que no está acostumbrado y bajo una emoción que entorpece la inteligencia y las manos; los resultados suelen ser desastrosos. Pero, vamos, en este caso se trata de un maestro que está libre de estos peligros. El doctor Nusbaum, ante un concurso numeroso, ávido de aprender, expuso su plan en alemán; un interno iba traduciendo sus párrafos. El enfermo oyó una parte de este discurso previo, cuyas palabras se fueron alejando para él a medida que caían sobre la mascarilla de franela al goteo del éter embriagador. Despertó en su cama con violentos dolores en el vientre, que fueron cediendo con el tiempo y la morfina. Luego vinieron días de fiebre y de nuevo dolor; soltaban puntos, ponían tubos de goma en sus heridas, renovaban la cura con frecuencia, contestando evasivamente a sus preguntas sobre el éxito de la operación. –¡Psé! ¡Bastante bien! ¡Acaso haya que retocar algo más adelante! –contestaban los internos, pero ca- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 311 EL ANATÓMICO da día ponían peor cara al quitar los vendajes. Al fin, cuando se cerraron las clínicas de enseñanza estaban cicatrizadas sus heridas; pero la orina seguía rezumando, y, como nueva miseria, tenía una fístula intestinal. El cirujano alemán había vuelto a su país seguido de numerosos enfermos que ansiaban ser operados por aquel hombre extraordinario, y la Facultad española recibía poco después el fraternal saludo de la Germania, que invitaba al Claustro a enviar a uno de sus miembros a mostrar en una conferencia sus profundos conocimientos. Poco después, un ilustre maestro de la cirugía francesa repetía la suerte con parecidas demostraciones y la misma invitación; una revista parisina, dedicada a «estrechar los lazos de confraternidad entre los médicos latinos de Europa y América», daba cuenta de las brillantes recepciones celebradas en la capital francesa en honor de los ilustres profesores españoles, a quienes se conferían títulos universitarios honoríficos y palmas, lacitos y rosetas para la solapa, sin perjuicio de recordarles que si se atreviesen a visitar un enfermo en aquel país serían encarcelados por intrusión profesional. El curso siguiente cogió en Madrid a nuestro hombre. Como si los martirios sufridos hubieran creado en él la necesidad de dolor, volvió a las consultas de los hospitales en busca de algún cirujano que quisiese continuar en él los torturantes experimentos. Ya no tenía ninguna esperanza; pero entre el tiempo de la preparación y el de la convalecencia podían transcurrir algunos meses, durante los cuales se encontraría al abrigo del frío y del hambre y sería atendido como una celebridad. Además, se había acostumbrado al contacto de las blusas blancas, a dejarse cuidar como un niño por las monjas de andar silencioso, a conversar con otros miserables relatando los episodios de su enfermedad y los casos extraordinarios que cada cual había visto en sus andanzas hospitalarias. Los estudiantes, entre compasivos y burlones, con ese cinismo algo infantil del hombre fuerte de veinte años, decían que era como los conejillos de Indias de los laboratorios, dispuestos a soportar crueles experimentos para mayor gloria de los cirujanos. El doctor Nobledas se decidió a operarle, y al tercer día el enfermo tuvo un vómito, su pulso se aceleró, se le enfriaron las manos, los pies, la cara, y cuando Nobledas entraba en el hospital aquél se murió rápidamente de peritonitis. Un interno dió la noticia al cirujano. –En fin, para la vida que arrastraba... –comentó éste poniéndose la blusa. 311 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 312 VICTORIANO JUARISTI Daniel le saludó y se pusieron de acuerdo para salir juntos, después de terminada la visita y la sesión operatoria, breve aquel día. CAPÍTULO III El escultor Pinós era un valenciano que con su arte y su maña de agudo mercader había ganado gran fama y buen dinero en los treinta años de aplastujar con sus hábiles pulpejos la untuosa arcilla, que se convertía en figuras de perros y lobos o de santos y campesinas cuando en su mocedad guardaba un pequeño rebano de ovejas, y luego en expresivos y bien plantados tipos populares cuando de aprendiz en el taller de un decorador de la capital obtuvo una pensión para estudiar en Madrid, y más tarde en académicas figuras bajo la influencia de los modelos clásicos de la escuela de Roma, o en atormentada quimera bajo las inquietas y revolucionarias producciones de la juventud de Montmartre. Otra vez en Madrid, terminados sus estudios y maltratado por la vida dura de artista pobre, procuró olvidarse de todo lo visto y dejó el paso a su instinto, a su modo de ver y hacer. Unas cuantas figuras llenas de gracia y fáciles de comprender le dieron buen nombre, en un tiempo 312 en que la escultura española no mostraba la menor traza de despertar del sueño en que habla caído después de tallar los santos de madera del siglo XVII. Pronto vinieron los éxitos en los concursos para monumentos públicos y los encargos de retratos de altos señores y damas elegantes. Al estudio hubo que agregar luego un vasto taller y subordinar a éste la explotación de algunas canteras y fundiciones, que, con la protección oficial, surtían de mármol tallado y bronce fundido las plazas y avenidas de todo lugar que tuviera un hombre, un hecho o una fecha que perpetuar. No faltaron imitadores. De Cataluña y Andalucía salieron pronto quienes, copiando la receta, hicieron lo mismo, pero sin llegar a alcanzar el renombre de Pinós, al que no inquietaban estos competidores. Al contrario, pensaba y decía entre sus íntimos: –¡Hay campo para todos! Quedan muchos jardines y plazas en España que adornar, mucho que conmemorar. Y cuando no haya más sitio en España, ahí está América; cada pueblo necesita una Independencia» y una estatua ecuestre de un general. Además, esos lo hacen bastante peor que yo. ¡Se ve por ahí cada levitón de bronce y cada león de feria! Juaristi 24/7/07 12:24 Página 313 EL ANATÓMICO Lo que le mortificaba era la fama de algún que otro joven que llevaba a las Exposiciones extraños e impresionantes pedazos de figuras humanas, que los Jurados aceptaban de mala gana y colocaban en rincones oscuros. Aunque hablaba con desdén de estas producciones, como de imitaciones medianas de tal o cual escultura extranjera a la moda, comprendía que su arte de él, no desprovisto de buenas cualidades en sus primeras obras, se había amanerado y empobrecido. A medida que sus aptitudes mercantiles crecían secábase su vena artística, y, conociéndolo, buscaba ya una savia juvenil de que nutrirse. Sus discípulos se asimilaban con demasiada facilidad su manera; tanto, que casi todo lo hacían ellos; sólo uno, venido a su taller por recomendación de un prócer influyente en el Gobierno, mostraba una tenaz rebeldía e interpretaba figuras y ornamentos de un modo personal y opuesto al de su maestro; Pinós vió en su discípulo al artista genial y proyectó unirle a su obra por un vínculo de sangre, casándolo con Mila (Milagritos), una hija de diecinueve años, nacida de unos amoríos de juventud bohemia, a la que recogió del asilo donde la recibieron a la muerte de su madre y la internó en un modesto colegio. Más tarde, encantado de la gracia de la chiquilla, la había edu- cado en un pensionado costoso, hasta que, al inaugura su hotelito, trajo a su lado a Mila, que con su carácter cascabelero tenía embobado a su padre. Guzmán, el discípulo elegido, era un muchacho recio, sencillo (Guzmán el Bueno le llamaban), hijo de un cantero de pueblo, de inteligencia clara y firme voluntad de abrirse paso por su trabajo. Entró en el taller de Pinós como labrante en piedra; en sus primeros trabajos, al interpretar en las duras calizas los modelos de barro del escultor o de sus discípulos aventajados, les daba un sabor arcaico que corregía la dulzarrona y sobrada preciosidad de los originales; alguna vez se apartó tan abiertamente de la copia, que la copia pareció cosa distinta y, desde luego, superior al modelo. Al principio, el maestro señaló e hizo corregir las imperfecciones, pero otras veces las dejó pasar porque no hacían mal, y se convenció de que no eran tales cuando el muchacha modeló un friso para presentarlo en una exposición de artistas jóvenes, y demostró a sus compañeros, con una erudición que nadie suponía en él, un exquisito sentimiento estético, nato y cultivado calladamente en largas horas de estudio. Aunque el público y la vieja crítica quedaron algo desconcertados de aquella manera sencilla, viril y fácil en apariencia, no faltaron inte- 313 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 314 VICTORIANO JUARISTI lectos avisados que acusaron la diferencia entre estas sobrias figuras y los muñecos volatineros, los caballos de circo y los angeletes trompeteros que salían de los estudios de los escultores más afamados. Uno de los que supieron ver el mérito de Guzmán fué el arquitecto Saralegui, un vasco silencioso y fuerte que había roto con el mal gusto imperante presentando en varios concursos unos proyectos de edificios y monumentos en que la ornamentación era casi totalmente suprimida y sólo se buscaba la emoción por las grandes líneas del contorno y los planos de armoniosas proporciones; algún friso, algún motivo trabajados en la materia misma de la construcción bastaban para quitar la impresión de masa, de pesadumbre, que daban sus obras. Había sido encargado de construir un gran teatro, y quiso que las pocas figuras alegóricas que decoraban su fachada fueran esculpidas por aquel joven artista que fácilmente obtuvo de su maestro la venia para modelarlas en su taller, aunque sufrió algún resquemor en su amor propio al ser preferido su discípulo; pero se consoló pensando en que se trataba de una obra de orden inferior. No fue así. Guzmán consiguió que le sirviera de modelo una famosa danzarina, cuyo maravilloso cuer- 314 po quedó perpetuado en la piedra en un vigoroso relieve lleno de gracia. Los amigos de la bailarina vinieron a admirar la obra cuando estuvo terminada; el estudio se animó de nuevo con el fuego de una juventud desalojada de allí por los «bomberos», los literatos consagrados, los políticos y las damas encopetadas, cuyo busto reproducía el maestro, al que también tocaba algo de la alegría y del calor que la primavera de la vida despide. Guzmán y Saralegui estaban invitados a comer el mismo día que el cirujano, el joven médico y su hermana Cecilia, que había sido camarera de Mila en el Pensionado. El escultor Pinós tenía una pasión extremada por la buena mesa. En revancha del hambre no saciada de su juventud había instalado en su hotel una cocina estupenda, por la que fueron pasando todas las notabilidades en el arte del buen yantar; finchados maestros de grandes hoteles que dirigían la preparación de un almuerzo como un mariscal dispone los movimientos de una gran maniobra militar, o espesas mujerotas especializadas en un guisote popular. De ordinario, una buena cocinera vizcaína laboraba en un fogón familiar no tan pequeño que no cupieran en su horno un bien cebado y relleno capón y en su prusiana Juaristi 24/7/07 12:24 Página 315 EL ANATÓMICO un irisado besugo. Pero cuando tenía invitados (y esto sucedía al menos dos veces por semana) era su gran empeño en servir un plato inédito o poco menos, cuya receta autógrafa (cuando el guisandero sabía escribir) guardaba cuidadosamente, así como los retratos de las celebridades del fogón y una gran colección de tratados de cocina. El comedor era una pieza flamenca, con oscuras maderas talladas y relucientes tapices con escenas de caza. Sobre la hermosa chimenea de campana un friso representaba la «lucha de don Carnal y doña Cuaresma», según los sensuales regocijantes versos del Preste de Hita. A modo de divisa en un escudo se leía este consejo: «Ni sopa fría ni cara triste.» Donde el tapiz no cubría la pared, pintada al temple de color ladrillo, brillaban los esmaltes, un poco amortiguados por los años, de viejos y grandes platos hispanos y arábigos. Con una portada en arco rebajado y cerrado con espesos paños de vivas rayas, al modo de alforjas andaluzas, comunicaba el comedor con el amplio estudio, lugar más de reposo y charla que de labor, con algo de museo, pues sólo trabaja Pinós allí en el busto de alguna dama o persona célebre. Cuando Cecilia y los dos médicos llegaron estaban ya en el estudio otros invitados: Concha Molina (la comedianta insuperable en la interpretación de los clásicos castellanos) y el escritor Fernando Borja. Mientras el escultor y el arquitecto ultimaban, en su taller, algunos detalles sobre la decoración del nuevo cine, Mila relacionó al cirujano con la cómica y el escritor, pues los demás ya se conocían, y departieron, sentados en los amplios divanes de terciopelo. Borja, hurón de librerías de viejo, había encontrado un ejemplar en un curioso Libro de cocina, en cuya portada decía ser «compuesto por Maestre Ruberto de Rola, cocinero que fué del serenísimo señor rey Don Fernando de Nápoles» y tratar de muchos potajes y salsas y guisados para el tiempo del carnal y de la cuaresma, y manjares y salsas y salados para dolientes, de muy gran sustancia, y frutas de sartén y mazapanes, y otras cosas muy provechosas y del servicio y oficio de las casas de los reyes y grandes señores y caballeros; cada uno cómo ha de servir a su cargo, y el trinchante cómo ha de cortar de todas maneras de carnes y aves y otras muchas cosas en él añadidas muy provechosas. «Fué sacado –leía Borja con tiesura enfática– este tratado de lengua catalana en nuestra lengua materna, vulgar castellano, en la ciu- 315 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 316 VICTORIANO JUARISTI dad de Toledo, estando en ella el Emperador Don Carlos nuestro señor. Donde se acabó a ocho días del mes de julio, año de mil quinientos veinticinco.» –Miren cómo esta gente del Mediterráneo ha sido siempre amiga del bien comer y beber –comentó la Molina. –Sí, pero no lo ha sido menos –respondió Daniel– la del Norte; recuerde el refinamiento, con que los flamencos cuidan la mesa y la alegre sensualidad que desborda en sus pinturas, los bodegones de Jan Steen, las inmensas cocinas de Teniers con sus triples filas de asadores que ensartan los dorados gansos; los banquetes truculentos de Van Ostade y de Terborg, en los que la grasa de los jigotes de carnero pringa las caras, los ahitos bebedores danzan pesadamente con gordas comadres o se duermen sobre los opulentos senos de su vecina, que ha tenido que soltarse el corpiño, y los perros sacan de los platos grandes huesos que pasean por entre los muebles derrumbados. –¡Ya ya! –asintió Borja–. Pues no digamos las «kermeses» desenfrenadas, las romerías báquicas, en que la espuma de cerveza desborda de los jarros y sale por los ojos y las narices de los mofletudos e hilarantes paisanos de Rubéns. Pero yo creo, como Concha, que esta 316 gente del Norte no ha sido nunca refinada; abundancia, hartazgo, pero no selección; lo mismo en el comer que en el beber. Un sueco bebe aguarrás como bebe manzanilla o jerez; la cosa es que caliente el gaznate y turbe los sentidos. En el Norte necesitan comer y beber mucho para estar alegres, para sentir el calor de un sol que falta; en el Mediodía el comer y el beber pone sentimentales y plañideras a las gentes. A este punto entró en el estudio Clara Bauer, hermosa contralto, rubia y blanca. Mila salió a su encuentro, la presentó sencillamente a los demás, y explicó, en una mezcla de francés, castellano y alemán, el asunto de la conversación. La cantante rió y protestó en igual chapurreo. –No, no. También somos de fino paladar y capaces de percibir los más delicados matices del sentimiento; lo prueban nuestras canciones, ya que la Pintura nos es adversa en este sentido. –Sin embargo –intervino Cecilia, mostrando las láminas de una monografía de pintares flamencos–, aquí hay escenas en que los galanes, después de un yantar sobrio y delicado (vean la mesa en orden, las copas de fino cristal y la garrafa casi llena), cantan romanzas sentimentales a su dama. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 317 EL ANATÓMICO El cirujano leía para sí, sonriendo, algunos párrafos, del libro de cocina, y luego contestó: –Esto es muy completo y curioso: empieza explicando «cómo se han de cortar las viandas en la mesa, y, primero, del corte del tocino. Cómo se han de aguzar los cuchillos». También se debiera enseñar esto a los estudiantes. Recuerdo que un pobre gallego, a quien operábamos una hernia con anestesia local, al quejarme yo de que unas tijeras no cortaban, lo que hacía sufrir al paciente, éste se incorporó y me dijo humildemente: «¡Señor, las afile!» Rieron la gracia un poco cruel del lance y comentaron la frigidez cordial de los cirujanos. Tomó Borja el libro y, rebuscando en el índice, advirtió: –He aquí una cosa curiosa. Ustedes, señoras, creerán que el baño de maría lo inventó una María de nuestro tiempo, o acaso la misma Mari Castaña de los tiempos remotos; pero aquí hay una descripción de un caldo destilado hecho de aquel modo. Oiganlo ustedes «Tomar una gallina bien pelada y limpia; cortarla a pedazos de manera que pueda caber por el cuello de una redoma, y quebrantar los huesos de manera que pueda bien salir la sustancia de ellos, y de que sea dentro de la redoma; después de taparla muy bien, tomar una caldera de agua con un manojo de pajas al suelo de la caldera, y sobre la paja poner la redoma y ponerla a cocer al fuego; hirviendo la agua de la caldera, hervirá también la redoma; no sea recio el hervor, sino manso», etcétera, etcétera. ¿Está claro? Pues al final de esta receta hay una nota que recomienda a los doctores; atención: «Si le quieres hacer de muy mayor sustancia, que resucite los cuerpos medio finados y que estén al cabo de la vida, echar en las brasas o carbones vivos unas cincuenta piezas de oro que sea muy fino. Cuando estuvieren muy encendidas las dichas piezas, sacarlas con unas tenazas bien limpias y echarlas en el caldo, y si dos veces lo hiciere o tres, el caldo es de mayor virtud.» –¡Caro es el caldito! –comentó el cirujano. –¡Cómo! Si las piezas de oro sirven para siempre. –Así es; con todo, si realmente fuera eficaz y si fuesen menester esas piezas de oro, creo que no dispondríamos de ellas en los hospitales. Vea usted lo que pasa con el radium: con cuarenta mil duros se tiene radium casi eterno en suficiente cantidad para un servicio regular de Ginecología; pero es rarísimo el hospital que cuenta con este remedio, para lo que bastaría con la 317 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 318 VICTORIANO JUARISTI ganancia de una noche en cualquier timba fuerte o con que una dama cambiase su collar de gordas perlas por otro igual de boro. Ciertamente –intervino Daniel–. Y no me explico cómo los allegados a las pobres enfermas que se ven privadas de este remedio (que, si no tan eficaz como se cree por ahí, supone un alivio o una esperanza) no levantan mayores protestas; yo comprendo cualquier violencia en un caso así. –Ya, ya. ¡Las pobres gentes! –suspiró Mila. –¿Y ese apetito? ¿Y ese humor? –preguntó Pinós ruidosamente desde la puerta del taller–. Apuesto a que estos médicos les están hablando de miserias y porquerías. No se puede con ellos. ¡Ea, Saralegui, Guzmán, dejen ya sus monigotes y vamos a la mesa, a ver cómo se ha portado Mosié, que pone un plato español que tumba! Me lo ha prestado miss Vaughan, cuyo busto he terminado ayer; ahí está, en el caballete. Yo le he dejado, a cambio de su cocinero, a Petra para que haga en su casa su langosta a la americana, desconocida en el nuevo continente. Acomodáronse los comensales y la conversación cayó sobre episodios de caza relacionados por el cirujano, anécdotas culinarias contadas por el anfitrión, agudezas del 318 escritor y la comedianta y risa cascabelera de Mila y Cecilia ante los pintorescos disparates del absurdo castellano de la Bauer, que a su vez reía de los tropezones germánicos de Daniel. Guzmán y Saralegui hablaban poco por su timidez en sociedad, tan en contraste con su osadía en las concepciones y en su ejecución. Además, Guzmán estaba enamorado de Mila, a quien contemplaba embobado, sin pensar en decírselo, y bajaba los ojos encendido de rubor cuando ella, que adivinaba los sentimientos del mancebo, le preguntaba alguna cosa con afectada ingenuidad o demandando algún pequeño servicio. Servían la mesa dos frescas muchachas, vestidas esta vez como es corriente en las criadas de la burguesía. En otras ocasiones el escultor gustaba sorprender a sus invitados con fantasías, como el ataviar las mozas con vestidos regionales adecuados al carácter de la comida: la paella presentada por una hermosa huertana, el pote gallego y la sidra servidos por una maruxiña, las angulas de Bermea y el chacolí ofrecidos por una nescacha vizcaína, sabían mejor a los convidados (senadores, generales, ricachos de América), que gratificaban con un escondido pellizco o una galantería picaresca a las hermosas sirvientes. A veces la fantasía traspasaba fronteras y reculaba en el Juaristi 24/7/07 12:24 Página 319 EL ANATÓMICO tiempo; cuando el convidado de calidad era un diplomático o un artista extranjero, había un plato presentado por una chociara, un criado ruso o un negrito vestido a la turca con sedas rutilantes, o una esclava griega con clámides y con grandes aretes en las orejas; en obsequio a las damas sonaban también músicas adecuadas, y había en el estudio, después de levantados los manteles, cantos y bailes, que las relaciones del escultor con la gente de teatro proporcionaban fácilmente. Todo esto dentro de la mayor formalidad, sobre todo desde que Mila estaba en la casa, cuya puerta se fué cerrando a las copleras y bailarinas de poco fuste, a los jóvenes músicos, a los pintores noveles y a los poetas en agraz, que con frecuencia armaban disputas o escenas escandalosas en cuanto los vinos aflojaban las riendas del buen contegno. Esta gentecilla venía sólo algunas noches, en algunas ocasiones, pues Pinós no quería cortar toda relación con estos vocingleros que influyen en la opinión y con amigos en la Prensa que podían le- vantar o derribar reputaciones. Además, algunas de ellas eran las queridas de señores de gran peso, y algunos de aquéllos tenían exuberancia de ricas ideas explotables. Por estas razones nunca faltaba el escultor a los banquetes por el triunfo de alguno de estos jóvenes, al beneficio de Fulanita o a la suscripción para aliviar la «dolorosa situación» de los allegados de un artista pobre fallecido. Con tales demostraciones de buen corazón y por su influencia en los Jurados de las Exposiciones, la juventud artista miraba con respeto y alguna simpatía al «jefe de los filisteos», contentándose con quitarle el pellejo en sus conversaciones entre camaradas. El escultor alardeaba de una salud de hierro y de menosprecio a la Medicina. –¡Los médicos! Muy buena gente, pero no en su oficio; le llenan a uno el estómago de potingues. Mire, doctor: ¿a que desconoce usted las aplicaciones culinarias del bicarbonato? Un poco de esta droga conserva un vivo color a las alubias verdes, que Petra llama vainas. Y otro poco en el agua en que se remoja el bacalao lo pone suave y exquisito. –¡Vaya! Pues se lo diré a Hernando para que lo repita en sus lecciones de Terapéutica. Están exquisitas estas becadas, amigo Pinós. 319 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 320 VICTORIANO JUARISTI Yo las he solido comer en el monte enterrándolas y poniendo leña encima. –¡Hombre, eso es arte rupestre! Sólo el hombre de las cavernas sería capaz... –Es que un cazador joven y hambriento se parece mucho a un troglodita –apoyó Borja. –Recuerdo que un día, de vuelta de una partida de becadas precisamente, se le disparó la escopeta a un mozo y le entró toda la carga por el parietal derecho; en la autopsia... –¡Oh, doctor! –protestaron las muchachas tapándose los oídos... –Si vuelve usted a hablarnos de horrores semejantes le dejamos sin postre, como a los niños que se portan mal –amenazó la Molina con gesto cómico de mamá regañadora. –¡Oh, éste es un vino de walkyrias! –afirmaba la cantante, mirando la colorada transparencia de su copa. –¡Pues no lo tienen del todo malo en el Rhin. Este es de Rueda –explicó el anfitrión. Va muy bien con la volatería; para caza más fuerte prefiero el tinto de Toro o algunos de Navarra, más espesos, que acompañan admirablemente a los guisos con laurel y tomillo. –¡Entonces, un vino para Wothan! –Eso es; de seguro que le sentaría mejor que el hidromiel des- 320 pués de sus correrías. Para la cocina francesa prefiero los de Rioja, de los que se hace lo que se quiere; los hay mejores que cualquier Château o Closs transpirenaicos, y para los postres, nuestros andaluces. Jamás vinos espumosos, jamás el champaña, que llena de ácido carbónico la nariz y el estómago; vino de alquimia que no recuerda los besos del sol en las uvas; vino farsante que da postín a un mal banquete o sirve para acreditar de calavera y disipado a cualquier quídam que cena con unas pelafustanas. Para lances de gracia y amor tenemos nuestra dorada manzanilla; ofrecer una copa de Málaga o de moscatel es la más cordial bienvenida que se puede brindar a un huésped, y el Jerez es un vino solemne, de ceremonia, de consagración. De todo esto habrá luego, puesto que la gracia y el amor están donde la juventud; damos la bienvenida a nuestra encantadora Clara; consagración hay, puesto que celebramos los éxitos de Guzmán y de Borja, y solemnidad va con el respeto y la admiración que acompañan a los sabios que nos honran con su presencia en la mesa. Este último párrafo, dicho con afectada entonación de orador de banquete, fué ruidosamente aplaudido por los comensales, aunque luego le dispararon agudas sátiras. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 321 EL ANATÓMICO Sirvióse el café en el estudio. La Bauer cantó maravillosamente, sin necesitar de ruego, algunos lieders populares, acompañándose ella misma al piano. Borja comentó, después de aplaudir: –Si en lugar de una bella mujer, almuerza con nosotros un tenorino, no le hacemos cantar ni poniéndonos de rodillas; no hay nada más impertinente que estos divos: o tienen que reservar su tesoro, o no hay nadie capaz de acompañarles al piano, o la estancia es chica... ¡Y si no se les ruega que canten ponen un gesto de menosprecio y de reinas ofendidas! Mila copió, danzando, unas figuras griegas, caricaturizando a las discípulas de Isadora Duncan, y luego las dos muchachas, vestidas con los uniformes del colegio, graciosamente animadas, tocaron a cuatro manos, con intencionados tropezones, una de esas piezas que las monjas hacen estudiar para los días de premios o el santo del papá. Después se despidieron la actriz y la cantante, a quienes acompañó Borja, y el cirujano pasó con los escultores al taller donde estaba terminada el boceto del monumento a Servet. Cecilia y Daniel charlaron con Mila hasta que, entrada la tarde, volvió el médico a su sanatorio y Cecilia junto a los señores de Montaner. CAPÍTULO IV Cecilia vivía en casa de los Montaner como en un paraíso después de lo sufrido durante los seis años últimos junto a su padre. Este fué un periodista de ingenio que escribía crónicas muy amenas, superficiales, a gusto de la masa de lectores, que no quiere más letras que las que entran con el desayuno o la taza de café. Además, su don de gentes y su palabra fácil le hacían inestimable para convertir en interesante y espiritual cualquier acto de sociedad que amenazaba con plúmbea pesadez; en los banquetes, las recepciones, las sesiones conmemorativas, los homenajes a políticos o artistas, la palabra de Luciano Reyes era siempre oportuna y grata y tenía un halago discreto para cada uno de los circunstantes; aun las sátiras que la situación política imponía eran recibidas por los criticados con una sonrisa de agradecimiento, porque suponían notoriedad, reconocimiento de algún mérito o disculpa de algún error. Tenía verdadera vocación de periodista y suplía en cualquier momento a cualquiera de los redactores, desde el modesto gacetillero o el revistero de teatros hasta el director. Pero hacía una vida desordenada, absurda. Obligado por su profesión a no acostarse hasta que la vi- 321 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 322 VICTORIANO JUARISTI da nocturna de la capital se hubiese extinguido, hasta que las conferencias telefónicas hubieran cerrado la información, apenas veía la luz del sol. El rodar por casinos y banquetes, donde se quitaba el puro de la boca para llevarse a ella la copa; las intimidades, el trato con las mujercitas del teatro; las emociones de la ruleta y del treinta y cuarenta, a los que recurría cuando se consumían su sueldo y las dádivas del Ministerio de la Gobernación, minaron su salud y agriaron su carácter. Su genio risueño, su chispeante conversación en sociedad, se trocaban en violentos estallidos de mal humor en su casa. Después de haber vivido en fondas modestas o en cuartos de patrona, se ha- bía decidido a poner casa; mejor dicho, a trasladarse a la de Lola Suárez, damita de la comedia, a la que Luciano Reyes habla descubierto y presentado como una estrella del arte dramático. Aquella casa fué una prolongación del escenario. Algunos días todo eran mimos y arrullos y pasos de comedia y sainete; pero con gran frecuencia estallaban las tragedias; volaban las injurias, las amenazas, los muebles y la vajilla; se llenaba la casa de sollozos y ruidos de pataleta y olor de «antiespasmódica». Luciano Reyes salía dando un terrible portazo, llevándose unas prendas de vestir revueltas en un maletín, y pasaba algunos días en una fonda; pero a los pocos días la Suárez iba a buscarle a la redacción o él volvía a su casa con un regalo. Más de una vez aquella situación pareció rota para siempre porque el periodista descubrió otras «estrellas»; pero éstas eran fugaces y la Suárez recuperaba su hombre. Al segundo año de esta vida vino Daniel al mundo contra la voluntad de sus progenitores; como constituía un estorbo para los dos, fué confiado a una nodriza en casa de la madre de Lola, que vivía en un modesto pisito de la calle de la Paloma con lo que su hija le pasaba. Y un año después vino Cecilia en las mismas circunstancias. La Suá- 322 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 323 EL ANATÓMICO rez iba con frecuencia a ver sus niños, les llevaba juguetes desproporcionados a su edad, los vestía como pequeños príncipes o los olvidaba por completo. Después del nacimiento de cada uno de los niños, el periodista y la cómica pensaron en que era preciso legalizar su situación casándose. Pero ninguno de los dos tenía gran entusiasmo por ello; se limitaron a reconocer como suyos a los nenes y evitaron hablar de boda. Ella temía las veleidades y el violento carácter de su amante; él sabía de historias pasadas de la cómica y no tenía gran confianza en que las venideras fueran mejores; no le tentaba cambiar el papel de afortunado amante por el de paciente marido de la Suárez. Acaso más tarde, por los chicos, habría que hacer este sacrificio; pero era cosa de pensarlo; y aun sobre la paternidad habría que hablar... Cuando Cecilia y Daniel tuvieron edad para ello fueron internados en colegios de Madrid. Murió la abuela, la actriz pasaba largas temporadas en provincias y el periodista sólo se acordaba de los pequeños para renegar de que el importe de las pensiones era cada vez mayor. La Suárez se encontró en sus andanzas provincianas con un amigo de la primera juventud y se unió a él para constituir compañía Suárez-Barranco. Esto dió lugar a que los tumultuosos incidentes entre la cómi- ca y el periodista se exacerbaran, aunque se mitigaban algo cuando la nueva Empresa liquidaba su campaña con beneficios de importancia. Luego se disolvió la compañía y se formó la Suárez-Montesinos, que un día, con todo el dinero que Lola pudo reunir vendiendo sus alhajas, salió camino de América, sin que tuviera noticia de ello el periodista hasta que, después de zarpar el barco, recibiera una carta de despedida de su amante. Dos meses después, el mismo Luciano Reyes tenía que escribir un elogio póstumo de la «genial actriz, arrancada cruelmente por la muerte implacable al glorioso arte nacional en lejanas tierras». Por entonces Cecilia conoció a la hija del escultor Pinós, pues fué internada en el mismo colegio de ésta en Pau. Pronto se hicieron muy amigas, porque, además de su carácter parecido, estaban en las mismas circunstancias: eran dos «hijas del amor», alejadas del hogar sin madre. Algunas veces el padre de Mila venía a sacar a su hija del colegio por un par de días, fuera de las vacaciones, con motivo de algún viaje del escultor a París; Cecilia salía con ella gozosa, pero la entristecía el que su padre no hiciera lo propio; sólo durante las vacaciones de Nochebuena pasaban ella y Daniel una semana con su padre en la fonda. Cecilia hubiera preferido que- 323 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 324 VICTORIANO JUARISTI darse en el colegio, a no ser porque su hermano la consolaba de la poca cordialidad de las acogidas paternales. Daniel, que estudiaba en un pensionado de Madrid el bachillerato, comía con su padre los domingos como con un extraño, que se esforzaba en ser cariñoso sin conseguirlo. Llegó un momento en que Cecilia, hecha una mujercita, tuvo que dejar el colegio. Al mismo tiempo, Daniel, aprobado el curso preparatorio, empezaba sus estudios en la Facultad. Luciano Reyes hizo entonces un esfuerzo de voluntad para rectificar su vida: se instaló en un piso y trajo a su lado a sus hijos. Cecilia se parecía mucho a su madre; su rostro y sus gestos avivaron en el periodista recuerdos de juventud, y tuvo una fuerte crisis sentimental y un amor póstumo que le hacía llorar ante los retratos de la comedianta como no había llorado al saber su muerte. Además, como Daniel era un hombrecito formal, estudioso y buen mozo, se sentía orgulloso de su hijo; pero le remordía la conciencia el no haber sido más previsor, más ordenado, pensando en el porvenir de sus hijos, y se avergonzaba de no haberlos legitimado casándose con la Suárez. Estos pesares le ponían melancólico y lacrimoso. Pero durante algún tiempo podo reaccionar y traba- 324 jó con regularidad, recuperando ante la opinión el buen nombre que empezaba a perder. Quiso dar a su hija una instrucción práctica, haciendo de ella una buena secretaria. Cecilia, que hablaba bien el francés y el inglés, aprendió taquigrafía, escribía a máquina perfectamente y sabía llevar los libros del comercio, pues a ello se aplicó por dar gusto a su padre, aunque sus aficiones eran otras. A ella le hubiera encantado la vida de las artistas del teatro y de la pantalla: ser aplaudida, ser admirada, interpretar las grandes pasiones y despertarlas en los demás. Pero Luciano Reyes alejó a su hija de todo espectáculo de escenario y guardó bajo llave las novelas. Durante el primer año de esta vida todo fué bien; pero el periodista volvió a las andadas. Jugó y perdió, pidió dinero a quien pudo, enfermó, dejó de trabajar muchos días. A pesar de la intervención de Pinós, se desmoronó el hogar recién levantado. El periodista, desesperado por su mala fortuna, estallaba en violentas querellas contra todos, para terminar acusándose a gritos de ser un miserable y un mal padre y llorar como una criatura horas enteras. Cecilia trabajó haciendo copias y traduciendo novelas en casa; hubiera encontrado una colocación decorosa en una oficina; pero no quería faltar de casa por atender a Juaristi 24/7/07 12:24 Página 325 EL ANATÓMICO su padre y cuidar de su hermano, que sufría mucho con las intemperancias de aquél. Reyes padeció crueles insomnios que quiso combatir con el cloral; luego bebió sin tasa; por último, recurrió a la morfina, buscando en ella un lenitivo a su miseria moral y un estímulo a su agotada inteligencia, pero el efecto fué contraproducente: la morfina, el hada bienhechora que da una tregua celestial a los dolores desgarrantes, no quiere repetir sus mágicos beneficios en un mismo individuo a quien la solicita una y otra vez, sino que castiga cruelmente haciéndole sentir su ausencia con angustias indescriptibles. Al principio las inyecciones le proporcionaban un sueño oscuro en un silencio, en una quietud de tumba, del cual salía con la cabeza vacía de ideas, con la impresión de que era algo incorpóreo, sostenido en el aire, pero los movimientos eran tardos y provocaban vértigos y náuseas. Luego los efectos eran más ingratos; apenas sentía sueño alguno, sino un estado de beatitud fugaz, seguido de una actividad risueña, pero estéril, que se trocaba en pereza y mal humor. Nunca tuvo ensueños que le sirvieran de tema para la más trivial composición literaria, sino que, en vez de estímulo, su imaginación se secaba de día en día; le faltaban de la memoria los nombres más conocidos; no podía redondear un párrafo y le asaltaban dudas sobre la ortografía de las más vulgares palabras. Descuidó su vestido y sus maneras, rehuyó el trato de las gentes, fué injustamente agresivo en sus críticas, se creó enemigos y acreedores. Un día, en ausencia del director de su periódico, escribió un artículo injurioso para un ministro de su partido político que le había negado una cantidad perdida en el juego; el ministro exigió una rectificación y el cese del periodista; éste, desesperado, armó un escándalo en el ministerio, donde fué detenido revólver en mano y reducido a prisión, de la que le sacó un informe facultativo y la piedad de sus compañeros. Avergonzado, se aisló de todos en su casa, negándose a salir de su cuarto más que de noche. Recurrió a todos los ardides imaginables para procurarse morfina y esconderla. Necesitaba cantidades cada vez mayores y tenía su cuerpo cribillado de pinchazos. En cuanto pasaba el efecto de una inyección sentía alfilerazos y dolores en todo su cuerpo y una insoportable presión en el pecho que sólo se calmaba con otra inyección. Luego multiplicó los venenos: recurrió a la cocaína, más terrible aún, que transformó su estúpida somnolencia y sus crisis angustiosas en accesos de locura; añadió la atropina a los narcóticos, 325 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 326 VICTORIANO JUARISTI se embriagó con éter y cayó en un estado de bestia sucia e inconsciente, en el que sus amigos pudieron llevarlo al sanatorio, donde un régimen adecuado devolvió alguna lucidez a su cerebro y alguna salud a su deshecho cuerpo. Daniel, que estaba a punto de terminar su carrera, fué admitido en el sanatorio como interno. Cecilia fué recogida por el escultor; pero, aunque muy contenta de la casa de su amiga y muy agradecida del padre de ésta, se obstinó en ganarse su vida, y por recomendación de la mujer de Estébanez entró en casa de los Montaner como secretaria y acompañante de la señora, que por una enfermedad de su hijo había hecho voto de no asistir a ningún espectáculo ni diversión en tanto que el niño no se pudiera tener sobre sus piernas paralizadas. Durante los tres primeros meses la mejoría del toxicómano se fué acentuando; suprimido el éter y la cocaína, salió de su marasmo, reapareció el apetito, empezó a esbozarse de nuevo la mentalidad del hombre cultivado. Pero al mismo tiempo volvió la pesadumbre por el mal causado, la vergüenza, el temor a no poder levantarse más. Cuando supo que la vida de sus hijos se encauzaba por seguros carriles se sintió aliviado de sus remordimientos, 326 pero le quemaba la idea de que, en adelante, sólo sería un estorbo y un deshonor para ellos. Las dosis de morfina disminuían rápidamente, con regular tolerancia por parte del enfermo. Un día creyeron los médicos que se podría suprimir, el veneno radicalmente; pero sobrevino un anhelo insoportable, una tremenda angustia, un malestar tan atroz, que quiso pedir a gritos y exigir con violencias unas inyecciones. Sin embargo, reaccionó contra este fracaso, y, queriendo ocultarlo, se tiró por el suelo, se golpeó contra la pared para perder el sentido y, al fin, en un ciego arrebato, rasgó una sábana, hizo un nudo corredizo con sus tiras y, pasándolo al cuello, se colgó de los hierros de su ventana. Lloráronle sus hijos, aunque vieron que aquella muerte era una liberación para los tres, y siguieron su vida serenamente. Los Montaner trataban con cariño a Cecilia. Luis Montaner era abogado, pero no ejercía su profesión; tanto él como Concha, su mujer, tenían una parentela rica, que no se iba de este mundo sin dejarles sus buenas fincas, sus sanos valores. No tenía talento ni más habilidad que la de ser un buen tirador de palomas y un regular jinete. Cuando los suyos estaban en el Poder era diputado por un distrito que sólo había visto una vez; era un Juaristi 24/7/07 12:24 Página 327 EL ANATÓMICO buen camarada de círculo, jugaba poco y no le inquietaban gran cosa las mujeres. La suya, ni fea ni guapa, era una rica burguesita castellana, bastante religiosa, contenta de ser la esposa de un guapo mozo sin vicios y loca por su hijito único, Mario, venido al tercer año de matrimonio, cuando ya perdía la esperanza de ser madre. La felicidad y la abundancia reinaban en aquella casa, y para que Dios no se cansase de prodigarlas, Concha hacía regalos a sus altares, y al pagar los abonos de los teatros o las cuentas de las modistas dedicaba una cantidad proporcional a limosnas, entregadas a Sociedades benéficas y a comunidades. El niño, a los cuatro años, era precioso: de sano color moreno, de labios rojos, de ojos castaños y vivos y de rizados cabellos oscuros. Sus padres le adoraban como a un pequeño y gracioso dios y le daban todos los mimos imaginables. Las únicas inquietudes de aquella casa eran las pequeñas indisposiciones del bebé, sus dientecitos, sus tropezones, los estornudos o tosecillas de ayer, la inapetencia de hoy, la respiración más ruidosa o agitada, los juguetes menos animados... El médico tenía que venir con mucha frecuencia a tranquilizar a Concha y a regañarla cariñosamente. Un día, bruscamente, el niño se puso muy pálido, tuvo un escalofrío y a las pocas horas estaba abrasado por la fiebre. El doctor Benavides le examinaba sin hallar una explicación. –Una infección, sin duda, pero no se cuál todavía; quizá una fiebre eruptiva –contestó a las preguntas de la madre inquieta. Al día siguiente tampoco se veía claro; el niño lloraba, quejándose vagamente de todas partes, pero la más detenida exploración no atinaba a localizar el daño. –¿No se encuentra nada? ¿Nada grave? –inquirió el padre aparte. –No, y estoy por decir que desgraciadamente. Cuando se conoce un enemigo se puede organizar la lucha contra él; pero cuando se oculta así, temo que sea en sitios adonde no llegamos con eficacia. El médico sabía por triste experiencia que hay dos órganos de alta jerarquía que viven encerrados en estuches óseos casi impenetrables, que ni se ven ni se palpan, ni producen murmullos en su función, ni su trabajo se puede seguir como el tictac de la máquina cordial; dos órganos de una complejidad infinita, de una contextura delicadísima, cuya lesión tenía consecuencias irreparables: el cerebro y la medula. Ante un caso de estos el médico de los niños temía siempre a los dos fantasmas ¿meningitis?, ¿parálisis infantil? 327 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 328 VICTORIANO JUARISTI Al principio de su carrera, había dicho, como todos ante un caso de estos: –No será nada; un empacho... Y pocos días después, la nuca rígida y los ojos convulsos del niño o los miembros flácidos, inertes, como si hubieran cortado sus cuerdas, le enseñaban la cruel verdad. Fué la parálisis infantil. Fué un rayo que derribó la felicidad de aquella casa, el ídolo roto, el jardín arrasado, el mundo en tinieblas para aquella madre. Las otras, las madres pobres que tuvieron muchos hijos y perdieron muchos, sabían que la vida era así; veían partir a los frutos de sus entrañas con el mismo resignado y silencioso dolor con que los sintieron venir, sin dudar de la ciencia, sin atreverse a pedir clemencia a Dios, sin quejarse de lo poco que daban los hombres. Pero esta madre rica y feliz, y este padre que jamás tuvo una seria inquietud, una preocupación, un deseo incumplido, llamaron a todos los magos de la Medicina y en su nombre se pidió a Dios en todos los altares por la salud del infante. –¿Pero no hay nada que hacer? ¿No hay algún suero, alguna operación?... ¿Pero están ustedes seguros de que es la parálisis? ¿Y si se hubiese acudido antes?... –preguntaba la madre desesperada a los médicos que celebraban consultas 328 todos los días. Punción lumbar, análisis de sangre, inyecciones de unas y otras cosas, reacciones eléctricas... El niño empezó a mover los brazos, a incorporarse; la parálisis se limitó a las piernas, que quedaron inertes, frías y delgadas. –¡Virgen santa de la Paloma! ¡Yo te pondré una corona de oro! ¡Todas mis alhajas serán tuyas! ¡Cura a mi hijito! –clamaba la madre. Benavides se esforzaba en consolarla, y le explicaba que más adelante, con un tratamiento quirúrgico, se remediarla mucho la impotencia, y añadía: –Concha, su desesperación ni es útil ni es cristiana. ¿Qué Virgen es esa cuyo poder usted cree ganar ofreciendo alhajas? ¿Qué caso haría de las pobres, que nada pueden ofrecer más que su dolor y su entereza ante la desgracia? ¿Qué le ha costado a usted lo que promete a cambio de la salud de su hijo? Sea usted fuerte y piense que en torno suyo hay desgracias mayores; haciendo por remediarlas Dios aliviará su pena, mientras nosotros trabajamos por reparar el daño. Y perdóneme que salga, quizá, de mi papel de médico, en gracia a la buena amistad que nos une. Concha Montaner hizo «promesas»: vestir hábito, no ir a los teatros, visitar enfermos, prodigar limosnas: Hizo que su marido se sus- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 329 EL ANATÓMICO cribiese como fundador y protector de un asilo de huérfanos y ella fué secretaria de dos asociaciones de caridad, de un ropero de madres pobres y de un comedor de niños, una de cuyas instituciones presidía la señora del doctor Estébanez, el frenólogo. Cecilia copiaba a máquina las actas de las sesiones, extendía las convocatorias, redactaba las cartas, hacía labor charlando, contaba historias al pequeño o jugaba con él como un camarada. Los días buenos paseaban en «auto» o llevaban al niño en un cochecito a los jardines. El pequeño quería moverse por sí, libre del cinturón que le sujetaba al cochecito donde iba sentado; hubiera preferido andar a gatas, arrastrarse para seguir a sus amiguitos, como hacía en casa sobre la alfombra, aunque a si madre le desgarraba el alma al verle reptar como esos tullidos o monstruos sin piernas que piden limosna, barriendo los caminos con sus nalgas forradas de cuero. Cuando el armisticio de noviembre señaló el fin de la gran guerra, Concha quiso satisfacer dos vivos deseos suyos: ir a Lourdes a implorar auxilio de la Virgen, y llegar hasta París y Berck, donde encontraría a algún sabio que supiese galvanizar aquellas piernas flácidas sin necesidad de operación. Había oído de algún niño paralítico que con sólo un corsé enyesado y una estan- cia de algunos meses en Berck había vuelto pudiendo andar sin apoyo; los médicos le explicaban que, se trataba de una enfermedad distinta y que aquello lo mismo se podía hacer en Berck que en Pozuelo; pero ella se obstinaba en que todas las parálisis eran iguales y en que nada se perdía con hacer el viaje. Este fué aplazado hasta la primavera; sacaron entonces los pasaportes, incluso el de Cecilia, cuyo concurso estimaban precioso: su conocimiento del francés y por lo que distraía al niño. Para ella el viaje era una fiesta inesperada y encantadora. ¡Visitar a sus monjitas de Pau y, sobre todo, ver París! ¡Mundo, lujos, placeres, elegancias!, Su Madrid había sido tan triste, que hubiera preferido la vida del colegio, a no ser porque los Montaner le hacían ir, a pesar del luto, al circo, al «cine» y a los parques acompañando al enfermito, y por algunas tardes que pasaba en compañía de Milagros Pinós. La primera etapa del viajé fué hasta Hendaya, en cuya estación tuvieron que pasar en fila, pasaporte en mano, por unos corredores improvisados con tabique de madera, como reses encajonadas. En la fonda de la estación empezaron a sentir la pobreza y la pesadumbre del país esquilmado por la guerra; comieron poco y mal, cambiaron su dinero por unos montones de papel 329 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 330 VICTORIANO JUARISTI mugriento y soportaron brusquedades de gentes malhumoradas. En Bayona tomaron el tren de Pau, adonde llegaron con tiempo lluvioso. La fonda estaba casi vacía: una familia francesa, algún español, un oficial en convalecencia y dos americanos. Desde los balcones veían los balanceos de las frondosas copas de los árboles, sacudidas por el viento y la lluvia; la comida fué peor que la de Hendaya; sobre todo, aquel pan moreno y mal trabado. Afortunadamente, al siguiente día barrió el sol las nubes, y, como si hubieran descorrido la cortina de un panorama, aparecieron limpios y majestuosos las Altos Pirineos, coronados de nieve. Salieron a las calles, por las que apenas transitaban más que soldados con sus uniformes de paño gris azulado, convalecientes o mutilados. Todo lo humano era pobre y triste; sólo se levan- 330 taba riente y vigorosa la Naturaleza, vistiendo con exuberancia los bosques, las praderas, los jardines. Aceptaron los insistentes ofrecimientos de un guía, que les fué mostrando las lejanas jorobas y picachos, haciéndoles mirar por un gran telescopio. Concha estaba impaciente por llegar a Lourdes, y al día siguiente tomaron un «auto» que les dejó ante la explanada. De nuevo se había cubierto el cielo; de las nubes se desgajaban jirones, que suavemente caían por las laderas hasta el fondo de los estrechos valles. No había ninguna peregrinación: la guerra había perjudicado al culto de la Virgen dificultando las comunicaciones, empobreciendo a los devotos y entibiando la fe. ¿Qué suponía un milagro, ni diez, ni cien ante la tremenda devastación? Un bote de metralla cortaba en un segundo más vidas robustas que todas las que se creían salvadas por la intercesión de la Prodigiosa, vidas endebles, miserables. ¿Qué consuelo podrían aportar las pocas espigas que las sagradas manos querían proteger ante la desolación inmensa de toda la heredad destruída por el ciclón de hierro y fuego? Ni siquiera podía atribuirse a su intercesión la victoria final del país católico y creyente, puesto que suponía el derrumbamiento del imperio austrohúngaro (la más recia columna de Juaristi 24/7/07 12:24 Página 331 EL ANATÓMICO la Iglesia romana) y la gloria del pueblo protestante. No; la esfinge de los pies ornados de rosas no había sido la salud en aquella terrible ocasión; solamente las madres y las esposas del país, que se habían arrastrado de rodillas ante la gruta pidiendo amparo para el amado combatiente, bendecían a la Virgen, si el hombre había vuelto sano y salvo. Los mercaderes judíos que vendían rosarios, medallas, cuadros, y chucherías con inscripciones y vistas, los fondistas, los que vivían del turismo religioso y profano, estaban Soldados y sólo soldados, sin armas y con paso tardo, por todas partes, el uniforme azul descolorido, vendajes, cabestrillos, muletas. Los ojos de Concha no podían apartarse de aquellas mangas de capotes, vacías y plegadas, que ya no guardaban un brazo de carne palpitante; de aquellos cuerpos sostenidos por una sola pierna y dos palos, o por ninguna. En un cochecillo fumaba un oficial, joven y de rostro inteligente y bello; una señora anciana y dolorida le atendía como a un niño; cuando frente a ellos se detuvo el auto, y bajaron al enfermito hasta una silla que dos mozos se apresuraron a ofrecer, el oficial sonrió tristemente al ver las piernecitas flácidas del paralítico. –¡Ah, las piernas! ¡Yo las tenía, sí, y bien sólidas! ¡Han quedado por allá, en alguna parte! ¡Ah, las piernas! –y murmurando, golpeaba con el paraguas cerrado que estaba sobre el coche, el sitio que debieran ocupar los perdidos miembros. Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas y musitaba: –¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío! desesperados y ansiosos de salir nuevamente al encuentro de aquellas multitudes piadosas, de aquellos ricos viajeros de los años de paz. Mutilados y más mutilados; pero no venían en busca de la Gracia prodigiosa que les restituyera a su normalidad, sino a reconfortar su cuerpo y olvidar las feroces visiones de la guerra en aquel templado 331 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 332 VICTORIANO JUARISTI rincón donde la compasión y la piedad estaban cultivadas y arregladas como una planta de adorno y de utilidad, como los gigantescos rododendros y las hayas de follaje bronceado y los verdes cedros puntiagudos que rodeaban los palacios entre los que serpenteaba el río. Igual actitud que los soldaditos cristianos, tenían los negros que paseaban con su rojo fez sobre la cabeza vendada. Oyeron misa en la gruta y Concha rezó fervorosarnente. Su marido estaba un poco descontento de la poca emoción que aquello le despertaba. Cecilia conocía Lourdes por haber venido con todo el colegio en día de gran peregrinación; pero entonces le había impresionado muchísimo el espectáculo de la multitud sugestionada y vibrante de fe esperando el prodigio a la hora de la bendición de los enfermos alineados en la explanada o entonando en fantástica procesión el «Agur» adaptado a una sencilla canción montañesa. Empezó a lloviznar. Mientras Concha y él niño rezaban aún, Montaner y Cecilia fueron a ver la casuca de Bernardeta Subirús, en una calleja; sobre la vieja puerta, un cartel de tabla recordaba que allí vivió la escogida por la Virgen para descubrir el milagro. Entraron. Una mujer pequeña y con cara de boba les 332 recitó gangosamente y con insoportable monotonía un compendio de la vida de Bernardeta, ante las pequeñas y vacías habitaciones; en una de ellas había un ventanillo enrejado desde el cual, en otro tiempo, la aldeana veía la gruta; en otra, sobre un escaño, habían dejado un fragmento de altar de alguna iglesia renovada. Volvieron a la explanada y esperaron a que Concha encargara misas y comprara unos cirios y unos bidones del agua milagrosa. Volvieron a Pau silenciosos, bajo la lluvia. Concha iba desanimada, triste, comprendiendo que había pedido en una hora poco propicia, y que las piernecitas de su hijo suponían muy poquita cosa en el inmenso carnario amontonado en cuatro años de destrucción. Por la tarde, Cecilia visitó su colegio, donde sufrió nuevas decepciones. Sólo dos de sus maestras la reconocieron; las demás eran nuevas o la habían olvidado. Todo respiraba escasez, tristeza; las alumnas extranjeras y muchas francesitas habían sido retiradas en cuanto redobló el tambor del reclutamiento militar. Luego fueron marchándose las otras, llamadas por la pena, el luto o la miseria; habían pensado en cerrar el colegio; pero las monjas y algunas alumnas pudieron esperar el fin de la guerra agrupadas en una pequeña y triste familia. Lentamente empezaban a rehacer- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 333 EL ANATÓMICO se, pero temían no volver a conocer los días en que los tapiados jardines eran como una fronda llena de alegres pajaritos. Cecilia dijo su orfandad, rehuyendo hablar de sus angustiosos episodios. Lloraron las mujeres, recorriendo los dormitorios, las clases y la capilla y repasando las fotografías donde se veían todas las alumnas, en grupos, sentadas en el suelo las más pequeñas, en banquetas otras mayorcitas y de pie, detrás, las que estaban a punto de cambiar el uniforme del colegio por las galas «del mundo». Cecilia figuraba en distintas fotografías, en todos los rangos, sucesivamente, pues había pasado seis años en el colegio. La despedida fué más cordial que el recibimiento; le dieron unas flores y unas medallitas al abrazarla. –¡No nos olvide! ¡Rezaremos por usted! ¡Sea más feliz! La misma noche salieron camino de París. Allí estuvieron mejor. En la gran metrópoli abundaban los enriquecidos por la guerra y se podía tener todo por dinero, como siempre, desde el pan blanco hasta las esclavas negras. El tiempo les fué favorable y pasearon despacio en un auto, por las grandes avenidas, los Campos Elíseos y el Bosque. El niño se recreó en las Tullerías y en el estanque del Luxemburgo, comparándolos con el Botánico y el Retiro, y Cecilia detallaba con ávida mirada las siluetas mundanas y los escaparates de lujo. Una tarde, Concha se quedó en casa, fatigada. Montaner llevó a Cecilia y al niño al circo, cuya pista se convertía en una inmensa piscina en la que acababan chapuzándose todos los personajes grotescos de una pantomima, con gran algazara de los pequeños espectadores. Fueron a la consulta de un eminente doctor especialista en cirugía ortopédica. Se repitió una vez más el consabido examen de la sensibilidad, la motilidad, los reflejos y las reacciones eléctricas. –¡Oh, sí! –concluyó el cirujano, que hablaba el castellano, pues cultivaba mucho la rica clientela sudamericana, después de un largo examen que no tenía más fin que el justificar unos honorarios, pues desde la primera mirada estaba hecho el diagnóstico. –Es bien la poliomielitis. Se podría ensayar la electroterapia y estudiar un «aparallaje» convenible; pero esta es una solución mediana. Es preciso intervenir mediante la operación quirúrgica; una artrodesis y una anastomosis de tendones ¿comprende usted? Nosotros hemos contado muy buenos éxitos. Luego, ante la perspectiva de una fructuosa operación que en aquel tiempo escaseaba, explicó a su visi- 333 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 334 VICTORIANO JUARISTI tante el esfuerzo de la ortopedia ante las necesidades de los mutilados, e invitó a Montaner a visitar su Instituto de reeducación. Concha veía que el interés científico giraba en torno del problema de los destrozados por la guerra; no era el momento de los niños. Pero quiso llegar hasta el fin de su propósito. Tomaron en la estación del Norte el tren para Boulogne. En un apeadero cambiaron de línea y en un tren de vía estrecha llegaron a Berck, atravesando un país arenoso, triste y sin árboles. Hace una treintena de años era Berck una playa desierta. Tras las dunas que el viento amontonaba, se guarecían una docena de pobres albergues de pescadores. Una buena mujer recibió en su casa algunos niños enfermos de los que la Beneficencia de París repartía en playas y montañas; se dió tan buena maña para cuidarlos, que la asistencia pública creó allí una colonia de niños escrofulosos, cuya mejoría incitó a ampliar la obra. Otras instituciones particulares acudieron a la buena fama del clima de Berck, y a los pocos años se levantó allí una original población de enfermos, dividida en dos partes: la villa, retirada un poco lejos del mar, fuera del alcance de los vientos tenaces, y la playa, donde estaban instalados los sanatorios. El Municipio de París tiene uno, enorme y magnífico. Todas las 334 calles están formadas por sanatorios y hospederías para lisiados; aun las casas particulares ostentan el aviso de que se reciben pensionistas enfermos. Aquello es el paraíso de los tumores blancos, el edén de la escrófula. Todos son jorobados, o cojos, tienen el cuello hinchado por tumores linfáticos o la cara mordida por lupus; allí sólo el sano se avergüenza de pasear al aire libre, como se avergonzaría un rico entre míseros. En el pueblo mandan la tuberculosis y la arena, la implacable arena que el viento amontona delante de las casas, obstruyendo la puerta, cegando las ventanas, llegando al tejado, enterrándolas, si no se protegen con parapetos. Muchas casas de primera fila se construyen de madera para ser desmontadas cuando la arena imposibilita su acceso; otras se abandonan, cuando ya no se puede entrar en ellas ni por el tejado. Inútil pensar en defenderse con árboles, como en las Landas. En aquel suelo no arraiga un pino, ni una zarza; el mayor lujo es tener un tiesto de geráneos. El sanatorio de la villa de París se empeña en poseer, a fuerza de dinero, un jardincito del tamaño de una alfombra grande, sin conseguirlo. Sobre la arena hacen su vida los enfermos, desnudos en cuanto el tiempo lo permite, inmóviles bajo Juaristi 24/7/07 12:24 Página 335 EL ANATÓMICO el sol atenuado por la brisa marina, boca arriba o tripa abajo, hablan sin volver la cabeza para mirarse. Infinidad de cochecitos largos, con ruedas de llantas muy anchas para no hundirse en la arena, pasean lentamente, tirados por borriquillos o pequeños caballejos, guiados por los mismos enfermos que no pueden incorporarse y se valen de un espejo inclinado para ver lo que les rodea. Algunos van acompañados de sus allegados, que caminan a pie junto a los cochecitos o van sentados en sus varales. Leen un periódico que los mismos niños enfermos escriben e imprimen, que se llama El Jorobadito y cantan un himno en que se glorifica al pobre cheposo. El niño de Montaner quiso también su carricoche con su borriquillo y, con protesta de su madre, formó un día en el extraño desfile de aquellos miserables carcomidos y purulentos, que al mediodía, volvían a sus casas en larga procesión, desembocando por el paseo del Entonoir y cantando alegremente las estrofas del Petit Bosú. Concha no quiso quedarse allí. Le acongojaban aquellas caruchas pálidas, le horrorizaban aquellas deformidades, los brazos y las piernas delgados y secos, con abultamientos en las articulaciones, con agujeros en los que perlaba la gota de pus; los espinazos torcidos, las cabezas hundidas entre los hombros. –¡Vamos de aquí! ¡Esto es muy triste! Además, creo que es peligroso para nuestro niño, que puede contagiarse de tuberculosis. No quiero ver más médicos ni más miserias. ¡Vámonos a Madrid hoy mismo! Y cuando se vió en su Madrid bullicioso y familiar y en su casa confortable, consideró que la cruz que le tocaba llevar en el calvario de la vida era de las más pequeñas. Y se fortaleció su espíritu. CAPÍTULO IV El niño de Montaner fué operado en el Sanatorio de la Merced. Este era un hotel adquirido por una Sociedad de médicos amigos y reformado para convertirlo en una clínica quirúrgica donde trabajaban, además de Nobledas, algunos especialistas reputados. Concha y Cecilia, instaladas en la clínica, acompañaban al enfermito. Los primeros días, Cecilia esta- 335 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 336 VICTORIANO JUARISTI ba angustiada en aquel ambiente de dolor, de zozobra y de asco, que intentaba disimularse con las blancuras esmaltadas de las paredes y de los mármoles, con el brillo del cristal y del níquel pulido, con la pulcritud de lienzos y vajillas. La carne atormentada enviaba sus quejidos a través de los muros y las puertas; el aire, constantemente renovado, olvidaba llevarse aquella pequeña ráfaga de olor de farmacia, de aliento febril, de agria regurgitación, de líquidos amoniacales y de gases sulfhídricos, que delataban la corrupción pronta a estallar al menor descuido. A pesar de la doble puerta de la sala de operaciones, se podían seguir desde el cuarto, muchas fases del trabajo de los cirujanos. Primero, era el sordo y suave rodar de la camilla; en seguida las exclamaciones incoherentes de la embriaguez clorofórmica ya como una sarta de violentas imprecaciones o la repetición de una palabra sin sentido, o una canturria litúrgica o un quejido triste que se apagaba lentamente, o una risa inquietante o el desesperado llorar de un niño. Al final, ayes confusos y palabras consoladoras dichas casi a gritos, como dirigidas a un sordo o un desmayado. Y otra vez, el rodar de la camilla, seguida de un vaho de drogas fuertes, de éter, de cloroformo, de alcohol y de yodo mezcladas con 336 emanaciones corpóreas y olor de carnes chamuscadas. Se oían luego los chorros de agua, los fregoteos, los choques de los cubos metálicos, y cuando todo quedaba en orden, empezaban las discretas llamadas en cada puerta anunciando la diaria visita del cirujano. Entraba Nobledas como un general con su estado mayor: un joven médico, una hermana, un enfermero y con frecuencia una «mosca blanca». Así llamaban a las mujeres que, siguiendo la moda francesa, pululaban por los carnarios quirúrgicos. Unas pertenecían a la Cruz Roja; otras, sin estar afiliadas a ninguna corporación, asistían a las clínicas, según ellas, para completar su educación. Todas coincidían en que era indispensable vestir un blusón blanco de buen corte, unos zapatos blancos y un velo blanco echado graciosamente hacia atrás, descubriendo sólo un ricito sobre la frente o las sienes. Muchas iban a las clínicas vestidas de este modo desde sus casas, en automóvil descubierto. El disfraz de «Dama enfermera» se veía en las muñecas de los escaparates y competía con el de pasiega y el de barquillero, entre los atavíos infantiles por Carnaval. Los primeros de estos lindos gusanitos blancos, después de la Convención de Ginebra, aparecieron Juaristi 24/7/07 12:24 Página 337 EL ANATÓMICO en el ejército ruso, en la campaña de Manchuria; el espíritu novelesco y la extraña e inquieta sensibilidad de las damas rusas crearon tales conflictos entre los soldados y oficiales que el general en jefe tuvo que telegrafiar a San Petersburgo: las burguesitas en las villas, las cocotas en los hoteles convertidos en ambulancias, donde Venus procuraba amortiguar las descalabraduras de Marte. «O se llevan a las damas enfermeras, o me vuelvo a Rusia.» La revancha de las mujeres fué imponente en 1914. La mosca blanca se multiplicó más que la negra y se hartó de carne. Muchas fueron las abnegadas, las heroicas, las infatigables, sin cuyo trabajo hubiera sido imposible atender a tanta miseria; pero muchas también las que desataron sus coqueterías refinadas, sus perversidades sensuales, su curiosidad malsana y sus vanidades entre las filas de camas numeradas de los hospitales improvisados y en los paseos de los jardines de convalecientes. Un momento se oyeron claras protestas de los soldaditos, hartos de flores, de palabras de carmín y miradas de kohol. Ellos querían el cuidado afanoso de la mujer del pueblo y no la embarazosa presencia de la señorita interesante, que prefería los buenos mozos, los heridos chic, sobre todo si eran ingleses; pero hubo que soportar la plaga y saludar reverentemente aquel vestido con la pequeña cruz roja, que lucieron las reinas y duquesas en sus castillos, No fueron los postreros años del pasado siglo faltos de ocasión para que las mujeres españolas tuvieran que restañar sangre en su Patria, y muchas lo hicieron, pero con silencioso dolor. Las escaramuzas de Marruecos dieron el pretexto, y el patronato de las alturas impulsó la moda traída de Francia por las muchachas bien que vistieron la blanca toca en las ambulancias fron- 337 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 338 VICTORIANO JUARISTI terizas y aunque con sordas protestas y refunfuños de las monjas, molestadas con aquella intrusión, las damitas llevaron la nota luminosa, juvenil y elegante de sus figuras a los hospitales, contribuyendo a combatir rutinas, a disipar melancolías y a despertar el interés mundano y superficial, pero provechoso, de las clases acomodadas hacia las olvidadas instituciones benéficas. –La verdad, –decía Nobledas, comentándolo– el modisto que lanzó el uniforme de las enfermeras ha influído más que todos los predicadores en el sentimiento de la gente que vive en la abundancia. Desde que la señora desocupada y la niña caprichosa flirtean inocentemente entre los hospitales o cantan «la patética» o representan a la Samaritana o a Santa Isabel de Hungría, se van transformando y se construyen otros con el carácter de casitas de campo. Los mismos que no daban limosna sino en las kermeses, o a cambio de un billete de teatro o de una flor para el ojal y una sonrisa, y cerraban su bolsa a los hospitales grises, ahora son espléndidos con las clínicas institutos protegidos por las damas. En algunos se toma el «five o clok» como en el gran mundo, y hay cines, conciertos y conferencias literarias. En nuestras sesiones científicas se ven curio- 338 sos elegantes, y en las revistas de buen tono hay siempre un artículo relacionado con nuestra profesión. A mí me parece bien; caridad o frivolidad, piadosas o snobs, me da lo mismo, con tal de que los enfermos pobres vayan ganando y nuestra estancia entre ellos sea menos ingrata. Entre los que acompañaban al cirujano, alguna vez estaba el Dr. Galar, el radiólogo, quien había sufrido la amputación de una mano roída por los misteriosos y penetrantes rayos, a pesar de lo cual continuaba trabajando con aquellos tubos de verdosa fluorescencia. –¡Y qué le voy a hacer! –contestaba a los que se extrañaban de su tenacidad–. Fuera del laboratorio no soy más que un pobre manco. Procuraré guardarme mejor, iré tirando; hasta que no haya más qué cortar. Algún médico, joven, hacía compañía a las dos mujeres en el cuarto del enfermito, o en el pequeño jardín; pero a Cecilia le interesaba más la figura de Nobledas, por su prestigio, por la admiración, el respeto o la gratitud con que le acompañaban a su paso por la clínica. Hubiera querido estar cerca de su vida, ayudarle en sus operaciones maravillosas, ser su discípula predilecta y hasta su amante, mejor que su esposa; un amor novelesco secreto, que durante el trabajo sólo Juaristi 24/7/07 12:24 Página 339 EL ANATÓMICO se manifestase por la mutua y rápida admiración de las intenciones, por un perfecto acorde entre los movimientos precisos para llegar con celeridad, con delicadeza, al final de una operación difícil, de las que deciden la vida o la muerte, y luego, como premio, como un homenaje de admiración, la ofrenda de su amor. Hasta compuso en su imaginación una apoteosis de gran efecto. Más de una vez estuvo a punto de pedir autorización para vestir el blusón quirúrgico o entrar en la sala, pero no se atrevió, tuvo miedo de caer desmayada como cuando trajeron al niño, recién operado, blanco como la cera y envuelto en una sábana como un muertecito en el sudario. Apenas repuesta del primer desvanecimiento, volvió a sentirse mal cuando, al arreglar las ropas de la cama, vió que sobre los vendajes aparecía y se ensanchaba, roja y húmeda, la floración de la sangre. El cirujano parecía indiferente a todo estímulo femenino; ni se daba cuenta de los envíos amorosos de una damita de la Cruz Roja, un poco ajada y oxigenada, ni se percataba de la presencia de Cecilia en la habitación. Toda su atención se fijaba en las piernecitas del niño operado, que, después de algunas semanas, fueron viéndose libres de vendajes y recobrando poco a poco la fuerza suficiente para sostener el cuerpo, en vez de colgar del mismo, aunque no podía dar un paso sin muletas. Entonces Concha, una mañana fué a postrarse con el niño ante una Virgen, y pocos días después lo acompañó al circo. Fueron con ellos Cecilia y Borja, el autor dramático. El niña contemplaba con avidez, y aplaudía con entusiasmo. La madre lloraba al ver la fuerza y la vivacidaz de las piernas de acero de los volatineros, entre los que había algún niño... Borja distraía a Cecilia con sus comentarios: «En el circo todo se hace al revés. Los hombres hacen animaladas, y los animales hombradas. Un borriquillo sabe sumar y componer palabras con letras de madera, una mona hace la instrucción militar; hay un hombre-serpiente y un hombre volador y un hombre-pez; otro, anda cabeza abajo, sobre sus manos, y los «tontos» dicen agudezas. 339 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 340 VICTORIANO JUARISTI El elefante, cuando está quieto, parece un monstruo de cartón, fabricado por locos; le han puesto equivocadamente en la frente los ojillos pequeños de otro animal y le han encolado el rabo en el hocico y los cuernos en la boca; se han olvidado de sus dientes y de sus atributos de virilidad. Cuando se mueve, parece un montón de viejas cubiertas de neumáticos. Cuando come sentado ante una mesita con su servilleta, parece un senador, persona de orden. Es demasiado bueno. «Las monas, unas tienen larga cola, que se enrosca en los palos, otras son rabonas (se ve que la Naturaleza ha tenido muchas dudas acerca del sitio y aplicación del rabo). Parece que llevan el trasero afeitado. Todas hacen monadas; pero las más celebradas son las rebeldes, las que tiran al suelo la bandeja llena de vajilla o se niegan a pasar la maroma. Las focas parecen sirenas negras mutiladas. «Los movimientos de los equilibristas son elegantes, ondulantes; los de los saltadores son rápidos, ágiles, gráciles. «Los japoneses. No se comprende cómo éstos muñecos de cera tienen tanta agilidad. Un japonés, igual a mil japoneses. Las mujeres no tienen ningún grato abultamiento adelante, ni atrás, y al peinarlas, les han estirado también los ojos 340 hacia arriba, oblicuamente, penosamente, pero ellas sonríen siempre, con su boca pequeña de labios delgados. «Los mozos de pista, improvisados. Sus libreas son demasiado holgadas, y les dan un aire triste; son los mismos que en los entierros llevan levitones demasiado grandes, que les dan un aire alegre. «Los nenes pequeños lloran asustados cuando los payasos se pegan, pero los mayorcitos se ríen, porque empiezan a ser crueles o porque empiezan a saber que hay farsas. «Las gimnastas toman los besos de sus labios con las puntitas de los dedos, como si cogieran mariposas, y las envían al público con graciosos movimientos. Toda su incomparable elegancia natural se trueca en ridiculez y torpeza cuando visten como señoritas en la calle; en cambio, las graciosas señoritas de la calle serían torpes y ridículas vestidas de mallas sobre la gruesa alfombra, si intentaran subirse a una mesa. Los hombres de la ciudad nos avergonzamos de nuestra ridícula carcaxa, al ver una titiritera que lanza por los aires a otra que pasea sonriendo, sosteniendo sobre sus hombros a sus hermanas. Se nos ocurre pensar cómo habrá que hacer el amor a estas mujeres. Pare- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 341 EL ANATÓMICO cen tan bien con la malla de colores, que desearíamos que hubiera mujeres con la piel tersa y azul, roja o verde cotorra.» La gran atracción estaba en la segunda parte, los liliputienses: Un Gulliver alemán había reunido dos docenas de enanillos y los exhibía como raros animalejos con habilidades humanas. Su monstruosidad inspiraba una curiosidad intensa en las mujeres y un gran entusiasmo en los niños; eran pocos los que sentían lástima o repugnancia. Algunos eran acondroplásicos, de gran cabezota, chatos, con los brazuelos cortos y las piernas chicas, arqueadas, de carácter bufón. Así serían la Bárbola y don Sebastián de la Morra. Otros eran como endebles miniaturas de hombre o mujer, menudos, bien proporcionados, pera blandujos y pálidos, con la voz y el entendimiento de niños de seis años; no faltaba el tipo del cretino, con los párpados hinchados, el hocico lacio y la fisonomía estúpida, reveladora de su imbecilidad. Algunos cantaban y bailaban lentamente, o hacían pasos de comedia, payasadas o suertes del toreo con un perrillo. El público parloteaba con animación sobre la edad de cada una y el modo de cumplir sus funciones orgánicas. –¡Había que verles comer con cubiertos de juguete; y dicen que ese de las barbas y la del sombrero verde están casados! ¿Cómo podrán...? ¿Y si tuvieran hijos? Una pareja de enanos vendía postales, con retratos suyos, entre los espectadores, que les preguntaban mil necedades y les palpaban o tomaban en brazos. Había una españolita, que refería, como una chicuela parlanchina, las andanzas de sus compañeros. Al final, una hermosa muchacha, rubia, vestida como un hada, hizo el «looping» con un carrito, que describió una parábola vertiginosa: «El rizo de la muerte.» Borja explicaba a las dos mujeres, emocionadas, que aquello era un truco sin peligro; pero al día siguiente, el carrito dorado se detuvo en lo más alto de su carrera, y la bella inglesita cayó de cabeza a la pista y se mató. 341 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 342 VICTORIANO JUARISTI CAPÍTULO V Nobledas nació en un pequeño pueblo de Toledo. Era su padre el médico titular, hijo, a su vez, de un práctico, de los que antes se denominaban cirujanos, en su mayoría barberos, con algunas nociones de Anatomía y más o menos diestros en la colocación de apósitos, ventosas y emplastos. Todos los Nobledas ejercieron su profesión en el mismo lugar, y desde tiempo inmemorial; bajo los mismos techos y junto a las mismas camas, un Nobledas asistía en el trance de nacer y en el de morir a los vecinos de Riva del Tajo. El padre de Enrique, que ya estaba orgulloso de ser el primero de la familia que podía llevar el simbólico bastón, quería ver continuada la «dinastía» con un hijo investido con la muceta doctoral. Antes de Enrique tuvo una niña, que estudió en la Normal; luego un varón, que, con gran desesperación de su padre, no quiso ningún trato con los libros y dedicó con provecho su actividad a la tierra, siguiendo las inclinaciones de su madre, que era de familia de labradores. Pero el tercer hijo colmó sus deseos, pues su gran vocación por el ejercicio de la Medicina se reveló desde su niñez. Prefería a los demás libros de estampas aquellas de su padre, que 342 tenían figuras humanas despellejadas, en actitud de estatuas clásicas; eran antiguos libros de Anatomía, heredados del abuelo, cirujano, en cuyas planchas grabadas había puesto el artista más cuidado en la estética que en la verdad. Una lámina mostraba una recia matrona, desnuda, con su cabello cuidadosamente peinado y sostenido por una cinta a la griega; uno de sus pechos, al cercén enseñaba una glándula semejante a un compacto racimo de uvas. El vientre, cuya pared anterior aparecía levantada, dejaba ver las entrañas con proporciones disparatadas; entre los revoltijos de un intestino delgado, como una ristra de salchichas, aparecía la matriz, grande como un mongolfier, y, en lo alto del vientre, los bandullos estaban marcados con iniciales, cuyo significado se leía en un índice marginal. Servía de fondo un paisaje con palmeras y un castillo roquero; la bella destripada sostenía en lo alto, sonriendo, una divisa en latín. Otra estampa enseñaba la anatomía de los músculos y venas de un hombre atlético, totalmente despellejado, pero cuyo pudor estaba defendido por una hoja de parra. Los músculos se dibujaban con estrías cuidadosas, formando redondeces, porras o largas tiras, señaladas con sus nombres latinos: Sarto- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 343 EL ANATÓMICO rius, triceps crotáfites. Las venas eran como una maraña de raíces locas que, saliendo de un corazón como una pera invertida, corrían por el tronco y las extremidades, culebreando a su capricho. El desollado estaba en pie, gallardamente, sosteniendo en su diestra una lanza primorosa y señalando con la mano izquierda otro dístico. En el reverso de las láminas se leían, manuscritas, algunas columnas de palabras seguidas de una cifra; pero no se trataba de notas anatómicas, sino de apuntes de la cirujana: «cami- sas, 3; calconsillos, 2; jubones, 3; trapos, 13; paños de manos, 5.» Uno de los libros que más gustaba el pequeño Enrique era el Amphiteatrum Matritense, de Martinus Martínez, impreso en el año 1752. El autor estaba retratado en una de sus primeras páginas, sentado en su biblioteca, escribiendo en un librote, vestido con una casaca bordada y cubierta la cabeza con un pelucón rizado, cuya coleta le caía sobre el pecho. En la portada, un arco sostenido por un esqueleto y un atleta, dejaba ver un anfiteatro anatómico, en el que un pulcro y encasacado cirujano, armado de un cuchillo, se disponía a abrir en canal el cuerpo desnudo de un cadáver, tendido sobre una mesa de piedra; en los estrados, unos galenos o estudiantes, todos con sus pelucas bien rizadas, tenían actitudes de admiración, mientras un profesor, sentado en un alto sitial, explicaba magistralmente su lección; un ardiente pebetero, al pie de la mesa, disimulaba el hedor cadavérico. En lo alto del anfiteatro, dos personajes alados con los atributos de Minerva y Mercurio, agitaban largas flámulas con lemas borrosos, y, abajo, cercado con un marco borroso, se leía este lema: «Naturae ingenium disecta cadavera pandum. Plus quam vita loquax, mors taciturna docet.» 343 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 344 VICTORIANO JUARISTI Así, después de describir el cerebro, decía: –«San Agustín cuenta que, siendo obispo de Bona, en el viaje que hizo a Ethiopia, vió muchas personas sin cabeza, con los ojos en el pecho y en lo demás semejantes a nosotros.» En el prólogo, el autor se quejaba de los métodos de enseñanza de aquel tiempo: «En nuestras Universidades es sabido que no se hacen disecciones, y si alguna se hace es ruda y sólo de cumplimiento. «Es digno de admirar la omisión y aun el desprecio con que se trata en nuestra España el estudio anatómico. Sin Anatomía, Chimia y Botánica, nos creemos consumados médicos, sólo con disputas; sin advertir que los silogismos e hipótesis son metáforas de la imaginativa, pero no interpretaciones de la naturaleza.» Estas razones no las entendía el muchacho, pero sí le gustaba aprender a designar con sus nombres cada uno de los órganos dibujados, y le maravillaba la descripción de «los casos raros» que citaba el autor al fin de cada capítulo. 344 «Otras más horrendas monstruosidades se han visto. El citado Licosthenes cuenta que en Italia nació un niño con testa de elefante, y otro con ojos de buey, la nariz aguileña, la boca muy ancha y la cabeza abierta. En Wernero se lee que otro nació con cabeza de perro.» «Dijimos que eran dos las mamas, pero extraordinariamente se han visto mujeres con tres o cuatro; de una hace mención Hanneo en sus epístolas, que tenía dos pechos en el lado izquierdo y uno en el derecho. Thomas Bartolino observó otra con tres, dos en su sitio natural y una sin papila en la espalda. Otra mujer hubo, en Roma con cuatro mamas, todas lactíferas, la cual nunca parió más que un Fetus. De esta observación se infiere cuán falsamente pretenden algunos que a cada hembra dió la Naturaleza tantos pechos como Fetus había de parir, como sintió Scaligero, aunque se desdijo después, pues las puercas suelen parir 16 marranillos y no tienen tantas mamas, y algunas mujeres, con solas dos, han parido tres Juaristi 24/7/07 12:24 Página 345 EL ANATÓMICO y aun siete niños, como se vió en Padua en la familia de los Porcellos, en Castilla en la de los Laras. En este año que escribo esto, una mujer en Galicia, con solas dos mamas, parió sucesivamente en espacio de dos meses seis muchachos y una muchacha, y aún quedaba con dolores, hasta que últimamente se ha sabido que en ellos murió, sin acabar el parto.» En otros libros había láminas con una larga serie de instrumentos de tortura: cuchillos de doble filo, rectos y encorvados; ganchos recios y finos, sierras, torniquetes, lazos corredizos, tijeras y cizallas y agujones. Una estampa re presentaba la reducción de una dislocación del hombro; la víctima estaba atada a un poste, y dos hombres feroces tiraban con saña del brazo lesionado mediante una recia cuerda amarrada a la muñeca, mientras otros dos se oponían a la tracción, sosteniendo el hombro con una faja de lienzo pasada por el sobaco; parecía que resonaban en la estancia los aullidos del torturado, cuya mueca de espantoso dolor había dibujado el grabador con fidelidad. También trataba aquel libro de la operación de la hidropesía: una dama, vestida con gruesos ropones remangados por delante hasta la cintura, enseñaba un vientre monstruosamente hinchado; en éste se veía clavado un canuto, por el que salía un fuerte chorro líquido, describiendo una parábola hasta un recipiente primorosamente esculpido. Aún eran más interesantes los libros de partos. La mujer del médico los escondía, porque le parecía un pecado que el muchacho viese estas cosas inmundas. Pero el padre protestaba: –¡Qué más da ahora que luego! El chico ha de aprender estas cosas por obligación dentro de algunos años y no hay ningún mal en que se vaya familiarizando con ellas. Además, ya sabe cómo paren las bestias, y para el caso viene a ser lo mismo. La mujer se indignaba de tales razones; pero al fin se contentaba con exigir que no vieran estos libros los otros hermanos. Sus estampas, sin embargo, no tenían nada de horribles. Una representaba una elegante alcoba, en cuya cama de madera, ricamente tallada, yacía una damita con un bonito gorro; las ropas hacían un gran bulto a nivel del vientre y bajo ellas aventuraba la mano diestra un lindo médico, de peluquín y casaca con chorrera. En otros grabados se representaba la matriz grávida, en cuyo interior se acomodaban los fetos en diversas posiciones. Estos eran mucho menores que la habitación carnosa que ocupaban holgadamen- 345 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 346 VICTORIANO JUARISTI te; tenían las proporciones y la fisonomía de niños de tres o cuatro años; estaban los unos sentaditos a la turca; otros hacían piruetas con los pies en alto o sacaban un brazo por el agujero de la matriz, como si buscasen una moneda en el fondo de un cántaro. Había también curiosas imágenes de embarazos gemelares, en las que dos niñas parecían jugar en el interior de un globo aerostático. Además de estos viejos libros, ocupaban la estantería del despacho otros más modernos; pero el muchacho no encontraba ningún interés en los detalles de segmentos anatómicos, en los esquemas y en los cortes de tumores que representaban sus láminas desprovistas de carácter pintoresco. Más adelante, durante las vacaciones del bachillerato, que Enrique estudió en un colegio de Toledo, salían padre e hijo a la visita de los dos pueblos anejos. Con frecuencia, el padre llevaba su escopeta y tiraba sobre algún conejo o pajarraco. El estudiante recogía la pieza y no la entregaba a su madre hasta que una disección cuidadosa no ponía en evidencia las lesiones mortales. Sus conversaciones versaban siempre sobre episodios médicos. El padre refería anécdotas de la vida de sus maestros. 346 En tiempos del abuelo, la enseñanza de la Medicina era muy deficiente en España, pues apenas se habían modificado los métodos que Martín Martínez criticaba en su Anfiteatro. Los que intentaban alguna operación quirúrgica, de resultados siempre fatales, eran admirados como valerosos héroes, cuando el heroísmo era el de los pacientes. Pero algunas figuras empezaban a destacarse en aquellas tinieblas y asomados al mundo de la investigación científica. –Yo no conocí al Dr. Velasco –relataba el médico–; pero el abuelo estuvo dos años a su servicio y decía que era un gran anatómico. Disecaba muy bien, y reunió muchas piezas en un museo. Hizo una gran colección de calaveras, de momias, de tumores, de fenómenos. Tenía un criado gigantesco, que le acompañaba a todas partes; cuando se murió este Góliat, le quitó la piel, la hizo curtir y rellenar con algodón en rama, y así lo conserva en el museo. Pues más hizo con su hija, que era muy hermosa: se murió en la flor de la edad, y su padre la embalsamó y la pintó y la tuvo muchos años en el mismo cuarto que ella ocupó en vida, tendida en la cama como si durmiera. Y estaba tan bien embalsamada, tan natural, que tuvo la idea de que la sentaran en la mesa, pero no se lo permitieron. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 347 EL ANATÓMICO –Otro médico célebre era Argumosa; cuando yo le ví era ya viejo. Le mataron a disgustos porque demostró las trampas y embusterías de la monja de las llagas, una sor Patrocinio. Y el famoso Encinas, que hacía muy atrevidas operaciones. Para cuando Nobledas padre cursó en la Facultad ya iban las cosas por buenos cauces. No faltaban las disecciones, se hacían algunas autopsias, se iban formando los museos de Anatomía patológica. En su tiempo destacó como astro de primera magnitud aquel don Federico Rubio, buen mozo, ciudadano inquieto y cirujano original, bien secundado por la fortuna. Fué uno de los médicos españoles que antes, y con más asiduidad en su siglo, visitó las clínicas extranjeras, y el que practicó la primera ovariotomía en nuestro país, antes que en Francia, en tiempos en que abrir un vientre era tanto como matar al enfermo. Su gran obra fué la fundación del Instituto de la Moncloa, que lleva su nombre, en lo que intervinieron su maestro García Andrada y su compañero Pulido. El Instituto era una escuela libre de Cirugía, en la que se cultivaban especialidades, se educaban enfermeras y se acogía a los enfermos bajo un régimen de vida familiar e independiente, distinto del de otros hospitales. Luego vino una generación de hombres de mérito, de firme voluntad y clara inteligencia, que hicieron subir poderosamente el nivel cultural de la clase: aquel doctor Gutiérrez, que conoció todas las matrices de España; aquel Madrazo, que mandó a paseo su cátedra de Barcelona por creer que la enseñanza oficial era misérrima, y fundó un famoso Sanatorio quirúrgico en Vega de Pas primero y luego en Santander, y Cervera, gran cirujano e investigador. –Madrazo vive todavía –comentaba Nobledas–, pues de vez en cuando leo en los periódicos que ha escrito unas obras para el teatro o ha dado unas conferencias sobre cosas que no tienen nada que ver con la Cirugía. Cuando Enrique terminó el bachillerato tenía no pocos conocimientos de Anatomía, y, tras una paciente rebusca en el osario, había reconstituído un esqueleto completo, cuyas piezas, pertenecientes a sujetos distintos, quedaron unidas con alambres después de limpios con cal. Sus amigos se espantaban de la despreocupación con que el mozo manejaba estos huesos y, aunque con miedo y con asco, acudían a ver al don Canillitas, que así llamaron al esqueleto heterogéneo que el estudiante había colgado de una escarpia en un cuar- 347 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 348 VICTORIANO JUARISTI to donde tenía sus libros y donde hacía las disecciones de lagartos, comadrejas y pajarracos. En Madrid, fué alojado por su padre en casa de unos lejanos parientes, sin hijos, ni otros huéspedes, que vivían con pobreza. El año preparatorio fué una decepción para él; muchas asignaturas, y sin ninguna relación aparente con la profesión deseada, muchos condiscípulos para pocos maestros, mucho apetito para pocas tajadas, lo dejaron desanimado. El mes de abril, un intenso trabajo cerebral, la fatiga física de ir de acá para allá desde su casa a las cátedras desparramadas en varios edificios, la nutrición deficiente y el aire confinado minaron 348 su salud, y cayó seriamente enfermo; su padre tuvo que llevárselo al pueblo sin examinarse, con gran pesadumbre; pero con los cuidados maternales y el aire sano la crisis fué vencida, y el mes de septiembre, después de aprobar las asignaturas del preparatorio, pudo matricularse en la Facultad y encontrar una casa con mejor mesa y la alegre compañía de otros dos estudiantes, uno de ellos condiscípulo suyo y otro mayor, que cursaba leyes. En la Facultad estaba en su elemento. Inmediatamente empezó la revelación de los misterios del cuerpo humano en el museo anatómico, en cuyas vitrinas y pinturas murales se repetía la exhibición de los órganos, reproducidos unas veces con absoluta fidelidad, otras ampliados en gigantescas proporciones o simplificados en líneas esquemáticas, como las de un plano de carreteras. Algunas piezas eran antiguos vaciados en escayola, con pinturas secas y pálidas; muchas eran primorosas reproducciones en cera, con delicados detalles y sorprendente realismo, con finas redes de blancos nerviecillos entre las carnes jugosas, con membranas transparentes y amarillos panículos de grasa. Los riñones, sobre un blanco lienzo, mostraban su parda y lisa convexidad, igual que sobre el mármol de las carnicerías, y lo mismo el cere- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 349 EL ANATÓMICO bro, con sus intrincadas circunvoluciones, o la tráquea con sus anillos cartilaginosos y las grandes masas rosadas y fofas de los pulmones. Todo igual que la carne de las grandes bestias sacrificadas en los mataderos. Como si toda la jerarquía zoológica del hombre estuviese en su piel, como la jerarquía social está muchas veces sólo en el ropaje, el hombre, desollado, era en el museo una bestia más, acaso inferior a las otras. Una varilla de hierro soportaba como un exvoto un ojo enorme, un ojo que parecía arrancado de la testa monstruosa de un cíclope. Frente a frente estaban las vitrinas del esqueleto y del Hombre Clástico, que se desarmaban pieza por pieza. El estudiante poeta, el condiscípulo de Enrique, escribió un canto sobre las dos figuras: «Hay en cada uno de nosotros un hombre de carne y un hombre de hueso engendrados a la vez; pero el Carnal va envolviendo al Esqueleto, y desde que nace le hace su esclavo. –Trasládame de un lugar a otro –le ordena–. Susténtame en pie o álzame a caballo o híncame de rodillas con gesto de adulación y servidumbre; hazme golpear sobre el yunque o blandir la espada. Guarda con tus costillas mi corazón como con una coraza; guarda bajo tu crá- neo mi cerebro como bajo un yelmo. Tritura con tus dientes mi alimento. Y el Esqueleto obedece siempre, pero espera siempre la hora segura de su liberación. El Esqueleto murmura: –Los alimentos que yo trituro te nutren, pero te envenenan poco a poco. Te sostengo en pie, pero me doblo todos los días insensiblemente hacia la tierra, donde me veré libre de ti. De aquí para allá te llevo, y en todas partes vas dejando algo de tu carne, en el placer o en el dolor. Para ti trabajo, pero te hago sudar agua y sangre. Por tu mandato hiero; pero hiero a gusto porque destruyo la carne, y al quitar una vida franqueo a un esclavo. A las vísceras que me haces guardar llegarán tus enemigos traidoramente, y yo tendré el daño muy escondido hasta que sea tal que no tenga remedio. Y siempre, siempre serás vencido tú. Caerás al fin en un hoyo; será inútil que me ordenes que te alce ni que aparte la tierra que nos cubrirá. Millares de gusanos vendrán a libertarme de ti, y entonces podré reirme; con esta inmensa boca y saltar sobre mis largas tibias en el frenético girar de la danza macabra.» Enrique se burlaba de la fantasía del poeta, al que llamaba Esproncedilla. En noviembre comenzaron las prácticas en la sala de disección, 349 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 350 VICTORIANO JUARISTI esperadas por los estudiantes noveles con emoción e impaciencia, como primera prueba a que se sometía su vocación y su aptitud. ¿Cómo reaccionarían a la vista y al contacto de la carne humana fría y despedazada? ¿Sentirían miedo, el supersticioso terror que provocan los muertos, el escalofrío que hace pensar en las manos del fantasma que, pasando sobre la nuca sin tocarla, hiela el cuerpo y la vida? ¿Protestaría su corazón en un movimiento de piedad, de lástima inútil, de horror, al hincar el escalpelo en la miserable carne que no tuvo quien la rescatara de esta última y suprema servidumbre? Acaso se alzaría su estómago, ofendido del hedor de la putrefacción, que se agarra al olfato y al paladar con una tenacidad insufrible y parece extenderse al aire que se respira fuera y a los alimentos. O del olor acre e irritante de los desinfectantes, de las drogas empleadas para impedir la podre y endurecer las vísceras. Quizá perderían el apetito por la semejanza entre los pedazos anatómicos y las viandas servidas en la mesa. Quedaban aún las inmundas irregularidades de la carne que los cadáveres guardaban como repulsivas vergüenzas. Y quedaba todavía el escollo de la aprensión, del miedo al contagio, del pánico que atenaza el pensamiento ante la posibilidad 350 de que el propio cuerpo padezca aquellas miserias. Pero casi siempre salían todos triunfantes de esta prueba. Cada sección encontraba sobre un blanco paño, en la pulcra mesa, un trozo de un cuerpo desconocido: el codo, la pierna, el antebrazo, que el jefe o cabecera, con una lámina delante, cortaba a lo largo para comenzar la disección; los demás continuaban desprendiendo la piel, sostenida con pinzas, con amplios trazos de sus afilados cuchillos, hasta dejar los músculos bien descubiertos y limpios de almohadillas de grasa. La atención al estudio de cada parte descubierta, las dudas y la preocupación de hacer un trabajo delicado, impedían que otros sentimientos asomaran. Todo lo más, se sorprendían de que los brazos o los muslos de una mujer dejasen ver en la sección el escaso espesor de los músculos, reducidos casi a una rojiza lámina que forraba el hueso, mientras que la grasa tenía un espesor enorme y formaba a la carne como un ancho nimbo de oro. Sin embargo, las impresiones eran más vivas e ingratas en las mesas donde tocaba disecar una mano o la cabeza. «Una mano –decía Esproncedilla en una de sus poesías– es como un rostro: dice la edad, el sexo, la casta, la profesión de su dueño; delata la constitución Juaristi 24/7/07 12:24 Página 351 EL ANATÓMICO del cuerpo tiene una expresión, una belleza.» Eran unas veces secas y renegridas manos, incrustadas de carbón o de tierra; otras, como forradas de algodón, muy blancas, hinchadas por el suero que filtraba por las venas atascadas; otras, era la mano sin sangre, delicada, mano como lirio cortado antes de abrirse, y otras también, la mano cuidada como una bestezuela perversa y costosa, con las uñas de tinte rosado y brillo de esmalte que disfrazaban las livideces de la agonía, manos que no habían olvidado, aun después de cortadas, la última caricia, la última moneda recibida; manos que aún pedían la pulsera de oropel o mostraban el anillo de cobre dorado con una piedra teñida de verde o de rojo. Algunas manos iban a la mesa en cerrado puño, como una maldición; otras conservaban la crispadura de los últimos sufrimientos, o acusaban los dedos laxos, con el supremo abandono, la entrega final, la rendición sin esperanza; algunas parecían bendecir o perdonar; otras llamaban, otras daban el eterno adiós. Las cabezas... ya no eran carne. Todos creían que aún estaba en ellas un alma, el espíritu de su dueño, refugiado allí como en un baluarte que no se quiere abandonar. La su- perstición venía sobre los disectores cuando miraban los ojos opacos y abiertos hacia el infinito; ninguno se permitía un comentario ligero, una chocarrería: la mueca final es siempre muy trágica. Todos sentían la necesidad de borrar de estos rostros la identidad, de hacer anónimas estas cabezas que recordaban a veces un ser querido, y empezaba el escalpado del cuero cabelludo, rasurado apresuradamente por el mozo de servicio; en seguida caía bajo las curvas tijeras la piel de la faz, llevándose los párpados y los labios y las alas de la nariz. La cabeza quedaba, como la del Hombre Clástico de cartón, con los ojos como esferas de porcelana en las grandes órbitas, con el rictus lacio y frío de una boca inerte. Entonces desaparecían los escrúpulos, se animaban las conversaciones, y alguna vez un involuntario tirón del paño hacía rodar la cabeza hasta chocar en el suelo con un ruido inconfundible que suspendía un minuto los murmullos generales y atraía la inspección severa del profesor hacia la mesa. –Esos se la cargan –comentaban en las demás, mientras los descuidados daban sus excusas. En alguna ocasión rara, el ruido de una cabeza contra el suelo era producido por el desmayo de algún alumno o algún curioso que, vestido 351 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 352 VICTORIANO JUARISTI con la blusa de un amigo, quería ver de cerca el despojo científico. Enrique Nobledas se distinguió en seguida por su constancia y sus aptitudes para los más delicados trabajos. Su mesa presentaba unas preparaciones con minucias de japonés: vasos inyectados con masas de dos colores, nervios levantados por puentes de hilos y puestos en evidencia sobre el fondo de negras cartulinas, alfileres clavados acá y allá con pequeñas inscripciones. –Nobledas anda por la Anatomía como por su casa. Es un empollón y un tío disecando –comentaban sus compañeros. Estaba obsesionado por la Anatomía. Para retener los grupos de nombres bárbaros los recitaba como una oración al acostarse y los repetía al levantarse: –«Los músculos del velo del paladar son el palatoestafilino, el peristafilino externo y el interno...» Y soñaba con los arcos ojivales, con las aspas que las fibras musculares de un lado formaban al entrecruzarse con las del otro. Cuando iba en el tranvía anatomizaba mentalmente al vecino de enfrente: seguía las sinuosas curvas de la arteria temporal en la sien de un viejo o las tirantes cuerdas del esternomastoideo en el cuello de un hombre flaco; las mujeres no eran para 352 él bonitas ni feas, sino con un vómer grande, unos arcos superciliares muy acusados o un tiroides con lóbulo central. Un día, cuando un señor le dió la mano para saludarle, quedó buscando en ella, distraído, el pulso de la radial, que por anomalía no pasaba por la cara anterior de la muñeca. Otras veces se paraba largo rato ante un escaparate, donde no veía nada, porque no recordaba todos los nerviecillos del facial y sentía la imperiosa necesidad de abstraerse hasta ver completo el ramillete nervioso. Su condiscípulo, el poeta, se cansaba pronto de estudiar tantos detalles que le era imposible retener. Para auxiliar la memoria ponía en verso y hasta en solfa muchos pasajes anatómicos, aunque la rima y el metro le obligaban a desfigurar la verdad científica. Por ejemplo, las dificultades del estudio de los nervios del miembro superior quedaban zanjadas con esta composición, adaptada al chotis «El mantón», acabado de estrenar por la Imperio: El radial, ¡qué guasón!, es el nervio que preside la extensión. Por la acción del cubital y del mediano flexionamos los deditos de la mano. ¿Lararí? Estos tres, al final del magnífico y sutil plexo braquial, desempeñan el papel más principal. Los otros tres no valen medio real. