El Apostolado Seglar a los veinte años de Christifideles Laici

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El Apostolado Seglar
a los veinte años de
Christifideles Laici
Mons. Atilano Rodríguez
Obispo de Ciudad Rodrigo,
miembro de la Comisión Episcopal de
Apostolado Seglar y Obispo Consiliario
de la Acción Católica Española
Valladolid, 8 de julio de 2008
El
Papa Juan Pablo II decía que el Concilio
Vaticano II había sido «la gran gracia de la
que la Iglesia se ha beneficiado en el
siglo XX» y «la brújula segura para
orientarnos en el camino del siglo que
comienza». Cuando nos acercamos a los
documentos conciliares, pensando en la vocación y misión de los fieles laicos, nos encontramos con espléndidas reflexiones sobre
la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión
y responsabilidad de los mismos. Los textos
del Concilio, como todos sabemos muy bien,
además de afirmar con rotundidad la común
dignidad de todos los miembros del pueblo
de Dios en virtud del sacramento del bautismo, invitan a todos los cristianos laicos, especialmente a los jóvenes, a responder con
ánimo generoso a la voz de Cristo y a progresar en el camino de la santidad desde la
íntima comunión de amor y de vida con Él.
De este modo los cristianos laicos podrán ser
testigos de su amor y de su salvación hasta
los confines de la tierra.
El año 1987 tiene lugar en Roma la VII
Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Este Sínodo, cuya celebración estaba
prevista para el año 1986, se celebra un año
más tarde por expreso deseo del Santo Padre. La razón fundamental de este aplazamiento viene marcada por la proximidad de
la celebración de la Asamblea Extraordinaria
del Sínodo, que había tenido lugar el año
1985, para conmemorar los veinte años de la
clausura del Concilio Vaticano II. Según los
estudiosos, este retraso vino muy bien para
prolongar la reflexión en las Conferencias
Episcopales de cada país sobre «la vocación
y misión de los laicos en la Iglesia y en
el mundo, a los veinte años del Concilio
Vaticano II», que fue el tema central del
Sínodo.
En este Sínodo tiene lugar una manifestación
de auténtica sinodalidad y corresponsabilidad
eclesial, ya que en el mismo participan un
buen grupo de cristianos laicos. Concretamente, además de los 234 padres sinodales,
asisten 55 laicos y varios peritos. El Papa,
ante esta experiencia sin precedentes en los
sínodos anteriores, señala que debe ser «un
modelo para el futuro». Los Obispos y
laicos participantes en el Sínodo hacen una
relectura del Concilio sobre la vocación y
misión del laico y enriquecen las enseñanzas
conciliares sobre la vocación y misión del
cristiano laico en la Iglesia y en el mundo con
las reflexiones de las distintas conferencias
episcopales, con las aportaciones de los sínodos precedentes y con las experiencias personales y comunitarias de las respectivas
Iglesias particulares.
Los trabajos sinodales concluyen el 30 de
octubre de 1987. El año siguiente se dedica a
la preparación del trabajo postsinodal. El
resultado de este trabajo se concreta en la
publicación por parte del Santo Padre, el día
30 de diciembre de 1988, de la exhortación
apostólica postsinodal Christifideles laici. Refiriéndose al contenido del Sínodo, el Papa
Juan Pablo II señala que «el objetivo que
esta Exhortación quiere alcanzar es el de
suscitar y alimentar una más decidida
toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos y cada uno de ellos en particular- tienen
en la comunión y en la misión de la Iglesia» [n 2]. Por su parte, el secretario general
del sínodo dirá que el sínodo había sido una
sustancial confirmación del Concilio, de modo
especial en lo que se refiere a la atribución al
fiel laico de la secularidad.
La Exhortación adopta como punto de partida
de las reflexiones posteriores, la imagen joánica de la “Vid y los sarmientos” [Jn 16, 1-5].
Desde esta imagen va desarrollando el discurso sobre la participación de los laicos en la
vida de la Iglesia, urgida por la misión y teniendo en cuenta la variedad de vocaciones y
la exigencia de una formación cristiana integral. En palabras del Papa, el fruto más valioso que el sínodo espera «es la acogida
por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a
tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta
magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer
milenio» [ChL 3].
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Las nuevas situaciones, tanto eclesiales como
sociales, económicas, políticas y culturales,
reclaman hoy, con fuerza muy particular, la
acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el
tiempo presente lo hace aún más culpable. A
nadie le es lícito permanecer ocioso, pues es
ingente el trabajo espera a todos en la viña
del Señor.
En la exhortación, además, se ofrecen algunos criterios para discernir la eclesialidad de
los movimientos apostólicos. Se hace una
llamada a la movilización y participación responsable en la nueva evangelización, se presenta el compromiso político de los laicos en
clave de solidaridad, paz y desarrollo y se
hace una profunda reflexión sobre el ser y
misión de la parroquia y sobre la nuevas realidades asociativas surgidas en la Iglesia a
partir del Concilio Vaticano II. También resulta muy importante el reconocimiento y agradecimiento a la labor impagable de la mujer
en la misión de la Iglesia y la insistencia en la
evangelización de la cultura.
