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EL SER HUMANO ANTE EL MISTERIO DE DIOS
Luis Ramírez Vera
Universidad Católica del Maule
En el contexto de unas lecciones de Teología Sistemática dictadas por
el Doctor Marcos Buvinic, en la Universidad Católica del Maule y ante la pregunta
del académico ¿Qué significa que Dios sea Misterio? y ¿Qué implica la tentativa
de hacer hablar a Dios?, esto en relación a la obra de W. Beinert “De la tentativa
de hacer hablar a Dios” ; la respuesta de uno de sus alumnos, en un examen final
de esa experiencia, fue la siguiente:
La primera de las cuestiones planteadas en este trabajo de evaluación
nos sitúa frente al siempre complejo e insuperable desafío de definir a Dios (como
si por solo un instante lo supusiéramos un concepto, una palabra clave más para
la teología y también para la experiencia humana de cada día en la vida del creyente). Reconociendo, sólo en el plano del sentido común, que no es posible reducir a Dios a un concepto, aunque se le encuentre semánticamente extendido
en todo elemental diccionario de la lengua, aunque hayamos sido testigos de su
aislamiento de tiempo y lugar – entiéndase su universalidad – a través del referente metafísico o, en el otro extremo, dándonos cuenta de su inefabilidad y reconociéndole misterio absoluto ante el cual el hombre nada puede hacer; la libertad
e inteligencia de las que han sido dotadas las personas permiten al ser humano
tomar conciencia de que puede alcanzar una mínima e imperfecta aproximación a
esa realidad trascendente que constituye el Padre y que efectivamente, al decir de
Einstein, “es un misterio insondable que sobrepasa y traspasa”.
La máxima autoridad del léxico hispano señala: “nombre sagrado del
supremo ser, creador del universo que lo conserva y rige por su providencia”.
Pertinente. Responde bien a la tarea de confeccionar un vocabulario en una clase
de cultura religiosa. Se cumple. Pero para la reflexión teológica, aun inicial, es
categóricamente insuficiente.
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No hay expresión, no hay concepto ni palabra, ejemplo e ilustración que
pueda verdaderamente hablarnos de Dios. Es verdad eternamente velada para el
hombre. Menos aún de “hacerlo hablar” por nuestra propia y soberana voluntad.
Nuestro lenguaje no es el lenguaje de Dios. Nuestro lenguaje se agota en las fronteras de lo humano. Más Dios es (y ya estamos definiéndolo) el Absoluto, el que
todo lo trasciende (y ya estamos cualificándolo).
El hablar de Dios por parte del hombre es aproximación, sugerencia,
aventura, osadía. Se podría, entonces, para avanzar en la tarea encomendada,
acudir a la Escritura Sagrada. Si en ella está la voluntad revelada de Dios a los
hombres puede no dudarse de cometer error y exponer, por ejemplo: “Yo soy el
que Soy” ( Ex3,14 ) o “Dios es Amor” (1Jn4, 8 y 16). ¿Tarea cumplida? Por cierto
que no. También somos imperfectos ante la revelación del Padre contenida en el
texto sagrado. Revelación sobrenatural, pero que por el carácter dinámico en ella
siempre es posible descubrir algo más. Dios tampoco se agota en estas certeras
e irrefutables manifestaciones y que no pocas veces las usamos como frases hechas. La dinámica del hecho revelado puede llevarnos mucho más allá. En rigor,
Dios no es simple objeto de una ciencia (aun la etimología del logos-theos).
“Me llaman con muchos nombres su señoría: Yahvé, Alá, Ráma, (Viznú), Elohim, Señor, Inti, Gran Espíritu...¿podemos llamarle Dios?... Dios está muy
bien” (Paulistas, “El Juez Juzgado”). Es casi imposible dejar de mencionar aquí
las denominaciones de Dios como una forma de reacción humana y temporal
ante el misterio único y absoluto. El ser humano, desde sus limitaciones, desde
sus percepciones parciales, apropia, normatiza, privatiza, constituye religiones,
olvidándose que por el propio testimonio del Dios encarnado en Jesucristo las
personas son anteriores a las religiones, el ser humano es más importante que la
pura norma.