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 353 EL ANATÓMICO Según avanzaban en sus estudios, los muchachos iban definiendo sus aptitudes y aficiones. Quedaban unos rezagados por los tropiezos en los exámenes, o tenían que dejar la Facultad por deficiencias de su salud o por quebrantos económicos de sus padres. Otros, por el contrario, veían que su inteligencia se vigorizaba, que crecía su curiosidad por conocer los secretos de la vida, que se aproximaba el momento de salir de la masa informe y anónima e injustamente descuidada de la clase estudiantil para ser algo; se dibujaban sus deseos y sus ambiciones, se destacaban los caracteres. Este alumno se había aproximado a los maestros de los laboratorios, amante del trabajo silencioso, paciente y meticuloso; atisbando por el ocular del microscopio las maravillas del mundo inmenso de los infinitamente pequeños, desenmarañando los finísimos encajes de los tejidos orgánicos, provocando con ingeniosas experiencias sobre los animales la aparición de las reacciones defensivas de la carne contra sus enemigos. Un grupo de estudiantes tomaba como maestro ejemplar a un profesor de patología médica especializado en las enfermedades del aparato respiratorio, y se le veía recorrer las camas de las salas de Medicina paseando su estetoscopio por el pecho y la espalda de míseras gentes que tosían día y noche, que respiraban como si quisieran coger el aire a dentelladas o como peces fuera del agua. No faltaban algunos que encontraban más interesantes los estudios de Neurología, atraídos por el misterio de las perturbaciones psíquicas. Estos eran jóvenes aficionados a la literatura, de imaginación viva, ansiosos de penetrar en mundos desconocidos, creyentes en fuerzas sobrenaturales, dados a experimentos de hipnotismo y sugestión sobre mujeres histéricas. Frente a los internistas estaban los que tenían inclinaciones quirúrgicas, como Nobledas. Las enfermedades se estudiaban (y aún sigue esta viciosa división) en dos grupos: a un lado las llamadas internas, las que no se acusaban al exterior por una deformidad, y a otro las externas, como el tumor que se veía o palpaba, las heridas, las llagas o los defectos de nacimiento, todas las cuales requerían una operación cruenta o incruenta, una manipulación sobre el cuerpo. El artificio de esta separación era tan falso y endeble, que muchas materias se estudiaban en ambos grupos, y la intervención del cirujano, cada vez más extensa y más interna, demostraba la necesidad de otro criterio; pero siempre había una diferencia entre los estudiantes que repelían 353 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 354 VICTORIANO JUARISTI toda idea de mutilación, de sangre vertida, y querían curarlo todo con el sol, el aire, el agua y los medicamentos, y los que se mofaban de estos remedios y sólo tenían fe en la extirpación de lo dañado. Precisamente era un tiempo de revolución, de cruenta devastación carnal, incitada por la impunidad que prometían la anestesia clorofórmica y la antisepsia. Ya no había necesidad de amarrar a los pacientes ni de sofocarlos para que estuviesen quietos y callados; ya no había temor a que las infecciones hiciesen supurar sin fin todas las heridas operatorias; a que la peritonitis invadiese en pocas horas los vientres abiertos. Cada operación enriquecía la anatomía patológica con nuevas y claras nociones, con el inestimable valor de una vivisección humana: las heridas cicatrizaban en su mayoría. Pero no por ello quedaban resueltos todos los problemas, sino que, por el contrario, aparecían otros nuevos; por ejemplo, se extirparon los bocios a centenares; pero luego se veía que los operados empequeñecían, se arrugaban, perdían su inteligencia y su virilidad, hasta convertirse en piltrafas y tornarse imbéciles. Se perseguía con saña el cáncer, separando del cuerpo enormes porciones que aún no parecían contaminadas; pero el mal reaparecía a poco en otro sitio, burlándose del sacrificio he- 354 cho, y la plaga tomaba un incremento terrible en todas las clases sociales. Los atrevimientos del cirujano tuvieron que ser contenidos ante el fracaso de muchas operaciones en los tuberculosos; era un tiempo en que a todo tumor blanco se oponía la cuchilla, la apertura, la amputación, la desarticulación; el tiempo de los cirujanos carniceros, que, según la crítica de un internista, después de una operación de éstas, se dudaba de cuál era la porción que había que volver a la cama y cuál debía tirarse a los cubos. Dos maestros enseñaban por entonces la Patología quirúrgica. El uno, Ribera, era hombre de sangre, sensual, algo tosco, aunque presto de manos. El otro, Sanmartín, cerebral, casi ascético, delicado y minucioso al manipular, pero lento e indeciso en sus resoluciones, demasiado sometidas a crítica. Los dos tenían gran mérito junto a las medianías y nulidades que la omnipotencia de un médico político había sembrado por todas las Facultades de Medicina. Operaban en una estancia encristalada como un fanal incluído en el anfiteatro ocupado por los discípulos, que no veían nada y se contentaban con oír a través de una bocina los incidentes del acto. –¡Vamos a aserrar los cóndilos! ¡Vamos a ligar el pedículo! –decía el portavoz. Juaristi 24/7/07 12:24 Página 355 EL ANATÓMICO –Vamos a tomar el sol– contestaban los alumnos, aburridos, abandonando las galerías. Además de la escuela oficial, habíanse formado núcleos de enseñanza en los hospitales en torno de hombres independientes con vocación de maestros. Madinaveitia fué la figura más saliente de esta enseñanza, que bien encauzada hubiera sido más vigorosa y fructífera que la oficial. Grupos de estudiantes de los últimos cursos, jóvenes médicos asistían a las lecciones clínicas y operaciones de Cervera, Ortiz de la Torre, Bravo, Isla y otros cirujanos, o muchos seguían a los especialistas, que aún no habían entrado en la Facultad y eran los precursores del renacimiento médico en España. Enrique Nobledas no se desvió de su ruta de cirujano, como él la comprendía. Siguió estudiando Anatomía en los libros y en los muertos, disecando siempre, haciendo todos los días prácticas o ligaduras, resecciones y amputaciones, comprando cadáveres a los mozos para trabajar en las vacaciones cortas. En cambio, descuidaba la Fisiología, de la que sólo le interesó la parte experimental, como las diabluras que Gómez Ocaña hizo a unos perros; le parecían pesadas las excursiones filosóficas de la Patología general y las disquisiciones sobre la patogenia de las enfermedades y sobre el modo de obrar de los medicamentos. El quería estar siempre al pie de una mesa donde hubiera carne que escudriñar, palpar, cortar y coser. Su afán era el descubrir una imperfección en la máquina humana para corregirla con la herramienta en la mano, como el jardinero que rebusca las ramas muertas y torcidas, las excrecencias, los brotes demasiado salvajes y vigorosos para equilibrar la vegetación con los secos golpes de su podadera, o mejorar la calidad de un árbol con hábiles injertos. Tenía más habilidad que talento. Sus sentidos eran finos, pero las excursiones de su razón estaban limitadas por no muy amplios horizontes, y su corazón tampoco era sensible a grandes sacudidas o movimientos emocionales. Cuando murió su maestro, Nobledas, ya médico, asistió a la autopsia que por deseo expreso de aquél se hizo en su cadáver; aun entonces pudo en él más la curiosidad del anatómico que cualquier otro sentimiento; en aquella sesión solemne y conmovedora Nobledas hizo una hoja de protocolo de autopsias, anotando, fríamente las particularidades que los catedráticos compañeros del muerto iban encontrando al desgajar con impresionan- 355 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 356 VICTORIANO JUARISTI te crujido la bóveda craneal o al cortar con breves chasquidos las costillas de aquel pobre cuerpo que llegó a lo más alto en la misión de los que alivian y quiso bajar a lo más hondo en el infierno de los que sufren. Aquel hombre le había enseñado mucho en vida; de aquel muerto no aprendió nada. Acaso un filósofo le hubiera discutido, sin embargo, la verdad del verso latino escrito en la portada del anfiteatro de Martín Martínez: Plus cuam vita loquax, mors taciturno docet. Sólo que aquella lección suprema no era de Anatomía, ni la Facultad de Medicina la ha considerado digna de ser perpetuada en un lienzo como el que pintó Rembrandt en otros tiempos. CAPÍTULO VI Desde que obtuvo la plaza en el Hospital General, vivía el cirujano con una cocinera y una criada en una casa de soltero grande y fea. De vez en cuando su hermana pasaba con él una corta temporada y daba un repaso a los muebles y las ropas, con mejor intención que gusto. Un practicante recibía a los que venían a consultar, preparaba el material quirúrgico y ayudaba en las 356 pequeñas intervenciones o curas que se hacían allí. Tenía toda la mañana ocupada con su trabajo del hospital y de la clínica de Nuestra Señora de la Almudena. La consulta en su casa le entretenía toda la tarde, y de noche leía los libros nuevos y revistas de Cirugía, excepto alguna noche que pasaba un rato en una tertulia de médicos en el café Lion d’Or, oyendo un continuo chismorreo sobre las intrigas o miserias de la profesión. Los domingos salía de excursión en automóvil o se agregaba a alguna partida de caza o al teatro. En éste le distraían las obras de costumbres populares; sobre todo, las características de la vida en las aldeas de las distintas regiones españolas. Los conflictos de amor y de celos, las pequeñas ambiciones e intrigas que se desenvuelven en una obra de tres o cuatro actos, obligando al espectador a entrar en la vida de una familia cualquiera, le aburrían; no podía soportar las luchas, las tragedias y los trances ridículos a que conducía el deseo de poseer en usufructo «unas mucosas femeninas». Y cuando veía en las revistas de gran espectáculo un tropel de mujeres absurdamente disfrazadas y levantando con picardía las piernas, pensaba en lo sucias que quedarían el agua de las palan- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 357 EL ANATÓMICO ganas y las pequeñas toallas con que se tendrían que quitar los afeites, y en que muchas de aquellas ninfas tenían pupas, y várices, y flujos, y dolores, y miserias. Tampoco le entusiasmaban los conciertos, ni podía aceptar las explicaciones de los programas, las descripciones que hacían de las frases musicales: «Desde los primeros compases –decía el mismo Wágner de una sinfonía de Beethoven– la voluptuosidad nos invade.» Y Nobledas no sintió voluptuosidad ninguna ni la observaba en los demás. «¡Cantamos a la alegría!», exclamaba una voz de bajo entre los coros de la novena. Y los cánticos le parecían los de un entierro de un ricacho. –¡Tanto estudio, tanta esfuerzo, tanto instrumento para provocar tan poca emoción! –pensaba el cirujano cada vez que veía el escenario abarrotado de ejecutantes escogidos entre los mejores del mundo–. ¡Qué mezquino es esto junto al murmullo de un arroyo, al fulgor de un relámpago, al canto de un pobre sapo en la noche, a la risa de una moza o al estertor de un moribundo! Iguales bostezos le provocaban las escolásticas y geométricas digresiones de Bach, como la insoportable megalomanía de Wágner, como las cabriolas anárquicas de los franceses y rusos de última hora. –La música –decía– está bien para que marchen los soldados o para que bailen las mujeres, y acaso también para enamorarlas, como en las demás especies animales; pero, como en éstas, que cante o silbe el mismo que quiere enamorar en vez de valerse de otro. El hombre desperdicia la preparación sentimental o sensual que haya provocado la música. Transigía también con el canto que acompaña al caminante solitario, con el que aleja el miedo durante la noche; con el que hace dormir al niño en la cuna o el regazo, y con el que despide a un muerto. Esto último porque no es fácil sustituir el canto fúnebre o el piporro por una alocución; es un modo decoroso de salir del trance, superior al de las plañideras pagadas. Cuando las sinfonías le aburrían, caricaturizaba mentalmente a los músicos, ya que la oscuridad de la sala no permitía distraerse analizando al auditorio. Los mástiles de los contrabajos sobresalían como báculos sostenidos por los obispos, en pie, que daban graves ronquidos. El flautista se esforzaba por acertar escupiendo exactamente en un agujerito de su caña de plata; los demás instrumentos de viento parecían comadres entrometidas que irrumpían en la conversación, pisándose las palabras y repitiéndolas 357 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 358 VICTORIANO JUARISTI obstinadamente, cada vez con más fuerza, hasta levantar una terrible algarabía, o cada vez más débilmente hasta el desmayo, como esos cerditos de goma que se desinflan haciendo... ¡piiiii! El director era una continua caricatura con sus aleteos de gallina histérica y su convencimiento de que el movimiento de los astros depende de su batuta. Hubiera ido al «cine» con alguna frecuencia si no hubiera encontrado allí con tantos asuntos insustanciales, tantos menudos y triviales conflictos individuales o vulgares tretas de amor que solo podían interesar por la belleza de los protagonistas o la comicidad de algún personaje. Pero sentía la enorme fuerza de este espectáculo, capaz de cambiar las costumbres y los sentimientos de un pueblo con más eficacia que los libros y las predicaciones. Comprendía que nada ha acercado, como el «cine», unos hombres a otros para conocerse: los de unas y otras capas sociales, los de uno y otro continente, los de civilizaciones primitivas y los de última hora. No hay recurso comparable al «cine» para sostener la atención del espectador, al que se le da el papel de intérprete de cada gesto. Solía descansar Nobledas, de pasada, en un bazar ortopédico de la calle Mayor, o en una farmacia, que eran como prolongaciones, co- 358 mo tentáculos de las salas hospitalarias, que penetraban en la vida urbana. El bazar estaba junto a un almacén de ropa blanca, en cuyo escaparate reinaba, sonriente y coquetona, una damita de cera, de largas pestañas, blonda cabellera rizada y escote de nieve, que ella misma admiraba en el espejo sostenido por una mano muy fina. Esta dama se engalanaba unos días con el velo nupcial, ofrecíase luego en una casi desnudez, y poco después vestía tocas de luto. Era la novia, la concubina y la viuda de todos los que se paraban a contemplarla una vez. En torno suyo, todo eran blancos y finos lienzos, orlados de encajes y bordados, peinezuelos de concha y botecillos de esencia. También asomaba, bajo unas puntillas, una pier- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 359 EL ANATÓMICO na femenina, cuya rosada carne de madera se transparentaba entre los calados de una media de seda. En el escaparate del bazar ortopédico erguíase un Apolo con un doble braguero en las ingles, y una figura anatómica donde se veían, en corte, los sesos, el tragadero, los pulmones, las tripas y otras inmundicias; una pierna varonil ocultaba sus várices bajo el grosero punto de una media elástica, y los callos y juanetes de sus dedos estaban coronados por parchecillos de tafetán. Alrededor del olímpico estropeado se veían paquetes de algodón hidrófilo, irrigadores, cánulas, pinzas niqueladas, cilindros fálicos de metal, de porcelana y de gutapercha y una serie de rojas peras de goma, puestas en fila. Un día, Nobledas oyó que un golfillo instruía a su compañero sobre su empleo. –Esas son lavativas pa la tropa; la pequeña pa el corneta; la otra pa el cabo; la otra pa el sargento... –¿Y aquella, la más grande? –Pal rey! La farmacia de Carreño era una pequeña botica mal atendida cuando la adquirió en traspaso el padre del actual propietario, titular en el partido donde ejercieron los Nobleda. Carreño, el viejo, la había acreditado con su laboriosidad. Empezó remozando el local, tirando a la basura el botellón de cristal a cuyas paredes se pegaban las repulsivas sanguijuelas y el frasco de los diez metros de cinta de solitaria. Retiró también el ojo esférico de vidrio colorado y guardó en la rebotica la colección de botes de loza de Talavera, con inscripciones latinas y dibujos simbólicos, que ya no contenían lo que sus rótulos indicaban: ni polvos de momia, ni tríacas, ni siquiera las hojas secas de los simples, que nadie recetaba. De alguna vasija se exhalaba el aroma de bálsamos y resinas que disimulaba la acritud del ácido fénico, y el tufo nauseoso del yodoformo, que empezaban a prodigar los cirujanos. Carreño, el hijo, revolucionó la tienda, transformándola en laboratorio de análisis y en almacén de específicos, de sueros y vacunas. El despacho de las recetas no necesitaba ya ninguna pericia; bastaba con que un dependiente alcanzase en la estantería la cajita del producto fabricado por la casa Poulenc o la casa Merck o cualquiera de las grandes fábricas que tienen un ejército de químicos en constante rebusca de un producto nuevo, cuyos maravillosos efectos relataban en folletos que los médicos recibían en montones a cada correo. Contra cada infección se había descubierto un suero infalible o una vacuna preventiva, que introducía en el cuerpo el mismo número exacto de microbios que se deseaba; un órgano enfermo se regeneraba to- 359 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 360 VICTORIANO JUARISTI mando extractos del mismo órgano de animales sanos. Desposeídos los boticarios de su carácter de preparador de complejas mixturas, píldoras, ungüentos, su personalidad científica se refugiaba en los laboratorios de análisis de sangres y humores; pero la juventud médica competía con ellos ventajosamente; muchos, como Carreño, quisieron pasar de intermediarios a productores en el negocio de los específicos. Nuestro farmacéutico dióse a pensar en cuáles eran las miserias corporables cuyo remedio se buscaba en las farmacias; una era la tos. ¿Quién es el que no tose o carraspea; aunque no sea más que en el teatro, en el concierto o el sermón? ¿Quién es el que no tiene miedo al catarro mal curado y a la tisis? Pero los específicos contra la tos, las pastillas, las píldoras, los jarabes de Fulano y de Zutano estaban demasiado explotados, con gran golpe de anuncios y de almanaque. Lo mismo los depurativos, aunque siempre se encontraba gente dispuesta a creer que con una poción de fórmula misteriosa su sangre se convertiría de gorda y cenagosa en rubí fundido, aunque sus progenitores hubiesen estado podridos hasta los huesos y ellos se atracasen de puerco salado. Otra mina eran los laxantes. Indudablemente, cada día se empel- 360 zaba más el intestino humano y se obstinaba en guardar los residuos de la digestión, a pesar del estímulo de los W. C. confortables. Quevedo hubiera dicho que las posaderas cerraban el ojo ante la albura brillante de los azulejos, espejos y porcelanas de estos retiros, como si se avergonzaran de cumplir allí una función tan humilde. La astricción del vientre era una de las amarguras que acompañaban a los frutos del cuerno de la abundancia, y enriquecía a los fabricantes de rombos, grageas, polvos o píldoras estimulantes, como enriquecieron a Carreño, que lanzó uno de estos preparados. Luego produjo otros específicos; un elixir digestivo, un regenerador de los nervios desmayados, un recalcificante, un antidiabético, un mata sarnas, un quita pelos... Algunas de estas drogas fracasaron; pero otras tuvieron tal éxito, que el farmacéutico compró la casa y las dos inmediatas para instalar en ellas sus laboratorios y pudo darse una vida de príncipe, confiando a sus dependientes el fácil manejo del negocio. Como el gusto reinante estimaba las antigüedades españolas, Carreño hizo decorar la farmacia con maderas labradas y azulejos del Renacimiento, y sacó a la luz los viejos botes de Talavera de la antigua botica; pero detrás de ésta habilitó una grande y cómoda estancia con Juaristi 24/7/07 12:24 Página 361 EL ANATÓMICO muebles, butacones de club, donde hacían tertulias médicos, políticos y empresarios de teatros, fumando buenos cigarros y atemperando su cuerpo con refrescos y copitas de coñac. ción. Luego supe que no había ido a recibirme, sino a recoger su cotidiana ración de merluza, pues era hiperclorhídrico y no podía comer carne. ¡Qué vida! Tenía que visitar cinco pueblos por tres mil pesetas. Un día, los contertulios hablaban del rápido encumbramiento de un joven médico, cuyo nombre aparecía todos los días en la Prensa con grandes elogios a una labor indeterminada. Era un «hijo de papá», con mucha más osadía que talento, cultivador de novedades, maestro en apropiarse trabajos ajenos y en captarse la gracia de políticos influyentes y damas bullidoras. Figuraba en todas las Comisiones y en todas las Academias, y se trataba de crear una cátedra hecha a su medida. –Pues yo, más de una vez, tuve que competir con el veterinario; era un joven pedante, que no sabía nada. Un día tuvimos una discusión sobre si una ternera tenía una hernia o un absceso. La iban a matar, creyendo que se trataba de lo primero; pero yo propuse que antes se diera un tajo en el bulto; si era una hernia, sacrificaríamos al animal en el acto, si un absceso, el tajo sería curativo, como así sucedió. Otro día, al puncionar una panza de un buey, se le quedó el trócar dentro... –Conocíamos notables ejemplos de precocidad y estábamos cansados de niños maravillosos; pero éste les ha echado la pata! ¡Es el feto prodigio! –comentaba un médico. Como contraste con la fortuna de este mozo, se relataron episodios del comienzo de la carrera de cada cual. –Cuando yo fuí al primer partido, un puebluco de Navarra, la diligencia me dejó en un cruce de caminos, donde yo creí que me esperaría una comisión de vecinos, siquiera los intelectuales. Sólo estaba el veterinario, al que, llamándole «querido compañero», di las gracias por su aten- –La primera laparotomía que yo hice en Madrid –relató un famoso tocólogo– fué trágica. Se trataba de la condesa X, que tenía un fibroma en la matriz. Unas amigas suyas, a quienes yo había operado durante su veraneo en la pequeña playa donde ejercía, habló a la condesa con tanto calor de mí, que la decidió a ponerse en mis manos. Después de unos preparativos minuciosos en su casa, empecé la operación. A los pocos minutos de haber abierto el vientre, el cloroformizador se alarmó, se puso a tirar de la lengua y de los brazos... Un síncope 361 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 362 VICTORIANO JUARISTI atroz; ni cafeína, ni la adrenalina ni nada podía colorear aquellos labios. En unos segundos, que me parecieron siglos, estuve mirando con ansia aquellas pupilas dilatadas y quietas. Metí la mano en el vientre, hasta el diafragma, para despertar a empujones el corazón parado. Empecé a sudar frío, a desmayarme. El cloroformizador estaba aterrado, medio muerto; mi ayudante se quitó la blusa, y miraba al balcón como si quisiera escaparse saltando por allí. Oímos que la familia, impaciente, se agitaba, temiendo un desastre. Al fin, cerramos el vientre de la muerta, la cubrimos con una sábana y salí al pasillo a decir que la operada estaba mal, por un accidente inesperado; pero antes de que yo pudiese articular una palabra, ya estaban todos llorando, dando gritos sobre el cuerpo de la víctima y llamándonos asesinos... Escapamos como locos; yo quería pegarme un tiro... –Pues a mí me valieron las piernas y la cara dura. En cuanto sabía que se fundaba un club deportivo, una sociedad de aficionados al teatro, una compañía de ómnibus, un colegio o una comunidad o un periodiquito, en cuanto se organizaba una becerrada, una carrera de bicicletas, una peregrinación o una jira campestre, o un partido de pelota, o tenía noticia de un desafío «ful», ya estaba yo, sombrero en mano, 362 ofreciendo mis servicios por lo que me quisieran dar o por nada. Unas veces sacaba unas pesetas; otras, billetes para los espectáculos o pases para lo tranvías, o un bocadillo, o la bendición de Su Santidad, o un abrazo de agradecimiento o un sueltecito en la Prensa. El caso es que, al cabo de algunos años, me encontré con una clientela enorme, que hubiera podido seleccionar, pero estaba reventado. Gracias a que con tantas andanzas y relaciones pude atrapar algunos negociejos regulares y dejar las recetas para manejar acciones. Ahora, desde la barrera, me gusta la Medicina. Todavía me preguntan algunas chicas del teatro: ¿Cree usted que me sentarían bien los baños de mar?». Lo malo es que si digo que sí, replican en seguida: «¡Ah, pues lléveme usted a San Sebastián, don Anselmo!» Acudía también a la tertulia un gallego, que sabía de memoria todas las disposiciones de la «Gace- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 363 EL ANATÓMICO ta» referentes a cargos públicos de la carrera: inspectores de Sanidad y de Higiene escolar, médicos de puertos y barcos, de baños, de quintas, del Ejército y de la Marina de Guerra, de Consulados y Embajadas, forenses, de penales, delegados y subdelegados. Conocía todos los decretos y modos de burlarlos, todos los escalafones, todos los trámites, todas las fórmulas y resortes burocráticos que permitían vivir de la Medicina sin ver enfermos. Otras veces sostenía el interés de la tertulia un galeno, aficionado a la Historia, que siempre encontraba un precedente lejano, a veces remotísimo, a cualquier suceso médico de actualidad. Por entonces eran muy comentadas las intrigas y rivalidades creadas en torno de la salud de un infante, publicadas algunas de ellas en un folleto de un especialista. Con este motivo salían a relucir las miserias que en todos los siglos y en todos los pueblos habían ensuciado la sangre azul, y también la superstición y el charlatanismo, trepando a los tronos. La lepra, la tisis, el cáncer, la sífilis, los magos, los saludadores, los naturistas, los rasputines, se han encontrado muy a gusto junto a las coronas y las tiaras, desde el Faraón hasta nuestros días. Un tema de conversación frecuente era el desamparo en que quedan las familias de los médicos que mueren sin fortuna, que son los más. La clase no hace otra cosa que lamentarse, o todo lo más pasar un «guante» para que la viuda compre lutos, y prometer una plaza en el colegio de Huérfanos a uno de ellos para cuando la haya, cosa que puede suceder en el acto o después de varios años de espera. En nuestra clase –comentaba un contertulio– la mezcla de las excelentes cualidades de unos y de los defectos de otros no da una cosa fuerte, sino un organismo blandujo, sin fuerza, que se descompone fácilmente. Jamás ha hecho una labor colectiva de provecho, ni científica ni social. Así como el pueblo dice al saber de una consulta de varios médicos: «Reunión de rabadanes, oveja muerta», se podría decir: «Juntas de Colegios, Comisiones, Congresos sanitarios o Asambleas, fracaso de una buena iniciativa.» –Sí, es una pena –apoyaba otro– ¡Con lo que los treinta mil médicos de España, bien unidos, podrían hacer! ¡Con lo que podrían obtener en provecho de sus propias instituciones benéficas, del agradecimiento y generosidad de millares de vidas salvadas! Pero como cada cual trabaja en empequeñecer el mérito de sus compañeros, el paciente se cree siempre esplotado, y su agradecimiento sólo dura hasta que le 363 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 364 VICTORIANO JUARISTI presentan la cuenta, o ni ésto, pues hay quien cree que el médico le debe su fama. El mismo colegio de Huérfanos ha nacido tarde y vive penosamente. –No tenemos redención. Los militares, los carabineros, los toreros, los cómicos, los ferroviarios tienen sus buenos colegios y sus Montepíos bien amparados; nosotros, poco menos que nada. Cuando un médico llega a ocupar un cargo público, o se olvida de que hay médicos o se convierte en un azote para la clase. Si alguno se siente apóstol, como Moliner, sirve de mofa y muere mártir, llorado luego por sus verdugos con lágrimas de cocodrilo. Después de estos comentarios, el detractor de los médicos-políticos pedía a los concurrentes su voto para la próxima elección de senadores por la Universidad, o atizaba una intriga contra la junta del Colegio Médico. Nobledas salía de la farmacia o del café sin ganas de reanudar sus tertulias. Tampoco eran un refugio apetecible las redacciones de los periódicos profesionales, pues, los más, ni tenían un local con este carácter ni se reunían los redactores. La colaboración era escasa y conseguida a fuerza de constantes demandas, a pesar del estímulo de algunos concursos con premios modestos, lo 364 que obligaba a las revistas a nutrirse de recortes. Alguna de ellas, que había hecho grandes esfuerzos por presentarse en forma insuperable, arruinó al editor. Todas se sostenían, principalmente, con el anuncio de específicos, como esas instituciones benéficas que se nutren de las migajas del tapete verde. Sin embargo, Nobledas aportaba su cooperación a dos o tres revistas, llevando artículos originales y ayudando a llenar las páginas con traducciones extractadas de periódicos extranjeros. Así, encerrado en este culto a su oficio, llegó el cirujano a la edad en que las sienes blanquean y se revuelven instintos y sentimientos relegados al olvido por los «hombres fuertes», como se revuelven y asoman los gusanos cuando el fruto, maduro, pierde la tersura de su corteza sobre la pulpa blanduja. CAPÍTULO VII La peste Decían unos que la bestia apocalíptica había venido de Rusia galopando sobre negros nubarrones para unirse a la otra bestia: la guerra. Y que pronto saltaría el hambre sobre el huesudo espinazo del tercer caballo para roer las vacías en- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 365 EL ANATÓMICO trañas de los hombres. Otros señalaban hacia la frontera francesa, hacia los campamentos donde los portugueses que volvían de la guerra yacían en miserable montón. Otros hablaban de los barcos americanos, como portadores del terrible virus. La peste llegó a todas las capitales, a todas las aldeas, entró en las casas más aisladas y escondidas. Al principio, todos se burlaron de aquella brusca acometida febril que derribaba a la gente en su lecho por tres días, sin matar, sin dejar más secuelas que una tremenda laxitud. Los médicos daban sus explicaciones en los periódicos. –Es el dengue, el trancazo. Es una nueva forma de tifus, una infección abortada. Es el papataci o fiebre de los tres días –dijo un pequeño, raro y sabio parasitólogo, del que la gente se rió, llamándole el doctor Papataci. ¡La enfermedad de moda! ¡El soldado de Nápoles! ¡Las tres no- ches de Juanita! Y en todas las casas deliraban durante tres días, ahítos de quinina y de tisanas. Pero los tres días empezaron a ser cuatro, seis; las caras, de burla, fueron trocándose en máscaras lívidas; los pechos respiraban como fuelles rotos, y escupían salivajos espumosos teñidos en sangre. Se murió un viejo a los ocho días; tuvieron miedo todos los viejos. En seguida se murió un joven al tercer día y se inquietaron los jóvenes; pero bruscamente la bestia se enfureció y descargó frenéticamente sus iras en terribles galopadas, en atroces y ciegos golpes de su guadaña. Bajo sus pesadas patas caían las doncellas, ataviadas con ricas galas, y los mancebos de recia musculatura, igual que las pobres mujerucas y los adolescentes endebles. Entraba con furiosa embestida por las calles populosas, por los patios, por las trepidantes fábricas, por los templos oscuros, por los alfombrados palacios, por las chozas miserables; saltaba sobre los trenes en marcha, que silbaban de terror; sobre los barcos, que escapaban coceando al mar con sus hélices. –¿Quieres matar al hombre? –preguntaba al hombre la Bestia–. ¿Quieres despedazarlo con metralla, envenenarlo, quemarlo, sitiarlo por hambre, destruirlo? ¡Espera, que yo te ayudo! Yo sola mataré en treinta días más que tus ejércitos 365 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 366 VICTORIANO JUARISTI en trescientos. Yo mataré al hombre y al hijo y a la mujer y a la hermana del hombre! Así, así, así! Segaba la guadaña de la peste; el hálito del caballo quemaba; sus cascos dejaban aplastado cuanto pisaban. La Vida se paró, aterrada. En las desiertas calles, el aire tenía un olor repulsivo de drogas venenosas. Por no acrecentar el pánico, los muertos salían sin cortejo y sin galas fúnebres en el crepúsculo de la mañana o en el véspero hacia el camposanto; pero faltaron brazos para cavar las fosas, y los muertos tuvieron que esperar, muertos de sueño eterno, a que sus lechos de tierra estuvieran abiertos, una y otra noche. Luego se rehizo la Vida. Agarró las abrasadoras narices de la Bestia con desesperación, la detuvo, la rechazó, le hizo vacilar, volverse, huir, desaparecer. Y quedó mucho tiempo llorando al ver la terrible devastación. En unos hogares no quedaba nadie, ni los animales, que habían muerto abandonados; en otros ahullaba de dolor la viuda, rodeada de sus pequeños, desamparados; en algunas familias sólo quedaba el pobre niño, tullido, o la niña idiota, desdeñados por la Bestia, mientras los fuertes, los hermosos, los inteligentes eran pasto de la gusanera. Empezaban a salir al sol, gentes co- 366 mo espectros, pálidas, sudorosas, cansadas al menor esfuerzo, sofocadas por quintas de tos, pero con un recóndito gesto de atroz egoísmo, de contento por haber sobrevivido al cataclismo. Se saludaban como resucitados; se refería el terror de los que huyeron abandonando a sus allegados moribundos, hasta que cayeron también en los caminos. Se maldijo de la deficiencia de la Sanidad pública. Se comentaron las penalidades de tal o cual médico, de tal o cual cura; se alabó el heroísmo de los que velaban los enfermos y cargaban con los muertos. Pasó la gripe. Los sacerdotes, con capas pluviales bordadas de oro, entonaron un Te Deum en acción de gracias, y el ministro de la Gobernación, ordenó que se abrieran y activasen los expedientes de concesión de cruces de Beneficencia. El doctor Nobledas cayó enfermo cuando la epidemia tenía carácter de benignidad. Una mañana, terminó su segunda operación muy cansado, con dolor de cabeza y pequeños escalofríos; dándose cuenta de lo que le venía encima, se acostó, y pasó una semana en la cama, molido, febril, tosiendo violentamente. No podía soportar la luz; pero la oscuridad poblaba de monstruos la alcoba. Entre el sueño y el delirio, su conciencia se borraba, y la cuenca del cráneo se llenaba de ilusiones y alucinaciones visuales y Juaristi 24/7/07 12:24 Página 367 EL ANATÓMICO auditivas; mordía una carcoma en la madera del cabezal de la cama, y Nobleda, inmovilizado, impotente, creía que el gusano taladraba su cráneo alevosamente, haciendo crujir el hueso y sacando de él un serrín fino, teñido de sangre. –¡Crac, crac, crac!... Nobledas seguía con resignada pasividad el trabajo del gusano, calculando lo que podría tardar en perforar la pared ósea y penetrar en el cerebelo. Casi lo deseaba para dejar de oír el tenaz crujido. –¡Cuando llegue a lo blando guardará su taladro, se arrebujará entre dos circunvolunes y se quedará dormido! Pero soñaba que la carcoma ponía un sinnúmero de huevecillos verdes, que incubaban al calor de la pulpa encefálica, un ejército de perforadores buscaba salida, atacando la bóveda de hueso con sus implacables herramientas. –Crac... crac... crac... Sobre los ojos, en las sienes, en el occipucio, sentía el ataque doloroso de los terribles gusanos, cuyos vientres, anillados y verdosos, habían engordado a expensas de su cerebro. Se despertaba bañado en sudor, que la Hermana enjugaba, preguntándole con inquietud si se encontraba peor, si quería tomar la medicina, si debía llamar al médico. Al cerrar los ojos volvían los fantasmas: era una operación de urgencia, que no terminaba jamás; un vientre abierto, cuyos intestinos, inflados, salían en globuloso pelotón, sin que hubiera modo de volverlos a su sitio. Ni con una mano ni con las dos, ni con grandes compresas se podía detener el glutinoso deslizamiento de aquellas entrañas brillantes, que pendían hasta el suelo y escurrían como gordas serpientes llenas de viento. Otras veces, era el chorro de sangre, que brotaba como de un surtidor, del muñón amputado, sin que nadie pudiera ligar la enorme arteria, inundándolo todo en un lago rojo que sedimentaba en negruzcos cuajones. O bien eran las oleadas de pus que salían del pan que partía, o del grifo del lavabo, de la copa de leche que le ofrecían. Los oídos le zumbaban después de tomar una oblea medicinal, con un ruido de colosal enjambre, o sona- 367 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 368 VICTORIANO JUARISTI ban las campanas con fino retintín, con bronco bordoneo. Una noche durmió seis horas, pesadamente, y a la mañana siguiente pidió que abriesen el balcón para sentir la caricia del sol, que entraba hasta la cama. Bebió una copa de Málaga, tras una taza de caldo, con ansia; sonrió, se incorporó, tuvo un mareo; pero vió que la batalla estaba ganada. La convalecencia fue lánguida; tenía siempre las manos frías y azuladas; sudaba con cualquier movimiento; un pequeño esfuerzo le cansaba, y la menor contrariedad le ponía de muy mal humor y sumido en una melancolía negra, invencible; los ruidos de la calle, el retardo de un servicio, los olores de la comida, de la que siempre tenía alguna queja su paladar, los amigos que preguntaban por él, los que le olvidaban, los enfermos que solicitaban su intervención, todo le hacía fruncir el entrecejo y refunfuñar. Lo que más le disgustaba era la imposibilidad de sostener su atención sobre una lectura; a la segunda página se emborronaban las letras, se confundían los conceptos y, por un extraño reflejo, le daba náuseas el insistir. La memoria se resistía a conservar y a reproducir lo estudiado. Aun los días eran soportables; pero las noches traían la desesperación de los insomnios invencibles, los mil cambios de almohada y de postura, las quimeras absurdas que 368 llenaban los rincones oscuros de la habitación y del cerebro, las figuras imaginadas con los casuales arabescos del desconchado del estuco, los estribillos impertinentes de cualquier música oída en tiempo lejano, las tiradas de versos clásicos aprendidos en el Instituto y que desfilaban de prisa, furtivamente, sin ser evocados; las horas disparadas en implacable serie y por riguroso turno en los diversos relojes de la casa y del barrio; el tic tac del propio corazón, que parecía latir en la almohada en que apoyaba las sienes sudorosas. El paseo le produjo cansancio, pero no sueño. Los narcóticos le aturdieron, le aniquilaron, le dejaron la cabeza pesada. Todos sus nervios quedaron como flojas cuerdas perezosas, indóciles al mandato débil, caprichoso, de una voluntad enferma. Intentó volver a su trabajo; pero los relatos de los enfermos le impacientaban y los interrumpía bruscamente; la vista de las suciedades corpóreas le removía el estómago, y la vista de la sangre sobre el suelo y los apósitos perlaba su frente de frío sudor. –¡Tengo que marcharme de Madrid! –se dijo–; pero, ¿a dónde? Todas la ciudades estaban infectadas; los hoteles cerrados o con muy escasa servidumbre; las calles tristes y con olor de brea y ácido fénico; las gen- Juaristi 24/7/07 12:24 Página 369 EL ANATÓMICO tes enlutadas. Fuera de España, la peste se añadía al desastre de la guerra, y se comía un pan negro y duro, remojado con lágrimas de dolor y babas de rabia. En el campo quizá, en algún balneario... Pero los informes que inquirió le desanimaron; se carecía de todo menos de habitaciones, que se desocupaban por traslado del huésped al cementerio o por la fuga de cada hombre a su covacha, como animal perseguido. Su hermano, que vino a verle, refirió ciento y un miserias de su pueblo, y enumeró, contando con los dedos, los mocetones y las mujeres de su tiempo que había tumbado la gripe. Había renunciado a moverse de su casa, cuando vino a visitarle Julio Montaner. –¡Oh, querido doctor! ¡Ya se ve que ha pasado usted lo suyo! Y gracias a que lo podemos contar, ¿verdad? Concha estuvo en cama cuatro o cinco días; yo tuve la bronconeumonía, y aún toso bastante. El pequeño, tan delicaducho y sin reponerse aún de los quebrantos de su operación, no ha sufrido nada, ni un dolor de cabeza. Vamos a terminar el verano y a pasar el otoño fuera; hemos encontrado un hotelito en Los Pinares, camino de la Sierra. Es una barriada limpia y alegre, sana y bastante bien servida, y que ha sido muy poco castigada; un oasis, querido doctor. Nos vamos todos, con Cecilia y la servidumbre. He venido a decírselo y a rogarle que nos dé instrucciones para el tratamiento del niño. –Muy bien; lo veré esta tarde y hablaremos de lo que hay que hacer. También yo hubiera querido hacer una escapada, pues necesito vacaciones, aire puro, sosiego. Pero no sé donde meterme; vea usted si en el oasis ese hay una casita para mí. –¡Cómo! ¿No querrá usted darnos el alegrón de ser nuestro huésped? ¿No encontraría usted demasiado aburrida nuestra compañía? Véngase usted con nosotros y le deberemos de nuevo un favor. –¡No me decido a ser un intruso en la intimidad de su familia, querido Montaner; estoy hecho un impertinente, un cascarrabias insoportable; soy un huésped indeseable, se lo aseguro! –Piénselo bien, doctor; mañana, después de almorzar, llevaré en el «auto» a mi gente, y pasado, cuando ya estén todos acomodados y preparada su habitación, vengo por usted, a menos que prefiera sorprendernos. De todos modos, tendrá usted su habitación, y pondremos su cubierto en la mesa. Por la tarde, cuando fué a ver al niño de Montaner, tuvo que prometer a su madre que pasaría con ellos algunos días en la Sierra. Lue- 369 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 370 VICTORIANO JUARISTI go estuvo malhumorado por haberlo prometido, pues tendría que ajustar su vida a las costumbres de aquel matrimonio, y acaso el hotelito sería una casona sin comodidad y demasiado aislada. Al anochecer vino el doctor Morales a visitar a la criada, que llevaba tres días en cama, enferma con la gripe, sin nada inquietante, al parecer. Nobledas había reclamado el concurso de su compañero por confiar más en la experiencia que éste había adquirido durante la epidemia. –¿Cómo va eso? –le preguntó después que Morales hubo examinado a la enferma. –Pues... así, así. Ya está encima la bronconeumonía; el pulso es flojillo, y la disnea es bastante acentuada. Si te parece, pondremos unas inyecciones de bicloruro y haremos una intensa revulsión. –Tú verás. Si hay peligro telegrafiaré a su madre, que vive en mi pueblo. Yo diré a mi practicante que haga lo que mandes. A los pocos días, la casa estaba llena del olor de los cirios del Viático, de los sollozos de la madre, del estertor de la muchacha, que, cuando Nobledas entró a verla, le pidió, con los ojos llenos de terror, que acudiese en su socorro con aquella ciencia que poseía; sus labios amoratados, ya no decían nada, ni 370 en su pecho jadeante podía entrar el aire. Nobledas huyó de su casa en cuanto murió la muchacha. Sólo en su pequeño Fiat, con un saco de viaje, en el que metió alguna ropa blanca y un par de libros aún sin hojear, salió camino del Guadarrama. CAPÍTULO VIII Al medio día llegó a Los Pinares, y paró ante un grupo de construcciones nuevas de dos pisos, con pequeños jardines. Respiró ávidamente, como si hubiese escapado de una cárcel, y se puso a contemplar el paisaje, de líneas sencillas y plano en los primeros términos, pero al que la sierra próxima prestaba grandiosidad. A pie, despacito, tomó el camino que, apartándose del polvoriento trajín de la carretera, conducía a las casas de la Colonia, y buscó, entre éstas, la de sus amigos. Pero éstos le vieron antes desde la terraza de su chalet, de piedra gris, que empezaba a vestir la viña virgen. Estaban todos, y palmotearon alegremente. Montaner bajó a franquear la pequeña verja del jardín, en el que Cecilia cortaba rosas para adornar la mesa. Después de volver por el coche y dejarlo a cubierto, hubo que ver la Juaristi 24/7/07 12:24 Página 371 EL ANATÓMICO casa, y Nobledas tomó posesión de su cuarto, alegre y sencillo, con sus muros blanqueados de cal y sus muebles de pinotea. El cojito andaba con sus muletas, contento de poder trasladarse de un sitio a otro, sin ayuda de nadie, aunque su madre, temerosa de una caída, le seguía con las manos tendidas. –¿Ve usted qué progresos, doctor? ¡Si ya corre! No, no, Rafael, que te vas a caer! ¡Ay! Cecilia vestía un ligero traje de hilo blanco, con rayas azules; con su rubia cabeza y su fina silueta recordaba el popular anuncio de la casa «Kodak», como decía Miranda. El almuerzo fué animado y grato, pues aunque las mujeres pidieron noticias de Madrid al recién venido, éste, no queriendo evocar tristezas, contestó: –Nada, que se muere la gente y que no hay que hablar de ello; el muerto al hoyo, y el vivo a la ensalada rusa, que está muy buena. Concha explicó las pequeñas dificultades que, para surtirse de víveres y otras cosas, habían tenido que vencer; pero estaba contenta, y tenía el propósito de alquilar la casa para pasar todos los años un par de meses, si al niño le probaba bien. Después de almorzar, Cecilia tocó en el piano unos preludios de Chopin y algunos bailables modernos, mientras los hombres tomaban café, y Concha acompañaba al jardín al niño, donde acudían sus camaradas de la vecindad. Por la tarde, dieron un buen paseo a pie, subiendo hacia la sierra, y al anochecer hubo tertulia en casa de una amiga de Concha, donde la juventud reía, bailaba y organizaba jiras y meriendas y verbenas campestres. Aquella noche, el doctor durmió como un estudiante, y no fueron peores los días siguientes. Salían a dar buenos paseos, armados de escopeta, los dos hombres. Miranda llevaba la conversación hacia los animales que tanto aficionaba; los 371 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 372 VICTORIANO JUARISTI perros, los caballos; relataba episodios de caza o divagaba sobre la política de partidos. También se hablaba de mujeres guapas, especialmente de las del teatro; pero Nobledas no sabía nada de este mundillo de los escenarios ni comprendía el afán con que muchos persiguen a la mujer, haciendo de la posesión fugaz de unas y de otras el objeto de su vida. El cirujano escuchaba distraído, señalaba virtudes medicinales de las plantas que bordeaban los caminos, refería los lances de la vida de los médicos de pueblo. –No veo que sea divertida esta caza de la mujer, en las que tantas veces se ve cogido el cazador; comprendo que un día se encuentre uno en su camino una mujer, la suya, con la que por el instinto de conservación de la especie, bajo la forma de una simpatía, forme sociedad; comprendo también que se case uno por egoísmo, por cálculo, con una mujer que aporte el dinero, el orden doméstico, el cuidado que necesita. Pero, el hacer tonterías o locuras por acostarse con Fulanita, que no es ni bonita ni menos peligrosa que cualquier pelandusca de cartilla que le alivia a uno rápida y sencillamente de los apremios de la carne... –Pero usted habrá tenido novias, de estudiante, y ahora habrá 372 usted pensado en casarse alguna vez... –No, no. De estudiante no tuve tiempo que perder. Y ahora creo que ya me voy pasando. –¡Hombre, si está usted hecho un pollo! No se lo hemos dicho a usted; pero me hizo reír la coladura de Ordóñez, aquel señor de las fotografías de la excursión del domingo; las que le dimos a usted anoche. Pues vinieron en un sobre con las nuestras, advirtiendo que las duplicadas eran... para el doctor Nobledas y su señora! –¿Cómo, mi señora? ¿Y cuál es el viejo esperpento que me ha colgado del brazo ese señor? –El... viejo esperpento es Cecilia. –¿Cecilia...? ¡Vamos, hombre! ¡Si puede ser hija mía! ¿Y... ella se enteró de la plancha? –Se lo dijimos, naturalmente; se puso colorada y pensativa, pero no se rió; Concha reparó en que miraba de soslayo al espejo y suspiraba. –Sí, todas las muchachas suspiran y se miran al espejo cien veces por día. Cambió la conversación; pero Nobledas siguió viendo la gentil silueta de Cecilia, recordando sus graciosas sonrisas y analizando mentalmente la relación que podrían Juaristi 24/7/07 12:24 Página 373 EL ANATÓMICO tener los sentimientos y actitudes de ambos con la equivocación del aficionado a la fotografía. Al volver a casa sintióse tímido y como avergonzado ante la muchacha. Luego, en su cuarto, se puso a leer, sin gran atención, uno de los libros que había traído de Madrid. Eran los Ensayos optimistas, de Metchnikoff, el sucesor de Pasteur; un ruso que pasó por el laboratorio, sin producir apenas más que filosofía endeble y estéril. Tenía la preocupación medieval del elixir de larga vida. Buscaba el motivo de la vejez y quería encontrar una fórmula para evitar que las arterias perdieran su elasticidad, que los tejidos orgánicos se convirtieran, molécula por molécula, minuto tras minuto, en masas fibrosas infiltradas de cal; quería impedir la implacable y lenta degeneración que convertiría al hombre en un fósil, si la muerte le olvidase. El libro era un revoltijo: curiosidades de revista al estilo de Alrededor del Mundo; elementos de Fisiología y de Historia Natural, crítica literaria, filosofía... Algunas páginas le distrajeron, como aquella en que se comparaba la longevidad de distintos animales; las carpas, las tortugas y algunos moluscos que viven de ciento veinte a doscientos cincuenta años; los buitres y las águilas, cerca de un siglo; algo menos las cotorras y los cuervos, veinticinco años los caballos, bueyes y camellos; quince los perros y gatos; y el hombre, como el elefante, es un carcamal cuando llega a los setenta. Saltó capítulos enteros, llenos de divagaciones y de absurdos; el ruso creía observar que los animales que tienen muy desarrollado el intestino grueso, viven poco tiempo, porque en ese órgano pululan millones y millones de microbios, sosteniendo una fermentación pútrida que intoxica el organismo. Afirmaba que el intestino grueso era inútil en el hombre, basándose en que su extirpación era compatible con la vida. Nobledas pensaba que lo mismo podría decirse del estómago, de gran parte del intestino delgado, de la vejiga, de la bilis y de la orina, y de uno de cada par de órganos dobles, como el pulmón, el riñón, el testículo, cuya supresión es compatible con la vida y hasta con una regular función del aparato a que tales órganos pertenecen. Pero es que en tales casos hay una suplencia, una adaptación que fácilmente se desbarata. En sus últimos capítulos, después de asegurar que el elixir de larga vida era la leche fermentada que beben los búlgaros, el ruso hablaba de Goethe y de su Fausto. Aquí el cirujano estaba perplejo; pa- 373 Juaristi 24/7/07 12:24 Página 374 VICTORIANO JUARISTI ra él, Fausto había sido un viejo alquimista que había consumido su vida en investigaciones científicas, y que, próximo a morir, fatigado por el trabajo penoso de desentrañar los misterios de la ciencia, lloraba los nunca sentidos placeres de la juventud. Creía el cirujano que el sabio barbudo y encorvado sobre sus redomas que aparecía cantando con tremendos aspavimentos la música de Gounod, invocaba al demonio para ofrecerle su alma a cambio de juventud y de amor; cerrábase el trato, el diablo tiraba del capuz del astrólogo y se llevaba con él sus barbas venerables, quedando el viejo convertido en un tenorino que se enamora de una muchacha con hermosas trenzas rubias, llamada Margarita. De lo que pasaba luego, no tenía Nobledas idea clara; pero recordaba que había un duelo, en el que Mefistófeles, envuelto en su capa roja, metía traidoramente su espada sin cruz en el pecho del barítono. Y según Metchnikoff, en el «argumento», no había tal cosa: Fausto, que refleja con exageraciones y falsedades la vida de su autor, tiene dos partes: en la primera, Fausto es un joven sabio, que pide demasiado a la ciencia y a la vida, y cuyo genio necesita el amor contraconyugal, como estimulante. Mal equilibrado, se hace necesariamente pesimista. «El hilo del pensamiento está roto –dice Fausto al 374 diablo–, y desde hace mucho tiempo estoy asqueado de toda ciencia. Haz que nuestras pasiones ardientes se apacigüen en los abismos de la sensualidad.» El demonio se las compone de modo que Fausto seduce a Margarita, que ésta mata a su hijo, envenena a su madre y muere decapitada, por lo cual exclama Fausto: «¡Oh, si yo no hubiera nacido jamás!»; pero en la segunda parte reaparece Fausto hecho un viejo verde optimista, apasionado y celoso, platónicamente enamorado de una Elena ideal, con la cual vive en una gruta abrigada y llena de verdor, y tiene con ella un hijo, que salta y corre en cuanto nace. Todo lo que Fausto hace en esta parte es oscuro y extraño. Cuando los admirado- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 375 EL ANATÓMICO res de Goethe quieren explicar el significado de los actos y las palabras de aquellas escenas escritas por Goethe a los ochenta años, no pueden ponerse de acuerdo. Nobledas se durmió, pensando que Goethe y Metchnikoff eran dos viejos chochos, y soñó que pasaba mil apuros cantando el Fausto en el Teatro Real; él era el protagonista, y Cecilia, con el cofrecito en las manos, cantaba el fox-trot de las joyas. Al día siguiente le entregaron un telegrama, en el que se requería su presencia en la clínica. Al notificar su partida y su corta ausencia a su amigo, Concha propuso que el cirujano se llevase a Cecilia para que ésta pudiera traer de casa algunas prendas, libros y hacer otros encargos. –Encantado –contestó el doctor–. Pero advierto que no podré volver hasta muy caída la tarde. –Muy bien, así tendrá tiempo para sus recaditos y, si quiere, para ver a su hermano. –Pues cuando usted guste Cecilia. –Un minuto, para vestirme. Poco después, el Fiat volaba camino de Madrid. –¿Dónde hay que dejar a la señorita? –preguntó Nobledas, jugando «al chófer». –Donde usted quiera, y si no me deja, mejor. Lléveme siempre consigo –contestó Cecilia, jugando a la romántica. –Entonces, ¿un rapto? ¿Un episodio de «cine»? –Un rapto, no; porque no se llevaría usted la damita contra la voluntad de su dueño, que no lo tiene. No tengo a nadie a quien llamar dueño mío. –Ni lo tendrá nunca; todos serán siempre sus esclavos, muñequita de oro. –¡Doctorcito, qué galante! ¿Y una fuga? Tampoco sería una fuga, puesto que nadie nos tiene prisioneros. Es decir, sí; nos retiene... ¡el deber! –continuó con afectada seriedad–. Usted debe acudir a la cabecera de su enfermo, y yo debo comprar una larga lista de cosas. Así es que me conducirá usted a casa, y cada cual a sus negocios. –Pero tenemos que ponernos de acuerdo para una porción de cosas serias: la primera, el almuerzo. Ahora que me han acostumbrado ustedes mal, haciéndome estimar el encanto de una grata compañía a la hora del yantar, me entristece la perspectiva del almuerzo con un periódico delante del plato. En mi casa no me esperan ni quiero ir a ella antes de que cambien su decorado; he pasado allí unas horas de angustiosa melancolía que no quiero recordar. Ya que el pájaro ha cambiado de pluma, hay que renovar la 375 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 376 VICTORIANO JUARISTI jaula. No quiero tampoco almorzar sólo en una fonda, como un extranjero. Acompáñeme usted caritativamente, Cecilia; hágame el regalo de la música de su voz y de la luz de su sonrisa. do bienvenidas y plácemes por su restablecimiento. Aún tuvo tiempo de entrar en una peluquería y de prestarse a la untuosa oficiosidad del fígaro que redujo su bigote espeso a un estrecho islote peludo. –¿Quién se resiste si se lo piden con tanta necesidad? –¡Le quito a usted diez años! Ya no se lleva el bigote largo; no es higiénico ni elegante. Servidor. –Gracias, Cecilia. ¿Quiere usted telefonear a su hermano invitándole también? –No, no; muy reconocida a su delicadeza; pero hagamos, como usted ha dicho, un poco de «cine». Almorzaremos frente a frente, y me seguirá usted diciendo galanterías, como un pícaro seductor. Pero vea usted a lo que se expone; estas películas suelen terminar ante un pastor evangélico con un levitón abrochado, que, con la Biblia en una mano, da con la otra la despedida a la libertad del hombre soltero... ¡No se apure, doctor, es una broma! –¡Desgraciadamente, Cecilia! ¡Los que nos vean juntos, me felicitarán mañana por tener una sobrinita tan bonita! «Ya estamos frente a la casa», como dicen en la «Verbena». A la una me tiene usted aquí con el coche. ¿Le parece bien el Grill del Ritz? –¡Muy bien, tiíto; hasta luego! El cirujano terminó pronto su trabajo, visitó la clínica y dió un vistazo a la sala del hospital, recibien- 376 Cecilia esperaba en el mirador, y bajó en seguida, ataviada con gusto y alegre como un pájaro. –¡Oh, la seducción aprieta al cerco! ¡Está usted irresistible, doctor! –¡Por Dios, Cecilia; estoy azorado, y creo que un poco ridículo! –Pues yo estoy impaciente porque nos vean juntos. No me ha dicho usted nada del sombrerito, que estreno en su obsequio. ¿Me cae bien? ¿Estoy a su gusto? Pues lléveme en seguidita al comedor, porque me muero de hambre. Nobledas suspiró tan ruidosamente, que Cecilia soltó una de sus risas de cristal. Pocos minutos después estaban sentados en una mesita del Grill. El cirujano parecía un estudiante que por primera vez convida a su novia dominguera; quería disimular su cortedad; su turbación, con una locuacidad forzada, y no acertaba a conducirse como un hombre de mundo en los menudos y galantes servicios del caballero Juaristi 24/7/07 12:25 Página 377 EL ANATÓMICO que obsequia a una dama. Después de algunos titubeos optó por descubrir su azoramiento. –¿No se burla usted, Cecilia, de este pobre hombre a quien ve usted trabado de manos y de palabras como si fuese un rústico? –Por Dios, doctor. Yo sé que es usted un hombre superior; que no sabe lo que hacer con el abrigo o el bolso de una señora, que tropieza con las butacas de un salón y que se atraganta con las banalidades halagüeñas que se dicen a cualquier mujercita. Pero es porque sus manos y su atención y su palabra han estado consagradas a muy altas empresas. Ninguno de estos pollos mentecatos que se mueven y charlan con esa petulante facilidad podrían estar cinco minutos a su lado sin que su inutilidad y su majadería resaltasen atrozmente. –¡Es usted muy buena conmigo! Cambiaría todo mi saber por la juventud y la prestancia de uno de estos muchachos que presumen de conquistadores y dicen cosas que gustan tanto a sus parejas, que al bailar con ellas parece que las transportan a un paraíso. balanza del amor. Y no se haga usted el viejecito; eso es un ardid peligroso. Está usted en el momento en que se es «todo un hombre» o no se es nada definitivamente. Usted está en la cumbre. Es momento de las grandes pasiones; los intelectuales empiezan a hacer víctimas amatorias cuando aparecen hilos blancos en sus sienes. Además, cualquiera de esos pollos es más viejo que usted, que sólo ha dado sus energías al estudio. Yo estoy muy orgullosa de mi galán y bebo esta copa de oro en su honor. –Pues yo la levanto por la gracia de mi dama encantadora. Reía Cecilia, y parecía que los violines de la orquesta acompañaban su risa, jugueteando. Después de almorzar, Nobledas propuso dar un paseo por la Moncloa en el coche. –Ahora, porque estoy junto a una divinidad. –Bien, pero cortito. Tengo que hacer todavía bastantes encargos. ¿Se atreve usted a venir de tiendas con una mujer? Ya sabe usted que es una cosa insoportable: queremos que nos enseñen todo, y no nos decidimos a comprar nada si hemos de pagarlo nosotras. Bien que usted no corre peligro de gastar más que paciencia, porque no puedo atentar contra su bolsillo. –Ahora y siempre. Su prestigio, su fama, pesa mucho, aun en la –¡Todos mis tesoros están a sus pies! ¿Quiere usted una diadema, –Pues ellos lo envidian a usted. 377 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 378 VICTORIANO JUARISTI una piel de bisonte, un elefante blanco, una caja de chocolates de... o unos cigarrillos para fumar a escondidas? En serio, tengo que hacer también algunas compras. Hay que llevar algo a Concha, a su marido y al niño. Ya tengo para Montaner una caja de habanos que me ha regalado un hacendado de Cuba, especialmente elaborados para los grandes amigos. ¿Qué llevaremos a Concha? –¿Dulces? –No, algo que dure más. Algo para la casa de la sierra. –¿Un servicio de te? He visto un juego precioso, con sus mantelitos y servilletas de igual dibujo que la porcelana. –¡Vaya por el servicio! Y para el niño creo que estaría bien un pequeño «cine». Creo que han llegado unos aparatitos maravillosos para dar sesiones en casa. –¿Sí? Le gustará muchísimo y nos divertiremos también los grandes. A mí me entusiasma el «cine». –Aún me quedan otras cosas que hacer. Tengo que elegir papel para cambiar el de las paredes de casa, y algunos muebles; aquello es antiguo y triste. ¿Quiere usted prestarme su buen gusto? –Entonces, apenas nos queda tiempo; hay que suprimir el paseo. 378 –Y quisiera también que dijese usted qué puedo regalar a una amiguita... –¡Ola, ola! Eso depende... ¿Es regalo de boda, de cumpleaños, de primera comunión..., de admirador en la noche del beneficio? ¿Nada de eso? –No; es para una amiguita nueva, pero que me parece que siempre la he querido; que no es nada para mí, pero que quisiera que lo fuera todo; una amiga que, cuando me empezaba a cansar la vida me hace ver una vida nueva y bella... –¡Pero eso es muy serio, doctor! –¡Muy serio! ¿Qué puede regalar un hombre como yo a una mujer como usted, en recuerdo de una hora como la que hemos pasado? –¡No sé, no sé! ¡Me parece tan delicado! ¡Ah! Sí, ya está. ¡Precioso! Y no crea usted que es muy caro, no. Lo he visto en una librería. Es como un librito pequeño, con una cinta azul; se tira de la cinta y sale una palomita con un corazón dorado en el pico; y detrás hay un cromo con jardín, un trovador tocando el laúd al pie de un castillo...! ¡Ja, ja, ja! Reía Cecilia. El cirujana creyó un momento que se burlaba, de él; pero acabó riéndose también. Se ponía el sol, cuando de regreso hacia la sierra, sorteaban con su «auto», cargado de dulces, flores Juaristi 24/7/07 12:25 Página 379 EL ANATÓMICO y risas, los coches fúnebres de los pisoteados por la peste en su retirada. CAPÍTULO IX El doctor reanudó su trabajo con brío. La casa tenía un aspecto más risueño después de derribar algunos tabiques, sustituir estrechas puertas de madera por amplias hojas de cristales emplomados y revestir las paredes con papeles nuevos que imitaban preciosos tejidos. Los pésimos paisajes pintados al óleo habían sido cambiados por buenos grabados, y en lugar de la ridícula ninfa bronceada con alas de mariposa que, con el pretexto de sostener una bombilla eléctrica siempre apagada, se posaba en un pedestal de mal gusto, Guzmán había colocado una hermosa cabeza, tallada en piedra con sobria simplicidad. Empezó a reunir sus dispersas notas sobre «Injertos homo y heteroplásticos» para su discurso de recepción en la Real Academia, en el que hacía una reseña histórica sobre la materia, señalando la olvidada intervención de los investigadores españoles y un estudio crítico, basado en la clínica y en la experimentación, sobre la técnica y las aplicaciones de los injertos en los animales y en la especie humana. En este trabajo se veía cómo en muy remotos tiempos el hombre había pensado en aplicar a su propio cuerpo los hábiles recursos de los arboricultores, pero sin conseguir más éxitos que los muy contados de la reimplantación de un fragmento de dedo o nariz que acaban de ser cortados en riñas, al modo de la oreja de San Pedro, o los injertos pediculados, es decir, los remiendos echados a una parte del cuerpo, generalmente la nariz, utilizando una parte del tejido vecino, no desprendido totalmente de su sitio, según el método indio o el italiano. En la literatura humorística se relataban curiosos lances, cambios de carácter, que sobrevenían a consecuencia de sustituir una parte mutilada por otra tomada de algún extraño sujeto o ridículo animalejo; y los presidiarios fabricaban pequeños elefantes injertando a las ratas su propio rabo en el hocico a manera de trompa. Pero el siglo pasado trajo, con la antisepsia, la posibilidad de tomar e injertar de lejanas partes, piel, grasa, ternillas y hue- 379 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 380 VICTORIANO JUARISTI sos del mismo sujeto y aun de otros distintos. Un cirujano, de Madrid, sustituyó arterias y venas cegadas por otras permeables; otro, de Irún, publicó en una revista francesa antes de los trabajos de Carrel, sus experimentos positivos sobre los tejidos tomados de los cadáveres y que, injertados, volvían a vivir y a multiplicarse. Se sustituyeron unos huesos por otros y hasta articulaciones completas; en los animales se reemplazaron órganos complejos, como el riñón, que llegaron a funcionar; y en el hombre se perseguían los mismos resultados con la implantación de glándulas y hasta de ojos enteros. Pero, por regla general, sólo tenían una vida suficiente los tejidos sencillos tomados del sujeto mismo; aun los injertos de piel ajena se atrofiaban y desprendían al cabo de cierto tiempo, haciendo inútiles los sacrificios de los caritativos donadores de su propio pellejo. Ultimamente, la cuestión tomaba un aspecto nuevo por su aplicación al rejuvenecimiento del individuo. Cuando Nobledas ordenó sus apuntes quiso ponerlos en limpio, haciendo que los copiaran a máquina bajo su dictado. En una de sus frecuentes visitas a Montaner preguntó a Cecilia si conocía algún copista que quisiera encargarse de este trabajo. 380 –Sí, señor –contestó ésta sonriendo–; conozco a Cecilia Reyes, que no lo hace mal del todo, y que copiará sus papelotes en pocos días. –Pero muchas de las notas necesitan rectificarse o completarse con citas bibliográficas que requieren tener a mano libros y revistas. Yo los traería aquí, pero sería un jaleo... –Queda el recurso de que yo me traslade a su casa con mi máquina... ¡Oh!; nada más que una hora por las tardes, si no le parece mal a Concha. Tengo una maquinita fácilmente portátil y muy suficiente para un trabajo de éstos... Sin confesarlo, Nobledas tenía una remota esperanza de que suce- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 381 EL ANATÓMICO dería lo que la muchacha estaba proponiendo; pero, al mismo tiempo, sentía cierto embarazo, cierta timidez, ante la perspectiva de estar a solas, frente a frente, con una personita cuya imagen jugueteaba entre sus libros y se dibujaba entre las espirales de humo de su cigarro, con inquietante persistencia. Por su parte, Cecilia tenía el presentimiento de que aquello terminaría como los argumentos de película americana... Dicho y hecho; el doctor, al atardecer, terminadas las consultas, dictaba, y Cecilia tecleaba rápidamente, repitiendo a media voz el final de la palabra escrita, y preguntando la ortografía dudosa de algún nombre enrevesado. En un descanso, tomaban el té, que servía con mimo la mecanógrafa, charlaban de todo, sondeando sentimientos y gustos como quien juega a casar las piezas de un rompecabezas. Alguna vez iba Concha a buscar a su secretaria, y después de merendar salían las dos mujeres de paseo, entre dos luces, dejando el aire de la habitación perfumada y vibrante con el eco de las voces femeninas. Uno de los días, el doctor, las invitó al «cine». El protagonista de la película era un médico de gran vocación, enamorado de una locuela, a la que acababa por transformar la abnegación y el altruísmo del doctor. Durante las escenas sentimentales, los violines gemían en la oscuridad, acariciando los corazones románticos. Cecilia suspiraba. Cuando daban luz, las mujeres hacían calurosos comentarios. –¿Verdad, Concha, que Dávinson hace un papel muy simpático? Si don Enrique se quitara el bigote se le parecería mucho. –Y a usted no le falta nada para superar a Mary Murray... Al día siguiente, la mecanógrafa encontró al doctor pulcra y totalmente afeitado, peinado y vestido como el artista americano. Y ella misma había copiado el porte de la inquieta Mary. Muchas veces estuvo a punto de hacer a Cecilia una declaración de amor como un estudiante; pero, por una parte, dudaba de que sería bien recibida, y por otra, temía no tener vocación para la vida de casado. Con el frío egoísmo de los solterones, comparaba las ventajas y los inconvenientes del matrimonio, y siempre superaban los últimos. Además, le inquietaba la posibilidad de que Cecilia tuviera una herencia neurótica que podría aparecer más tarde, haciendo su desgracia y marcando con alguna tara los hijos que pudieran venir. Al fin, decidió salir de dudas en los dos puntos. Concha le dió a entender, con claridad, que Cecilia aceptaría con gusto el 381 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 382 VICTORIANO JUARISTI amparo, el cariño de un hombre como él: inteligente, bueno; la diferencia de edad no era extraordinaria, y menos teniendo en cuenta su vida ordenada. ¡Cuántos jovenzuelos se casaban más agotados, más viejos! Sólo quedaba entrevistarse con los médicos del Sanatorio de la Florida, donde había muerto el padre de Cecilia. Había que hacer la visita discretamente, puesto que su hermano, laborioso y formal, pasaba en el sanatorio casi todo el día. Sería fácil pretextar una consulta confidencial para hablar con el doctor Estébanez. Resueltamente, montó en su «auto», llamó a la verja del sanatorio y preguntó al portero por el director. –Ha salido de paseo: se fue con don Daniel; no creo que tardarán. ¿Quiere que avise al señor Gómez Cuesta? Está en el laboratorio mirando los bichos con el microscopio. Si lo prefiere usted, puede usted verle allí; voy a acompañarle. Se encaminaron los dos hacia el pabellón donde trabajaba el biólogo. La misantropía de Gómez Cuesta iba acentuándose. Apenas salía del Sanatorio, y aun en él rehuía las conversaciones. El hombre le inspiraba aversión o desprecio, y sólo encontraba interés en la vida de los pequeños animales, cuyo estudio le apasionaba por entonces. El único amigo a quien recibía con agrado era un profesor de Zoología, 382 muy ilustrado, de una timidez exagerada, y cuya vida familiar era un infierno porque su mujer y sus hijos no podían perdonarle el que con toda su ciencia y sus notables comunicaciones a las Academias de Naturalistas no pudiera proporcionarles más que una vida modestísima rayana en la pobreza. Los dos departían a gusto, burlándose de la perfección humana. –¿El hombre, rey de la creación? Ni siquiera de la tierra. Más está hecho para servirla que para gozar de ella, en donde todo le es hostil. El número de animales que ha podido sujetar a domesticidad es pequeñísimo; unas gallináceas, unos solípedos, unos rumiantes...; total, nada; menos, mucho menos que el número de los parásitos que viven a expensas del hombre sin prestarle algún servicio y haciendo en él una tremenda mortandad; las tenias, que viven en el intestino, chupan los jugos y forman quistes monstruosos; las filarias y los hematozoarios, que viven en la sangre y matan por anemia y por consunción febril; las moscas y mosquitos, que transportan e inoculan los más terribles virus; pulgas, que tomamos a broma picaresca; el piojo inmundo, que propaga el tabardillo y las pestes; y las tiñas y la sarna... –¿Y qué decir de otros animales dañinos que el hombre podero- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 383 EL ANATÓMICO so no ha podido extinguir? Aún hay manadas de lobos en Europa; los tigres devoran miles de hombres por año, sólo en la India; en el Brasil, las serpientes matan más que las guerras. –Y lo mismo le sucede con el reino vegetal. Cierto que éste no le produce gran daño directamente; son pocas las plantas venenosas y las enfermedades debidas a otras, no tóxicas, como la fiebre de los henos. Pero el trabajo de la tierra es bien duro; el hombre cuida este reino para no recibir más que una pequeña remuneración, a cambio de su sudor y su vida; además, este reino sustenta al otro, al de los animales enemigos del hombre, que se esconden en sus bosques y se nutren de sus hierbas. «El hombre aparece en la tierra como un recién venido, cuando ya han pasado por ella y se han extinguido seres enormes; es el obrero que ha de cuidar de renovar la vida de un mundo viejo y agotado, trabajando como un esclavo, a trueque del sustento; y cuando esta despensa formidable se agote, tendrá el hombre que buscar otra en la Luna o en cualquiera de los puntitos luminosos y brillantes de ese firmamento que observa, estudia y quiere ganar con sus alas de tela y de hierro, si antes no encuentra en las profundidades del mar la vida dor- mida, latente y poderosa, que renueve la que languidece sobre la rugosa corteza terrestre.» Divertía a los dos biólogos encontrar ejemplos de esta servidumbre humana disfrazada de soberanía: los terremotos, los volcanes, las inundaciones, que en unos segundos reducían a la nada el trabajo de muchos siglos, humillando el orgullo del hombre, que se creía dominador de la tierra por haber abierto una minúscula comunicación entre dos mares separados por un itsmo delgado, o por haber perforado una montaña por un estrecho agujero; una sequía pertinaz, haciendo morir de hambre a montones en la India, en Rusia, y obligando al hombre a comerse a sus viejos padres o sus tiernos hijos; un sinnúmero de plagas, que consumen con terrible voracidad las cosechas... El profesor de Zoología reía grotescamente, comentando: –El hombre cría las palomas, y el zorro y el gavilán creen que las multiplica en provecho de los carniceros y de las rapaces. El hombre cultiva las plantas melíficas, y con ello hace vivir las abejas, de las cuales es un servidor, a cambio de su ración de miel y de cera; y las avispas, tan contentas, hartándose de tomillo y de romero, a cambio de algunos golpes de aguijón! ¡Trabaja, hombrecito, repoblando los ríos y 383 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 384 VICTORIANO JUARISTI las costas; cuida los bosques; entierra y desentierra; seca por aquí, riega por allá, siembra y recoge y revienta de vanidad, dándote el título de rey de todo lo creado! –¡Pobre rey –apoyaba Gómez Cuesta–, que tiene que limitar el crecimiento de su familia por miedo de no poderla sustentar! Si se acopla con una mujer se tortura buscando artificios para que no le vengan infantitos; si vienen, hay que interceptarles el camino con maniobras peligrosas y punibles; si llegan y crecen, se disputan, entre sí y se destrozan en guerras carniceras, porque «lo tuyo es mío». ¡Pobre rey, que se va gelatinizando! Ha perdido el rabo, el hermoso rabo que tuvo en los buenos tiempos; va quedando blanducho y blanducho, sin pelo y sin más uñas que las justas para piculinear con las manicuras; los pies, que antes tenían maravillosas articulaciones y dedos capaces de agarrar, herir y acariciar, son un amasijo de huesos deformados, son cinco piltrafitas doloridas por los callos. ¡Pobre rey de la creación, el del regenerador del cabello, el de la dentadura postiza, el de los anteojos, el del estómago artificial y el cinturón eléctrico! –¡Y siempre la vanidad! El hombre progresa, mejora su situación, porque los demás animales comen y defecan igual que en la época 384 cuaternaria, mientras que el homo sapiens, que entonces mataba de un peñazo un venado, se lo jamaba sin más preparación que un somero desuello y se lo desasimilaba sin más protocolo que el ponerse en cuclillas, hoy necesita que unos hombres cacen los conejos con licencia, redes y fusiles, o los críen en una granja, los despellejen, los pasen a otras personas de mandil blanco, que, después de unas complicadas manipulaciones en cocinas aparatosas, disfrazan al tímido roedor con salsas y ornamentos vegetales y lo sirven en otra estancia sobre una vajilla, cuyo labra ha costado lo suyo; y hay que advertir lo que se va a comer en un menú, y el tenedorcito y el cuchichillo y la servilleta y el agua mineral. Y los water, con toda su cerámica y su hidráulica... ¡Si el hombre de las cavernas hubiese sospechado que el progreso había de consistir en pagar veinticinco céntimos por desembarazarse de los residuos de la digestión! –¡Ya, ya! Y todos los años descubre el hambre una plaga nueva; antes no había más que la langosta, que se comía el pan; luego, la filoxera, que se bebía el vino, y la carcoma, que roía las maderas de la habitación humana. Ahora no se siembra nada, no se planta un arbolillo que no tenga su temible enemigo: un pulgón, un gusano, una mari- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 385 EL ANATÓMICO posa. Sabíamos de hongos y de algas que destruyen las piedras; y por si algo faltaba, hemos tenido el gusto de conocer a un laborioso escarabajo, el «escobicia declivis», que agujerea el plomo, y a un respetable molusco, el polas calva, que reduce a papilla los bloques de cemento. Una calva que nos toma el pelo y que pone más de un millón de huevos por año. –Pero, ¿dónde me deja usted los puros goces del espíritu cultivado?; las emociones estéticas... ¿eh? Decía que los animales no conocen nada de esto; que no tienen capacidad pictórica, escultórica, musical... ¡Vamos! Sólo el hombre es capaz de encontrar una relación estrecha entre una magnífica puesta de sol, tras una majestuosa montaña, y un pedazo de tela pintada de colorines, que, según el hombre, la representa y le produce una emoción equivalente. Sólo el hombre es capaz de extasiarse y llegar a la adoración ante una piedra o madera, talladas, que figuran una hermosa mujer. Cualquier animal se avergonzaría de estas mixtificaciones. En cuanto a la música. ¡Habría que preguntar a los ruiseñores lo que les parecen «los murmullos de la selva», según el diminuto y tonante don Ricardo, el más vanidoso de los artistas (y, por tanto, el hombre más vanidoso del mundo), que quería hacernos creer que cuando los clarines suenan... pirulirulín, es que viene la primavera, y cuando los trombones hacen bomborrombón, es que se desencadena la tempestad. Eso recuerda el acreditado método de coger caracoles, imitando la tormenta con una lata de pimientos. ¡Va, ya! ¡Vaya usted a los gasterópodos con esas simplezas! Algunas veces, los dos investigadores se abstraían en sus experimentos, y llegaba la noche sin que se dirigieran la palabra. El día de la visita de Nobledas, el neurólogo estaba solo en el laboratorio, refunfuñando entre jaulas de animalejos, que chillaban o mordían las alambradas, manipulando entre los tubos de ensayo, alineados en gradillas de madera o cubiertos por campanas de vidrio, fla- 385 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 386 VICTORIANO JUARISTI meando agujas de platino, limpiando jeringuillas de cristal, repasando el mecanismo de la regulación de las estufas de cobre rojo con reflejos irisados, y renovando las borrosas etiquetas. Por entonces, Gómez Cuesta trabajaba con pasión en ciertas investigaciones sobre la partenogénesis experimental, en colaboración con su amigo, el naturalista. Las hembras de los pulgones y otros animales de sencilla estructura, tienen la singular facultad de procrear sin intervención de machos, aunque no son hermafroditas; es como si las gallinas no cubiertas por el gallo sacaran polluelos de sus huevos. Esta fecundidad de las vírgenes podía ser provocada mediante una alimentación especial o por la acción de agentes físicos o químicos, como el calor, la electricidad, el frotamiento, los ácidos o los álcalis. La industria utilizaba, hacía muchos años, este descubrimiento de los naturalistas, aplicándolo a la procreación del gusano de seda. La ciencia quería ir más lejos, intentando la aparición del curioso fenómeno en animales superiores, en los que nunca se había observado la partenogénesis espontáneamente. Gómez Cuesta quiso dar al cirujano algunas explicaciones sobre sus trabajos. –A usted le parecerá, acaso, que no es esto un campo de experimen- 386 tos muy adecuado para un médico; pero es fácil convencerse de lo contrario. Figúrese usted que muchos de los tumores que tanto quehacer le dan fuesen embriones monstruosos engendrados por este medio. Ya sabe usted que durante los primeros tiempos de la formación del ser humano, éste posee células generadoras que lo mismo pueden ser masculinas que femeninas; y sabe usted también que alguna de estas células quedan sin desarrollarse, perdidas, olvidadas, entre los tejidos del feto y del niño, hasta que de pronto, y sin saber por qué, dan en crecer y reproducirse locamente, sin freno, sin dirección, formando tejidos disparatados, amasijos de piel y de pelos, pedazos de carne y de hueso, y hasta trozos de órganos bastante complicados... –Sí, sí; conozco muy bien la génesis de los teratomas, desde la simplicidad con que la inició Conhein, hasta la sutileza con que la han ampliado las modernas investigaciones. Lo que no sé es la dirección en que ustedes llevan sus interesantes trabajos. –Verá usted. En los primeros conocimientos sobre la materia destaca un nombre español, Pérez, el famoso Pérez. ¿No se ríe usted? Pues vamos a ver si la última palabra la dice Gómez, otro apellido célebre. ¡Ja, ja! Hace bastantes años Juaristi 24/7/07 12:25 Página 387 EL ANATÓMICO que se consiguió que la hembra del erizo de mar tuviera hijuelos... sin hablar con el novio. Luego se obligó a lo mismo a la rana, a la paciente rana, sin la cual la Filosofía no puede dar un paso. Pero los renacuajos sin papá, obtenidos artificialmente, nunca pueden llegar al estado adulto; se mueren antes. Y los experimentos hechos en los mamíferos han fracasado hasta ahora. Tenemos dos grandes dificultades: la primera es la de encontrar el agente capaz de provocar la multiplicación del óvulo, dificultad que está casi vencida; la otra es la de sustentar, la de alimentar el huevo y el embrión así formados. ¡Aquí de nuestros trabajos! Yo creo que no hay más que dos caminos en la experimentación que nos ocupa: uno, es provocar la multiplicación del huevo en el sitio mismo en que se encuentra, es decir, en el ovario o en la matriz; otro, es el de recogerlo fuera de su sitio, en un cultivo, en un suero; y teniéndolo allí, a la mano, irritarlo para que se multiplique. En el primer caso es muy difícil provocar esta multiplicación, porque el huevecillo está lejos, escondido, pero es muy fácil su nutrición. En el segundo caso sucede lo contrario. Pues bien; se me ha ocurrido un proceso mixto, que es el de exteriorizar el ovario por medio de una operación, y actuar así, casi a la vista, sobre los óvulos, que continua- rían viviendo de los jugos de la madre virgen. –¡Es muy lógico! Se trata de provocar un embarazo extrauterino partenogenésico. –Exacto. Bien sabe usted que un embarazo puede llegar casi a término, aunque el huevo esté suelto en la cavidad peritoneal. Quería saber si era posible lo mismo bajo la piel, en el tejido celular, y estoy seguro, por algunos experimentos, de que se puede conseguir esto con bastante facilidad. Y por si algo faltaba, aquí tiene usted la curiosa historia clínica de una mujer, que, habiendo sufrido una operación abdominal por caída de la matriz, quedó más tarde embarazada, y el huevo, suelto, se desarrolló, hasta pasado el segundo mes, en forma de tumorcito, debajo de la piel de la cicatriz. –En efecto, el hecho es extraordinario, y tiene el valor de un experimento. Pudiera resultar que andan por esas calles no pocos individuos que sólo son hijos de su madre, hijos de una mujer que ha concebido, no de su marido, sino de un virus microbiano, de un veneno como el alcohol, de un flúido... –¿Por qué no? Eso explicaría algunos casos que dan al traste con lo que se conoce sobre la herencia orgánica. Y no doy a usted más lata, querido Nobledas. Dígame ahora en qué puedo servirle. 387 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 388 VICTORIANO JUARISTI –Pues se trata precisamente de un problema sobre la herencia. Necesito informes confidenciales acerca de las taras morbosas que pudieran pesar sobre una persona a quien... de la cual... ¡Ea, tengo que ser sincero si he de pedirle a usted la misma sinceridad! Amigo Cuesta, creo que estoy enamorado, y tengo la intención de casarme; pero quiero saber si con esto no haré, a más de mi desgracia, la de mi descendencia. En pocas palabras; deseo que me diga usted si la enfermedad que trajo a esta casa al periodista Luciano Reyes puede castigar a su hija Cecilia. Usted observó mucho al padre, y está usted en trato constante con el hijo, interno de esta casa. ¿Quiere usted decirme si puedo... si la herencia...? –¡La herencia! ¡No se sabe nunca! Hay que aceptarla a beneficio de inventario. Un padre apolíneo engendra un hijo como un sapo; una madre, que parece una oruga negra, produce una muchacha como una rosa. Y en lo moral igual que en lo corpóreo; recuerde usted el innumerable enjambre de zánganos que llevan apellidos de padres ilustres; piense usted que las figuras de más relieve en la historia del mundo han nacido en el montón de la mediocridad. Los sabios y los canallas por estirpe, por abolengo, son excepcionales, pues en la majadería o la crueldad dinásticas hay tan- 388 to o más de influencia del medio que de herencia. ¡No se sabe nunca! ¡Las leyes de la herencia no existen más que para los guisantes que estudiaba Mendel. Ahora está en moda el fraile botánico y sus leyes, según esos papanatas de Davenport y de Morgan! ¿Le parece a usted que este buen señor dice que el mendelismo ha tumbado la obra de Darwin; a quien deben, entre otras muchas cosas, los modernos vuelos de la Anatomía comparada? ¡Vamos, hombre! –Bien, pero yo quisiera... –¡Ah!, sí; perdone usted. Los informes son éstos: El padre de Cecilia fue un toxicómano; murió por la morfina, pero no le enloqueció esta droga, sino que la tomaba como el alcohol, como el éter, porque su cerebro le pedía veneno, como a otros les pide robar, violar o gandulear. Lo que no se sabe en este caso, como en otros muchos, es lo que rompió el freno. Sólo puedo excluir el tumor o la lesión cerebral macroscópica (puesto que hizimos autopsia) y la sífilis, puesto que teníamos antecedentes y reacciones negativos. Hasta ahora los hijos parecen normales; también lo fue su padre hasta los treinta años. ¿Y después? Cásese usted, si tiene inclinaciones al matrimonio, con Cecilia o con cualquier otra, y acaso tendrá usted un hijo como un sol o un monstruo con Juaristi 24/7/07 12:25 Página 389 EL ANATÓMICO el labio partido o con un tumor en el espinazo. –¡Por Dios, Gómez Cuesta! ¡No es usted como para que le contrate una agencia de matrimonios! –¡No, no! ¡Que se acabe el hombre, el esclavo de la Naturaleza! ¡Ya son muchos los siglos de miserias! Que sus fósiles sean descubiertos dentro de muchos siglos por algún otro ser superior que le suceda en este glorioso reinado, rodeado de cáscaras de ostras y de botellas de champang o incrustado entre las piezas de algún automóvil petrificado; se le exhibirá en un museo como resultado final de la evolución que empieza en el período cuaternario y termina en el electrogasolínico. Perdone usted que haga chirigotas sobre estas cosas; pero si lo tomamos en serio es peor. ¡Vamos, no se ponga usted triste! Si está usted enamorado, si le ha picado la tarántula, usted bailará, aunque yo y todo el cónclave le digamos que no. ¡A casarse, amigo...! Nobledas se levantó entre contrariado y sonriente. ¡Hombre, Nobledas, usted por nuestra casa! ¡Muy honrados! ¡Venga usted por aquí! ¿Tiene usted algún enfermo conocido, o recomendado, en el Sanatorio? –No, señor. No se trata de cosas de locos, sino de cuerdos. A menos que no crean ustedes que son locuras los lances de amor. No se vaya, Daniel; precisamente tengo que hablar con usted, y creo que la presencia de Estébanez es oportuna, puesto que trata a usted paternalmente. –¡Ea, pues; pasemos a la biblioteca, y hablaremos sentados y fumando, ¿no? Sentáronse; y se hizo un silencio, que Nobledas interrumpió con voz un poco temblona solemne: –Señor Reyes; tengo el honor de pedir a usted la mano de su hermana Cecilia. Daniel quedó perplejo. –Pero, ¿tiene novio Cecilia? ¿Para quién la pide usted, mi querido maestro? –Para mí. –Vaya, no quiero distraerle más tiempo. Siguió otro silencio, un poco largo y embarazoso. –¡No, si he terminado! Salgo con usted hasta los pabellones. ¡Adiós, y que sea para bien! –¡Qué sorpresa! Nunca me dijo mi hermana... Yo veré con mucho gusto que ustedes... Si ella... En la puerta se cruzó con el director y Daniel, que volvían de su paseo. La emoción cortaba y mojaba las palabras de Daniel. Pensaba que aquella boda era para su her- 389 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 390 VICTORIANO JUARISTI mana la vida digna y segura junto a un hombre de su prestigio y honradez; y pensaba también si no sería un sacrificio de Cecilia, que renunciaba a la esperanza de un matrimonio de amor por librarle a él de una preocupación, de una carga. Estébanez intervino. te claramente: ¿Quiere usted por esposo al doctor don Enrique Nobledas?» Del auricular del teléfono, sostenido por Estébanez, junto a los oídos de Daniel y del cirujano, salió pausada y clara la respuesta: –«¡Sí, quiero!» –¡Vaya si es una sorpresa! ¡Qué callado se lo tenían ustedes! –No; aún no he hablado de esto con Cecilia claramente. Antes he querido saber lo que le parecía a Daniel; y usted mismo con su buen juicio... –En esta casa no hay buen juicio, querido mío, ni para las cosas de amor sirve de nada. Y puesto que a Daniel le parece bien su futuro cuñado, sólo falta contar con la novia. ¿Quiere usted que lo hagamos ahora mismo, desde aquí, al estilo norteamericano, como en Nueva York? ¿Dónde está Cecilia, en casa de Montaner? ¿Dice usted el 3.405? «¡Central, sí, con el 3.405!» –¡Pero, don Federico! –interrumpieron Daniel y Nobledas. –¡Cállense, cállense! ¡«Sí, con la señorita Cecilia!» «¿Es usted, Cecilia? Soy yo, Estébanez, desde el Sanatorio. No ocurre nada malo; al contrario. Están conmigo Daniel y Nobledas. Hemos hablado de un asuntillo cuya resolución depende de usted. Atención, Cecilia, contes- 390 CAPÍTULO X El discurso de la Academia quedó sin terminar, aplazado hasta después del viaje de novios. ¡Habría que ocuparse de tantas cosas! Los Montaner abrieron a Cecilia su bolsillo; el novio quiso que nada se escatimara, y, delicadamente, hizo a Daniel ofrecimientos, que no aceptó. En los dos últimos años, éste había ahorrado casi todo su sueldo del Sanatorio, y lo gastó en el arreo de su hermana. Desde que se hizo público el noviazgo, llovieron amistades sobre Cecilia, de la que antes no se acordaba nadie más que el escultor Pinós y su hija, que hicieron a la novia muy buenos regalos. El escultor andaba medianucho, de balneario en balneario, tratando de componer su estómago fatigado y enfermo, con aguas cloruradas, bicarbonatadas o sulfatadas, más o menos radioactivas. Todos los es- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 391 EL ANATÓMICO pecialistas de Madrid le habían metido por las fauces un tubo de goma para extraer unos pobres y agrios jugos que se negaban a digerir aquellas cosas ricas que tanto amaba. Sus almuerzos eran insípidas papillas, que le dejaban triste y flatulento. Mila y Guzmán habían formalizado su noviazgo, y su boda seguiría pronta a la de su amiga. Esta fué suntuosa. «Blanco y Negro» publicó el retrato de los novios y de los invitados de calidad. Como decían los cronistas de sociedad, «la feliz pareja salió para distintas capitales de Europa». Después de una noche de insomnio en el Sleeping, hicieron escala en San Sebastián. Sentados en la terraza del Continental miraban, sin verlo, el paisaje de acuarelista inglés que se extendía ante ellos. Nobledas estaba más pálido, más emocionado, más nervioso. El ver la mano suave y fina de Cecilia entre las suyas, fuertes y surcadas por alguna gruesa vena, invocaba ideas de posesión, le hacía imaginar la rudeza, la brutalidad con que el varón marca como suyo un cuerpo virginal que ha comprado. Con el hábito profesional de analizar órganos y funciones, esperaba con temor el momento de la consumación, y hubiera querido aplazarlo para cuando se hubiera establecido entre ellos una relación corporal llevada gradual e insensiblemente a la intimidad. Durante su brevísimo noviazgo habían faltado en absoluto las caricias furtivas, los abandonos amorosos, y las apasionadas violencias; y ahora, sin saber como reaccionaría ella, tenía que hacer suya aquella carne de adolescente, con caricias dolorosas, de una vez. La voz de Cecilia le sacó de su meditación. –¿En qué piensas? Estoy muerta de sueño, maridito mío; ni anoche dormí ni anteanoche cerré los ojos. Creo que una siestecita me recompondría. Y luego daríamos un paseo, o iríamos a un teatro antes de cenar. ¿Quieres? –Como te parezca, muñeca. Sube y acuéstate. Yo fumaré un cigarro y leeré los periódicos. Cecilia subió y se acostó, presintiendo que su marido no tardaría 391 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 392 VICTORIANO JUARISTI en reunirse con ella. También ella pensaba en el abrazo nupcial; pero con más curiosidad que temor. Por el contrario, tenía cierta impaciencia por ofrecerse a su dueño y señor, al que para poseerla, había