La Gracia de Dios está primero derramada sobre todos los hombres,
creaturas predilectas de un Dios Creador por amor y que, consecuentemente con
su obra creadora a través de la cual ya se revela naturalmente, se nos comunica, se nos da a conocer, se nos descubre, haciéndonos partícipes –desde el
misterio que representa ante nosotros– de su plan salvífico, invitándonos, nunca
dejándonos al margen de sus intenciones. El misterio es también verdad, aun en
posiciones deístas y acentuadamente racionales. En este plano, la incomprensión
o el desconocimiento de una causa no implica su inexistencia.
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Ahora bien, el tenor de la pregunta nos refiere a un texto en particular.
Ante una asunción literal de la misma y en un plano lejos de la hermenéutica, podría uno imaginarse a un “dios taimado” (una de las tantas desvirtuadas imágenes
de Dios) que se niega a comunicársenos y que tenemos que motivar, incitar, obligar a hablar. De esta forma, el rigorismo nos lleva a una actitud herética. Nosotros
no decidimos nada ante Dios, menos hacer decisión respecto de lo que Él quiera
o necesite comunicarnos. Su voluntad y no la nuestra siempre estará primero.
Sin duda, la muy inteligente y sugerente expresión de Beinert alude al
descifrar, al abrir la mente y el corazón para entender, al dejarnos interpelar, al hacer inteligible un mensaje que siempre está dirigido a nosotros. Es una invitación
a estar atentos, inclusive a vigilar, expresión tan reiterada en la literatura neotestamentaria, con el propósito de concluir que si Dios nos habla, se nos revela, acude
a nuestra mesa, golpea nuestra puerta, se pone en nuestro camino y espera de
nosotros alguna respuesta. Lo importante, a partir de la fe, es tratar de entender
ese lenguaje que Dios expresa y no caer en las desvirtuaciones en que por cierto,
por el carácter falible de la condición humana, se cae.
Desde el comienzo Dios habló al hombre y la mujer y ya desde la creación
ese lenguaje fue gracia y amor. Se tradujo en libertad, pero también en advertencia y mandato. No obstante lo que sabemos de Dios también nos lo han hablado
otros. Dios hace a la historia y a los hombres que la protagonizan continente de
revelación. En la historia y no fuera de ella (prefiguración de lo que contemporáneamente llamamos “inculturación”) Dios habla al hombre. El hombre, por la fe ( y
también por la razón ) está llamado a responder a esa comunicación. Su razón y
su fe se abren o permiten abrirse a la comprensión de lo que Dios quiere comunicar. Cristo, la plena revelación del Padre, posibilita al hombre comprender mejor
este misterio. Por Cristo habla y se nos comunica Dios y Cristo nos muestra la
voluntad de un Padre que desea que vivamos plenamente de acuerdo a ella. De
allí la conversión que permite ser partícipes de un mismo nuevo orden de cosas.
Invitación a ser co–creadores ( sin negar nuestra condición de creaturas ), constructores de un Reino que, inaugurado por el Señor, estamos invitados a plenificar
en el tiempo por venir.
En todo lo creado, también el hombre está ordenado en razón a Dios. El
encontrarse con Dios para reconocer y entender su hablar se asocia también a
las acciones de la tarea pastoral que, individual y comunitariamente, asumimos
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como personas cristianas e Iglesia y esto, no sólo como el efecto de una responsabilidad y un cumplimiento, sino más bien como respuesta libre y responsable a
la invitación que Dios siempre nos hace.
En síntesis, acoger el misterio e intentar hacer hablar a Dios implica el
verdadero sentido de la reflexión teológica, que supera con creces el limitado y
conformista etimológico del estudio de Dios. La teología quiere ser estudio reflexivo y crítico del diálogo entre Dios y el ser humano. Un Dios que se revela, que se
comunica natural y sobrenaturalmente, derramando su gracia sobre el hombre,
entendido como un ser que puede responder a ese llamado por la conducta siempre multidimensional de la fe. Ciencia teológica, aun la postura dogmática que
quiere hacer de la ciencia sólo y exclusivamente el empeño que se verifica en lo
experimentable e ineludiblemente demostrable.
El texto de Beinert es, en gran medida, el de la justa y recta dimensión de
la teología, acompañada de un pertinente estudio histórico de cómo ésta se ha hecho cargo de su responsabilidad a través del desarrollo del cristianismo, siempre,
desde la fe. El “hablar de Dios”, que nunca es objeto acabado del conocimiento
humano, consiste en nuestra disposición ante Él para que, respondiendo a su
comunicación seamos capaces de entender su mensaje. La actitud es, entonces,
“dejarnos descubrir por Dios”.
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