pagado las arras en el templo. Esperó al esposo un buen rato; pero la venció el sueño, y se quedó dormida. Nobledas se paseaba en la terraza, volviendo mentalmente sobre el mismo tema. Llegó a tener miedo de que aquella disposición de ánimo acarrease una vergonzosa impotencia; recordaba numerosos casos, en los que la noche de nupcias había sido un trance penoso considerado, por espíritus escrupulosos o tímidos, como un puente peligroso tendido sobre un abismo. Unas veces la absoluta ignorancia, otras un pudor excesivo, un sentimiento religioso monstruosamente desarrollado, una imperfección corporal, una secreta repulsión o una ternura ilimitada, una hartura o un apetito voraz e impaciente, habían hecho fracasar o imposibilitado para siempre la voluptuosa conjunción. En algunos casos, el choque moral traía como consecuencia la aparición de una neurosis oculta, ataques de histerismo, manías, parálisis... El cirujano recorría con la imaginación las etapas del acto y veía las cosas con una cruel claridad de anfiteatro. Encontraba ridículos y vergonzosos los prelimina- 392 res con que la Naturaleza iniciaba el misterio de la fecundación, como sucio y cruel era el desgajamiento del fruto humano. El pensamiento del médico se detenía en la estructura, y el nombre de los instrumentos del rito amoroso: «¡Los cuerpos cavernosos!, ¡cavernosos!», y repetía en tono declamatorio estas palabras absurdas. Sobre el voladizo de la «Concha», ante sus ojos, retozaban las niñeras asediadas por los soldados, excitados por el fuerte olor de las algas marinas que arrastraba la resaca. Las gaviotas se perseguían en rápidos vuelos con agudos chillidos. Pasaron dos cocotas jóvenes, lindas y elegantes, felices de aspirar a todo pulmón las puras brisas del Cantábrico. El no veía nada; obstinadamente, se repetía la misma imagen en su cerebro y las mismas palabras: «¡Los cuerpos cavernosos! ¡Las carúnculas mirtiformes!» Exasperado, al fin subió a su habitación y entró sin hacer ruido. Cecilia seguía durmiendo en la penumbra tibia de la alcoba. Sobre una silla se destacaba la difusa blancura de unas enaguas; del tocador se esparcía un perfume que rimaba con el tenue y sensual de aquel cuerpo limpio; estaba muy bonita. Rápidamente se desvanecieron las ingratas imágenes; un suspiro ensanchó su cuerpo, y un deseo, un ins- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 393 EL ANATÓMICO tinto, apagó la enojosa reflexión. Despertó a la novia con un beso y la hizo su mujer. Al día siguiente pasaron la frontera, camino de París. El dinero de los norteamericanos y de los neutrales, de todo el mundo, llovía sobre la capital, donde apenas se podía encontrar una habitación disponible. Todos los trenes llegaban atestados de gente que tenía algo que depositar en la tumba del soldado desconocido y en la cama de la cocota conocidísima. Los novios se alojaron en un hotel muy frecuentado por españoles y sudamericanos que tiene su acceso por un pasaje del bulevar, donde está el museo de figuras de cera. Las primeras mañanas Nobledas se despertaba extrañado de sentir el cosquilleo de una cabellera, cuyos rizos de dorada seda cubrían la almohada. Bruscamente se incorporaba, y necesitaba un esfuerzo mental para despojar de las nieblas del sueño la noción de sus relaciones con la dueña de aquella cabecita, que, abriendo los ojos, hacía una mueca que parecía preguntar lo mismo: «¿Dónde estoy?» y «¿Quién es este hombre que está en mi cama?» Luego sonreía y se volvía a dormir, si su marido no lo impedía, fingiendo una regañina: –¡Vamos, señora de Nobledas! ¿Le parece a usted bien esto de que nos den las diez en el lecho, aunque sea conyugal? ¡También hoy desayunaremos en la cama, como esos madrileños holgazanes contra los que tanto he clamado! Al medio día, todavía estaba el cirujano abrochando algún botoncillo en la espalda o la cintura de su «muñeca» y besando su nuca. Luego salían a pie por las Tullerías, o, si quedaba tiempo, entraban en alguno de los grandes almacenes de modas. Por la tarde visitaban los museos o paseaban en los vaporcitos del Sena, que después de cinco años volvían a reanudar sus servicios, y por la noche, si el cansancio no los había rendido, iban a los teatros, haciendo así la consabida «Gran semana» del forastero o del recién casado extranjero. Nobledas protestaba de la tristeza y la oscuridad en que quedaba la ciudad después del cierre, como del rigor en las horas de servir los almuerzos y las cenas, y la tacañería que aún quedaba como residuo de las economías y privaciones de los años pasados, en contraste con el más loco despilfarro. Así, mientras los hoteles tasaban hasta el papel de escribir, se vendían abrigos de pieles que costaban cerca de medio millón y se pagaban veinte duros en cualquier chiscón noc- 393 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 394 VICTORIANO JUARISTI turno por una pata fría de pollo y una copa de champaña. Los periódicos estaban llenos de asesinatos monstruosos y robos inconcebibles. Cecilia temía encontrar «apaches» al volver del teatro a través de las calles oscuras y desiertas, pero gustaba de estos terrores. Una noche siguieron el silencioso bulevar Sebastopol hasta la mole negruzca de la Puerta de San Martín, cruzándose con una ramera de alto peinado y corto delantal y con dos sujetos de mala catadura que les dieron verdadero miedo hasta que divisaron las esclavinas de la pareja que hacía la ronda. Cecilia quería ver el París galante y picaresco de los cabarets, las tabernas y los dancings; pero Nobledas se opuso y sólo consintió en llevarla a la «Revista de Follies-Bergères» y a un baile de estudiantes, después de cenar en un restaurante próximo al «Panteón». La revista le gustó mucho y no pareció sorprendida por la exhibición de libres desnudeces. Encontró que las madamas del Foyer estaban demasiado pintadas y serias, y la divirtieron los cómicos visajes de unos músicos que, adornados de collares de esponjas, conchas y corales, tocaban sus exóticos guitarrillos. En todo París sonaban chabacanas musiquillas. –Creo que encontraremos un jazz-band en Notre Dame –comenta- 394 ba Nobledas–. Este pueblo, que al estallar la guerra clamó austeramente contra el tango y el ajenjo, a los que culpaba de haberle reblandecido, se ha lanzado furiosamente a los danzones de negro y a la cocaína. Además, uno encuentra hasta en la sopa bicharracos amarillos con trenza, esqueletos aceitunados con turbantes, negros morrudos con jipi, masajistas cafres, bailarinas javanesas, camareros chinos, planchadoras japonesas. Y por todas partes, cojos y mancos. ¡Si detrás de este París no hubiera otro que trabaja con denuedo, que tanta luz ha enviado al mundo! Cecilia no pensaba como su marido; estaba encantada entre aquellas placenteras frivolidades. La noche de «Bullier» se sentaron en una mesa donde algunos estudiantes fumaban y bebían con sus amigas; al poco tiempo, uno de ellos encontró un pretexto para trabar conversación con Nobledas en castellano. –¡Para servirle, señor! Camilo Finojosa, de Guatemala, de la misma patria del gran Rubén. ¿Ustedes son españoles, no? ¡La madre patria! ¡Qué emoción! Invitó a bailar a Cecilia, que no se atrevió a aceptar hasta que leyó en la cara de su marido un resignado consentimiento. Bailaron un tango con tanta farolería, que les hicieron corro. El guatemalteco le hizo la corte. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 395 EL ANATÓMICO –¡Tiene un amigo bastante viejito, corronguita rubia! ¡Si usted quisiera, le dejábamos acostarse solito esta noche! Cecilia reía de que la hubieran tomado por una entretenida y tenía los ojos brillantes; su marido se sacudió del pegajoso doncel levantándose y llevándose a Cecilia del brazo hasta la escalera donde, según el rito, los hombres y las mujeres han de separarse para salir o entrar como si fuesen extraños. Otra noche asistieron a una brillante y ceremoniosa cena en la Embajada. El día de Versalles volvieron tan cansados, que se echaron medio vestidos en la cama para reposar una hora, pero no despertaron hasta la mañana siguiente. El cirujano quiso visitar algunas clínicas mientras su mujer correteaba por el Louvre o el Bon-Marché; pero Cecilia no le soltaba. Sólo una tarde asistieron en la Sorbona a la sesión de clausura de un Congreso de Cirugía, muy aburrida; gracias a que se encontraron con una doctorcita madrileña, de pelo crespo y carácter juguetón, que les hizo asistir al té que ofreció el presidente de su Sección, en el que también hubo jazz-band. Un joven médico rumano las divirtió mucho haciendo el gallo, el perro y el burro cuando arreciaban los trompetazos de la murga americana. Las protestas de Nobledas contra aquella vida se formalizaron, y después de pasar un día sin salir de casa para descansar fueron a visar sus pasaportes en el Consulado alemán y a la Prefectura. En el primero hubieran esperado toda la tarde si Nobledas no hubiese comprado su turno a un pobre diablo. En la Prefectura atravesaron el gran patio, lleno de camiones y autos del servicio de la Policía; pasaron ante el departamento donde se informa de las pérdidas y hallazgos, y encontraron una gran oficina, donde les despacharon con bastante rapidez. A la salida, Nobledas señaló la Morgue, el pequeño edificio donde se exhibían los cadáveres de los desconocidos. Cecilia quiso verlo; pero un letrero sobre la puerta indicaba que estaba prohibido el acceso al público. Organizaron su viaje por Alemania en dos etapas: la primera, hasta Colonia; la segunda, hasta Berlín. Las irrupciones de la Policía y los aduaneros en los vagones eran continuas e impertinentes a la salida de Francia y a la entrada en Bélgica y en Alemania. Sólo se detuvieron dos días en Colonia, que estaba infiltrada de odio hacia el ejército inglés de ocupación. Los grandes hoteles de Berlín estaban llenos de especuladores 395 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 396 VICTORIANO JUARISTI extranjeras y de curiosos, que aprovechaban las ventajas del bajo cambio para viajar por aquella nación, que tan extraordinarios recursos había desplegado en la gran guerra, y para comprar enormes partidas de objetos de celuloide y de aluminio que después no pudieron vender. Con dificultad se alojaron en una fonda de la «Luisen-Strasse», una de las arterias del barrio de las clínicas y los consultorios, casi en el centro de la metrópoli. Nobledas quiso que su mujer conociese la vida de los cirujanos, asistiendo a los anfiteatros como si fuera una alemana. –No sé si te parecerá duro o repugnante lo que veas; no tienes más que decírmelo, sin esperar a desmayarte o a perder el apetito y ese colorcito de capullo de rosa –decía a Cecilia. –No, no; ya nos hemos divertido en París. Ahora quiero ver lo que hacen estos cirujanos para compararlos con mi hombrecito. Quiero ver lo que vuestro trabajo tiene de cruel y de heroico; lo que hay en él de maravilloso y de torpe. Sabiendo cómo trabajas, comprenderé mejor tus alegrías y tus sufrimientos, tus triunfos y tus decepciones. Quiero ver los médicos alemanes aquí, y en París a los franceses, como te prometí, a nuestro regreso. Luego, en nuestra casa, alguna vez me de- 396 jarás que asista a las operaciones con la blusa y la toca blanca de enfermera. –No sé, no sé... Por curiosidad, por saber, una vez, bueno; pero es desagradable, es triste, es odioso este contacto con la carne enferma y dolorida, un día y otro día, para el que no tiene una fuerte vocación. Mañana iremos a la «Clínica de mujeres», donde el viejo Bumm nos hará ver algo bueno. Vestida Cecilia con un traje sencillo y algo masculino salió con su marido hacia el hospital. En vez de seguir las calles que casi en línea recta les podían conducir en pocos minutos a la «Frauen Klinik», bajaron hacia el río y, atravesando un ancho puente, costearon los muelles del Spree, negro y tranquilo, disciplinado y triste. –¡Qué diferencia con las deliciosas perspectivas del Sena! –comentaba Cecilia– ¡Aquellas siluetas de agudas torrecillas y de borrosas cúpulas! ¡Aquellas lejanías de alegre campiña! Aquí el río es un espe- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 397 EL ANATÓMICO jo negruzco que refleja grandes moles de piedras y gigantescas estatuas ecuestres de bronce, como ésta. Era el monumento del Emperador Federico, ante el museo que lleva su nombre, emplazado como una isla en medio del río, que se parte en dos para circundarla y seguir su camino. Acomodáronse un momento en el pretil del puente. A su derecha, el río lamía la fachada de una construcción serena, en piedra gris, en cuyo ático se leía en letras doradas bastante ennegrecidas: «Yda Simon Stiftung». –Es el sanatorio particular de Bumm, el más famoso partero de Alemania –explicó Nobledas–. Comunica por un patio con el hospital; conozco el camino, y entraremos fácilmente en la sala de operaciones o en la cátedra. Pasó por el puente una patrulla de soldados, unos muchachotes rubios, algo pálidos, con uniformes grises deslucidos y continente poco marcial. –Esto está muy cambiado –comentó el cirujano–. ¿Dónde están aquellos mocetones tan aguerridos, que pisaban con una fuerza exagerada y un ritmo de autómatas? ¿Y aquel bienestar que antes se reflejaba en todas las caras, encendidas por la buena comida y la rubia cerveza, aquella abundancia flamenca, aquella alegría infantil? Por las negras aguas se deslizaban algunas barcazas con el vientre vacío. Algunos albañiles, de aire triste, metían sacos de yeso en el Museo Federico, cercado de andamios. Después de titubear algo les pidió una limosna una mujer, y un viejo se agachó a recoger la colilla del cigarro que Nobledas acababa de tirar. Entraron en la clínica. Una enfermera les informó de que el profesor estaba dando una lección de Obstetricia en el hospital. Siguieron un largo pasadizo de servicio y salieron a la escalera de la «FrauenKlinik», por la que circulaban los estudiantes y las enfermeras. Dejaron los sombreros y los abrigos en un guardarropa, riendo al ver que muchos habían asegurado sus prendas con una cadenilla y un candado. –¡Hay poca confianza en la familia! –advirtió Cecilia. –Es que un abrigo cuesta hoy una millonada en Berlín. Poco después estaban sentados en las gradas de un gran anfiteatro muy claro y caldeado, y completamente lleno de estudiantes y médicos con blusas blancas, que tomaban notas en sus cuadernos o requerían sus anteojos de espectáculos, para no perder un detalle de lo que pasaba en el hemiciclo. Un hombre seco y alto, con un raro bi- 397 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 398 VICTORIANO JUARISTI gote cano, y las mejillas y la nariz surcadas de venillas azules, hablaba y accionaba con sobriedad y energía. Algunos auxiliares sacaban de las brillantes cajas niqueladas unos blancos manteles, con los que cubrían varias mesitas de hierro y metal. Una dama rubia de formas opulentas, con alba toca y guantes, depositó en aquellas mesas un surtido de pinzas, tijeras, agujas y carretitos de vidrio. Cecilia escuchaba esta explicación, que su marido le traducía al oído, y empezaba a asustarse de los escollos de la maternidad. Contemplaba con temor y curiosidad la palpitante cúpula que cobijaba a un niño; se lo figuraba arrebujadito, dormido al calor de las entrañas maternales, bien ajeno a que su tibio nido iba a ser inundado de sangre por la violenta acometida de un cuchillo aguzado. El profesor se puso unos largos guantes de goma gris y le cubrieron la cabeza y el rostro con un capuz de tupida gasa, escotada a nivel de los ojos. En seguida hicieron llegar al centro de la estancia, rodando suavemente, una mesa de operaciones, sobre la que iba sujeta y cubierta con una sábana una mujer que más parecía muerta que narcotizada. Un ayudante quitó el lienzo, dejando desnudo un vientre blanco, con la cúpula del embarazo a término. Brevemente, el auxiliar demostró, con algunas medidas tomadas con un compás, que se trataba de una deformidad del esqueleto que hacía estrecha e irregular la estancia del inocente que antes de nacer ya vivía con escasez. El parto era imposible por las vías naturales y era precisa la operación cesárea si se quería obtener un niño vivo. La madre accedió a ello; corría con gusto al grave riesgo. La madre seguía narcotizada, inerte, manejada como un muñeco por aquellos fantasmas enmascarados. Vistiéronla unas calcetas de franela blanca, pintaron su abdomen prominente con tintura de yodo y cubrieron todo su cuerpo con una sábana hendida en el medio. Unos golpes de pedal elevaron a sacudidas suaves el plano de la mesa, como si mágicamente hiciesen subir la ofrenda de un sacrificio hacia una invisible divinidad. El profesor tomó una brillante cuchilla y con 398 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 399 EL ANATÓMICO movimiento de rito sagrado la hundió en lo que dejaba al descubierto la sabanilla. A Cecilia le golpeaba el corazón con fuerza y atenazaba con sus manos un brazo de su marido, que comentaba los «tiempos» de la operación. Creyó que la mujer iba a dar un grito espantoso, que de la enorme brecha iban a salir los intestinos como del vientre de un caballo corneado por el toro. No hubo grito, no saltaron las vísceras. Un ayudante aplicaba con celeridad compresas y pinzas al boquete rojizo que, de pronto, se inundó de sangre roja y humeante. Mucha sangre, hasta enrojecer los brazos de los aperadores, hasta cuajarse en el suelo después de correr por los lienzos enganchados a la carne. –¡Ay, Dios mío! ¡Han matado a esa mujer! ¡No le queda una gota de sangre en las venas! murmuraba angustiada Cecilia, a punto de desmayarse. Su marido sonreía y explicaba tranquilamente: –No, no; va muy bien. Esa sangre la pierden todas las mujeres en un parto normal. Verás ahora qué curioso. No va a exteriorizar la matriz, ni extraer el feto por los pies, como es lo corriente. Se trata de un método que... Cecilia no escuchaba. Con gran rapidez, pero sin tropiezos ni vacila- ciones, el profesor había metido en la terrible herida unas tenazas enormes, y tirando con las dos manos sacaba con ellas una cosa redonda, oscura, de la que tiró también el ayudante con sus manos cuando el maestro soltó las tenazas; tras aquella cosa, que era la cabeza de un niño, salió el cuerpecito, que la dama rubia recibió en un pañal mientras cortaban de un tijeretazo, entre dos pinzas, el cordón carnoso y azulenco por el que la madre daba su sangre al hijuelo que en sus entrañas se había formado. –Dime: ¿el niño estará muerto? ¡No llora! ¡Le habrán hecho un daño horrible con esos hierros! ¡Yo me voy a desmayar! ¡Vámonos! Pero era difícil salir entonces sin llamar mucho la atención y molestar a los demás espectadores. –En seguida. Ea, ya pasó. Verás cómo compone todo. El operador había vuelto a meter toda la mano en el vientre y sacaba una masa de carne negruzca y chorreante, que depositó en una bandeja de cristal. En seguida cosió con grandes puntadas la brecha, plano sobre plano. Lavaron la herida suturada, retiraron los lienzos empapados con sangre y quedaron al descubierto el cuerpo y el rostro de cera de aquella mujer. Se oyó distintamente el llanto del recién nacido, a quien cuidaban en la veci- 399 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 400 VICTORIANO JUARISTI na estancia. Los estudiantes rieron; Cecilia se echó a llorar. Lleváronse a la operada en la misma mesa. Aquella mujer tendría que seguir compartiendo con su hijuelo la poca sangre que había quedado en su cuerpo. Luego vendría el trabajo duro y mal pagado, en aquellos tiempos en que el pan era negro y escaso, en que el raquitismo carcomía los huesos de los niños, hinchaba sus cabezas e inflaba sus barrigas; los tiempos en que los labriegos guardaban sus campos de patatas con el fusil cargado para defenderlos de los hambrientos merodeadores. –Querida –comentaba Nobledas–, has visto la presa, la difícil captura, la costosa adquisición de un niño de vida dudosa, en un país que ha perdido millones de jóvenes en sazón en una guerra que el gesto de un hombre, de un solo hombre, hubiera podido evitar. Y si ese niño vive, el primer juguete que tendrá, que le comprará su padre, será un fusil o un gorro de soldado. La lección había terminado. Los estudiantes se levantaron bulliciosamente y salieron a fumar en los patios. Enrique y Cecilia, que fueron a recoger sus abrigos, se cruzaron con un alemán fornido, vestido como los médicos de servicio. Enrique se detuvo, recordando su cara conocida. 400 –Sí; es Blauenfeld, el que nos dió un curso privado de cistoscopia hace diez años. Era muy alegre; fuímos grandes amigos. Le saludó sonriendo. El alemán, turbado como un niño, se inclinaba repetidamente, devolviendo el saludo con grandes y rígidas reverencias. –¿No me recuerda? ¡Nobledas, de Madrid! –¡Ach! ¡Sie...! ¡Ach! ¡Viejo camarada! ¡Y la señora! ¡Bite, bite! ¡Vengan conmigo! Nobledas estrechó y sacudió la enguantada diestra del alemán, que crujió de un modo extraño. –Ya, ya –explicó éste riendo–; es la mano de Saüerbruch. ¡Una maravilla de madera y de hierro! ¡Hasta puedo hacer cigarros con ella! Lo que no pudo es hacer cirugía. Fué un casco de metralla. Reuter, que estaba conmigo (¿se acuerda usted del buen Reuter?), ¡Caput! y Waldeyer; y Olshausen, y cien y mil y un millón. ¡Zu grunde! ¡Todo se ha hundido! ¡Todo, todo! Un momento se puso muy triste; luego se rehizo, y convidó al matrimonio a almorzar. –No, no –protestó Nobledas–. Convidamos nosotros; convite de novios. Almorzaremos en el barrio, como en los buenos tiempos. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 401 EL ANATÓMICO Blauenfeld les condujo a un comedor confortable, alegrado por la música de un cuarteto. Un camarero, pequeño y bizco, se apresuró a saludar, como a un buen cliente, al médico alemán, que, después de haber consultado el parecer de sus acompañantes, escogió un sólido y sabroso almuerzo. –Tendremos de todo –explicó–. Desde bollitos de pan de Viena, que hay que obtener con tarjeta especial, hasta ganso asado, y confitería fina. Todavía, con mucho dinero, se puede vivir en Berlín. –Que no falten los vinos del Mosela y del Rhin, amigo Blauenfeld. Nada de cerveza por hoy. –Sin embargo, una pequeña rubia, de Munich, con la lombarda y las salchichas... El camarero bizco, fué trayendo platos y fuentes humeantes, a los que hacían gran honor los dos médicos. Cecilia no podía comer, pensando en lo que había visto en el anfiteatro, y apenas contestaba a los servicios galantes del alemán, que, para atenderla, interrumpía su relato de algunos episodios de la guerra, mezclados con historietas bobas, que él mismo celebraba, riéndose estrepitosamente, y con detalles de los últimos progresos de su especialidad. Entre dos platos, y después de brindar por la felicidad del nuevo matrimonio, sacó de su bolsillo unas piezas metálicas, parte de un instrumento que estaban estudiando y completando en un taller, según sus indicaciones; era un nuevo cistoscopio operador, un delgado tubo lleno de prismas y lentes minúsculos y de finos resortes, que permitía explorar el interior de la vejiga y manipular en ella sin hacer ninguna herida exterior. Enviaron una botella de vino espumoso a los músicos, que, agradecidos enterados de la nacionalidad de la señora, emprendieron una ejecución vertiginosa de «La Estudiantina», de Waldteufel, y una fantasía de «Carmen», y unos boleros, que pusieron en rítmica agitación las cabezotas de los demás concurrentes. Luego se despidió el alemán, que tenía que asistir a sus cursillos, gracias a los cuales vivía medianamente. –Vienen bastantes médicos españoles, algunos chilenos, y japoneses. ¡Oh! Estos sapitos amarillos se meten en todas partes, con su aire humilde e hipócrita; no les importan los desprecios que se les hace, el odio que sienten en torno suyo por su intervención en la guerra. Ellos aprenden lo que quieren saber, pagan y se van calladamente, con los ojillos oblicuos un poco encendidos. Se despidió de Cecilia con grandes saludos, y quedó en verse con 401 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 402 VICTORIANO JUARISTI Nobledas al día siguiente en una casa donde había importantes novedades en materia de rayos X. Un paseo por el soberbio «Tiergarten», al que la primavera empezaba a vestir con nuevos verdores, y un concierto admirable, disiparon las ingratas impresiones de aquella mañana. La siguiente estuvo llena de oscuridades, en la que fulguraban relámpagos cárdenos y verdosas fosforescencias, y de trepidaciones de ametralladora y lejanos zumbidos de motores y del olor tempestuoso del ozono. Acompañados por Blauenfeld, visitaron algunas grandes instalaciones de rayos X, en cuyo perfeccionamiento trabajaba, sin tregua, un ejército de ingenieros. –La fabricación, la parte industrial, marcha bien –explicaba el alemán–, como todo lo que ha de darnos dinero en seguida. La demanda de maquinaria y la de productos químicos, es muy superior a lo que podemos servir. Pero nuestros laboratorios, los de Medicina como los de cualquier rama de la Biología, están desamparados. Además de resentirse mucho por la muerte o la inutilización de muchos investigadores jóvenes, tienen unas consignaciones tan mezquinas, que hay que ahorrar hasta lo inverosímil, filtrando con pedacitos minúsculos de pa- 402 pel, escurriendo los reactivos hasta la última gota, apagando las estufas antes de tiempo. Se han publicado libros y folletos sobre la manera de economizar algunos céntimos en los laboratorios, y los particulares no están para gastos, que acaso nunca serán remuneradores. Vea usted un caso doloroso: Esa pantalla maravillosa que ha visto usted ha sido inventada por un joven que, durante un año, ha tenido que vivir comiendo torta de maíz, que amasaba él mismo, para dedicar su sueldo de profesor de un colegio a sus experimentos; el resultado le resarcirá de sus amarguras; pero, ¡cuántos, desanimados por los primeros fracasos, han tenido que abandonar trabajos de mérito! Cecilia se espantaba de aquella luz embrujada que reducía las carnes a cristal, y enseñaba las huesosas armazones de los cuerpos vivos. Vió la sombra palpitante del corazón humano, prisionero y saltón como una tórtola dentro de la jaula del pecho. Siguió el curso de ciertas pastas que, ingeridas por los pacientes, acusaban en la pantalla fluorescente las tortuosidades de las vías digestivas y su laboriosa molienda. Admiró la precisión con que mediante unos compases graduados se podía determinar la situación exacta de un proyectil en el espesor de las carnes, y se rió del efecto grotesco que hacían las par- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 403 EL ANATÓMICO tes metálicas de los atavíos femeninos en la silueta de la calavera de una linda muchacha. ¡Aquéllas horquillas tiesas sobre el cráneo mondado! ¡Aquéllas cadenitas en torno de las esquinosas vértebras del cuello! ¡Aquella risa macabra! Se hicieron radiografías de mujeres embarazadas, en cuyo vientre aparecía la tierna osamenta del feto en curiosas actitudes. Comprobaron la acción destructora de la extraña luz sobre algunos tumores y hablaron de las víctimas que su manipulación ha hecho entre los médicos que trabajan largas horas en estas cámaras de nigromante. También aquel día almorzaron con el alemán. Junto a la puerta del restaurante, un joven fornido, vestido de soldado, con la cara desfigurada por una cicatriz monstruosa, que plantaba sus zarpas en los ojos, vendía fósforos y palillos de dientes. –Antes, ningún berlinés hubiera visto esto sin avergonzarse –dijo Bauenfeld–. La última de las calles estaba limpia de toda basura, de la menor miseria, de la más pequeña amenaza; ahora hay papeles y mondaduras, hay mendigos, hay rateros y asesinos. Cecilia protestó, pues encontraba que Berlín era como una catedral protestante pulquérrima, rica y tranquila. –¡Si hubiera usted visto nuestra ciudad antes de la guerra! –insistió el alemán, desconsolado–. ¡Todo se ha derrumbado, hasta la fe en nuestra patria, incluso la familia! Cruzáronse con dos muchachas que salían fumando, hermosas, tocadas con unas gorras, bajo las cuales escapaban los dorados rizos hacia la nuca y la espalda, blancas, esculturales; llevaban la ropa y el paso desgarbadamente, como quien no le importa parecer bien o mal. –Dos empleadillas –comentó el alemán, al observar la atención con que las miraba Cecilia–. Acaso hayan conocido el lujo en su casa, acaso se han dado al primero que las ha convidado a un buen almuerzo o una fiesta. Ahora, el honor de la mujer es una palabra hueca. En fin, no nos pongamos melancólicos a la hora de comer. Cecilia tuvo que soportar, en días sucesivos, algunos horrendos espectáculos. Vió una sesión de broncoscopia, en la que un profesor metía por el «gaznate» de los pacientes unos largos tubos metálicos, como si fuesen esos sables que se tragan los prestidigitadores; por aquellos tubos introducían largas escobillas o garfios, regañando severamente a los que alzaban sus manos pidiendo gracia contra aquellas maniobras, que parecían ponerles en trance de muerte por sofoca- 403 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 404 VICTORIANO JUARISTI ción. Vió abrir, a martillazos, la tibia de un muchacho, de cuya medula brotó pus. Y vió, y no quiso ver más, cómo levantaban la tapa del cráneo de un hombre, después de cortarla con una sierra eléctrica. –¡No más cirugía, Enrique! ¡No más hospitales! ¡Voy a enfermar de asco y de miedo! Además, como no entiendo lo que dicen los comerciantes, ni lo que cantan en los teatros, ni lo que escriben los periódicos, Berlín no me resulta. Cayó una nevada tardía, inesperada, que les decidió a emprender el viaje. Nobledas rabió tres horas en el Consulado francés, esperando a que un tiránico portero de barba blanca y largo levitón azul se dignase devolverle el pasaporte visado. Al volver a la fonda encontró a Cecilia muy alegre, empaquetando sus compras y haciendo los equipajes, ayudada por una doncella delgada y seca, pero fuerte y trabajadora, que había cobrado afecto a la damita española amable y cariñosa, y con la cual se entendía, gracias a una mímica pintoresca cuyas equívocas interpretaciones les hacían reír. –¡A casa, maridito, a nuestra casita! ¡Nada de Suiza, ni de Viena, ni de París! ¡Al Madrid sandunguero y familiar! ¡Pa mí que nieva! 404 CAPÍTULO XI La nueva vida hubiera parecido muy buena al doctor sin estas dos fuentes de contrariedades: la pérdida de su independencia por el cultivo de las relaciones mundanas, que Cecilia cuidaba y ampliaba, y las ráfagas del malhumor, de irritabilidad de su esposa, que interrumpían como un chubasco casi periódico su regular alegría. El matrimonio dió al cirujano más prestigio y afirmó su pedestal de figura relevante en la buena sociedad. Nuestra gente, sin dar una clara explicación, quiere que los médicos, a quienes se enseñan las miserias del cuerpo, sean casados; y que los curas, a los que se descubren las lacerías espirituales, no lo sean. A Cecilia le encantaban las reuniones. Raro era el día en que el matrimonio no sentaba a su mesa alguna amiga de la mujer, algún colega o discípulo del marido, y con Juaristi 24/7/07 12:25 Página 405 EL ANATÓMICO cualquier pretexto se congregaban en torna de su mesa periodistas que fueron compañeros de Luciano Reyes, artistas presentados en el estudio de su padrino, predicadores famosos y sabios conferenciantes. Cecilia rendía culto a las figuras de primer término; ya en el colegio, estuvo místicamente enamorada de un joven dominico, cuyos fogosos sermones llamaban la atención después en Madrid; llevó luto (un lacito negro en el cubrecorsé) cuando un toro, mató en la plaza a Gallito, cuyos lances seguía en las revistas de los periódicos. Los retratos de músicos muy aplaudidos, de políticos audaces, de guerreros heroicos, de nobles comediantes y de grandes peliculeros, de fuertes pugilistas, fueron sucediéndose en un escondite de su armario. Ahora, casada con un médico célebre, se comparaba con otras mujeres que habían sido colaboradoras y nobles compañeras de grandes sabios, como Curie y Einstein, a las que acababa de conocer en el Ateneo de Madrid, y cuyas fotografías llenaban los periódicos. En esta fase Cecilia tomaba un aire de pensadora, vestía más sobriamente, frecuentaba la biblioteca de su marido para ordenar y copiar sus papeles, y asistía con él a conferencias y ensayos de laboratorio; pero nunca a sesiones operatorias, aunque frecuentaba la clínica para conversar con los médicos o las enfermeras o interesarse por algunos enfermos recomendados. Como un nublado periódico, su carácter cambiaba durante una semana todos los meses; días antes de que aparecieran los esperados sufrimientos, sus nervios eran como cuerdas tirantes de un arco dispuesto a lanzar impertinencias; la más pequeña contrariedad era motivo de aquéllas que terminaban en una crisis de llanto; luego, la jaqueca oprimía sus sienes o pesaba sobre su nuca; y después de padecer encogida los mordiscos del dolor en la entraña femenina, quedábase agotada, pálida, como un guiñapo. Su irritabilidad aumentaba al desvanecerse cada mes la esperanza de una maternidad que Cecilia deseaba para concentrar su cariño en una criatura inmaculada, algo así como una mezcla de corderillo y de angelote; y también para convencer a los demás de que la diferencia de edad entre su marido y ella no tenía la menor influencia sobre su amor y los frutos de éste. Ella misma estaba muy lejos de tal convencimiento. Por el contrario, Cecilia vió que en el cariño hacia su marido había más de respeto, de gratitud, de simple simpatía, que de amor. Nobledas, conocedor de los cambios que sufre el carácter de la mujer en este trance, dejaba pasar la tormenta refugiándose en sus estu- 405 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 406 VICTORIANO JUARISTI dios; pero este momentáneo apartamiento agravaba la situación algunas veces, pues era interpretado como desdén o como indiferencia. Y en cuanto a la maternidad, las investigaciones de los especialistas demostraron, contra lo que Cecilia suponía, que no se podía atribuir a defecto del marido, sino a ciertas deficiencias glandulares de la esposa, que acaso pudieran corregirse con un régimen, con opoterapia. Esta inesperada inferioridad la humilló. Entonces, ¿qué había llevado ella al matrimonio? Sólo una belleza y una juventud estériles, de muñeca. Esta palabra, con que Nobledas la quería mimar, la exasperaba. Mentalmente dudaba de la buena fe de aquellos especialistas y hasta de la vida pasada, sana y continente, de su marido, que no tenía la fogosa intemperancia, la pasión tierna y brutal a un tiempo, del apetito juvenil; siempre el rito conyugal era el mismo, reglado, conduciendo el cuerpo y el espíritu con reflexiva delicadeza. –¿Dónde están –se preguntaba Cecilia– los «misterios de la alcoba»? Y al oír algunas veladas preguntas de su confesor sobre los pecados de pureza de la forma y de la intención en las relaciones conyugales, sentía como unos diabólicos arrebatos de escandalizar al clérigo 406 con mentidos relatos de aquelarre. Y en su casa, algunas noches tibias, enervantes, que la bañaban en sensualidad, hubiera cambiado su marido por un rufián que la hubiera poseído perversamente, derribándola al suelo con golpes e injurias. Hubo también en el matrimonio escenas de celos. Pero, contra lo natural, en su caso, era Cecilia la que las sufría y hacía estallar las tormentas. Nobledas daba gran libertad a su mujer, a la que galanteaban pollos elegantes y gallos presuntuosos, que Nobledas llamaba majaderos fabricadores en serie, y que gustaba lucir atrevidos tocados; ponía especial cuidado en que nada hiciese de él un “celoso extremeño”. Pero ella no podía soportar que otras mujeres sonriesen a su marido ni tuvieran confidencias con él. Una amiga experimentada le había dicho: “Para esos hombres, acostumbrados a levantar la piel a las mujeres, no es nada levantar unas faldas; tienen las manos prontas, largas, y van derechos al bulto. Además, ¡hay cada niña sentimental que busca su poco de novela en los despachos de los médicos y cada lagartona, que...! ¡Y si son casados, mejor! –piensan ellas–. Son más discretos, y si hay un tropiezo..., ¡quién mejor que un médico para remediarlo!” Juaristi 24/7/07 12:25 Página 407 EL ANATÓMICO A Cecilia le llevaban los demonios cuando alguna mujer guapa entraba sola en el despacho de su marido; hubiera espiado; hubiera mandado decir que el doctor no estaba en casa. Y luego le miraba en los ojos buscando su turbación y le hablaba con injusta severidad. Sin embargo, la intimidad con el cuerpo sano de su mujer había despertado en el cirujano cierta estimación, cierta curiosidad sexual por la floración del jardín femenino. El análisis de las formas, casi involuntario, que antes se internaba en la compleja trama del organismo humano, ahora se detenía alguna vez en deleitosa contemplación de hoyuelos y redondeces, de blancuras, rubores o regiones umbrosas, sin buscar su significación anatómica; y surgían mentales comparaciones y pasaban muy rápidas codicias o repugnancias. Pero éstos eran sentimientos fugaces de los que apenas se daba cuenta el cirujano, incapaz de ceder a la tentación de desnudar más de lo necesario para un examen, una carne apetecible. También la ciencia se le mostraba un poco celosa y despechada. Como si aquélla se resistiera a despojarse de sus velos ante el amante ingrato, el estudio le era más penoso, adquiría las nociones nuevas con más dificultad. Su actividad corporal cedió algo: se levantaba más tarde, andaba más despacio, un po- co entorpecido por una incipiente adiposidad, que ya dibujaba en su chaleco la curva de la felicidad, de una felicidad de comedor y alcoba y de talonario, que compensaban y borraban las nerviosas intemperancias de su mujercita y el fastidio de las relaciones mundanas. Los días de vacaciones, los esposos hacían excursiones a Toledo y Aranjuez o subían a la Sierra, donde Cecilia se divertía como una chicuela con los jóvenes deportistas. Si después de una de estas jornadas alegres le parecía que había olvidado demasiado a su marido, se colgaba de su cuello para llenarle de zalamerías delante de los demás y le mimaba en casa como a un amante regalado. A los pocos meses de esta vida sobrevinieron dos gratos acontecimientos: la boda de Mila y la recepción de su marido en la Real Academia. Los preparativos y la celebración de la boda ocuparon mucho a Cecilia. Los novios se fueron a Italia, siguiendo el camino de las Artes, como ella siguió el de las Ciencias. Cuando volvió Mila dos meses después, pidió la colaboración de su amiga para preparar una canastilla de bebé. –¿Pero, ya? –preguntaba Cecilia entre alegre y despechada–. ¡Claro, con un maridito joven, como el tuyo! 407 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 408 VICTORIANO JUARISTI ¡Juventud! ¡Juventud eterna y riqueza inagotable! Las dos quimeras que la Humanidad persigue siempre, según el pintoresco discurso con que Alvarado respondió al del nuevo académico. El Dr. Alvarado, hombre mundano y perspicaz que, cultivando más la política que la ciencia, había llegada a los más altos puestos que aquélla confiere. Se hablaba mucho por entonces de la operación de Voronoff, a que algunos ricachos se habían sometido, haciéndose injertar trozos de glándulas de monos; y como en el trabajo de Nobledas se hacía mención de ello, Alvarado hizo de tan sugestiva materia tema para su contestación, de la cual copiaban los periódicos algunos párrafos floridos y triviales, con los retratos de los académicos: «Así como la inclinación del eje terráqueo es causa de que en su carrera en torno del sol se distingan cuatro estaciones, lo deleznable de la materia orgánica de que está hecho el hombre y, en general, todos los seres vivientes, hace que en su ciclo vital haya cuatro etapas o edades comparables con aquéllas: la infancia, primavera de la vida; la juventud, verano florido y fructuoso; la madurez, comienzo de la declinación otoñal, y la vejez, invierno desolador. La infancia está sepa- 408 rada de la juventud por la aparición de la función sexual, cuya, desaparición separa la madurez de la vejez. Pero entre aquélla y la juventud el paso es tan insensible, que apenas se marca por los copos de nieve que día tras día blanquean nuestras cabezas, y por la caída de nuestras ilusiones nuestros sentimientos generosos, que va dejando desnudo y seco nuestro corazón. A veces este ciclo normal es interrumpido, por la muerte; otras, la vejez se presenta prematuramente, como la miseria en casa del pródigo o del infortunado.» Analizaba luego en un discurso las supuestas causas de la vejez: la antigua creencia de que cada individuo nacía con una cantidad determinada de calor, y cuyo agota- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 409 EL ANATÓMICO miento extinguía la vida; la noción que la cal infiltraba los vasos, dificultando la circulación y convirtiendo el cuerpo en un fósil o momificándolo; preocupaciones de Metchnikoff sobre las fermentaciones intestinales; las nuevas investigaciones sobre la coloides... «La vejez del cuerpo es, como la de las cosas, consecuencia del uso, del desgaste. Todo lo que en el cuerpo se consume se repara fácilmente en las primeras edades; luego, las reparaciones son difíciles, y el cuerpo, al fin, es todo remiendos.» Luego citaba impresionantes ejemplos sobre la necesidad que la materia viva se descomponga, muera, para crear una vida nueva. «No digamos renovarse o morir, sino morir para renovarse.» Después de descubrir los caracteres morfológicos y funciones de la vejez, Alvarado esbozaba su psicología: «El viejo, en general, es huraño y egoísta. Si triunfó en su juventud, le duele que otros brillen cuando él declina; si fué un vencido, la amargura del fracaso le perseguirá siempre. El viejo encuentra que todo es malo en torno suyo y que cualquier tiempo pasado fué mejor...» «El viejo verde es una excepción. No me refiero a los perturbados por una anomalía sexual, al sátiro ridículo que persigue a las muchachas y es la burla de todos, sino al viejo bien conservado, optimista, de alegre gesto, amante de la juventud, entusiasta alentador y buen consejero de los que trabajan; viejos como los rosales rugosos que florecen cien años.» El académico presentó y comentó algunos grabados y pinturas que representaban las edades de la vida. En una, los personajes ocupaban los peldaños de una doble escalinata, y junto a ellos, un animal simbolizaba la edad correspondiente: el cochinillo rosado, junto al recién nacido; el cordero, junto al infante juguetón e inocente; el toro bravo, al par del joven esforzado y noble; el león, con el jefe de los ejércitos; el zorro, con el hombre de bolsa, el consejero bancario, y, por último, el asno viejo y cansado, echado en la tierra que pronto cubrirá sus huesos. Con amenidad hizo desfilar los quiméricos preparados del elixir de larga vida, locos como los buscadores de la piedra filosofal. Y, después de la conocida evolución de la organoterapia, desde las sabáticas recetas medievales hasta las inyecciones de BrownSequard y los modernos productos endocrinos. Describió las operaciones rejuvenecedoras por injerto o por sección, no sin aludir a los estiramientos y planchazos de la máscara facial, arrugada, que por la complacencia de algunos cirujanos daban a ciertas viejas ricas la ilusión de que volvían a la juventud. 409 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 410 VICTORIANO JUARISTI La recepción fué muy brillante. Cecilia asistió, conmovida, a la sesión, desde la galería, ocupada por un público elegante y vano como el de los palcos de una función de gala; abajo, en las butacas, y en las primeras filas, sentábanse los académicos, cuyos nombres corrían de boca en boca entre las damas escotadas. En el estrado, cuyo fondo cóncavo devolvía con limpieza la voz de los oradores, a un lado de la mesa presidencial leía Nobledas, un poco emocionado, su discurso, y le contestó Alvarado con el tono y la actitud del «perfecto orador». Una amiga hacía incesantes preguntas a Cecilia. –¿Quién es ese del retrato del medio? –Creo que será Carlos III... o Felipe V; no lo sé. –¡Vaya un manto de armiño para una salida de teatro! ¿Y los otros? –Pues un médico que pintó el Greco, y Cajal, y qué sé yo quién. Calla, mujer; no me dejas escuchar a ese señor. Cecilia estuvo orgullosa de tener un marido con tanto mérito, mientras duraron los aplausos, los parabienes. Después volvió la obsesión de la maternidad, que no venía. Hizo mucha compañía a Milagritos los últimos meses del embara- 410 zo de ésta, que apenas podía salir de casa. Mientras entretejían con largos palillos minúsculas chaquetitas y graciosos zapatitos de muñeca, charlaban de los goces y daños de su estado. Mila preguntaba a su amiga muchas cosas relativas a su estado, creyendo que, como mujer de médico, sabría de ellas; pero casi nunca se resolvían sus dudas hasta que la consulta era transmitida a Nobledas. Entre todos los sentimientos, dominaba el miedo a los sufrimientos y accidentes del parto. –¿Por qué ha de ser tan penoso, tan brutal, tan sucio, el dar un hijo al mundo? Reían un momento las dos amigas de las clandestinas conversaciones de los colegios, en las que se discutía cómo y por qué caminos venían los nenes a los hogares; la mayoría rechazaba la opinión francesa, de que se encuentran los bebés entre las berzas, como también la germánica, de que los traen las cigüeñas, y la española, de que se piden a París. Estos eran cuentos de niñas; los bebés se formaban en el cuerpo de las mujercitas, mediante un rito confuso, oscuro, velado; y luego iban creciendo, hasta hinchar el vientre de las mamás, y salir por el ombligo. Este nudo o portilla cerrado no parecía tener otra aplicación; pero alguna solía objetar que tam- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 411 EL ANATÓMICO bién tenían ombligo las varones, que nunca son mamás. Discutían las dos amigas sobre si era o no conveniente el silencio que los educadores guardaban sobre estas cosas. ¿No sería mejor que las muchachas, y lo mismo los adolescentes, fueran discreta pero seguramente instruídos sobre la función sexual, tan delicada y transcendental, tal fácil de perturbarse y de hacer partícipe de su desarreglo a todo el organismo, a toda una familia, a toda una descendencia? Este púdico silencio, o las más nocivas mixtificaciones sobre el misterio de la generación, siguen a las muchachas hasta el mismo tálamo nupcial y aun más allá; y se ven con malos ojos la propaganda de algunas instituciones que enseñan a las jóvenes el modo de prepararse a una buena maternidad, de cuidar a los nenes, enseñanza que debía ser hecha a cada hija por su propia madre, como una tradición santa y delicada. Pero la experiencia demuestra todos los días que tales tradiciones son con frecuencia rutinas insensatas que el médico o el instinto de cada madrecita tiene que rectificar. Contaba Milagros los días que faltaban para el gran momento, ansiando su llegada cuando veía otras madrecitas felices con sus querubes, temiéndola cuando sabía de algún parto desgraciado. Una de sus compañeras, bella como una rosa, había muerto en Cádiz, en pocas loras, de un ataque de eclampsia; un poco de mareo en el momento antes de dar a luz, una mueca, unas espantosas convulsiones, y la muerte. Sabía también los riesgos de una infección; eran rarísimas, en verdad, aquellas violentas infecciones puerperales, que en época no muy lejana eran el implacable azote de las maternidades, y que los comadrones sembraban en una y otra cosa; pero aún aparecían casos esporádicos, mortales a veces, o causantes de flemones del vientre, de rebeldes y dolorosas hinchazones de las piernas. Además, había el horripilante capítulo de las operaciones tocúrgicas; aquellos hierros, los fórceps, los ganchos, los aplastadores y perforadores de cráneos infantiles... Ella no temía tanto estas contingencias, pues examinada por un especialista, sabía que su bebé no estaba alojado en una celda estrecha, desproporcionada o deformada, como son las caderas de las mujeres raquíticas o cojas. ¿Por qué no imponer a todas las novias este examen antes de que la sociedad autorizase la boda? ¿No era la capacidad orgánica condición indispensable? Seguramente pocas disposiciones podrían influir sobre la prosperidad de un pueblo, incluso sobre su potencialidad económica, 411 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 412 VICTORIANO JUARISTI como una ley bien pensada y cumplida sobre el examen obligatorio de los futuros cónyuges. Cecilia extremaba su criterio; un tribunal médico debiera examinar a todas las adolescentes para concederles certificados de aptitud para tener novio, o indicarlas los obstáculos que a ellos se oponían en cada caso, y su remedio, si lo tenían. Naturalmente, los varones debieran también sufrir este examen, que sería renovado al pretender contraer matrimonio. –Una vez comenzado el noviazgo –argüía Cecilia– no hay modo de disuadir a los novios; así se les diga que su pareja se va a caer a pedazos, responden como el estribillo de la canción de coro: «Contigo me he de casar, aunque me cueste la vía.» –Además, ¿no exigen certificados de sanidad para entrar en un colegio, para embarcar, para el trabajo, para el servicio militar, para la vida monástica? ¿Por qué no para casarse y tener hijos? Otro motivo de preocupación para Mila eran los niños monstruos, los que nacen con grandes manchas vinosas o con el labio superior partido por una profunda hendidura, los que traen al mundo enormes cabezotas o minúsculos brazuelos, los que tienen sus piernas 412 rígidas, su espinazo torcido o su vientre abierto, y la terrible gradación de los idiotas, desde el torpe, retrasado o absurdamente perverso, hasta el triste animalillo inmundo en cuyo cerebro no germinan ni los más rudimentarios instintos. Nobledas tuvo que explicar lo infundado de la creencia en los antojos maternales y el escaso papel en las impresiones morales en estos procesos, puesto que la monstruosidad se formaba mucho antes que ocurrieran los sucesos inculpados. Pero tenía que declarar que se sabía poco o nada con certeza sobre su causa, aunque se acusaba siempre a la sífilis, a la tuberculosis, al alcohol o a la consanguinidad, abundaban los casos en que no podía descubrirse ninguno de estos factores, ni ahondando en la genealogía. Era la madrugada, cuando algunos tenues dolores anunciaban a Mila que el fruto de su vientre había llegado a su madurez. Hizo venir al médico con gran apresuramiento; pero éste, sonriendo, se limitó a palpar suavemente la turgente prominencia, y advirtió a los esposos que habían de transcurrir muchas horas, acaso un día entero, antes de que llegase el esperado, y que aquellos dolorcitos no eran los impuestos como castigo por Dios a las hijas de Eva en trance de parir. Se marchó el doctor, dejando instalada junto a la cabecera de la paciente a Juaristi 24/7/07 12:25 Página 413 EL ANATÓMICO una comadre de su confianza, que tomó las disposiciones necesarias para el trance cruento; pronto la alcoba pareció una sala de operaciones, pero con la nota risueña de una canastilla con un gran lazo de color de rosa. Pocas horas después, los dolores y la impaciencia reclamaron la presencia del médico. Mila se quejaba mucho, y nerviosamente aseguraba que no podía más, que prefería la muerte al tormento de aquellos calambres agudos de su enorme vientre, a la tensión de aquellas delicadas partes hinchadas y rezumantes, de aquella puerta donde el amor había llamado, y por la que, realizado el prodigio de la fecundación, debía salir la nueva vida. El médico sonreía y procuraba atemperar los nervios de Mila con sus promesas y su actitud confiada. Cuando sobrevenía una tregua un poco larga, contestaba con agudas razones y divertidas historietas a las quejas de la parturiente. –¡Pero, por Dios! –reclamaba ésta–. ¡Yo no podré resistir más! ¡Déme algo para que no tenga dolores! –Lo prohiben las Escrituras, hija mía. Hay que parir con dolor, porque así está mandado, porque así se quiere más al hijo... y porque cada dolor es un avance en el camino penoso. Sin embargo, haremos algo que lo alivie cuando sea oportuno. Algo así como poner frente a la puerta del cuerpo un imán, como hacían aún en el siglo XIV, o mejor una galantina de pavo trufado, si fuera verdad que, como decía Hipócrates, los niños se deciden a salir del claustro materno porque sienten hambre. También pondremos en agua una rosa de Jericó para que su apertura gradual anuncie el término de este duro trance. Dice usted que no puede más, estando en un lecho de pluma, en una habitación tibia y rodeada de afectos y cuidados. ¡Qué dirán las pobres muchachas que pasan los últimos meses del embarazo apretujadas con un corsé que las ahoga, para que no se conozca lo que llamamos su deshonor, y que tienen que trabajar como bestias hasta el momento mismo en que se desgarra su cuerpo; las infelices que sin sangre apenas en sus venas tienen que ocultar o matar al hijo de sus entrañas y disimular luego su atroz desfallecimiento, su pena y su miedo! No sé cómo hay señoras que, habiendo sido madres, hablan con desprecio de estas desgraciadas, y quieren para ellas todos los rigores. 413 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 414 VICTORIANO JUARISTI dó encogidito sobre la sábana en un charco caldoso y teñido de sangre, que seguía brotando del odre palpitante y martirizado, con un impresionante glú-glú. Un minuto después, el primer vagido rompió la angustia del dramático trance y despertó la ternura de los corazones. Cerca del medio día vino Cecilia, y quiso abrazar a su amiga; pero ésta la rechazó violentamente. –¡Quita, quita, vete! ¡Que se vayan todos! ¡Que yo me muero! Me muerooodoo! Cuando se amortiguó aquel dolor rompió a llorar y llamó a todos. Queria despedirse hasta del canario y de la gata; pero una nueva contracción endureció en seguida su vientre, su cara se congestionó y adquirió una extraña y violenta belleza; transfigurada, puso toda su alma y su esfuerzo en aquel supremo empujón, que franqueó al esperado los sangrientos umbrales de su cuerpo maternal. Primero, en el tumefacto portillo protegido por las manos del médico, asomó algo negruzco, indefinible, que se escondió en seguida; al esfuerzo continuado, la oscura masa avanzó, redonda, glutinosa, peluda, y luego, bruscamente, apareció entre los muslos el cuerpecito de niño, blanquecino, graso, que que- 414 –Es un niño –anunció el comadrón. –¡Hijo de mi vida! –exclamó la madre, llorando de gozo y olvidando los pasados sufrimientos. Hasta el último rincón de la casa, donde Guzmán se había refugiado, llegó un clamor de felicidad y enhorabuena. Todos quisieron ver aquel sér extraordinario en el momento de su llegada misteriosa. El médico, que acabó el aseo de Mila, decía a las curiosas mujeres que contemplaban al infante: –Ahí tenéis al hombre. Esta cosa blanduja, sonrosada, temblorosa, vagorosa que miráis tierna y compasivamente, que se moriría en unas horas de hambre y de frío si no lo arrimárais a vuestro seno, que no podrá ni alzarse del suelo ni apartarse de sus propias suciedades en todo un año y en más que un año; éste es el hombre, el rey de la creación, el que hace bajar al mismo Dios desde la Gloria hasta la Cruz de la tierra, y le clava en ella. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 415 EL ANATÓMICO Luego espolvorearon aquel raso tibio y trémulo, lo envolvieron en blancos pañales y lo llevaron al regazo de su madre, que lo recibió con un balido de oveja. –¡Hijito! ¡Corazón! Y olvidando el pasado sufrimiento y la sangre perdida, ansiaba poder regalarle con la blanca linfa de sus senos, todavía vacíos, y reuniendo entre los dos cuerpos aquella comunión cortada de un tijeretazo. Vinieron después algunas inquietudes ante los primeros lloros del nene. –¡Qué tienes tú, mi vida! ¡Dios, mío, si estará malito! ¡Si no sabré cuidarlo! ¡Calla tú, querubín! Y acababa llorando ella misma, sin consuelo, como todas las madres. Un día, al ponerle al pequeñuelo en su pecho, sintió un dolor agudo, insoportable; en el fruto rojizo, moreno, húmedo, perlado de gotitas blancas, destacaba un pequeño surco sangriento; luego, todo el seno se puso duro, doloroso; y sobrevino un escalofrío violento seguido de fiebre alta. Cecilia llevó a su marido a ver a su amiga. –Nada, una pequeña grieta, que curará rápidamente –explicó aquél, y puso el remedio. Pero durante algunos días a los sufrimientos se añadió el temor de tener que interrumpir aquella fun- ción. ¡La nodriza! Mila se horrorizaba pensando en confiar su bebé a una mujerota torpe y dura. Conocía por la novela, por el periódico, por algunos casos de la vida circundante el egoísmo, la codicia y las artimañas de las que venden lo que deben a sus hijos por un año de vida regalada y un puñado de oro, y no quería que de la sangre de estas bestezuelas pasase un glóbulo a la de su tesoro. El comadrón la animaba y apoyaba su criterio. Para acentuar su entusiasmo por las madres que arrostran molestias y sufrimientos por criar a sus hijos, se ensañaba contra las nodrizas, pintando las borrachas, las rapaces, las brutales y las busconas con duros trazos y con jocosos comentarios, como éste: –Tierra de prados, es tierra de nodrizas; así sucede con el Valle de Pas, con Asturias, con Galicia, con las Vascongadas. Se comprende que lo sea de vacas lecheras por el pasto; pero las mujeres no viven de hierbas. Tampoco será que el paisaje predisponga al amor fructífero; la poesía bucólica es... poesía. Las familias de la llanura son tanto o más prolíficas que aquéllas, pero sus mujerucas no venden su leche. Acaso los accidentes del terreno y la vegetación contribuyan a los encontronazos prohibidos, y luego el sen- 415 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 416 VICTORIANO JUARISTI tido práctico aconseje sacar provecho de lo que ya está consumado. Pero es que en algunos lugares se llega a industrializar la teta, incluso implantando la función de semental en la especie humana. No creo que tenga influencia ni el temperamento, tan frío en las vascongadas, ni la moral ni la religión, tan predicadas y aparentemente aceptadas en aquellas aldeas. Todo es, sin duda, una imitación del animal doméstico que sustenta la familia. Criando cerdos, se hacen cochinadas; cuidando pájaros, se acaba piando, y ordeñando leche, se vende la propia con naturalidad. ca en la pared, donde quedaba colgada la áurea distinción. –La medalla –decía un bohemio– es como un huevo de oro que pone la cacareante gallina de la fama. Luego sigue poniendo huevo de oro; pero de los otros, de los de verdad, ni uno. En fin, Guzmán es un buen chico, y habrá que festejarle. CAPÍTULO XII La Sibila El banquete estuvo muy concurrido, y como abundaban los jóvenes, animadísimo. No faltaron los artistas ya consagrados ni los literatos de fama: unos por simpatía hacia el triunfador; otros, por amistad con el suegro; otros, por costumbre de asistir a tales agasajos, como pertenecientes al Consejo del Ciento de notabilidades españolas, según decía uno de ellos con aire de burla, pero con íntimo convencimiento de su calidad de notable. Tornaron sus puestos en la mesa, agrupándose conforme sus simpatías por las mismas afinidades que les reunían en sus tertulias de los cafés, y continuaron los mismos temas de conversación. Guzmán, el marido de Mila, tuvo la medalla de oro, acaso prematuramente, por la influencia de sus suegros. Según pensaban y decían sus compañeros, unos años más de lucha hubieran desarrollado mejor sus facultades, que la consagración oficial limitaba poniéndole una mar- En un grupo destacaba el único y descarnado brazo de Valle-Illán, cuyos impetuosos ademanes contrastaban con su voz endeble y ceceante. Azorín hablaba poco y premiosamente; Ricardo Béjar preparaba su pipa de madera con un gesto de aldeano socarrón; Penades, el dibujante, miraba cien veces al re- Poco después, Mila, un poco pálida, sonreía a su bebé, hermoso y alegre, bajo el sol de los jardines. Cecilia suspiraba, un poco envidiosa por los pasados sufrimientos y por la felicidad presente de su amiga. 416 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 417 EL ANATÓMICO loj, temeroso de faltar a una cita de amor. Mas lejos, Pinós explicaba un proyecto a otros retratos. Sus vecinos de mesa, un periodista y un ex ministro. rosa; se redimió de la esclavitud y se hizo reina de la canción; pero, traidoramente, la grosera zarpa que la tenía herida, la derrumbó. Una operación intentada fue inútil. Daniel estaba colocado en un extremo de la mesa, entre Borja, el dramaturgo, y el pintor Fontana, cuya cálida verbosidad le interesaba. De vez en cuando alguno despertaba la atención general con una noticia o una anécdota curiosa; su voz se oía un momento distintamente en el silencio hasta que se apagaba en el creciente murmullo de los comentarios, o en una explosión de carcajadas. En un silencio, dijo una voz: Su recuerdo hizo hablar de otras mujeres del tablado más afortunadas. Precisamente uno de los artistas acababa de llegar de París, donde había visitado a la maravillosa Anita Delgado, una de «das Camelias», casada con un poderoso Rajah, que no pudo ser dueño de su singular belleza con dádivas reales. –Sí, muy mal; me han dicho que se muere esta noche, sin remedio. –¿Quién? ¿Quién? –inquirieron otras voces. –La Veneciana. Se muere la Veneciana. Corrió la noticia en torno de la mesa abundante, entristeciéndola un momento. Recordaron todos la flor de pueblo que bajo las borrascas de la miseria y al margen del lodo había dado su aroma; mujer buscada como criatura de placer carnal hasta que, ¡ya tarde!, vieron en ella algo superior a la brutal sensualidad que cualquier otra mujerzuela podía satisfacer mejor. Llevando en sus entrañas la huella de los insultos de sus tristes días primeros, cantó con gracia fina y gene- Les artistas recordaban los días en que Anita y su hermana bailaban en el Frontón, los comentarios de la muchacha ante el asedio y los obsequios de «un moro» y su obstinación en no consentir ni una entrevista con él hasta que el príncipe formuló una demanda matrimonial que la ingenua bailarina sometió al juicio de sus amigos, los pintores y los poetas. Uno de éstos, investido de autoridad tutelar por deudos y amigos, acompañó a la futura princesa de la India hasta el palacio que el Rajah tiene en París, y en donde fueran recibidos con grandes honores. El opulento galán ofreció al acompañante, un puñado de piedras preciosas en demostración de su cariñosa gestión de fiel amigo; pero éste, con gesto de caballero legendario, sólo aceptó como recuerdo una pequeña esmeralda, que mostraba a los comensales. 417 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 418 VICTORIANO JUARISTI Por el mismo tiempo aparecía en los escenarios la Chavito. ¡Oh ésta! Ni ella ni su madre hubieran rechazado como la otra, no ya a un Rajah, ni siquiera a un vendedor de té de Ceylán con ganas de liquidar la tienda de juerga en juerga. poner un pintor. La Filo era una criatura inteligente y bella, amancebada con un rico majadero. Parece que la estoy viendo –comentaba Ricardo Béjar– cuando su madre, que estaba casada con un militar, nos invitó a que diéramos nuestro parecer sobre las facultades de la chica, que tomaba lecciones de baile en la salita de su casa. Danzaba sosamente; nada permitía adivinar que aquel cuerpo sería luego una maravillosa encarnación de Afrodita. La que no ha cambiado es la madre, tan groserota, tan celestinesca. Cuando bailaba la chica en su casa, nos decía cínicamente: «Le falta la mala intención; no sabe hacer el molinete, pero eso ya se lo enseñarán los hombres.» –Y diga usted, don Lope, ¿es verdad que ha comido usted carne humana? –¡Qué mala bestia! –comentaron algunos. –Estaba yo en el centro de Africa, después de mucho rodar, donde había encontrado colocación en una Compañía que explotaba maderas preciosas. Una vez iba en una canoa con varios negros, cuando nos dispararon algunas flechas desde la orilla, que no hicieron blanco. Entonces, uno de mis hombres, que llevaba escopeta, disparó, y tumbó a uno de los agresores; los otros huyeron. Mis negros me pidieron permiso para acercarse a la orilla y examinar al muerto; y después de Luego salió a relucir «Paloma de Toledo», como una danzarina del tiempo de las Borgias, nacida como un producto misterioso y dañino del cruce pasional de una sangre noble y una raza maldita. Perversa, exquisita, impresionante, violenta, cruel, loca, carne para la cama de un rey despótico o para la hoguera de un inquisidor terrible. Se habló del magnífico retrato que de la Filo había acabado de ex- 418 Al servir el asado, considerando un periodista la carne roja y jugosa, preguntó al comensal que tenía en frente. Don Lope tenía el aire de un viejo y triste caballero castellano y era un literato de escasa producción; algunas traducciones, algún raro artículo de periódico que le daba lo justo para vivir sólo en una bohardilla, donde pasaba semanas enteras sin salir de la cama. –¡Bah! –contestó eludiendo la respuesta–. ¡Tonterías! Pero como los circunstantes insistieron, tuvo que referir cómo sucedió. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 419 EL ANATÓMICO hablar entre ellos en su lengua, que yo conocía muy poco, me dijeron en un mal castellano, con más signos que palabras, que habían decidido comerse al muerto. Yo quise oponerme; pero ante el temor de que hicieran conmigo lo mismo, tuve que ceder. En seguida cortaron unos grandes pedazos, de aquí, así y así, los asaron en una hoguera y se pusieron a comer con gran apetito, invitándome a participar del banquete. Yo estaba horrorizado y asqueado; pero, al fin me dije que aquella ocasión sería la única en que podía comer carne humana, y acabé cediendo a la tentación. –Y, ¿a qué sabe? Hablaba con desprecio de Rubens que todo lo hacía a fuerza de riqueza, de púrpuras y brocados, de joyas y vasos preciosos, de palacios suntuosos, jardines espléndidos, bosques frondosos, banquetes y músicas. Y vengan las truculencias de la mitología con diosas y faunos y centauros. ¡Y qué mujeres! Flamencotas cebadas, carne grasa, blanca, fregoteada y perfumada; mujeres con gruesos morcillos en los riñones y en el vientre, con grandes cabelleras sueltas, como anuncio de una loción. Así la escogió él mismo para su lecho conyugal, y tan satisfecho estaba de ella, que la pintaba en todos sus telones para que se le envidiara su tesoro. –¡Pse! A carne de cerdo. Daniel continuaba escuchando con interés a Fontana, el singular pintor de la mujer. Era un joven pálido, de labios gruesos y rojos y grandes círculos morados, cercando unos ojos entornados, que se abrían de tiempo en tiempo, como un fogonazo para acentuar alguna palabra. No procedía de ningún taller conocido, ni frecuentaba ninguna tertulia de artistas, entre los que tenía fama de estar apestado por vicios vergonzosos. Pero todos reconocían su talento. Sus pinceles chorreaban sensualidad; pero no la sensualidad opulenta y saciada de los flamencos, sino hambrienta; una lujuria contenida y dolorosa. Las mujeres que pintaba Fontana a su gusto eran otra cosa; sin almohadas adiposas, sin paños pesados, sin más cabello que el justo para vestir el cráneo, para dibujar 419 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 420 VICTORIANO JUARISTI las sienes. Cuando tenía que retratar a alguna dama de complejo peinado, le llevaban los demonios. –¡Me voy a pasar las horas haciendo la ondulación Marcell con la brocha! Sus mujeres eran enjutas, nerviosas, con ojos embrujadores, bocas de vampiro y brazos serpentinos, con unos dedos llenos de ciencia perversa. ‘Tenía una habilidad satánica para descubrir en cada mujer el veneno del pecado que todas guardan en sitios insospechados. En un fugaz modo de mirar, en la breve mueca de una sonrisa, en la turgencia del cuello, en las rosadas y palpitantes ventanas de la nariz, en la redondez mórbida de las rodillas, en la línea ondulosa de los riñones; hasta en los dedos del pie articulados, prensiles, encontraba Fontana un tema lujurioso. Era un atrevimiento peligroso, una audacia el hacerse retratar por él. Aun vestida, la mujer aparecía como si la vieran inesperadamente en la intimidad de su alcoba. Algunas mujercitas que parecían en la vida insignificantes y frías burguesas, fueron analizadas y copiadas por el pintor; expuestas como apetecibles vasos de placer y miradas luego por el hombre codiciosamente. –¡Quién sospecharía, en la moza que sirvió de modelo a la «Venus del espejo», de Velázquez, la mara- 420 villosa finura de aquel cuerpo! –decía Fontana. –Ciertamente –asintió Daniel–. Esta «Venus» tiene cara de tosca aldeana de Castilla y cuerpo de hurí. En cambio, en la «Maja vestida», se adivinan cosas exquisitas bajo el vestido. –Yo le guardo rencor a Goya por haberse prestado a ese truco pornográfico e hipócrita de los dos cuadros superpuestos para que un rico ministro divirtiese a los viejos verdes levantando la ropa, desnudando en imagen a una chica del pueblo. No sé a qué vienen luego sus sátiras contra las celestinas y los corruptores. Daniel observaba el ligero temblor de las manos del artista y una extraña dilatación de sus pupilas en los raros momentos en que abría enormemente los ojos; a veces se paraba de repente en medio de una fogosa descripción, como si olvidase lo que tenía que decir, o tropezaba en ciertas palabras corrientes. Aún más, le chocaban sus ideas y sus proyectos descabellados. El año último sus pinturas habían escandalizado a los artistas más anárquicos por su asunto y su técnica, aunque ya estaban acostumbrados a su cínica despreocupación, que mostraba en dibujos anteriores; como su famoso cartel satirizando el «Congreso contra la Juaristi 24/7/07 12:25 Página 421 EL ANATÓMICO pornografía», que representaba a una vieja en camisón sacudiendo escobazos sobre dos perros que se ayuntaban carnalmente en la vía pública; y aquella «Castidad», figurada por una doncella que hunde a patadas los riñones de un fauno tumbado de bruces en la tierra y que, en lugar de mostrarse dolorido, levanta la cabeza para mirar con deleite risueño y picaresco por debajo del blanco cendal de la furiosa virtud. Pero, ¡aquél cuadro de las tentaciones de San Antonio! Sólo apa- alto un culebrón erguido con la manzana en la boca, que se alzaba entre sus muslos y que bien a las claras representaba el falo; como en las mitos religiosos. ¿Dónde pudo encontrar Fontana aquél modelo? ¿Quién sino un alucinado pudo ver aquel rostro ascético, angustiado por el espanto de la lucha de su propia carne contra su espíritu? Y aquel cuerpo mortificado por ayunos y disciplinas, del que huye toda la sangre a refugiarse en el reptil inmundo y erguido que le ofrece la vida sensual y efímera y los placeres terrenales al hijo del hombre, que por ellos perdió la vida eterna y los goces del Paraíso... El esfuerzo del Santo era tan terrible, que se esperaba ver cómo rompía las ligaduras que sujetaban sus manos levantadas al tronco de un árbol, y agarrando la sierpe inmunda por su cuello la estrangulaba, la partía con un alarido victorioso. recía el Santo en una desnudez enjuta, pero membruda, fuerte, mirando espantado y con los brazos en Algunos encontraban esta pintura de una obscenidad extremada, mientras que a otros les parecía muy cristiana, de un misticismo fervoroso, de iluminado. Un crítico decía que no había ninguna originalidad, ningún atrevimiento en esta concepción, frecuente y más cruda en el arte gótico. Todos coincidían en que aquello estaba pintado heréticamente, des- 421 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 422 VICTORIANO JUARISTI preciando toda regla, toda norma, con un dibujo dislocado y unos colores inverosímiles, pero que impresionaban fuertemente. Del mismo tiempo era «La Ramera», una mujerzuela de carnes blancoazuladas y lacias, vestida con un corto camisolín verdoso y altas botas encarnadas, dormida con la boca estúpidamente abierta, bajo una luz mortecina. Aquello estaba pintado con colcren, bandolina, pachulí y otros ingredientes semejantes. Luego hizo una serie de cuadros caóticos indescifrables, a los que ponía extraños títulos: después empezó el retrato de un escritor, con detalles de ampliación fotográfica; lo borró y volvió a empezar una y dos veces, hasta dejarlo hecho un caramelo lamido y frío. Y entonces dejó de pintar para dedicarse a una empresa absurda. Hablaba de comprar una isla pequeña, en país soleado y florido, en el Mediterráneo. Lo mejor sería una de las del Mar Egeo, por el estilo de Cyterea, donde nació Venus, o de Samos... –La cosa es –decía– disponer de un sitio donde no vengan padres de familia ni cuáqueros a molestarnos con predicaciones, ni diputados ni senadores ni ligas. Hay que resucitar el antiguo culto de Afrodita con toda libertad y esplendor con las comodidades modernas. Claro es- 422 tá, necesitamos dinero para esto; yo creo que será fácil constituir una sociedad por acciones... Daniel le miraba dudando de si estaría borracho o hablaba bromeando; pero lo que ya sabía de él y lo que estaba viendo le indicaban que la parálisis general extendía su terrible inexorable garra sobre aquel cerebro; la tremenda amenaza de los intelectuales heridos por la sífilis. Recordaba al pobre Ontanares, el cómico regocijante, que, vestido de grotesco militar, en el momento de salir a escena, perdió su memoria, y preguntaba, con angustia a sus compañeros –¿Pero qué traje es éste? Y qué tengo que decir? ¿Qué hago yo aquí? Poco después, el desgraciado repetía incesantemente las bufonadas de un zapatero de sainete, en el patio de un manicomio, hasta que la muerte hizo caer el telón. Con frecuencia, Béjar, el literato, intervenía en la conversación. –En España –decía– la sensualidad es desconocida. La mujer no ha jugado ni juega ningún papel como promotora o impulsora de buenas o de malas empresas; es rara y dudosa su influencia. –Así es –interrumpió el pintor–; hay algún caso como el de aquella marimacho estupenda de Isabel la Juaristi 24/7/07 12:25 Página 423 EL ANATÓMICO Católica, cuando lo de Colón, ¿eh? Pero tampoco entonces tuvo nada que ver el amor. No hubo en España cortes galantes, ni reyes amadores; si algunos tuvieron bastardos, fué porque les faltaron descendientes legítimos o por ser de sangre extraña; de fuera han sido también nuestras reinas livianas. ¿La vida de Aranjuez? Una mala imitación de Versalles. Aquí hasta cuando el palacio pontifical era un bullidero de rameras, nuestros reyes y magnates vivían como en severos monasterios y sus embajadores echaban en cara sus liviandades a Alejandro VI. –Acaso todo sea pobreza. Cuando el español sale de su casa y gana o roba mucho dinero, es furiosamente sensual. Don Quijote, el pobre hidalgo, que cenaba lentejas y salpicón, nunca estuvo enamorado ni sintió alborotos carnales; se forjó una quimérica Dulcinea, porque lo exigía su papel de caballero andante, y apenas le causaron más que disgustos los restregones accidentados de las mozas de mesón. Pero don Juan, rico, y César Borgia, poderoso, llenan el mundo con la terrible fama, de sus pasiones sin freno; los dos necesitaron aprender el mal con las mujeres de Italia. –Sí –dijo Daniel–. Acaso sea la pobreza una causa de nuestra castidad, como lo es también la falta de agua. En Inglaterra, son remilga- dos por limpieza, es decir, porque las regiones corporales del pecado están junto a las de la suciedad; si tuviéramos los órganos del deleite sexual en el dedo gordo como los sapos, en vez de tenerlos junto a los agujeros inmundos, las inglesitas serían menos púdicas. En España es lo mismo, pero por falta de agua para el aseo. Ustedes habrán observado que el recato está en razón inversa del grado higrométrico de una región; en los puertos de mar, la mujer es desenvuelta, libre... –Mire, doctor; yo he observado también que la pudibundez está en relación con los días de la semana en general, y con ciertos días del mes en cada caso particular. Es decir, que cuando la ropita interior está blanquita y linda, el pudor es menos severo; a veces la resistencia de una mujer se debe a que tiene una carrera en la media o... a que es sábado. ¡Ja, ja, ja! –En una casa de huéspedes –continúa–, donde vivía yo como estudiante (y recuerdo esto porque hablamos de la escasez del agua para el aseo), no teníamos para tres personas más que una palanganita para la cara y las manos y un diminuto barreño para los pies, mejor dicho para el pie, pues sólo cabía uno. Los domingos pedíamos a veces a la patrona por turno: «Doña Fulgencia, el barreño de los «que- 423 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 424 VICTORIANO JUARISTI sos»! Esto sucedía en Valladolid, donde el agua se traía en cántaros desde la fuente pública. –Pues en Madrid me ha ocurrido el caso siguiente, que no es único, pues Lafora ha relatado en El Sol uno por el estilo; pero el mío tiene agravante: Una señora, afecta de algo cerebral, vino a mi consulta, y necesité examinar los reflejos de un pie. Al invitarle a que se descalzara, protestó: «–¡Pero, doctor; no he venido preparada! Volveré otro día». Y volvió, y me enseñó el pie, perfectamente limpio; pero quise ver el otro, y la buena dama, al rojo cereza, me dijo, que no podía ser, porque sólo se había preparado de un pie y no del otro. –No comprendo –comentó Borja– cómo un pueblo tan casto ha producido dos teólogos como San Alfonso de Liborio y como Sánchez, tan empeñados en rebuscar en los desvaríos carnales razones para considerarlos lícitos o ilícitos; el caso es que describen las aberraciones sexuales mejor que Kraft-Ebing y dejan en pañales al Kama-Sutra. –Restos de las tempestades medievales. Ahora somos unos angelitos. No sé por qué se habla de pornografía en España, donde no hay un periódico verde, ni una estampa, ni un anuncio en que se vea un centímetro de piel del cuerpo o un asomo de picardía; donde lo 424 peor que se canta es lo del «telescopio», de don Procopio, o el cuplé del ascensor. ¿Recuerdan ustedes aquel gobernador de Madrid que mandó retirar de un escaparate una fotografía obscena, que resultó ser «las tres gracias», de Rubéns, las del Prado? Aquí no hay altas cocotas; el tener querida es terrible y vergonzoso, mientras que en Francia, por ejemplo, es motivo de orgullo; allí nadie confía su dinero a un banquero pigre que no tiene una querida cubierta de diamantes. –Aquí el hombre no siente la necesidad de la compañía femenina; presume de conquistador, pero se aleja de la mujer, que se queda en casa. ¡Pobreza siempre! Sí; una prueba de que el español no es erótico, es la fecundidad de su mujer; la embarazada deja de ser placentera, con su santa monstruosidad; la maternidad arranca a la mujer de los brazos del marido porque la necesita el hijo; y los partos envejecen, deforman; además, la maternidad supone cópulas sin trampa ni cartón. –Esta ausencia de sensualidad se refleja en nuestra literatura, en donde el Arcipreste y Rojas son dos excepciones: en el teatro, el adulterio es un tema raro, y nunca es motivo de chacota; en nuestra escultura, que, aparte de los simbolismos góticos y de las niñerías barrocas, no ha producido más desnudos que Juaristi 24/7/07 12:25 Página 425 EL ANATÓMICO los Cristos y las macilentas costillas de San Jerónimo; en nuestra pintura, que no ha copiado más que dos cuerpos desnudos de mujer y alguna entrapajada espalda de María Magdalena; y en nuestra criminalidad, pues los raros crímenes pasionales son vanidades de chulillo o accesos de loco iracundo. –Y en nuestra prostitución, tan primitiva y pobre. Cualquiera ramera mira como abyecto todo lo que no sea el rápido acoplamiento, el acto breve. No hablemos de algunas «nuevas instituciones», como los dancings, raros y desplazados; la tanguista es una chica triste, romántica, insoportable y borracha. Tal como la pinta aquel cuplé: «La culpa fué de aquel maldito tango...» O de aquel otro de Daniel quiso volver al sanatorio, pero el pintor no le dejó, empeñado en enseñarle un caso notable, una vidente extraordinaria, una chica de la calle de Barbieri, que adivinaba el pensamiento y hacía predicciones. Tuvo que acceder. Deteniéndose muchas veces para recalcar los extravagantes conceptos, llevó el pintor a Daniel frente a un portal cerrado; llamó al sereno, que abrió, y les dió un gran fósforo encendido. En el piso les recibió una mujer, joven aún, muy perfumada, que el pintor dió a conocer como la dueña, y a quien presentó a su nuevo amigo. Los tres siguieron un corto pasillo, hasta una salita burguesa, trivial, y se sentaron en unas butacas bajas de falsa tapicería, pero cómodas, después de cambiar saludos con una muchacha morena, de bellos ojos y pelo brillante partido en dos, que fumaba «¡Soltera y sola en la vida por una mala partida!, ¡Ladrón!»... Reían todos; chupaban los cigarros humeantes y sorbían alternativamente de la taza del amargo café y de la copa del licor ardiente. Los señores se fueron levantando y despidiendo uno a uno; y los jóvenes, en grupos, salieron a deambular por las calles, a jugar en algún casino, a bailar un shimy, o a la última de Apolo. 425 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 426 VICTORIANO JUARISTI un egipcio bajo la gran pantalla de color de rosa. A la dueña la llamaban la Italiana. Vino a Madrid con una mala compañía de ópera; un señor le puso un pisito, y la dejó plantada pronto, y otro señor «respetable» le dió dinero para instalar una casa de citas, pero haciéndose él partícipe del negocio. Tenía siempre dos o tres pupilas en pensión y varias alcobas a la discreta disposición de damas y galanes. La muchacha era la «Cordobesa», que acababa de dejar el tablado, donde bailaba medianamente, con una flor en el pelo y un sencillo y gracioso traje de volantes, para seguir a un sirvergüenza que le compró un sombrero y un abrigo de pieles, y vivía luego a expensas de la chica. –¿No, está Elena? –preguntó el pintor. –Salió hace más de dos horas y aún no ha vuelto; creo que no tardará –contestó, la Italiana. –¡O zí tardará! –replicó la Cordobesa, soplando el humo del cigarro hacia el techo–. Eza zerá lo que quiera er ladrón de –zu novio– Está emperrá por un canaya; bueno, como yo. Zólo que yo zoy una burra, y eya é mu viva; tié mucho mundo. Y é amiga der diablo. –¿La Sibila, no? –preguntó Daniel. 426 –Zi; la Sibila. No sé porqué la yanian la Sibila. En mi tierra, la Sibila e la mujé d’un guardia sibí. ¿No? –¡Tiene gracia! La Italiana relató algunos episodios de la vida de la muchacha: En lo que abarcaban sus recuerdos, había rodado por las barracas de feria, haciendo volatines hasta su adolescencia. Una caída desde el alambre en que danzaba le infundió tal miedo, que no hubo manera de que continuara la carrera acrobática. Además, le daban ataques de nervios que hacían imposibles los ejercicios arriesgados. Después fué «anfitrite», evolucionando ante un espejo oculto que enviaba su imagen a otro colocado en una piscina transparente con pececillos colorados. Luego hizo «la cabeza parlante», «la metempsicosis», o transformación en calavera, en busto de yeso y en jarrón de flores. También fué «la bella Fátima», que asciende en el aire horizontalmente, rígida, por la fuerza magnética de las manos de un indostánico catalán; y sirvió de silueta al certero lanzador de cuchillos; y fué la tiradora americana, vestida con un cow-boy. Más adelante fué una medium maravillosa, que adivinaba el pensamiento en estado de catalepsia. Huía del prestigiditador para irse con el ventrílocuo, y cuando éste la dejaba plantada, encontraba aco- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 427 EL ANATÓMICO modo con «el misterioso mago» del siglo XX. Más de una vez durmió en la cárcel por escándalos y raterías, en alguna de las cuales fue tan grande el pellizco, que se libró de una grave condena por el informe de un forense, que convenció a los magistrados de que se trataba de una cleptómana irresponsable y... bastante guapa. En Pamplona se había «liado» con un señor espiritista medio chiflado, que se creía dotado de fuerzas sobrenaturales y consideraba a la Sibila como una medium sin igual, encarnación de una famosa maga egipcia. La familia del señor magnético puso fin a los pases y sesiones metapsíquicas, dejando que la muchacha eligiera entre recogerse en un convento o hacer ganchillo en la cárcel. La Sibila optó por lo primero, y sorprendió a las monjas con su misticismo impresionante; pero luego empezó a hacer hablar a los santos de madera, a llenar las celdas de aullidos, ayes misteriosos, ruidos de campanas y luces extrañas; y armó tales zapatiestas con sus trucos, que algunas monjitas perdieron la chaveta, se alborotaron las acogidas, se atemorizaron todas y tuvieron que dejar escapar a la endemoniada. Era de piel aceitunada, de anchos pómulos y barbillas menudas, de modo que su cara era casi trian- gular, como la cabeza de las víboras; tenía unos ojos grandes verdosos y sombreados de pestañas largas; la nariz corta y los labios gruesos. Se peinaba hacia atrás su melena negra y espesa, dejando al descubierto una frente corta. Su fuerza era la perversidad sexual, que brotaba de un cuerpo de frigidez casi absoluta. Tenía mil diabólicos recursos para despertar en los hombres los deseos más insanos; pero ella no sacaba ningún placer en los encontrones de la carne. Cuando se encerraba en la alcoba con el desconocido que la compraba, tanteaba en lo más recóndito de su espíritu buscando la mala bestia que todos llevamos en el cuerpo, los instintos vergonzosos, las aberraciones inconfesables. ¡Qué artes satánicas, para que el pulquérrimo caballero soltase la inmunda fuente de las groseras injurias, para que el intelectual cultivado dejase ver sus escondidos instintos de salvaje, para que el hombre dado a la religión perdiese la conciencia entre blasfemias! A veces, sin ningún estímulo, aparecían enseguida el sadismo, todos los monstruosos disfraces de la epilepsia sexual; pero aun en los que se creían más libres de estas lacerías, descubría la Sibila un escondido fermento pronto a ganar todo el cuerpo y el alma, dejándoles para siempre inquietados y tocados del mal. Estos hombres 427 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 428 VICTORIANO JUARISTI volvían a ella como el borracho al alcohol; y no sabían en adelante satisfacer sus apetitos sino repitiendo y agrandando la monstruosidad descubierta. Alguna vez, en plena escaramuza carnal, estallaba uno de sus ataques histéricos, con tales convulsiones, espumarajos y contorsiones violentas, que los galanes escapaban muertos de terror. Estos ataques disgustaban a la dueña. Precisamente, ya que Daniel era especialista en enfermedades nerviosas, podría estudiar el caso y encontrar un remedio. Había tomado ya muchas drogas, y no quería oír hablar de hipnotismo, que es cosa de barraca para embaucar majaderos. Pero acaso algunas inyecciones, al- 428 gunas aguas o una operación quirúrgica podrían evitar aquellos accidentes que infundían miedo a los generosos y torturados amigos de la Sibila, y a la dueña misma, que buscaba en aquélla sáficas complacencias. Ya se despedía Daniel, cuando sintieron que el portal se abría, y el taconeo de una mujer marcaba rítmicamente los escalones. –¡Ahí etá eza! –advirtió la Cordobesa. Dos minutos después la Sibila se quitaba el abrigo y el sombrero, en forma de turbante, de tisú de plata, con un camafeo egipcio tallado en una piedra verde. Se alisó los cabellos estirándolos hacia atrás; sentóse, cruzadas las piernas, fuera de la luz, y encendió un cigarrillo. –¿Usted dice que me estaba esperando? –preguntó a Daniel. –Sí; ¡con mucha curiosidad! ¡Me han contado tales cosas! –¡Ya, ya! Vaya, ¿quería usted conocer al fenómeno? ¡Pasen, señores; pasen a ver a la maravilla del mundo misterioso, la Sibila clarividente, la adivinadora del pensamiento y del porvenir! Curiosos experimentos de telepatía, espectáculo científico, de absoluta moralidad; pueden verlo las señoras y señoritas de la respetable sociedad ¡Pasen, que va a empezar! Esto lo dijo la Sibila con una voz gutural que parecía venir de lejos, Juaristi 24/7/07 12:25 Página 429 EL ANATÓMICO sin mover los labios. Luego imitó el débil ladrido de un perrillo faldero, a quien regañaba. –A ver, Medoro, ¿qué es eso de enfadarte con tu amita? ¡Suba usted aquí, picarón! ¡Quietecito, así! El perrillo imaginario gruñía cada vez más sordamente, mientras la Sibila le acariciaba con la voz y la palabra. –¡Meno mal que ha venío de güen talante! –comentó la Cordobesa, dirigiéndose a Daniel, que sonreía. –Usted tendrá un duro, ¿no? –continuó la Sibila–. Pues démelo y verá cómo se lo llevan los espíritus. ¿No es sevillano? Pues mírelo aquí, en la palma de la manita. A la una, a las dos, ya está; ya se lo ha llevado un espíritu. Usté tendrá otro duro, ¿no? Pues démelo también para que se lo lleve otro espíritu, que se ha quedado de envidia. –¿No se contentaría con dos pesetas? Porque no me queda más plata. –No sé, no sé; probaremos. Vengan las dos pesetas. –A la una, a las dos... A las dos pesetas ya no las vuelve a ver. Oye –dijo al médico, cambiando de gesto y tuteándole. ¿Te quedas conmigo esta noche? –No, querida. Estoy de guardia. –¿En el cuartel? ¿Eres oficial? –En el sanatorio. Soy médico; vendré a verla una tarde de éstas. –¡Médico, bah! Los médicos sois muy materialistas; no creéis en la telepatía ni en la metempsicosis. Aquello que no saben explicar es que no existe. Todo es nervioso para vosotros, y no sabéis ni lo que son nervios. Espera un poco y verás una cosa que no has visto. Salió de la estancia un momento, y volvió con una cajita de metal abierta. –Deja una tarjeta tuya aquí sin enseñármela; ya está, y la caja cerrada. Ahora véndame los ojos con este pañuelo; yo pongo mis manos sobre la caja y leo la tarjeta. Dice... ¡Ay, no lo entiendo; está en inglés! No; dice... Karl Meinert, Lui... sen... es... trase... Berlín. ¿No es así? ¡Quítame la venda! Daniel buscaba la explicación del hecho, queriendo dar con el truco de aquel juego de prestidigitación. –¡No seas bobo! No es una trampa; es que yo veo con los dedos algunos días. Has puesto una tarjeta de otro creyendo que yo sabía tu nombre y que haría la plancha. Esto es serio, chico. –¿No te quedas? ¿Ni un ratito pequeñito? ¿No? ¡Oye, tienes sangre en la frente! –dijo de pronto alarmada. Maquinalmente se pasó Daniel la mano sobre las cejas y luego el pañuelo, que siguió limpio. 429 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 430 VICTORIANO JUARISTI –Tienes sangre, mira –insistió la Sibila, enseñando primero su pañuelo blanco, tocando con él la frente del médico y retirándole manchado de sangre. La dueña y la Cordobesa se asustaron, y llevaron a Daniel bajo la lámpara, pero no descubrieron el menor arañazo. –¡Ezta mujé tié una mala zambra! ¡A mí me da mieo! El médico celebró el truco, y se despidió, temeroso de no encontrar a tales horas un «auto» que lo llevase al sanatorio. La Italiana le acompañó hasta el portal, con una bujía encendida, insistiendo en que volviese para ver de remediar aquellos ataques. Cuando subió al piso encontró a la Sibila con cara de espanto, señalando en el pasillo un reguero invisible. –¿Lo ves? Sangre en el suelo. ¡Ese hombre está herido en la cabeza, herido de muerte! Y justamente tuvo tiempo para echarse vestida en su cama. Durante algunos segundos quedó rígida, con la cara contraída y los puños cerrados; en seguida empezó a sacudir violentamente la cabeza con movimientos rítmicos; luego su cuerpo se levantó formando un arco, apoyado en la nuca y los talones, para caer después entre agudos gritos y convulsiones atroces. La Italiana corría de un lado para otro buscando 430 una medicina y un vaso de agua fresca. Pronto se llenó la estancia del fuerte olor del éter y del agua de azahar que la dueña intentaba hacer pasar con una cuchara entre los apretados dientes de la muchacha, mientras pretendía aquietarla con palabras cariñosas. –¡Carina mía! ¡Ya pasó! ¡Ya se fueron los males que te atormentan! ¡Estás conmigo, con tu Laura, que te quiere! ¡Te compraré aquella sortija que te gustó en casa de Rozanés...! ¡Te llevaré a Biarritz el verano...! La Cordobesa, sentada sobre las rodillas del pintor, en su cuarto, se tapaba los oídos para no percibir los agudos chillidos de la Sibila, que fueron cesando. Luego se oyeron unos sollozos; luego unos besos, y poco después, cuando los ruidos callaron, se durmió la luz, mientras la carne, inquieta, temblaba, desvelada en todas las estancias de la mancebía. CAPÍTULO XIII El rayo Pocos días después salió Daniel del sanatorio, a vagar por las calles de Madrid, a la hora en que la mano oscura del véspero abre las oficinas y los talleres para dar libertad a los cautivos y rebaja y apa- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 431 EL ANATÓMICO ga la luz diurna, para encubrir los estragos del tiempo en el vestido y en la figura; la hora en que es fácil apartarse disimuladamente de la corriente de las grandes vías y buscar por torcidos caminos «la otra casa». Es la hora de todos, la hora sentimental; ésta en que se sale a la calle respirando con avidez un aire que parece puro y se empieza andando muy deprisa, aunque no se tenga donde ir. Todos esperan algo de esta hora; la sorpresa en la calle, el pecado en la casa, la confidencia en el café, la ilusión en el teatro, la absolución en el templo. Se perciben mil y mil luces, salpicadas en aparente desorden como las estrellas; pero que los ojos del hombre de la ciudad sabe, como un astrónomo, agrupar en sistemas conocidos, en constelaciones del suelo. Dijo piropos al paso de graciosas siluetas; siguió a alguna misteriosa damita hasta dejarla en su casa, o hasta perderla en una tienda o al doblar una esquina; saludó a las amigos de todos los días, compró los periódicos de todas las noches; leyó las carteleras de los espectáculos. Una de las muchachas que pescaban, echando la red en el pequeño circuito «Alcalá-Jardines», le recordó la promesa que había hecho a la Italiana de estudiar las crisis nerviosas de la Sibila. Paseando lle- gó hasta la casa de la calle de Barbieri, y subió escalera arriba, cruzó con una de las pupilas, muy elegantona, que bajaba cantando bajito, poniéndose los guantes y dejando tras de sí una estela perfumada. Al llegar a la puerta dejó el paso a un señor, a quien despedía la Italiana, obsequiosa. El señor se avergonzó un poco y ocultaba la cara con disimulo. Daniel pensó en lo ridículo de aquella vergüenza. ¿Era por verse en un lugar de pecado? No, puesto que aquel hombre y cualquier otro harían gala de ello en sus tertulias; el que hace una conquista, la tiene por inútil si no puede vanagloriarse de ella, si no encuentra siquiera un confidente a quien relatar el lance; pero la confidencia visual sólo se admite como una aberración. Nadie quiere testigos del mismo sexo en el momento de satisfacer este apetito, tras del cual sobreviene un desfallecimiento, un desmayo de vencido, un bochornoso desarme. El hombre que entra en una mancebía se recata un poco por convencionalismo, pero da el paso con cierta bravuconería, cierto ademán de desafío, de agresión; el que sale, se recata porque se siente grotesco y le parece que se ha de ver su humillación a través de los pantalones. Además, empieza a tener miedo. 431 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 432 VICTORIANO JUARISTI La dueña hizo pasar al médico, que tuvo que darse a conocer de nuevo. –¡Ah, sí, sí! ¡El doctor, amigo de Fontana! ¡Discúlpeme, señor, y siéntese’! Tomará usted una copa de Oporto mientras charlamos un poco. La Elena está... tiene visita, pero saldrá en seguida. ¡Qué sufrimientos los de la noche última, cuando ustedes se fueron! La Italiana refirió lo sucedido, y fue contestando a las preguntas con que Daniel reconstruía la historia clínica de la Sibila. En tanto sonaba discretamente el timbre de la puerta, anunciando a nuevos comensales para el «te de las siete». Unas veces abría una criadita, picada de viruelas, con la falda corta y ademanes rápidos; otras acudía la misma dueña, excusándose con Daniel por dejarle solo y dándole abundantes explicaciones. –Es la hora de más movimiento; sobre todo es la hora de los «líos» de las casadas que salen de visita y de los muchachos a quienes no permiten escapadas después de cenar. ¡Se ve cada cosa! ¡Tengo miedo de la gente de ahora, porque los maridos que siguen a sus mujeres por sospechas o por anónimos caen aquí como locos y arman escenas terribles! ¡Y no digo nada de las parejas que vienen a suicidarse! Aquí sucedió una vez... ¡Qué disgus- 432 to! Gracias a que una tiene muy buenas amistades. Por si acaso, yo no permito que nadie se cierre por dentro; esta llave, por fuera, sirve para todos los cuartos. Cuando terminan su conversación llaman, y se les abre el encierro. Así no se marchan sin pagar; si oímos voces y disputas, me pongo en el observatorio a ver qué pasa. –¿En el observatorio? –Sí, mire usted: La Italiana, indicándole que guardara silencio, dejó a oscuras la salita, descolgó un pequeño cuadro de la pared, en la que se destacó un pequeño agujero luminoso; después de mirar por él atrajo hacia sí a Daniel para que hiciera lo mismo. Por la disimulada mirilla se veía una buena parte de la habitación contigua. Daniel sintió que una oleada de rubor calentaba su rostro; se apartó del agujero, acusándose de que acaso no lo hiciera tan pronto si hubiera estado solo. Repuesto en su lugar el cuadro, la dueña, sonriendo, siguió sus comentarios: –Todas las alcobas tienen sus mirillas, por prudencia y por negocio. Hay muchos aficionados a curiosear; pero yo no permito mirones cuando se trata de mujeres del buen mundo; ¡eso no! Solamente cuando son chicas de la vida y los señores quieren ver panoramas sin arriesgarse en la excursión. La Cor- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 433 EL ANATÓMICO dobesita llama «ojeadores» a estos caballeros, que son gente seria, de cierta edad y muy generosos. Entró la criada, y en voz muy queda habló a la dueña, que salió con un gesto de impaciencia. Daniel quedó sólo, pensando en la brutal ceguedad de la bestia carnal desbocada. Aquella mujercita que se estaba vistiendo en la alcoba contigua, sin pensar en que cualquiera, a través de los tabiques, podía huronear en lo más escondido de su cuerpo y testimoniar su entrega tenía seguramente un marido que la creía irreprochable y que trabajaba como un forzado porque nada faltase a la fiel compañera; y este marido recibiría una puñalada en el corazón, una herida incurable, si un día supiese... Acaso aquella mujer tendría un hijo, que moriría de vergüenza si alguien le dijese... Ella misma saldrá de aquella infame casa llena de pesar y entrará en la suya, temiendo que un detalle de su vestido, una contradicción en la cadena de mentiras que tenía que inventar, un gesto de su cara, un matiz de sus ojeras, una mirada de aquellos ojos esquivos, llame la atención de su marido. Cualquier pliegue de la frente de este hombre será una terrible inquietud para la adúltera. –¿Sabrá...? Y si sabe, ¿qué hará de mí?– Ella sentirá un gran arrepentimiento, una gran piedad para el engañado; hará que tenga súbitas explosiones de cariño hacia él y cuide más de su persona, pero volverá. Si delante de ella se comenta la liviandad de una mala esposa, o se aprueba la venganza de un marido ultrajado, tendrá sudores de agonía. Buscará un confesor terrible en una iglesia oscura y llorará su pecado, pero volverá. Cuando el día de la nueva cita se acerque, sentirá que sus temores y propósitos se alejan y volverá a casa de la Italiana a desnudarse para un hombre que ya está cansado de aquel compromiso y que la cambiaría gustoso por una de las gráciles pupilas que en aquella casa se ofrecen sin sobresaltos, sin complicaciones, sin riesgo de un pistoletazo amparado por la ley... En tales reflexiones, entraron la dueña y la Sibila. Esta vestía un kimono de seda azul, que dejaba ver su busto y sus brazos hasta los sobacos a cualquier movimiento. La Italiana llenó para ella una copa de Oporto. –¡Ay doctorcito! Le agradezco que se haya usted molestado por mí. Eso prueba que me perdona usted algunas tonterías que le dije la otra noche. –Nada de tonterías, ni nada que perdonar! Me pareció usted, además de bonita, muy interesante. –No; estaba muy nerviosa. Era uno de mis días malos; tuve un ata- 433 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 434 VICTORIANO JUARISTI que atroz cuando se marchó usted; lo estaba presintiendo. Hoy, en cambio, todo es de color de rosa, y estoy contenta como un pájaro. Cenaré con mi amigo y luego nos iremos al «cine». ¡Me apasionan las películas! ¿Usted no suele ir? –Poco; pero también me gusta. Solo que, cuando dispongo de unas horas de descanso, prefiero pasear al aire libre. –Yo tengo en mi cuarto retratos de Douglas y de Rodolfo Valentino y de la Menicelli y de Mary Pikford. Compro el «Cine popular» para leer argumentos y enterarme de la vida de los artistas. Yo creo que serviría para este oficio, ¿no le parece a usted? –Indudablemente se podría sacar mucho partido de su figura y de su mímica expresiva. –¿Verdad? ¡Y eso que le pueden dar a una cada timo! ¿No sabe usted lo que le pasó a la Cordobesita y a otras «primas» como ella? Pues nada; que dos señores extranjeros hicieron correr la voz de que se necesitaban artistas para una película con escenas españolas, y ofrecían muy buenos sueldos; pero exigían de cinco a diez duros de garantía de que los actores no habían de faltar hasta que todo estuviera impresionado. Repartieron el argumento escrito a máquina, y hubo verdaderas batallas sobre quiénes 434 habían de representar los papeles principales. La primera escena debía hacerse frente a la Plaza de Toros; allá vería usted medio Madrid, de mantilla y cordobés esperando a los tíos, y la mar de público; y el operador que no viene, y el director que tampoco. Total, la primer rechifla, y tres mil pesetas que se llevaron los del «Consorcium». A Manolo Cayuela, que iba a ser el protagonista, y que estaba entusiasmado con verse en la pantalla, le llaman desde entonces «Largo Metraje». ¿No, se ríe usted, doctor? ¡Si encontrase algún amigo que me llevara por América o por Italia o por donde se hiciesen películas! A mí me gustan las italianas sobre todo, aunque los hombres no son guapos ni de buen tipo; pero hacen muy bien las escenas de amor, los celos, los dramas... Daniel dejó hablar a la Sibila, observándola con atención. Por la descripción que de los ataques le hizo la Italiana estaba seguro de que no era una epiléptica, sino un caso más de histerismo, probablemente curable con facilidad. Precisamente se discutían mucho en el sanatorio las doctrinas de Freud y su aplicación al tratamiento de esta enfermedad y de otras semejantes, y veía en la muchacha un caso muy a propósito para las prácticas del psicoanálisis. Pero en aquella salita, continuamente interrumpida por el entrar y salir de la criada y las pu- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 435 EL ANATÓMICO pilas y por los ruidos y voces que llegaban de todas las habitaciones, no era posible intentar ningún examen serio, ni aquella casa era lugar para imponer con autoridad ideas sugeridas. En las discusiones del sanatorio, el doctor Estébanez sostenía la tesis de que podían existir trastornos mentales sin lesiones anatómicas, es decir, que una conmoción moral podía acarrear una perturbación en las funciones del cerebro, como se demostraba en las autopsias de muchos individuos. En estos enfermos un análisis espiritual podía conducir al descubrimiento del accidente moral, de la idea perturbadora que, escondida por la conciencia, roía como un gusano el alma del paciente y cabía su aniquilamiento mediante la sugestión. El doctor Gómez Cuesta se indignaba contra esta doctrina que, bajo una capa científica, retrasaba la psiquiatría hasta los tiempos de los endemoniados. El hombre del laboratorio decía que el psicoanálisis no era más que un burdo interrogatorio que arrancaba una confesión, muchas veces falsa; y que la sugestión era un exorcismo con el cual podía sacarse del espíritu un demonio, una obsesión, pero sin curar al paciente, que seguiría siendo un neurósico abierto a todos los nuevos demonios que quisieran poseerle. Contra el resultado negativo de las autopsias, aducía que no todo se descubre de una vez y que a menudo se pasa junto a la verdad sin verla. Así en la demencia precoz, acaban de estudiar recientemente lesiones que hasta hoy eran desconocidas; además, los médicos habían cometido el error de no buscar el daño más que en el cerebro, siendo así que éste puede funcionar defectuosamente, porque los jugos que recibe ¿de la sangre estén alterados, como sucede en muchos envenenamientos y en algunas enfermedades de las glándulas de secreción interna. Pero el doctor Estébanez insistía con sonora elocuencia en las afirmaciones de Brener, de Jung y Freud: –Sí; la conciencia esconde en la subconciencia todo lo que es ingrato, molesto, vergonzoso. Yo me figuro esta subconciencia como un cuarto oscuro, como un calabozo en el que cada cual encierra cuanto hay de culpable en su vida espiritual; pero es un calabozo sin cerrojo, cuya puerta tenemos que mantener cerrada, empujándola con el hombro. Y cuando nuestra fuerza flaquea por una distracción, por una enfermedad que nos agota, por el alcohol, por los excesos sexuales o simplemente porque nos dormimos, el recluso alborota. nos inquieta, pugna por salir, asoma... De ahí las pesadillas, las obsesiones y los ataques de nervios. 435 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 436 VICTORIANO JUARISTI –Pero, ¿qué es lo que merece ser escondido o encarcelado en la subconciencia? ¿Cuándo es justa la conciencia y cuándo no? –explicaba Gómez Cuesta–. Este criterio ha de subordinarse al medio en que se vive, a la educación recibida, y depende sobre todo de la calidad orgánica del juez. Es decir, que un suceso insignificante puede ser un traumatismo grave para la mentalidad de un neurósico, mientras que otro aguantará con indiferencia los más rudos ataques a sus sentimientos. Y es que sucede lo mismo que en cualquier otro género de enfermedades; un golpe hace aparecer un tumor blanco que estaba escondido, o provoca la perforación de una úlcera cancerosa que nadie había sospechado, de igual modo que un susto o una escena inmoral descubren una enfermedad mental que estaba latente, oculta, como encerrada en un huevo, esperando un golpe que rompiese la cáscara. No creo que nadie tenga ataques ni se vuelva loco por un susto, sino que ese susto provoca la aparición de un síntoma en una histérica o un loco. ¡Y cuidadito con las confesiones, ojo con el psicoanálisis, sobre todo cuando se explora a una mujer! Pasará lo mismo que con las sesiones de hipnotismo; la enferma que se entrega en espíritu, acaba por entregarse corporalmente. Obligada a quitarse la ropa, la confidencia se 436 extrema y llega a vaciar cínicamente la palangana de los escrúpulos y a despojarse hasta de la camisa. Y dirigiéndose a los internos, les decía. –¡Cuidado, muchachos! Un médico joven, bien parecido y espiritual que se constituye en confesor de una mujer, acaba acostándose con ella o siendo luego su víctima. Sucederá con el psicoanálisis lo que con el hipnotismo, y esto no es científico. Es una charlatanería peligrosa. Muchos médicos se han convertido de sugestionadores en sugestionados, de confesores y consejeros en juguetes de una loca. ¡Hay que seguir siendo fieles a la Anatomía patológica! Daniel recordaba estas palabras, y consideraba lo fácil que sería caer en las tentaciones de aquella carne joven, perfumada y perversa y ligarse a ella en cuanto hubiesen sonado los primeros arpegios de las cuerdas del sentimiento puestas a tono. Hubiera querido invitar a la Sibila a que le visitase en su despacho del sanatorio para estudiarla metódicamente; pero pensaba que el encerrarse con una meretriz bonita podía parecer mal a sus compañeros y, peor aún, dar finalmente la razón a las advertencias de Gómez Cuesta. Por otra parte, ¿qué importaba que la golfilla tuviera o no ataques y Juaristi 24/7/07 12:25 Página 437 EL ANATÓMICO desarreglos nerviosos? Por cinco duros, los galanes no podían pretender que, además de un cuerpo de Afrodita, tuviera la Sibila el cerebro de Descartes. Mientras el médico pensaba vagamente en estas cosas, ella seguía su charloteo. –¡Las pesadillas! Casi siempre sueño con mi vida de antes, de cuando hacía títeres, adivinaba el pensamiento o figuraba la metempsicosis. ¡Las veces que me caigo de un trapecio más alto que las nubes! ¡Ay... madre! Yo no sé quien me ha enseñado a llamar a mi madre, porque no la he conocido nunca. Pues nada, se me va el pie, y ¡cataplún!; me despierto sudando a ríos y con unas palpitaciones... Otras veces soy una hechicera de verdad, y duermo con una serpiente por almohada; pero una noche se me enrosca en el cuello y me aprieta, me aprieta... ¿Y cuando quedo convertida en estatua de piedra en un desierto y el sol me abrasa y los moros encienden hogueras que me queman los pies? Todavía es peor cuando me veo envuelta en un sudario y me muero de verdad y se me van cayendo las carnes a pedazos hasta convertirme en un esqueleto, mientras el hombre de la barraca cree que es una farsa como siempre, y dice a gritos al público: –«¡Pasen a ver a la metempsicosis maravillosa; la muerte y resu- rrección de una joven hermosa; por un real nada más»! Y la gente pasa, y la muerta no resucita... En esto volvió a entrar la criada, anunciando con aire regocijado y misterioso en voz baja: –Es el negro, con una. Los he pasado aquí al lado, y salió guiñando el ojo. –Es el boxeador Jacques Wood –explicó la Italiana–. Lo trajo aquí por primera vez, la semana pasada, una señora bien, encaprichada del negro. ¿Le ha visto usted? Es un hombrachón enorme, pero admirablemente tallado, como una estatua, y es como un niño bobo. Los empresarios y los entrenadores le tienen secuestrado para que no haga cosas que le debiliten; pero él se escapa alguna vez con las muchachas o señoras que le dan cita. –¡Uf! ¡Tiene muchas admiradoras! –apoyó la Sibila–. Es feo, pero baila con mucha gracia; lo he visto en el Palace. La Tirana, que ha estado con él, dice que tiene la piel como de raso, y que con su fuerza, su color y sus movimientos es algo como si no fuese un hombre, pero mejor que un hombre, para el caso. Y nada bruto, al contrario, muy fino y divertido. Como para confirmar lo que decía la Sibila, sonó una risa de mujer en el cuarto vecino; una risa que produjo un inexplicable malestar a 437 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 438 VICTORIANO JUARISTI Daniel. Luego se oyó el taconeo de la mujer, que jugueteaba corriendo, como perseguida por el coloso, y algunas exclamaciones de éste en inglés. La Italiana, sonriendo con malicia, dejó la salita a oscuras; se acercó a la mirilla y quitó el cuadro que la ocultaba; a los pocos segundos llamó muy quedo a la Sibila para que curioseara. Volvió a oirse otra vez la risa de la mujer, una risa ahogada, entrecortada por palabras sueltas y pequeñas carreras. –¡Oh; no, no, no! ¡Basta, basta; vámonos de aquí! Daniel se puso en pie bruscamente, rechazó de un empujón a las mujeres y miró por el agujero, torciéndose para buscar más campo. Sólo veía una parte de la cama con las cubiertas hechas, y un canapé, sobre el que habían dejado algunas prendas de vestir, los sombreros, un bolsillo, y una chaqueta de hombre extendida con cuidado y un cuello planchado. De pronto pasó ante el agujero la silueta del negro, en mangas de camisa, corpulento, riendo con sus carnosos labios abiertos hasta enseñar todos los dientes y persiguiendo con una mímica grotesca a su invisible conquista. Luego, la habitación quedó a oscuras, y se oyeron más risas, más exclamaciones y el ruido de 438 una silla derribada. Otra vez se encendió la luz en la alcoba, y bruscamente Daniel vio a la mujer. Creyó que se quedaba ciego, que perdía el conocimiento, y se retiró de la pared para apoyarse en la mesa. Se rehizo en el acto y, febrilmente, buscó a tientas la llave que la Italiana había dejado sobre la mesa, junto a su bolsillo. Dió con ella, y salió como loco hacia el pasillo. La dueña dió luz en la salita, y se percató de que sucedía algo grave. Las dos mujeres se lanzaron tras de Daniel para sujetarle mientras él forcejeaba en la puerta. –¿Por qué, señor? –clamaba la Italiana–. ¿Qué va usted a hacer? ¿Para qué un escándalo? Daniel la rechazó de un fuerte empellón; cedió la puerta, y durante unos segundos todos permanecieron quietos y silenciosos; la dueña dudando si pedir auxilio o dejar que viniese lo que viniese; la Sibila estaba contenta de ver una escena dramática, como lo del «cine» italiano. Daniel sintió que su ira se fundía en dolor, en pena. Y en medio de la estancia, el negro, en la actitud de luchador, esperaba el ataque de aquel desconocido, protegiendo a Cecilia, que era la dama de la aventura, arrodillada en el suelo tras el coloso y extendiendo las manos juntas hacia su hermano. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 439 EL ANATÓMICO –¡Déjame marchar, Daniel! ¡Ha sido una locura! ¡No me castigues! ¡Que no lo sepa él! ¡Llévame! Daniel avanzó con los puños cerrados. Al negro se le inyectaron los ojos; sobre su cara infantil grotesca pasó una mueca brutal, y descargó su brazo hercúleo como un resorte sobre el pecho de aquel desconocido. Daniel cayó de espaldas, y su cabeza chocó violentamente con la esquina de un armario. pequeño desmayo y pasará pronto. Voy a llamar un «taxi». Daniel continuaba sin sentido; pero empezaba a hacer algún movimiento incoordinado. –¡Salvaje, bestia! ¡Asesino! –increpaba Cecilia al negro, que, aturdido, recogía sus ropas y salía del cuarto, empujado por la Italiana. –¡Daniel! ¡Contesta, perdóname! –gemía Cecilia arrodillada frente a su hermano, sosteniendo su cabeza pálida y aplicando un pañuelo a la sien, por donde brotaba la sangre. La Sibila, temblorosa, acudió, trayendo un vaso de agua. –¡Si tenía que ser! –exclamaba–. ¡Si le ví sangre en la frente! Quisieron hacerle beber, pero fué imposible. Volvió la Italiana más serena, y vendó la cabeza del herido con un pañuelo. Cecilia se mordía las manos y lloraba desesperadamente. La Sibila le hizo levantarse, y recogió su sombrero. –Hay que hacer algo; tiene usted que arreglarse y pensar cómo encubrir lo que ha pasado. Acaso tenga remedio todo. –¡Remedio! Que no se muera Daniel y que pague yo mi culpa. –Un coche, por Dios; hagan venir un coche para llevarlo a una clínica –pedía Cecilia acongojada. –¿Es usted... casada? ¿Es él su marido? ¿Su novio? ¿Su hermano entonces? –Sí, señora; hay que sacarlo de aquí como sea. Cecilia se cubrió la cara con las manos. –Ahora pondremos una almohada bajo su cabeza; acaso sea un –Pues hay que mentir, hay que decir que su hermano se cayó en 439 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 440 VICTORIANO JUARISTI las escaleras y que tenía en una tarjeta las señas de usted; que usted ha recibido un aviso nuestro y ha venido sin saber qué sitio era éste... –¡Daniel no vive con nosotros! ¡No, podré mentir! ¡Estoy perdida, y mi marido morirá de pena! ¡Tan bueno! ¡Ay, mi Enrique! ¡No tengo perdón! –¡Vaya, señora! Peores casos se ven en el «cine», y se arreglan. Hay que serenarse y mentir. Su hermano no ha de acusar a usted ni aquí hemos de decir nada. La dueña entró para avisar que el coche esperaba y ver si el herido recobraba el conocimiento. –¿No podrá levantarse? Habrá que bajarle en una silla; diremos al chófer que ha bebido; no es la primera vez que bajan así a un señor. ¿Y usted? –Yo voy con él. Ya diré a dónde. Subieron dos hombres. La criada bajó al portal para avisar el momento propicio en que no pasase gente por la calle. Con alguna dificultad sentaron al herido en una silla y lo bajaron hasta el portal, en el que lo cogieron por debajo de los brazos y con presteza; aunque sus pies arrastraban, lo instalaron en el coche. Cecilia se sentó a su lado. –¡A la clínica de la Almudena; despacio, por Dios! 440 Llegaron; Cecilia no podía levantarse ni hablar cuando se acercó un practicante a la portezuela, abierta por el chófer. Justamente le hizo callar con una seña, cuando, asombrado, reconoció al herido y a su acompañante. En el portal rompió de nuevo a llorar ante las preguntas y exclamaciones de las monjas. Condujeron al herido a la sala de operaciones, mientras Cecilia se abatía en un sofá del recibidor. –Pero, ¿qué ha sido? ¿Qué le ha pasado a don Daniel? –¡No sé! ¡Si no me doy cuenta! Hace media hora llamaron a Enrique por teléfono con urgencia desde el sanatorio de la Florida; mi marido no estaba. No querían decirme nada; pero yo insistí, y al fin me dijeron que Daniel se había hecho daño, cayendo desde una escalera... al buscar unos libros en la biblioteca. –¡Pobre muchacho! ¡Siempre estudiando! ¿Y luego? –Tomé un coche, y fuí en seguida. Estaba como ahora, sin conocimiento, con una herida en la cabeza. Lo hemos traído, y no sé... –¿Quién ha venido con ustedes? ¿Un señor médico? Cecilia empezó a titubear. No estaban los médicos. Un enfermero, que me ha dejado aquí cerca para buscar a mi marido.¡Por Juaristi 24/7/07 12:25 Página 441 EL ANATÓMICO Dios, miren a ver que dicen en la sala! ¿Tiene mucho daño? ¿Habla? –Esté usted tranquila, que ya le atenderán; no será nada. Estos golpes de la cabeza son muy aparatosos. Mucha sangre, muchos desmayos, pero curan pronto. Yo he visto mucho de esto. Después de curado acostaron a Daniel en uno de los cuartos, y Cecilia se instaló a su cabecera, mirando con terror lo que de su cara pálida dejaba ver el extenso vendaje y siguiendo con angustia su respiración, ruidosa y lenta. Una monja iba y venía de puntillas, atendiendo a los detalles del servicio y musitando lamentaciones y consuelos. Cecilia sentía bullir en su cabeza ideas desesperantes e imágenes que reproducían atropelladamente las pasadas. Intentó reconstituir mentalmente las etapas de aquel episodio inverosímil, que rompía su vida feliz, convirtiéndola en un infierno de remordimientos y vergüenzas. La primera visión así evocada fué la de cierta mañana en que saliendo de una iglesia con una amiga suya se cruzaron cerca del Palace con dos extraños personajes, dos negros, que marchaban con un paso rítmico y acelerado, el uno en pos del otro; el delantero, enjuto, de mediana estatura, de ágiles mo- vimientos, señalaba la ruta y la velocidad de la marcha, que el otro, corpulento, de enormes espaldas, seguía dócilmente. Su amiga explicó: –Ese es Jacques Wood, el boxeador, que hace todas las mañanas su paseo de entrenamiento; llegará sudando a chorros al hotel, tomará su ducha y se pondrá a dar puñetazos a un pelotón durísimo. Tiene un match, el jueves, en el circo. ¿Quieres que vayamos? Fueron. El gigante de bronce luchaba con un atleta francés, cuya carne parecía exangüe y enferma junto a la del negro. A cada encontronazo de los pugilistas, las dos amigas contraían la cara y se apretaban entre sí como para protegerse, y lanzaban un pequeño grito de horror. Aquello las espantaba; lo encontraban bestial, odioso, repulsivo; pero querían ver cómo terminaba, cuál era la actitud y el gesto del vencido; hasta pensaban que el vencedor lanzaría un sonoro quiquiriquí, como el gallo que tiende a su rival de un fiero espolonazo. Además, ninguna de ellas había visto dos hombres así, tan despojados de ropa y de inteligencia; la cabeza alargada y rapada del púgil negro parecía no contener la menor traza de cerebro, y de su cara había desaparecido toda expresión humana; en el rostro del blanco aún se podían 441 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 442 VICTORIANO JUARISTI distinguir al principia vestigios de sentimientos, miedo, rabia. Pero a los pocos minutos toda expresión desapareció bajo la hinchazón de los bárbaros manotazos. Cayó el blanco, y quedó en pie el negro, inclinado hacia el suelo, con los brazos colgantes y prolongados por las enormes manoplas, en la actitud de un simio gigantesco; entonces su cara tomó una extraña expresión de niño idiota. La carne de Cecilia tuvo aquella noche extrañas inquietudes, comparando lo que ella conocía de otros hombres, con el negro hercúleo. Los demás eran muñecos endebles, a través de cuyas carnes gelatinosas parecía transparentarse el armazón de huesecillos articulados; hombres que se defendían contra un vientecillo con tres o cuatro capas de tejidos densos y cálidos que entorpecían sus movimientos, tan limitados, que el inclinarse a recoger algo del suelo era una tor- 442 tura; hombres cuyo mérito estaba en parlotear como las cotorras, cuya dinamicidad escasa tenía que ser suplida por artificios de acero. Pero aquél era como un toro arrogante, fuerte por sí mismo; se figuraba ella ser arrebatada por el gigante y poseída por él sobre la templada arena del desierto, bajo el asombro del sol, testigo único de aquella cópula original que engendraría una raza nueva, y se figuraba ser luego la dominadora de aquel hombre-toro que ninguno podía rendir. Después vió su retrato en los periódicos, y tuvo por el atleta el mismo culto escondido que había tenido por otros hombres de primera línea. Escuchó, callada, los comentarios de sus amigas sobre aquel bruto, que todas hubieran querido acariciar, con miedo y curiosidad, como a una bestia domada. Una de ellas, algo casquivana bailó con él en el Palace, y volvió a su butaca con ojos de pecado mortal. Y aquel día fatal, hacía dos horas apenas, Cecilia se había encontrado en su rápido crucero vespertino por la calle de Fuencarral, con el boxeador, que iba solo, despertando la curiosidad y los comentarios de los paseantes. Le. siguió algunos pasos, por recrearse viéndole andar; pero él, deteniéndose un momento en un escaparate, dejó que la rubia damita fuera delante, y Juaristi 24/7/07 12:25 Página 443 EL ANATÓMICO se convirtió en su perseguidor, diciéndole algunas palabras en inglés. Cecilia se aturdió, y quiso interrumpir la persecución apartándose de las vías concurridas hacia las calles oscuras y silenciosas; pero el negro fué tras ella, que menos azorada y hasta un poco divertida por las galanterías y simplezas que le decía, intercalando en su lengua palabras castellanas mal aprendidas, se paró, sonriendo, y contestó en inglés: con ella las escaleras como con una muñeca. Ante la puerta quiso huir; pero las manos del hércules se adueñaron de su cuerpo y anegaron su resistencia en una lánguida sensualidad. Unos minutos después estallaba la tragedia; caía el rayo que aniquilaba para siempre la naciente paz de su vida y convertía la lozana juventud de su hermano en aquel miserable cuerpo inerte, que yacía a su lado como una máquina rota. –En su país no molestaría usted así a una señora. El púgil se rió como un niño bobo, y encantado de poder ser entendido cogió del brazo a Cecilia a tiempo que pasaba un «taxi». –¡Un pequeño paseo con la niña rubia! Quién sabe lo que hay dentro de un coche cerrado! Rápidamente, Cecilia pensó que aquella aventurilla sin transcendencia significaba para ella muchas horas de recuerdos regocijantes; además, era más peligroso el continuar por las calles con aquel gigante al lado. Subieron en el coche, y cuando éste, después de vagar, paró frente a la casa innoble de la calle de Barbieri, su conciencia estaba envuelta en la bruma tibia de la naciente embriaguez de la carne. El negro abrió la portezuela; de un tirón hizo entrar a Cecilia en el portal; la cogió en brazos, y subió CAPÍTULO XIV Por la noche, cuando el marido de Cecilia volvió a su casa, le dieron el recado de que habían reclamado con urgencia su presencia en la clínica. Preguntó por teléfono de qué se trataba, y respondieron que había ingresado un herido grave, que quizá necesitase ser operado. En casa nada sabían aún de lo ocurrido. Al llegar a la clínica le extrañó el gesto de consternación de las monjas y del médico de guardia. Cuando éste le empezó a enterar de lo que sucedía, Nobledas subió presuroso la escalera, seguido del médico, que le indicaba: –Está en el número tres, don Enrique. Doña Cecilia está con él; le ha traído ella misma en un «taxi». 443 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 444 VICTORIANO JUARISTI Bruscamente abrió Nobledas la puerta del cuarto. Su mujer recibió una terrible sacudida al verle aparecer con el ceño fruncido, como rasgando las nieblas siniestras en que estaban envueltos sus pensamientos. Se puso en pie, implorando con las manos cruzadas, alguna ayuda, algún perdón: –¡Enrique... por Dios! El cirujano dulcificó su gesto para consolar a su mujer. –Anda, déjanos un momento. Quizá no sea nada. Una monja se la llevó, sosteniéndola por la cintura, hasta la capilla. –Pediremos a Dios por la salud del herido, mientras don Enrique dispone lo que hay que hacer. Cecilia se abatió en el suelo, cogiendo entre sus manos su cabeza, que sentía arder interiormente, mientras un sudor helado bañaba su frente. Se atropellaban en su cerebro las imágenes con desesperante confusión, o desaparecían todas en un abismo. Sentía una congoja insufrible, esperando el fallo de su marido sobre la vida de Daniel, la aniquilaba el pesar de haber sido la causa de aquella tragedia y como un murciélago loco pasaba por su mente el terror, el miedo de verse acusada, despreciada, maldi- 444 ta. Entre sus ideas confusas y sus visiones torturadoras se destacó al fin la necesidad de buscar una mentira para explicar a Enrique su intervención en aquel trance. Ella hubiera querido confesarle la verdad, y aceptaría cualquier castigo, cualquier expiación; pero la verdad se clavaría como un puñal en el corazón de su marido, tan noble, tan bueno. Se veía como una criatura despreciable que, con un gesto insensato, tiraba a una charca de cieno el trabajo, el prestigio de toda una vida mil veces bendita por los míseros a quienes había rendido la ciencia de aquel hombre. Había que mentir, mentir... Y en el silencio del Oratorio empezó a forjar una y otra fábula, a cual más torpes, falsedades que se descubrirían al momento, hasta en la actitud de la culpable y en su voz insegura. Ella hubiera mentido con la astucia y la sangre fría que tienen todas las mujeres en sus intrigas, si no la turbase la sangre que había brotado de la frente de su hermano. En la oscuridad de la capilla, la pequeña lámpara roja del sagrario le parecía un vaso lleno de sangre rutilante que rebosaba hasta inundar sus atropellados pensamientos, ahogando su razón. Confusamente oyó el rodar de la camilla. Durante algún tiempo Juaristi 24/7/07 12:25 Página 445 EL ANATÓMICO prestó toda su atención a los ruidos que venían de la sala de operaciones, ansiando que un grito de dolor acusase el resurgimiento de la apagada conciencia del herido; pero sólo llegaban hasta el Oratorio. algunos chasquidos metálicos y el ruido atenuado de los pasos y de las puertas. Luego, por el contrario, tuvo miedo de enterarse, y se tapó los oídos con las manos. Otra vez pretendió encontrar la mentira necesaria, sin conseguir más que exasperarse. das–. No debieras quedarte, porque las monjas le cuidarán bien y vas a cansarte inútilmente; pero haz como quieras, por esta noche. Ya dormiré en la clínica. Medio loca se levantó del suelo, y salió precipitadamente resuelta a esperar a su marido y confesarle lo sucedido. Pero en el corredor se encontró con la camilla, en la que de nuevo conducían a Daniel con dulces movimientos a su cama. Anhelante siguió a los enfermeros, oyendo la voz de su marido, que recomendaba desde la sala de operaciones, abierta e inundada de luz: –Al juez, ¿por qué? ¡Si ha sido un accidente casual! Es decir, yo no sé. Llamaron del sanatorio, preguntando por ti, y como no estabas, me dijeron que Daniel se había hecho algún daño, cayendo de una escalera, en la biblioteca... Entonces tomé un coche cualquiera en la calle y fuí a verle, y lo trajimos. –¡Muy despacio! ¡Sostengan siempre su cabeza! –No sé, estoy como loca. No, no hablaba; estaba sin conocimiento, con la cabeza vendada. Vino con nosotros un interno, un enfermero..., no le conozco; al llegar aquí se fué a buscarte. Mira, deja eso del juzgado ahora; nos van a marear, yo no quiero ver a nadie... yo quiero que se cure Daniel. Cecilia vio cómo instalaban cuidadosamente al herido en su lecho, junto al cual se sentó una monja, dispuesta a velarle, y luego buscó a su marido para saber su opinión y decirle que quisiera quedarse al lado de su hermano hasta verle fuera de peligro. –La cosa es seria, pero creo que saldrá adelante –contestó Noble- Hablando llegaron al despacho. El cirujano buscó sobre su mesa un pliego de papel. –Anda, siéntate aquí un rato; sosiégate, que todo se arreglará, y dime cómo ha sido todo esto, porque tendré que notificárselo al juez. Cecilia tuvo un sobresalto. –¿Pero ya no hablaba cuando le viste allí? ¿Y quién os acompañó? Rompió a llorar convulsivamente, echada de bruces sobre un almohadón del sofá. Su marido se 445 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 446 VICTORIANO JUARISTI sentó a su lado y la tomó en sus brazos. –Calla, calla, nena. Daniel se curará. Dejaremos eso del Juzgado para mañana o para nunca, si las cosas han sucedido como te han dicho. Vaya, sosiégate; voy a decir que nos sirvan algo y que pongan un butacón para ti en el cuarto. Hay que ser fuerte, pequeña mía. Tú has pasado con valentía por trances penosos durante la enfermedad de tu padre, y ahora te rindes en seguida. La noche fue cruel. La respiración estertorosa del herido angustiaba a Cecilia, que creía sentir en su propio pecho el gorgoteo de las mucosidades, que la monja tenía que buscar con un algodón y una pinza en el fondo de la garganta del conmocionado. De vez en cuando éste se atragantaba, y parecía que iba a morir ahogado. Entonces Cecilia, agarrada a las cubiertas de la cama, respiraba con angustia y hacía esfuerzos como si pudiera suplir con ellos la fuerza de aquel cuerpo inerte. La monja musitaba unos rezos, suspiraba, salía de puntillas para comprobar si los demás enfermos del piso estaban tranquilos. A Cecilia la atormentaban terribles imágenes. Se veía ante un juez que la interrogaba con severidad y rechazaba todas sus mentiras. Luego, en una sala de la Audiencia, llena de 446 gente, ante los magistrados revestidos con sus negras togas, un fiscal lanzaba tremendas acusaciones sobre un grupo en el que estaba ella misma junto a la Italiana y la Sibila, pintadas y descotadas desvergonzadamente, y al negro bestial amarrado con cadenas. –Si Daniel se muere –pensaba– yo me quitaré la vida. Y como en expiación, se torturó buscando en su mente una manera de morir; un veneno de los que había en el botiquín de la clínica, un golpe en el corazón con aquellos afilados cuchillos, las ruedas de un tren... Se vió con la boca y las entrañas quemadas por el corrosivo, retorciéndose en espantosos dolores, en una agonía interminable. Sintió la fría punzada del acero en el pecho, la resistencia de las carnes tendidas como un lienzo entre las costillas, la fácil entrada de la hoja en la víscera palpitante y la salida de la sangre en borbotones rutilantes. Oyó el férreo estrépito del tren y el atroz chasquido de los huesos quebrantados y su cabeza cortada a cercén y lanzada sobre la tierra seca; asistió con los ojos espantosamente abiertos a la horrenda dispersión de sus carnes convertidas en piltrafas incrustadas de piedra y carbón machacados. Hacia la madrugada entró Nobledas de puntillas, y quedó impre- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 447 EL ANATÓMICO sionado al ver el semblante descompuesto de su mujer. –¡Por Dios, Cecilia, vete a descansar! Vas a ponerte mala. Tienes las manos heladas; vamos, sé razonable; ¡yo velaré á Daniel! La cogió del brazo y la llevó a su cuarto, sin protesta. Ya no lloraba. Con los ojos hacia el infinito, ausente de cuanto la rodeaba. Cecilia se dejó desnudar y acostar por una hermana, que volvió junto al enfermo, donde ya se había instalado el cirujano. Antes que la primera luz matinal llegara al cuarto, los gorjeos de los pájaros que saludaban al nuevo día, Nobledas sintió frío. La monja persiguió un moscardón que zumbaba en torno de la boca entreabierta del herido, cuyo estertor era más tenue. Luego se oyó un ligero tintineo que llamaba a las monjas a sus rezos, cuyo ganganeo monótona y melancólico rebotó blandamente por los pasillos. El herido, por primera vez, cambió de postura y abrió los ojos un momento. Después pidió agua confusamente. La monja se la dió con una cucharilla, pero sobrevino una tos penosa. –No, hermana –advirtió Nobledas–; aún no podrá tragar: Le pondremos una inyección de suero. Esto parece que se encauza bien. Salió la monja, y a poco volvió con la ampolla de suero caliente y la aguja hervida. La inyección inquietó a Daniel, que, con la conciencia nublada, se defendió contra las manipulaciones del cirujano, balbuceando palabras incomprensibles y agitando sus manos, que la monja procuraba retener sin violencia. Después se quedó dormido, con una respiración más suave, entrecortada por suspiros profundos. Nobledas comprobó que el pulso mejoraba, que la vida vencía después de la intensa y peligrosa conmoción, y salió a notificárselo a su mujer. Abrió sin ruido el cuarto por si esta dormía; pero Cecilia no estaba allí, ni en toda la casa. La puerta de la calle, que sólo se cerraba por dentro con un pasador, estaba abierta. Nadie la había visto salir. Inquieto, el cirujano llamó a su casa. La doncella, asustada, contestó que la señorita acababa de llegar muy agitada, y, que estaba en su habitación registrando armarios y cajones, sin hacer caso de lo que se la decía. –Está muy trastornada, señor; venga usted pronto –solicitaba la muchacha por el teléfono–. El coche ha ido a buscarle. El cirujano montó en el «auto», que le esperaba, y llegó a su casa con el corazón oprimido, temiendo que la razón de su mujer hubiese 447 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 448 VICTORIANO JUARISTI sufrido un choque violento, capaz de hacer brotar una dormida neurosis, heredada de aquel que había muerto en una celda del manicomio. Cecilia le recibió con gesta furioso, como a un intruso. El suelo estaba lleno de ropas esparcidas, de cajitas abiertas, de papeles, de cintas, de útiles de tocador, entre los que rebuscaba algo con afán, murmurando palabras sin hilación. Su marido se acercó a ella con las manos tendidas y la quiso hablar cariñosamente. –¡Cecilia, querida mía; Daniel está mejor, mucho mejor! Descansa unas horas y luego iremos a verle. Pero su mujer le miró aterrada, y retrocedió hasta el balcón, gritando: –¡Mamá! ¡Mamá! Este grito, esta invocación a su madre tan olvidada, este nombre arrancado de un tirón instintivo, de un oscuro, frío y escondido rincón del sagrario de los afectos de Cecilia, convenció a su marido de que tenía ante sí a una pobre loca. Desfallecido fué a su despacho, y se dejó caer en la butaca, con la frente sobre los libros abiertos que cubrían la mesa, exhibiendo sus horribles estampas; cabezas con el cerebro descubierto, pescuezos acuchillados y llenos de pinzas, que colgaban de las carnes como beste- 448 zuelas de acero que hubiesen hecho presa con sus dientes en las venas. ¡La locura! ¡La terrible enemiga contra la cual nada podían su saber y su destreza! Inútiles todos sus conocimientos anatómicos ante la taimada que se ocultaba de modo que ni la más minuciosa disección, ni los rayos más penetrantes, ni el más potente microscopio podían descubrirla, como si ejerciese su influencia funesta desde fuera del cuerpo atormentándolo por una fatal inducción. Inútil todo aquel arsenal de instrumentos ingeniosos con los que se llega a todas las profundidades del cuerpo, con los que todo se puede cortar, disociar, prender, unir o extirpar. Serenóse un poco pensando en que quizá se trataría de una crisis nerviosa transitoria, provocada por la emoción, por las horas de angustiosa vigilia; pero sobre esta esperanza dominaba la amenaza de la herencia morbosa, el recuerdo del padre ahorcado en la reja de la ventana del manicomio. Esta imagen le hizo coger el teléfono para llamar al director del sanatorio de la Florida. –Soy yo, Enrique Nobledas; Daniel está algo mejor, pero su lesión es grave. Cecilia está muy trastornada.; le ruego que venga a verla. ¿Cómo? ¿Pero es que no sabía usted que...? Juaristi 24/7/07 12:25 Página 449 EL ANATÓMICO El cirujano, atónito, se enteraba de que en el sanatorio no tenían ninguna noticia del accidente y de que Daniel había salido la tarde anterior con la intención de dar un paseo por Madrid. Aunque pasaba muy pocas noches fuera del sanatorio, no habían dado importancia a su ausencia. El doctor Estébanez preguntaba detalles de lo ocurrido; pero Nobledas huyó la respuesta. –Una caída, un mal golpe, una fractura abierta del frontal; está en la clínica. Ya se lo referiré aquí; no tarde, por Dios. Estoy muy inquieto. Se levantó airado y confuso. ¿Por qué había mentido Cecilia? ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde habían herido a Daniel? Entró en la alcoba para pedir a su mujer una explicación de sus engaños; pero vió la imposibilidad de conseguir una razón de aquella criatura agitada, que necesitaba piedad y socorro. Pensó que la mentira podría ser una consecuencia de su perturbación mental, la primera confusión de sus ideas. Reaccionando contra la depresión de su espíritu, tranquilizó a la servidumbre, y tomó algunas disposiciones para impedir que Cecilia se causara algún daño; pero veía con dolor que su presencia agudizaba la crisis de exaltación. Cuando llegó el Dr. Estébanez encontró a la enferma vestida y acostada en la cama, de la que se levantaba a cada momento para empezar algo que abandonaba en seguida. Se soltaba el cabello después de comenzar a arreglarse ante el espejo, hablando sin cesar con personajes imaginarios; los dejaba revueltos y se ponía a ordenar los cajones del armario, o a escribir una carta, riéndose. De pronto, quedaba escuchando atentamente alguna voz lejana, y daba gritos de espanto y se echaba en el suelo. Recibió sonriéndose al doctor Estébanez; le hizo algunas reverencias burlescas; luego le volvió la espalda con enojo, sin querer contestar a sus preguntas, y empezó a desnudarse como si estuviese sola, murmurando: –Tiene teñido el pelo, el peluquín, la pelucona, la peluquería, la politiquería. ¡Ay, socorro! ¡Que me coge. que me lleva! En el despacho, el neurólogo explicó al cirujano: –Es un delirio alucinatorio, ocasionado por una fuerte impresión, sin duda. Ya lo calmaremos. Creo que es una crisis aguda, pasajera, que no dejará rastro, aunque ya sabe usted que alguna vez degenera en demencia. Aquí el enemigo es la posible tara neuropática, la heren- 449 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 450 VICTORIANO JUARISTI cia paterna; y no diría yo que la mentalidad de la madre fuese cabal. Verdad que, al fin y al cabo, no podemos decir que su padre fue un loco, como tampoco estamos seguros de que no lo hayan sido los padres de muchas personas de buen juicio. –¡Qué hacer, Dios mío; qué hacer! –Pues mire usted. Esto durará dos o tres semanas por lo menos. Acaso algunos meses. Aquí no está usted en condiciones de atenderla. Debiera usted confiárnosla, y allí, en el sanatorio, la cuidaremos bien. Usted como médico, está libre de los prejuicios de la gente y sabe que una casa de éstas no es una cárcel, y que muchas de estas cosas se curan. En cuanto a que la gente se entere o deje de enterarse, ¡qué más da! Lo mismo se enterarán teniéndola aquí. Por de pronto, veremos de calmar su agitación. Déjeme que disponga yo lo necesario. Escribió una receta, y añadió –Mande por esto. Ahora llamaremos a una de las enfermeras del sanatorio, que tiene costumbre de tratar estos casos. Y cuénteme usted lo que ha ocurrido, si no le es penoso. –Estoy desesperado, querido Estébanez. Ayer todo era felicidad en casa. Hoy ya lo ve usted. Y el caso 450 es que no sé con certeza lo que ha pasado. Parece que al anochecer, no estando yo en casa, vino Daniel a buscar algún libro aquí; se subió a la escalerita para alcanzar los estantes altos, y se cayó, dando con la frente en la esquina de la mesa. Cecilia, en aquel momento, estaba solo con una muchacha. Llamaron a la clínica, se lo llevaron... Cuando yo llegué, Cecilia estaba muy afectada, y ha pasado la noche muy mal. –¿Y Daniel? –Estaba en completa conmoción, sin reflejos. Tiene una fisura sin hundimiento. Le hicimos una cura minuciosa. Desde esta mañana el pulso era bueno, las pupilas reaccionan bien y habla algunas palabras. Creo que no habrá nada focal. Si quiere usted luego iremos a verle. –Si, en cuanto dé las instrucciones a la enfermera. Después que ésta se instaló en la alcoba de Cecilia, fueron los dos médicos a la clínica. Daniel mejoraba; pero aún no daba muestras de reconocer a nadie. El doctor Estébanez quedó encargado de llevar noticias a los Montaner y a Mila, y se despidió hasta la noche. Nobledas se propuso averiguar dónde había ocurrido el accidente, Juaristi 24/7/07 12:25 Página 451 EL ANATÓMICO para lo cual era preciso interrogar al conductor del «auto». El practicante que pagó el servicio recordaba que era un «taxi» de los azules. Esto último le parecía increíble. ¡Figurarse a su muñeca como un monstruo de liviandad de hipocresía, de traición! –Procure usted –dijo el cirujano– informarse en las oficinas, y ruegue, en mi nombre, que me envíen cuanto antes al mecánico. Se trata de unos papeles que se han perdido acaso en el coche... Ofrezca una gratificación. Con un violento esfuerzo se dominó, y decidió conocer la verdad. Al atardecer, el chófer que había conducido al herido a la clínica, preguntó por Nobledas, y le relató lo que sabía. –En el coche no quedó nada, estoy seguro. La casa está en la calle de Barbieri, es muy conocida; una de esas casas de compromiso, ¿sabe usted? Creo que a la dueña la dicen la Italiana. No me acuerdo del número, pero puedo llevarle cuando quiera. –Sí –respondió al chófer–. Vamos a esa casa, quizá hayan quedado allí los documentos que faltan. Vamos ahora mismo. Llegaron. Despidió al chófer y subió la escalera temblando. De uno de los pisos salían canciones y risas de mujer. Tuvo que llamar dos veces. Salió a la puerta una moza a medio peinar y que olía a alcohol y a perfume ordinario, que le miró de arriba abajo con desconfianza al ver su rostro ceñudo. Nobledas no sabía qué pensar. Desde que descubrió la falsedad del relato de su mujer temió que la tragedia hubiese brotado en un fondo de cieno; ¿pero de quién era la culpa que le ocultaban? ¿Se trataba de un episodio turbio de la vida juvenil y aparentemente recatada de Daniel, que su hermana quería encubrir, o era Cecilia misma la que había caído, y su hermano pudo ser herido al querer salvarla? 451 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 452 VICTORIANO JUARISTI –Necesito hablar con la dueña –dijo Nobledas después de cerrar la puerta tras de sí. aquí al lado. Ella no sé quién era, no es de las que vienen por la casa; una rubia elegantona. –La dueña no está, ni estará en unos días. Se ha ido a cambiar de aires con la Sibila. ¿Es usted amigo suyo? ¿No? ¿Es usted de la Higiene, o de la «poli»? ¿Tampoco? Pues usted dirá. Yo soy la donceya, para lo que usted guste. Nobledas creyó que su corazón iba a pararse, y sintió su frente inundada de sudor frío. –Tengo que preguntarte algo... –¿A mí? Pues pase usted al salón. Le azvierto que aquí es una casa formal y que no nos corremos de la lengua. Si usté quiere saber si la señora del fulano o del perengano tiene líos o viene a citas, pierde usté el tiempo... Nobledas sacó un billete de su cartera. –Bueno –exclamó la moza, sentándose en una esquina de la mesa y sirviéndose una copa de coñac–; con un talismán como ese le cuento yo a usté más que la Sibila... Verá usté como yo también adivino. Usté viene por lo de anoche. ¿Es usté el padre del pollo? ¡Ya lo decía yo! Y, qué: ¿ha sido mucho el golpe? ¿No? Mejor. Pues verá usté lo que pasó. A mí la dueña me ha dicho que chitón, pero anda y que la den... ¡Pa la vida perra que una lleva! El señorito estaba de pelma aquí mismo con la dueña y la Sibila, que es una guarra, cuando vinieron los otros y entraron en el cuarto de 452 –El era ese tío negrazo, ese boxeador que estaba en el Palace. ¡Caprichos que tienen las mujeres chic! Yo no sé cómo fué; pero el caso es que el joven debió conocerla en la voz y fue y abrió la puerta. ¡La catástrofe! Cuando yo acudí a los chillidos de las otras, el «pollo» estaba en el suelo, con un herida, así, en la frente, y la rubia, medio loca, de rodillas junto a él. Y el negrazo tiró escalera abajo... A estas horas ya está camino de Cuba, digo yo, y como allí todos son negros, ¡vaya usté a conocerle! Bueno, pues entre Feliciano, que es el querido de la Trini, que es la encargada del piso de arriba, y nosotras, le bajamos en una silla hasta el «auto», y se lo llevó la rubia. Luego decía el ama que si sería su mujer o alguna parienta. Nobledas callaba, apretando en su diestra crispada el billete de banco. –¡Vamos hombre, que espachurra el pápiro! ¡Suéltelo ya, y bébase una copa, no vaya usté a tomar a pecho estas cosas! ¡Hay que roerse, qué botone! –Pera ella –murmuró el desgraciado, ansiando algún dato que le Juaristi 24/7/07 12:25 Página 453 EL ANATÓMICO permitiera siquiera la duda–, ¿quién era ella? ¿No la llamó él por su nombre? –¡Qué va! ¡Si el bárbaro aquél le debió de dejar privao a la primer trompá! Pero, aquí entre nosotros, pa mí que se llamaba Carmen. –¿Por qué? –interrumpió extrañado el cirujano. –Pues verá esté... Toas las mujeres dejan algo en la cama; unas horquillas, la peineta, el pañuelo. ¡Hasta escapularios y medallitas he solido yo recoger! La rubia se dejó en el suelo un bolsito y el pañuelo. Voy se los traigo. Salió la moza de la sala, y a poco volvió con un bolsillito de gamuza que contenía un espejillo, una barra de carmín para los labios y un pañuelo. –Había unas pesetillas, que me las he gastao en medias y en coñac. ¡Como no ha de venir a pedírmelas! El bolso está manchado de sangre, y es una lástima, por más que el cierre puede servir. Y el pañuelo man chao también, ve ahí, y está bordao con una C, pues Carmen. De una zarpada se apoderó Nobledas de aquellos objetos, que aún despedían un perfume delicioso, y separando de un empujón a la moza salió a la escalera, donde seguían las carcajadas y la música del piso inmediato. Un joven cantaba, con voz engolada, acompañándose al piano: ¡Por una mujer se pierde en el mundo cuanto hay que perder! ¡Por una mujer...! CAPÍTULO XIII Volvió el cirujano a su clínica y subió a la estancia de Daniel, ansiando y temiendo al mismo tiempo que éste hubiera recobrado el conocimiento. Como un relámpago siniestro pasó por su espíritu el deseo de encontrarle muerto, para que con él se borrara un testimonio de su deshonor; él sabía la verdad; acaso era el único que sabía toda la verdad. Pero la muerte de aquel testigo, no curaría su herida. ¿Y si Cecilia no era culpable? ¿Si Daniel podía devolverle la paz con una palabra que explicase lo sucedido de modo distinto que aquella mala mujer, mentirosa, borracha y perversa, que le había informado en casa de la Italiana? Abrió la puerta del cuarto de Daniel, que estaba casi a oscuras. Se levantó la monja que velaba al herido y, con voz queda, le dijo: –Ha pedido agua otra vez, ha bebido un poco y ahora parece que duerme tranquilo. 453 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 454 VICTORIANO JUARISTI Bruscamente se limpió la ira y la angustia de su corazón, y el hombre que se inclinó sobre aquella forma doliente sólo era un médico que observaba con sagaz atención la fuerza del ritmo del pulso, la amplitud y regularidad de los movimientos respiratorios. Hizo un gesto de satisfacción, y se llevó fuera de la estancia a la monja para darle instrucciones en voz baja. Luego, en su despacho, se sintió desfallecer de nuevo al coger el teléfono para preguntar por Cecilia. La enfermera le contestó que la perturbación continuaba, aunque la agitación había disminuido. Estuvo una hora, dos, de bruces sobre un libro abierto, desmenuzando, pesando, hilvanando los incidentes, los gestos, las palabras que tenían relación con lo sucedido la noche anterior. Se atormentó de tal modo que hubiera pedido que le envolviesen el hinchado corazón con aquellos vendajes enguantados que ponía él a los miembros rotos o doloridos. La cabeza le ardía, y tenía helados las manos y los pies. Salió a vagar por las calles, sin rumbo; se le acercaron algunos mendigos y busconas; tropezó con las piernas de algún golfillo dormido en el quicio de una puerta, y cansado, se encontró frente a su casa, en la que entró desfallecido y triste. 454 Cecilia, acostada sobre la cama, sin desnudarse, movió los labios como si rezara; de vez en cuando daba un agudo grito, se incorporaba, y miraba con espanto en torno suyo y quería levantarse; pero la enfermera conseguía calmarla con algunas palabras y una cucharada de una poción. Su marido sintió que una gran lástima abría la fuente del llanto consolador, y se tendió en un diván de la sala de espera. La enfermera, que le había seguido, apurada de su dolor, le puso una almohada bajo la cabeza y le cubrió con un edredón; el se dejó cuidar como un niño enfermo, balbuceando: –¡Mamá, mamá...! Durmió algunas horas. Se despertó a la madrugada, con el cuerpo tullido, y entró a ver a Cecilia, que dormía bajo la influencia del narcótico. Desayunó con avidez, obedeciendo al imperativo de sus instintos que protestaban de aquel descuido corporal, y salió a la calle, a pie. Bajó hasta el Botánico, paseó largo rato en la soledad de sus jardines y subió hacia la calle de Atocha. En un cafetucho al aire libre, y en pie, desayunaban algunos mozos de cuerda, sorbiendo un brebaje humeante. Ante la Estación del Juaristi 24/7/07 12:25 Página 455 EL ANATÓMICO Mediodía corrían con estrépito los coches y los camiones. Dos muchachos pasaron de puntillas sobre la sábana de agua que los mangueros extendían en la acera. El andaba como un sonámbulo, a punto de ser atropellado por los carros o remojado cómicamente por las mangas. –Cuando usted quiera, don Enrique –advirtió una monja vestida de blanco–. El señor Villar pregunta por cuál se empieza. Llegó al hospital muy temprano, cosa que no extrañó mucho, pues solía hacerlo cuando tenía algún enfermo de interés, en trance peligroso. Se asomó a una sala. La monja expulsaba a los últimos fantasmas, rezagados de la noche, calenturientos y escondidos en las sombras, abriendo las ventanas e invocando a la gracia de las alturas. –¡Ave María! Lentamente pasó ante las camas, de las que salía un vaho de carne enferma. Luego, sentado en el despacho, con la cabeza entre las manos, atormentado siempre por las imágenes, esperó a que sus ayudantes llegaran y estuviese dispuesta la sala. –Preparen a la del pecho –contestó el cirujano, despojándose de su chaqueta y su chaleco, para vestir una blusa. Entró en la sala de operaciones saludando a sus auxiliares, sin atreverse a mirarles, como si llevase un estigma de vergüenza. Ninguno hizo mención del accidente, que aún no se había hecho público. Al quitarse el anillo nupcial para lavarse las manos lo retuvo en la palma abierta, mirándolo como a un talismán de infortunio. Trajeron la enferma. El cirujano se volvió a mirarla cuando la despojaron de su pobre camisa. Era joven aún. El mal no había desbaratado la plasticidad de su cuerpo; uno de 455 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 456 VICTORIANO JUARISTI los pechos, más turgente, quedó bien expuesto, fregoteado y pintado con yodo, mientras la narcosis alejaba la conciencia de su cerebro. El cirujano paseó un momento su mirada por aquel cuerpo desnudo, como un ultraje a todas las mujeres. Era la primera que se le ofrecía como una víctima expiatoria después de su desgracia. Pero este movimiento brutal fué dominado por el hábito del hombre de ciencia, curioso, investigador. Se acercó al pequeño promontorio de carne temblona, aislado por blancos lienzos y lo recorrió con sus dedos, escudriñando desde el sobaco rasurado hasta el vértice del seno. –Hay algunos ganglios pequeños. El tumor es como una mandarina, sin adherencias. El cáncer, en estas jóvenes, tiene una malignidad extraordinaria. ¿Está ya?, preguntó al narcotizador, que asintió con un gesto. Con un movimiento rápido, el cuchillo dibujó una elipse en torno de la mama, y profundizó hasta chocar con las costillas. El bloque de carne fué desprendido de sus ataduras con mucha delicadeza, al operar entre las gruesas venas e intrincados cordajes nerviosos del sobaco, casi brutalmente al cortar los músculos que cubrían el enrejado costal. La sangre brotaba en finos surtidores rutilantes, que salpicaban las blan- 456 cas blusas, y las pinzas cerraban los caños cruentos, mordiéndolos con sus dientecillos en el acto. Mientras con ágiles manos cosían la piel que apenas alcanzaba a cubrir la carne viva y sangrante, una monja, jovencita, pálida, recibió en una bandeja de cristal el despojo y lo llevó en alto, como la sacerdotisa de un horrendo sacrificio. –Que dejen la pieza en el laboratorio –advirtió Nobledas. Otra vez quedó la enferma completamente desnuda, mostrando una Juaristi 24/7/07 12:25 Página 457 EL ANATÓMICO larga línea de costura en el lugar donde antes se erguía aquella exuberancia que, dibujándose bajo una blusa delgada, había despertado la codicia masculina. narcótico apresuradamente. Nobledas dulcificó la voz y murmuró a su oído: La cabeza de aquella infeliz pendía, inerte, a uno y otro lado cuando la incorporaron para vendarla. Parecía muerta; pero de pronto unas arcadas violentas hicieron asomar a sus labios exangües unas bocanadas de bilis espumosa. Hicieron bascular la mesa, hasta que la cabeza quedó mucho más baja que el vientre, sobre el cual convergieron las manos de los cirujanos. La operación fué laboriosa. Cayeron al cubo de hierro esmaltado’ compresas y más compresas manchadas de sangre y de pus verdoso; al fin la hermana pálida, se llevó en su cristalina bandeja la nueva ofrenda, las más íntimas entrañas de la mujer. En los oídos del cirujano resonaban como un eco lejano los cantares de la casa de la Italiana: “Por una mujer se pierde en el mundo cuanto hay que perder” Se quitó el delantal y los guantes manchados. –Pueden traer a la otra enferma, ordenó. Esta era una morena inquieta, que a cada momento quería incorporarse y retrasar el temido momento de entregar su cuerpo al cuchillo. –¡Ay, por Dios, esperen un momento! ¡Tengo mucho miedo! ¿No me moriré, digan? ¿Me van a privar? ¡Me ahogo, quiten; me ahogo! Con impaciencia, el cirujano gritó a la enferma: «¡Cállese y duérmase!» La desgraciada cerró los ojos, asustada, y empezó a aspirar el –Respira despacio, tranquilamente. Todos queremos que te cures. Cuando volvió el cirujano a su casa tuvo que oír el relato de la salida de Cecilia para el Sanatorio, aunque hubiera querido ignorar los detalles que la doncella relataba, lloriqueando: –¡Ha sido una pena, señor! Se ha vestido ella sola y se ha empeñado en peinarse como una niña, nombrando, a las monjas como si estuviese en el colegio. Luego se ha acostado vestida y se ha estado con la cabeza cubierta con la colcha, hasta que la Hermana, con mucha maña, la ha convencido, pero no ha querido tomar ni un vaso de leche; todo lo ha tirado al suelo. Cuando ha venido el doctor con el «auto» ha bajado tranquilamente al portal con la monja; pero al entrar 457 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 458 VICTORIANO JUARISTI en el coche se ha puesto a gritar, llamándole al señor: –«¡Enrique! ¡Enrique mío!» ¡Ha sido una pena...! Siguieron unos días angustiosos. Nobledas no podía pensar más que en lo sucedido; recibía sus consultas sin atención, contestaba distraidamente o con brusquedad, leía sus libros sin enterarse de lo que decían, y dejaba a sus ayudantes las operaciones que no requerían una gran pericia. No salía de casa más que para la clínica o el hospital. Pero las noches eran peores. Un insomnio tenaz como el que le sobrevino después de la gripe le desesperaba con sus imágenes torturantes, y cuando al amanecer se dormía, rendido, una opresión aguda en el corazón lo despertaba, sudoroso, en medio de una pesadilla. Entre todos sus sentimientos dominaban la vergüenza y la ira. –¡Qué dirán de mí! ¿Se sabrá? ¿Seré yo un marido ciego y necio? ¿Esta caída de Cecilia es la primera hendidura, el primer indicio del derrumbamiento de su razón, o se trata de un episodio de una larga serie de liviandades? ¿Habrá tenido otros amantes, acaso entre los amigos de casa? Se atormentaba en recordar escenas en las que podía descubrirse una palabra, un gesto de culpable inteligencia. Todos los que habían sonreído y agasajado a su mujer, to- 458 dos los que tuvieron para ella un asomo de galantería fueron oídos como ladrones y traidores. Pensó en la complicidad de los criados, en la instigación de las amigas. Recordó como burlonas o compasivas hacia su persona frases triviales y miradas sin intención. Sufrió, en fin, las agudas y venenosas mordeduras de los celos, y pensó en la venganza. ¡Vengarse! ¿De qué y de quién? ¿Acaso no fue él mismo culpable al casarse con una muchacha, al olvidar las taras de sus progenitores? ¿Y luego no había él estado demasiado alejado del corazón juvenil de su mujer, entregando el suyo a la ciencia? ¡Y aquella fatalidad de no haber tenido un hijo hecho de la carne de los dos! ¿De quién vengarse? ¿Del hombre bestial que aparecía bruscamente en su vida como un monstruo extraño y desaparecía como una figura de pesadilla, dejando huellas de sangre? ¿De una mujer con el cerebro roto, con la conciencia abolida, castigada más duramente que un asesino por el más severo de los tribunales? ¡Y además, el injusto castigo sufrido por Daniel, cuya vida peligraba aún! ¿No había éste vertido sangre en sacrificio reparador? Exasperado por el sufrimiento, pensó en la morfina, en el alcohol, Juaristi 24/7/07 12:25 Página 459 EL ANATÓMICO en la muerte. Pero sabía demasiado que aquellos venenos le traerían más miserias que consuelos; recordó aquellos harapos humanos que se arrastraban camino del delirio atormentador o de la demencia embrutecedora. La muerte ya vendría sola, buscando los desgastes del corazón, los fallos de cualquier entraña fatigada. ¡Buscar la muerte! ¿Pues acaso eran mayores sus infortunios que los de aquella legión de dolientes que imploraba todos los días su socorro para salvar una vida triste y seguir subiendo un calvario? Acaso rezar... Leyó la vida de algunos santos. Entró en las iglesias. Empezó a creer. Y cuando se arrodilló ante un confesor, tenido como varón sabio y de buen consejo, abrió su pecho y dejó brotar sentimientos y palabras que el confesor no debió comprender, pues se limitó a reprenderle porque no tomaba las Bulas de la Santa Cruzada. Luego fué ganándole la piedad. Tuvo lástima de sí mismo y de todos los demás. Se hablaba como si se dirigiese a un hermano querido y desgraciado: –¿Cuáles son las heridas de que tanto te dueles, comparadas con las horrendas llagas que los demás soportan? ¿De qué te han despojado? ¿Has perdido uno tras otro tus hijos, carne de tu carne? ¿Has visto el torrente de lava o la nube de fuego que ha destruído la obra de toda la vida? ¿Te han robado la compañera que amabas más que a tu vida? ¿Estás para siempre encadenado y apartado de los hombres como fiera dañina, sin haberlo merecido? ¿Eres siquiera un leproso, te roe las entrañas un cáncer incurable? ¿Te arrastras por el suelo porque has perdido los miembros? ¿Te apedrean y burlan como al loco vagabundo? ¿Tienes hambre y sed que no puedes saciar? ¿Tiemblas de frío? ¿Qué tienes, pues, sino duelo de haber sufrido una humillación? La hembra que tú tenías ha buscado otro macho, y esto te acarrea la burla de los otros y te hiere en tu orgullo. Nada más. Si fuera tu amor el que padece, más te dolerías del infortunio de la amada que del tuyo, y perdonarías. Perdona, olvida. En la consulta del hospital se detenía con predilección en los más miserables, en los que antes desdeñaba por ser casos sin interés o sin remedio. Recogía con cuidado aquellos pingajos humanos, los acariciaba, inquiría pormenores de su vida, aunque no tuvieran relación directa con sus males, y donde no alcanzaba el cirujano llegaba el hombre comprensivo y piadoso. Un día vino a la consulta un pocero hediondo, con la ropa, la piel y la sangre impregnadas del pestilen- 459 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 460 VICTORIANO JUARISTI te veneno de las letrinas. Tenía la cara amarillenta, surcada de venitas moradas, que confluían como finas sierpes en la nariz abultada. Dejó sus harapos en el suelo y enseñó su vientre hinchado, lleno de líquido. –Una cirrosis atrófica –diagnosticó el cirujano ante los asistentes, que murmuraban chanzas crueles por el hedor de las ropas y por el alcohol que aquel hombre habría bebido hasta llegar a aquel estado. –¡Ande, borrachona, álcese, si no quiere que la llevemos arrastras! –decía un guardia, empujándola con el pie. –¡Pégame, cerdo; me caso en tu madre respondía la vieja! ¡Cuando yo tenía veinte años, los magistrados y los ministros me hubieran besao en el trasero! ¡Entonces, todos los hombres eran a darme a beber y a considerarme; ahora, soy una borracha asquerosa! El cirujano le trató con infinito cariño, y le ayudó a vestirse, diciendo a los otros: –No es de su cuerpo de donde ha salido la peste que nos ofende, sino del nuestro. Le hemos envenenado a él y a otros míseros como él, a cambio de unos mendrugos que come empapados en jugos inmundos, y aún lo reprendemos severamente porque bebe. ¡Y exigir que este hombre tenga «juicio» y virtudes! Esta ruina desastrosa y fétida fué, como nosotros, un niño blanco y risueño, y su madre le llamaba «su rey, su tesoro». Si ella hubiese adivinado el destino de su hijito lo hubiera estrangulado, horrorizada. Otro día su automóvil tuvo que detenerse, porque un grupo obstruía la calle. En medio, tirada en el suelo y con la cara ensangrentada, una vieja mascullaba maldiciones: 460 Nobledas la recogió y la llevó a la clínica, donde la curaron y la dejaron dormir. –¡El maestro está neurasténico! –comentaban los internos y los ayudantes, testigos de sus crisis sentimentales. Veíanle acariciar a los niños esmirriados que lloraban en el consultorio al descubrir sus llagas; luego Juaristi 24/7/07 12:25 Página 461 EL ANATÓMICO buscaba con manos suaves la parte dañada; exprimía cuidadosamente los hinchazones morbosos para que salieran los zumos purulentos por el cráter de la fístula, consolándoles con palabras cariñosas y promesas. Alguna vez lloraba, como cuando le presentaron una mujer del pueblo que, después de haber dado diez hijos, tenía la entraña de la maternidad mordida por el cáncer, como si la muerte tuviera prisa por vengarse a dentelladas de aquella carne prolífica. De aquellos diez hijos sólo una muchachuela acompañaba a su madre; alguno estaba en la guerra, alguno en la cárcel, otros en el cementerio (y no eran los que peor estaban, comentaba la mujer suspirando). Alguno había acomodado, que la ayudaba lo que podía, ¡pero tenía tantas obligaciones! Ella sólo quería ponerse bien para seguir trabajando. Sufría mucho cuando perdía uno de sus operados. Alguna vez reaccionaba excesivamente contra sus desfallecimientos y lástimas y contemplaba serenamente aquella carne enferma, cuya destrucción tenía que limitar y dirigir. –¡Qué importa! Hay que morir para renovarse. La enfermedad selecciona la muerte, es una buena obrera que corta a veces alguna vida hermosa; ella sabía por qué. No siempre ha de llevar harapos a su telar. También el jardinero corta con su podadera los retoños verdes y demasiado exuberantes que ávidamente chupan la savia del rosal. La Medicina no es nada más que un oficio mal aprendido. Se muere cuando se tiene que morir para que la vida continúe; lo único que puedo hacer yo alguna vez es retardar un momento la entrega del tributo a la muerte; pero ella no se impacienta, porque toma otro en vez del que yo hurto, porque sabe que otra vez anticiparé yo el sacrificio. Los viejos alquimistas y magos necesitaban algunas gotas del corazón de un niño sano para mezclarlo con las inmundicias que componían el elixir de larga vida. En ciertos momentos llegaba a la crueldad. Un hombre enriquecido en los negocios, enfermo del riñón, le suplicaba después de la consulta en que se había decidido una operación. –¡Por Dios, doctor, ponga todo su interés en mi curación; tenga lástima de mis sufrimientos! –Tengo por usted el interés de un negociante –contestó secamente–. Si le curo me pagará mejor y aumentaré mi fama. Pero cordialidad, lástima, ¿por qué he de tenerlas yo? Si no me hubiese usted elegido como médico suyo, me importaría poco que rabiara usted de dolor o se muriera; hay mucho dolor y 461 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 462 VICTORIANO JUARISTI mucha muerte por estos mundos, y usted ha vivido demasiado bien. Otra vez pegó una bofetada a un niño que se quejaba a gritos al cambiarle el apósito. El pobre murió luego, y el cirujano, apenadísimo por su brutalidad, llenó de juguetes la sala de niños del hospital, y besó a todos los enfermitos. CAPÍTULO XIV Las nieblas del cerebro de Cecilia fueron levantándose y con ellas se disiparon los fantasmas que la atormentaban. Sólo quedó allá lejos un velo que ocultaba el pasado y una leve angustia, un vago sentimiento de pesadumbre, de vergüenza, de algo reprochable cuando pensaba en su casa y en su marido. Sentía la falsedad de los relatos, que explicaban su estancia en el sanatorio; pero no insistía en aclarar las contradicciones y los puntos obscuros por temor a que la verdad fuera cruel. Además, todos evitaban, en torno suyo, hablar de los días pasados. Cuando ella preguntó por primera vez, le dijeron que su hermano se había herido en la frente al caer de una escalera en la biblioteca, y que habiendo ella acudido a cuidarle, quedó enferma de una fie- 462 bre que la hizo delirar. Añadieron que su marido había venido a verle casi todos los días; pero que por consejo del Dr. Estébanez se abstenía de presentarse ahora, temiendo cualquier emoción que la perjudicase. Daniel estaba curado, con una cicatriz sobre la frente. En su memoria se confundían los hechos reales con antiguas visiones delirantes y no se atrevió a inquirir en casa de la Italiana lo que pudiera haber de cierto en la intervención de Cecilia en aquellas escenas confusas. Cuando se encontraron los dos hermanos se miraron un momento a los ojos, en silencio, y los dos se turbaron acongojados. Luego lloraron, abrazados, y jamás salió de sus labios una pregunta. Un día, el doctor Estébanez anunció a Cecilia la visita de su marido. Ella se estremeció, y quiso demostrar su alegría con una sonrisa que fué una mueca penosa. Cuando Enrique, temblando de emoción, entró en la alcoba, Cecilia se desmayó en sus brazos. Sin conciencia apenas, se sintió llevar al automóvil, que tomó el camino de la sierra, hasta el hotelito de los Montaner, en donde todo estaba dispuesto como para una luna de miel. Los esposos sintieron gran alivio en sus corazones; Enrique, por haber perdonado, y Cecilia, porque Juaristi 24/7/07 12:25 Página 463 EL ANATÓMICO las cariñosas atenciones de su marido demostraban lo absurdo de creerse culpable. Pero cuando él la quiso estrechar en sus brazos, Cecilia se irguió, involuntariamente, horrorizada, ante la repentina ilusión de ver a su marido en la figura de un monstruo negro con las manos teñidas de sangre. Enrique vió palidecer su cara, en la que se dibujaba el espanto. –¿Qué te pasa, nena? –preguntó angustiado. La visión se desvaneció; pero Cecilia quedó temblando, sudorosa. Su marido creyó que aún persistían los vértigos de la reciente vesania, y la trató como a una niña delicada, aunque se despertaban en él violentos deseos de posesión. Besaba sus retratos y sus vestidos y mordía las flores que ella había tenido hendidas al pecho; la veía con adoración correr al sol por el jardín o adormecerse en la mecedora bajo la sombra de los árboles y traía de Madrid en cada uno de sus rápidos viajes el coche llenó de dulces, de trajes, de joyas, y hasta de muñecas, que recibía con gran contento. Lo. que rechazaba obstinadamente era el trato de las gentes, a excepción de las mamás que tenían niños bonitos y graciosos, a los que Cecilia adoraba. Se negaba a asistir a paseos y excursiones en las que hubiera jóvenes cuyos galanteos la exasperaban; la menor alusión a la belleza que iba recobrando la contrariaba mucho, y exageraba el recato en el vestir, hasta en casa, en la que continuaba muy a su gusto, la separación de alcobas que su marido había dispuesto delicadamente desde el primer día. La profesión de Enrique reclamó su estancia en Madrid, y el matrimonio hubo de volver a su casa de la capital, a la que unos hábiles retoques del decorado daban un aspecto nuevo y risueño, que encantó a Cecilia. Hasta sonrió con rubor de novia al ver la estancia conyugal dispuesta como para un desposorio. Pero al sentirse abrazada furtivamente por su marido, que se había acercado de puntillas, lanzó un grito de terror y se reprodujo la visión horrible, que desfiguró su rostro y la dejó temblorosa. Enrique desfalleció angustiado, pero se acogió en la esperanza de que el tiempo y sus cuidados traerían el remedio. No fué así. Cecilia quería corresponder a las cariñosas atenciones de su marido, que recibía con lágrimas de ternura y agradecimiento. Se esforzaba por hacerle grata la vida, ocupándose de todo lo que pudiera aumentar su bienestar o proporcionarle una satisfacción. Se acompañaba a todas partes, aunque la contrariaba el trato con los demás, bus- 463 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 464 VICTORIANO JUARISTI caba pretextos para reunir en su casa personas cuya conversación pudieran distraer a su marido; ordenaba sus libros, traducía y registraba las notas marcadas por él en las revistas profesionales, corregía las pruebas de sus publicaciones. Lo que no pudo hacer fué volver a la clínica, ni entrar en la sala de reconocimientos del despacho de su marido; no podía soportar la vista de las blusas blancas y de los brillantes instrumentos, y mucho menos las manchas rojas de la sangre en los apósitos. Pero lo doloroso, lo que llenaba de amargura la vida de los dos era la rigurosa limitación que las mutuas manifestaciones de cariño imponía la implacable reaparición de las alucinaciones. Temiendo avivar los deseos de su marido, extremaba la sencillez y la severidad de su tocado, interrumpía toda conversación que pudiera conducir a cualquier transporte de amor. La cama de Enrique, en la alcoba conyugal, permaneció intacta, y el cirujano pasaba largas horas de insomnio cruel, acongojado en otra estancia. Ésta situación fué haciéndose cada vez más penosa para los dos. Una vez Cecilia quiso romper el terrible encantamiento, y se arrojó a los pies de su marido, pidiendo la revelación del misterio, o la muerte; 464 luego se abrazó ella misma a su cuello con la desesperación de quien se entrega a la tortura. Los dos creyeron que su vida terminaba entonces. Enrique sintió toda su carne sacudida al contacto de aquel cuerpo querido y deseado; pero una garra le estrujó el corazón, obligándole a soltar sus brazos y a caer de rodillas al suelo, contra el que dió también Cecilia desmayada. Pasada la tremenda crisis los dos pensaron en el suicidio; pero cada uno leyó en el rostro del otro lo que pasaba en su alma, y la tormenta se deshizo en una lluvia de lágrimas. Había que esperar días mejores, pero no así. Era preciso separarse hasta el completo retorno de la salud perdida, hasta que aquellos nervios rotos estuvieran firmes de nuevo. Precisamente su amiga Mila la llamaba con insistencia desde la deliciosa casita valenciana, propiedad de su padre, donde su marido trabajaba en la restauración de un palacio antiguo. El otoño avanzaba, y la melancolía de las tardes madrileñas no era muy propicia a la salud de Cecilia, que aceptó con intenso júbilo la proposición de pasar el invierno frente al Mediterráneo. Desde los primeros días de su estancia en Valencia comprendió Juaristi 24/7/07 12:25 Página 465 EL ANATÓMICO Cecilia que su salvación venía con aquella luz azul que parecía penetrar suavemente en todo su ser, aliviando su congoja. Su cabeza pesaba menos y podía levantarla mirando al cielo y sonriendo. Respiraba con libertad y amplitud y no sentía el golpeteo inquieto de su corazón como en los días pasados. Volvió a cuidar su tocado con graciosa coquetería, gustó de los galantes cumplimientos del marido de Mila y de sus amigos, y dijo a los jóvenes esposos su envidia por el amor feliz que bebían hasta la embriaguez y sus ansias por sentir en sus entrañas las inquietudes de la maternidad. ¡Tener un nene, un querubín, como aquél a quien Mila daba los blancos jugos de sus pechos! Algo de esta naciente alegría reflejaban las cartas que Cecilia escribía a su marido, algo nada más. Por una parte le parecía despiadado manifestar su regocijo, sabiéndole a él solo, entristecido y preocupado; por otra parte, temía que, alentado por esta mejoría, viniera prematuramente a buscarla, y sus esperanzas se quebraran por un nuevo desengaño. A Nobledas le fué dolorosa la partida de su esposa; pero sus tormentos tuvieron una tregua cuando dejó de inquietarle la constante presencia de aquella mujer deseada, suya, pero tan fuera de su alcance como una quimera inaccesible y el extraño contraste entre el amor que parecía tenerle y la fría reserva o la franca adversión con que rechazaba sus menores caricias. Luego la soledad se le hizo abrumadora. Con profunda melancolía entraba en la semioscuridad de las habitaciones de su mujer, como en la estancia abandonada de alguien que marchó para no volver. Abría despacito los armarios donde colgaban los vestidos, que recordaban la silueta de la dueña y los palpaba supersticiosamente, y miraba los espejos, con la loca esperanza de que su cabecita rubia hubiera quedado pintada en el cristal. Destapaba los botecillos del tocado para robar algunas gotas de sus perfumes sobre su pañuelo, y cuando volcaba alguna de aquellas chucherías de cristal, salía de puntillas, apresuradamente, como un chiquillo que teme ser reprendido. Durante el día el trabajo absorbía su atención y sus energías. Con el juicio sereno y la mano segura afirmaba su crédito diagnosticando con precisión y operando con habilidad a sus enfermos, cada vez más numerosos. Pero las noches eran malas, llenas de congojas, de visiones mortificantes, de obsesionantes recuerdos del pasado, de inquietudes para el futuro. Tenía miedo de acostarse, de aquella vigilia 465 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 466 VICTORIANO JUARISTI que, como un hada maldita, le obligaba a estar sentado en la cama escuchando calumnias atroces y odiosas profecías murmuradas cruelmente a su oído y le sostenía abiertos los párpados para obligarle a ser testigos de escenas infernales, hasta que la claridad del alba le traía piadosamente la limosna de unas horas de sueño. Una de estas noches se levantó de la cama enloquecido, se vistió y salió a la calle para rendir su cuerpo caminando y respirar mejor. Como un autómata que sigue un hilo invisible anduvo al azar hasta encontrarse frente a la casa donde aquello había sucedido, en la calle de Barbieri; estaba cerrada y silenciosa. Pasaron algunos trasnochadores; pasó un sereno, dándole las buenas noches, y después de un largo rato le abordó una mujercita, con la traza y el perfume de las pupilas de la Italiana. nes penas, ven a olvidarlas un rato. ¿Quieres? Subió. Luego, sentado junto a la cama en que la Sibila, echada, fumaba un cigarrillo y acariciaba su cabeza, imploraba detalles de la escena de la noche trágica. –¡No te pudras la sangre, bobo! Tú habrás visto mucho mundo, habrás estudiado mucho; pero no eres un hombre corrido, no conoces las hembras. Yo he adivinado en seguida que la rubia era tu mujer, y estabas roído por los celos, por la ver- –¿Subes conmigo, tontín? No pongas esa cara tan seria; si tie- güenza... ¡Bah! Tú acabarás, como los demás, encontrando que una mujer que corre una aventurilla está más sabrosa, más picante... Cuan- 466 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 467 EL ANATÓMICO do lo sospecháis, la mataríais; cuando lo sabéis, os quitaríais la vida. Después viene el consuelo, y procuráis sacar partido de lo que no tiene remedio. Bueno, y total, ¿qué? Para una vez que la mujer os engaña, ¿cuántas se la pegáis vosotros? Y el que no lo hace es un primo. Hay que gozar de la vida. Te contaría muchas cosas, pero tengo la boca muy seca. Una copa de champán frío, muy frío, nos vendría bien; parece que tienes calenturas, hombre. ¿Convidas, no? Enrique bebió, escuchó, lloró, besó y durmió luego como un narcotizado. Por primera vez en su vida despertó, muy tarde, en la cama de una mancebía, y salió avergonzado, despidiéndose con un beso en los hombros desnudos de aquella mujer. ba su ira. Después él mismo solicitaba el estímulo de estos engaños, que se fueron convirtiendo en motivos eróticos con que la perversidad de la Sibila rendía al hombre que había madurado lejos de toda sensualidad. Enrique la enseñó a imitar los gestos y las actitudes de Cecilia, a repetir sus pequeñas frases estereotipadas, a ser una copia encanallada de la mujer querida y ausente, quizá para siempre. Un día, después de alejar la servidumbre, la llevó a su casa, la hizo peinarse como ella en su tocador y vestirse con sus propias ropas, has- Volvió algunas noches después. Necesitaba una confidente a quien descubrir su herida para que aplicara sobre ella un hierro candente que la reavivase dolorosamente para sanearla. Aquella mujer sabía despertar su dolor con falsos relatos, con detalles imaginarios de escenas en las que Cecilia figuraba como apasionada protagonista. Luego confesaba únicamente que todo aquello era mentira. Y Nobledas, a punto de ahogarla, terminaba satisfaciendo en aquella carne mercenaria los tumultuosos deseos en que se troca- 467 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 468 VICTORIANO JUARISTI ta las más íntimas, y la acostó en la misma cama donde su mujer escondía su cuerpo hasta de las miradas de su esposo. No siempre encontraba Enrique a la Sibila. Entonces vagaba por las oscuras vías donde las busconas acechaban a los noctámbulos para ofrecerles sus caricias. Si alguna recordaba la silueta de Cecilia o se le parecía en el cabello, en la voz, en cualquier rasgo de la cara, seguía tras ella hasta los más repulsivos tugurios. Alguna vez caía en medio de una juerga de estudiantes, que le conocían, y se asombraban de ver en tales lugares a un hombre de vida casi austera. Otras tenía que soportar la mirada siniestra de algún rufián que parecía medir el pro y el contra de un ataque para desvalijarle. En un prostíbulo de ínfima categoría fue requerida su intervención por un hombre de aspecto bestial que reñía con el ama. –Usted dirá, señorito, si no tengo razón; yo quiero llevarme el baúl de mi chica, porque es suyo; y que esta tía me pague las chapas del jueves pasao, que es cuando mi chica salió de esta casa, donde la explotaban cochinamente; cuatro chapas, a medio duro, dos duros. –Deje usted en paz a este señor, y lárguese de aquí, so borracho. Si la perra de su hija quiere el 468 baúl y los cuartos, que venga por ellos, que tenemos cuentas que arreglar. ¡Esa desagradecida, que le estoy yo curando sus porquerías y llenándole el pellejo, pa que luego...! ¡Maldita sea! ¡Si no hay una decente! Enrique sólo veía en torno suyo las miserias y podredumbres de la carne, que (se imaginaba él) parecían respetar la suya como las fieras al que las cuida. En el hospital, en los libros de Patología, en las mancebías rozaba la carne llagada como la mosca que busca lo corrompido para despertar el rebullir de las voraces larvas y salir de entre la materia descompuestas sin mancha aparente. Aprendió a convertir en placer la contemplación del dolor ajeno, pero no por crueldad, sino gustando del cordial de la piedad, de la compasión, como debieron gozar muchos de los llamados apóstoles de la caridad; y pudo deleitarse teniendo lástima de sí mismo, como gozan los que se acusan en una confesión, los que se postran humillados ante los que creen haber ofendido, los que solicitan la piedad de los demás, quejándose de males imaginarios. Pero la corrupción de la carne le ganaba insensiblemente. Cecilia estaba, para él, cada vez más lejana, más confusa; las falsificaciones habían dominado al tipo original. La revelación de que su mu- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 469 EL ANATÓMICO jer no había cometido ninguna culpa, le hubiera sido ingrata, y acaso le hubiera puesto a ella en trance de pecar, la hubiera pervertido traidoramente para buscar en su condición de marido ultrajado un motivo de voluptuosidad infernal. Era ya víctima de una perversión sexual que mordía en él con la saña que lo hace en los que declinan después de una vida apartada de las conmociones sensuales. La carne que él había disecado, hasta en sus más recónditos misterios, desdeñándola, se levantaba contra él, y calladamente le despedazaba. Y las ponzoñas de la carne le alcanzaron también. Nada; no parecía nada la ulcerita insignificante que apareció un día en su cuerpo; un pequeño tributo doloroso a Venus... Pero, no. El cirujano sabía que aquélla podía ser una tremenda avería, la puerta por la que habría entrado en su sangre un veneno tenaz, implacable, que arruinaría su organismo si no luchaba inmediatamente contra aquél. Discretamente hizo en los laboratorios las necesarias investigaciones. El microscopio y los tubos de ensayo fueron categóricamente afirmativos. Estaba infectado. Aquel accidente fué como un vigoroso tirón de riendas. Reaccionó con energía. Avergonzado de haber caído hizo un esfuer- zo por levantarse, y se propuso reparar el daño de su cuerpo y su espíritu. Se sintió asqueado de sus flaquezas, y volvió los ojos hacia Cecilia, evocándola como en los días en que la conoció sana, pura, riente y amorosa. Pero, ¿cómo se acercaría a ella en adelante, él, culpable, manchado como un leproso? Sus impurezas pronto estarían ocultas, y nadie podía sospechar que por su sangre circulaba un morbo contagioso; pero sería un crimen atroz el reanudar su vida conyugal, escondido en esta impunidad; prefería la muerte. En algunos momentos, desalentado, volvió a pensar en el suicidio; veía mentalmente la evolución de su enfermedad, recordando los más terribles casos que habían pasado por las salas del hospital; primeramente, una tregua después de la pequeña mordedura, curada y olvidada; luego, las roséolas que motean la piel, las llagas que enrojecen la garganta. Después, mucho después, la lesión inesperada en el corazón, en el cerebro, en los huesos; la asquerosa máscara, la parálisis espantosa, la destrucción de los huesos... Pero, ¿por qué pensar en esto si ya la ciencia poseía seguras armas contra el terrible destructor? ¿Por qué dejarse vencer por este enemigo de la carne, como antes se había dejado abatir por una tempestad del espíritu? 469 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 470 VICTORIANO JUARISTI Confió su situación a un compañero de la clínica, que le examinó detenidamente y dispuso un tratamiento intenso, enérgico, estimulado por la premura de Nobledas, que empezó a frecuentar amigos y espectáculos, y entró en una risueña fase de optimismo. Una mañana, después de un sueño feliz, se levantó con el deseo imperioso de ver a su mujer. Compró un sinnúmero de regalos para ella y sus amigas, y tomó el tren con la ilusión y la impaciencia de un estudiante que va a ver a su novia. Cuando el coche paró frente a la verja, una risa de cristal tintineaba y subía más alto que el muro de verde follaje, envuelto en el aroma de los naranjos en flor. 470 Apenas traspuso el arco de jazmín que ornaba la entrada se oyó un grito de sorpresa. –¡Enrique, tú! Estaba frente a Cecilia, que tenía en brazos al nene de su amiga y había enrojecido de emoción; luego se puso pálida, temiendo que la venida inesperada de su marido tuviera algún motivo ingrato; pero Enrique sonrió, y avanzaba con los brazos cargados de paquetes. Cecilia, sin dejar al niño, como si el tenerlo junto a su corazón alejase el meleficio, esperó, tendiendo la mejilla, el beso de su marido, que recibió serena, casi gozosa. –Bésale a mi nene también; es mío, me lo ha vendido su madre. –¡Oh, no! –protestó Milagros, corriendo hacia el grupo como una chiquilla–. ¡Me lo ha robado! ¡Es una mala gitana! ¡Y qué fea está!, ¿verdad? No; estaba muy linda e impregnada de una exquisita gracia juvenil; una «sinfonía en rosa y oro», como decía Lauria, el joven pintor que estaba haciendo su retrato al aire libre. Precisamente descansaban de la sesión, y ante el cuadro casi terminado esperaba el artista el momento de ser presentado al recién venido. –Pepe Lauria, un buen amigo de mi marido –indicó Mila. –¿Y dónde está ese tunante de picapedrero que hace estos angeli- Juaristi 24/7/07 12:25 Página 471 EL ANATÓMICO tos rubios? –preguntó Nobledas jovialmente, después de saludar al pintor. –¡Allá voy, eminente carnicero! –contestó Guzmán desde el ventanal de su taller. –Mira, Enrique –dijo Cecilia, llevando a su marido ante el retrato–. Pensaba darte una sorpresa enviándotelo para tu cumpleaños; pero creo que el retrato y el original volverán juntos a Madrid. Nobledas había besado al niño en el vestido blanco, recordando su condición de apestado. Contempló el retrato, que parecía una figura de Boticelli, y felicitó a su autor, eludiendo hablar sobre el retorno de su mujer a Madrid. Luego, sobre las sillas del jardín, fué soltando los paquetes y ofreciendo los regalos. –Pero –palmoteaba Milagros– ¿es que este año se han anticipado los Reyes Magos? Abrazó el escultor al cirujano y preguntó luego: –¿Han subido el equipaje? –¡Oh! ¡No hay equipaje, querido mío! De aquí a la estación, esta misma noche. Todos protestaron ruidosamente. –¡Ineludibles y sacrosantos deberes de la profesión! –dijo con enfática seriedad Enrique–. Pero no tardaré en tomarme unas vacaciones y arruinaros devorando vuestra despensa. –Estás un poco pálido, Enrique; algo ojeroso –observó Cecilia–. Sin duda trabajas demasiado. ¿Te cuidan bien? –Como a un bajá; no te inquietes. Realmente, el cabello de Enrique había encanecido mucho y su frente estaba profundamente surcada. El almuerzo estuvo animado. Lauria, que fué invitado, contribuyó a ello con su fogosa verbosidad. Era joven y guapo, apasionado por el arte que cultivaba, sin que apremios económicos limitaran su vocación. Pasaba largas temporadas en Italia estudiando a los Primitivos, cuyas composiciones y técnica imitaba. Era romántico y enamoradizo, pero se contentaba con espiritualizar a sus amadas, haciendo que sus tocados y vestidos recordasen figuras del Giotto, de Guirlandojo. Encontraba a Cecilia muy de su gusto, y ella escuchaba sus comentarios sobre el arte y sus lisonjas con agrado. Mila y su marido procuraron que Enrique y Cecilia pudieran estar solos algún rato; pero ellos lo evitaron, como si temieran descubrirse sus íntimos sentimientos. A la hora de la partida todos quisieron ir a la estación, pero Enrique se opuso a ello. 471 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 472 VICTORIANO JUARISTI –No; nada de despedidas en el antipático ajetreo de un andén. Quedaos aquí, y yo llevaré la muy grata visión de este jardín alegre. Después que se hubo marchado Enrique, su mujer quedó apenada de no sentir un dolor agudo por su ausencia. Dos días después de la visita de Nobledas, cuando Guzmán tomaba su café, le entregaron un telegrama que le hizo gran impresión... Las dos mujeres, que hojeaban las revistas de arte que recibía el escultor, se inquietaron. –¿De Madrid? ¿Le sucede algo a papá? –preguntó. –No; es de un amigo que... –empezó a explicar torpemente el escultor– me dice... En fin, no debe ser nada, no hay que alarmarse; será una pequeña indisposición de Enrique... Cecilia, muy pálida, le arrebató el telegrama y leyó al pie el nombre de su hermano. Decía así: «Advierte con cuidado a Cecilia la repentina y seria indisposición de Enrique. Sería conveniente que viniera.» Se dejó caer en la silla angustiada, pero sin derramar una lágrima. Sus amigos intentaron consolarla y quitar importancia a la noticia. Ella, sombría y desesperada, rechazaba a sus amigos. 472 –No, no. Enrique está muy mal. Acaso no le veré más. Vamos en seguida; acompáñame en este nuevo calvario. Su amiga empezó a disponer el viaje, haciendo conjeturas sobre lo que podría haber sucedido. Poco después, otro telegrama anunciaba la rápida agravación del enfermo, y cuando ya estaban a punto de salir para la estación llegó la noticia de la muerte de Nobledas a consecuencia de una crisis de angina de pecho. Cecilia tenía clavada en el cerebro una obsesión: «Enrique se había matado. Su visita había sido su despedida para la eternidad.» Miraba, asustada, la expresión del rostro de su amiga, temiendo que nuevamente se perturbara su razón. –¡Llora, mujer! –la decía– ¡Vas a ponerte mala si no te desahogas llorando! Pero Cecilia, con la frente sombría y mordiéndose los labios, se ocupaba de los detalles del viaje. –Necesito un vestido negro, un velo; soy la viuda de Nobledas, ¿sabes? ¡Su desconsolada viuda, como dirán mañana las esquelas! Camino de Madrid, Cecilia tomó la resolución de quitarse la vida si Enrique se había suicidado por su culpa. Juaristi 24/7/07 12:25 Página 473 EL ANATÓMICO Su hermano la esperaba en la estación, angustiado por las posibles consecuencias de este nuevo choque sobre el espíritu de Cecilia; pero ésta llegó serenamente, y mirándole en los ojos le preguntó: –¿Lo veré, aún? –Sí; te esperábamos y esperamos a su hermana. –¿No ha sido un suicidio? ¿Me lo juras? –No; te lo juro. Su entereza le abandonó al entrar en el portal de su casa, en el que la mesa enlutada indicaba el duelo; por la escalera subían y bajaban silenciosos y compungidos visitantes. –¡Vete a descansar un momento! –insistió Daniel–. ¡No puedes tenerte en pie; luego lo verás! –No; ahora mismo. Sostenida por su hermano avanzó hacia la sala de donde venía el humo azulado de los cirios; pero en la puerta se le doblaron las rodillas y se desmayó. Luego cayó en un sueño pesado; cuando despertó ya estaba Enrique bajo la tierra, cubierta de coronas. La entrevista de Cecilia y su cuñada fue penosa y fría. Empezó después un cortejo de pésame, que la viuda no pudo sufrir. –Me vuelvo junto a Mila –manifestó con firmeza–. Daniel me re- presentará para cuanto sea menester. Hizo venir un notario para otorgar los necesarios poderes; se proveyó de ropa negra y salió al día siguiente para Valencia, donde poco después tuvo noticias de que Nobledas tenía «las cosas bien hechas», y quedaba libre y rica. Pablo Lauria le pidió permiso para manifestar su sentimiento y para visitarla alguna vez. La encontraba muy interesante con su negro velo y su melancolía; una figura como la de cierto cuadro de Burne Jhone... Hablaron mucho de Italia tanto el pintor como sus amigos, que recordaban su luna de miel. Y cuando Mila y su marido tuvieron que volver a Madrid, Cecilia decidió hacer un viaje a Florencia y a Roma. Casualmente, Lauria tenía que copiar un fresco... –¡Una maravilla! –decía a la viudita–. Si acaso nos encontrásemos allí algún día... En Madrid se desvaneció pronto el remolino que había producido la inesperada caída de Nobledas al fondo de la negra laguna. Algunos sabían la verdad, por haber sido testigos del accidente. Porque fué un accidente. Cuando volvió de Valencia, bañado de optimismo y mirando a la vida codiciosamente, quiso conti- 473 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 474 VICTORIANO JUARISTI nuar el tratamiento de su enfermedad con energía. Le habían puesto ya la segunda inyección del preparado de Erlich, que esterilizaba la sangre, y se aprestó a que le hicieran otro pinchazo en las azules venas del antebrazo. Después de operar en la clínica como de costumbre, encerróse en una habitación con el médico, que preparó escrupulosamente lo necesario. Diestra y limpiamente, éste hizo pasar a la sangre el líquido de color de vino de oro. Un ligero vendaje protegió la casi invisible picadura. Nobledas quedó descansando sobre la cama. A los diez minutos sintió bruscamente una pequeña angustia, una opresión en el pecho, un sudor frío: Quiso incorporarse; la opresión se convirtió en una garra que le impidió respirar. Justamente pudo alcanzar el llamador. Acudió una monja, y quedó aterrada por el aspecto del cirujano, que desgarraba la pechera de la camisa, queriendo liberarse de aquella zarpa que le ahogaba. Un momento después, los médicos, azorados y descompuestos, se precipitaban en torno suyo, intentando en vano que el pulso latiera y que aquellas pupilas dilatadas y sin brillo reaccionaran a la luz. Cuando llegó Daniel, avisado por teléfono, Enrique Nobledas ha- 474 bía muerto, y el médico, desesperado, explicaba: –Una crisis nitritoide, fulminante. El producto es puro. El parecía libre de taras. ¡Es inexplicable! Luego decidieron trasladar al cirujano a su casa, como si aún viviese, y certificar que había muerto de una angina de pecho. En las tertulias de los médicos se comentaron sumamente las circunstancias de la inesperada muerte de Nobledas, cuya verdadera causa se susurraba. –¡Pero un hombre tan serio, apartado de lances galantes! –¡Pse! Nadie se libra de un tropezón. Además, creo que las corría en silencio, como un barco pirata. Por algo estaba distanciado de su mujer. Sabe Dios qué líos se traía. Cada compañero pensaba en la utilidad que del acontecimiento podía sacar, y algunos se dispusieron al asalto de la vacante en el hospital, en la clínica, en la academia, en la clientela y hasta en el lecho conyugal. También causaron mucho efecto la noticia y las necrologías que con el retrato del doctor afamado publicaron los periódicos, en casa de la Italiana, donde ya sabían el nombre y profesión del protector de la Sibila; una de las pupilas, que le había encontrado en el pasillo, conoció al que la había curado, en el Juaristi 24/7/07 12:25 Página 475 EL ANATÓMICO hospital, las heridas recibidas en un vuelco de automóvil cierta madrugada que salían de una juerga con unos señoritos borrachos. Todas las chicas dieron el pésame a la Sibila, que tomó la condolida actitud de una viuda. –Yo estaba segura –decía– de que me había ocurrido una desgracia. En el momento mismo en que mi Enrique, ¡pobrecillo!, se moría, sentí que se me paraba el corazón, y oí claramente una voz que me decía: «¡Adiós!». –¡Sí! Ezo é la telepatía sin hilos comentó –la Cordobesa, que arreglándose un ricito bajo el sombrero, salió tatareando: “Por una mujé se pierde cuanto hay que perdé, la via y...” 475 Juaristi 24/7/07 12:25 Página 476