En mi exposición voy a fijarme muy de pasada en cuatro retos que, en su día, planteaba
la Exhortación postsinodal Christifideles laici
y que, a mi modo de ver, siguen siendo retos
para la Iglesia y para los cristianos en nuestros días. Concretamente voy a fijarme en la
vocación a la santidad de todos los miembros
del pueblo de Dios, en la concepción de la
Iglesia como misterio, en la necesidad de
impulsar el asociacionismo laical y en la necesaria formación cristiana integral de todos
los cristianos para responder a estos retos.
I. Vocación a la santidad
El Concilio Vaticano II dedica todo el capítulo
V de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium a reflexionar sobre la
«vocación universal a la santidad» de
todos los miembros del pueblo de Dios. La
concepción de la Iglesia como misterio, es
decir, como pueblo congregado en la unidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, lleva
consigo la exigencia de la santidad, entendida en el sentido fundamental de pertenencia
a Aquel, que es el tres veces Santo [Is 6, 3], y
a quien todos hemos sido consagrados en
virtud del sacramento del bautismo. En este
sacramento se concede a cada bautizado el
don de la santidad objetiva.
Ahora bien, este don, como cualquier otro,
exige la respuesta positiva, la acogida generosa y el compromiso decidido de plasmar y
hacer realidad esa santidad en cada momento de la existencia. El apóstol Pablo ya les
recordaba a los cristianos de Tesalónica que
«la voluntad de Dios es vuestra santificación» [I Tes 4, 3]. Por lo tanto esta vocación
de todos los bautizados a la santidad, los
fieles laicos deben verla, «antes que como
una obligación exigente e irrenunciable,
como un signo luminoso del infinito
amor del Padre que les ha regenerado a
su vida de santidad».
Este compromiso y respuesta a la santidad
de Dios, que se ofrece sin mérito alguno a
cada bautizado, no afecta solo a algunos cristianos, sino a todos los bautizados. Antes de
la celebración del Concilio, la llamada a la
santidad parecía reservada únicamente a los
presbíteros, a los religiosos y a los miembros
de los institutos seculares. El Concilio, tomando buena nota de las enseñanzas de la
Sagrada Escritura, no excluye a nadie de la
vocación a la perfección. Teniendo en cuenta
la inserción en Cristo por el sacramento del
bautismo y la común dignidad de todos los
bautizados, ya sean luego presbíteros, religiosos o laicos, el Concilio no dudó en afirmar
que «todos los fieles de cualquier estado
y condición están llamados a la plenitud
de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad» [LG 40].
La santidad es la primera y fundamental vocación que el Padre confía a todos los cristianos, puesto que, si somos constituidos miembros del Cuerpo de Cristo por el bautismo,
participamos de la misma vida de santidad
que la Cabeza de este Cuerpo. Por lo tanto,
la llamada a la santidad debe ser asumida de
forma urgente y consecuente por parte de
todos los bautizados, pues forma parte esencial de su dignidad bautismal. La santidad es
la obra del Espíritu de Dios que vive y actúa
en la Iglesia con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre. Juan
Pablo II llega a decir, al comienzo del nuevo
milenio, que «hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral» y que es necesario «poner la aspiración a la santidad como fundamento
de la programación pastoral». «Poner la
programación pastoral bajo el signo de
la santidad es una opción llena de consecuencias» [NMI 30-31].
El mismo Juan Pablo II sacará posteriormente las consecuencias de esta participación
objetiva del cristiano en la santidad de Dios
como consecuencia del bautismo. En la Carta
Apostólica Novo millennio ineunte, el Papa
afirma que si el bautismo supone una verdadera entrada en la santidad de Dios por la
inserción en Cristo y la inhabitación de su
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Espíritu Santo, los cristianos no pueden contentarse con una vida mediocre, vivida desde
una ética minimalista o una religiosidad superficial. Cada bautizado es llamado por el
Señor a ser perfecto como el Padre celestial
es perfecto [Mt 5, 48]. Introducidos en la santidad de Dios, estamos capacitados para manifestar la santidad en nuestra vida y debemos
asumir el compromiso mostrar la santidad de
los que somos en la santidad de lo que
hacemos.
Pero, en ocasiones, muchos cristianos piensan que la santidad es inalcanzable o no saben cómo vivirla. En determinados casos,
algunos caen en falsos espiritualismos, pensando que ese es el camino de la verdadera
santidad. Por ello debemos preguntarnos:
¿dónde ha de vivirse esta santidad? El Papa
dirá en Christifideles laici que los cristianos
laicos deben vivir y crecer en la santidad en
la vida ordinaria, en el mundo. Por eso, en
otro momento señala que «los caminos de
la santidad son personales y exigen una
pedagogía de la santidad verdadera y
propia, que sea capaz de adaptarse a los
ritmos de cada persona» [NMI 31]. La vida
en el Espíritu deben expresarla fundamentalmente en la inserción en las realidades
temporales y en su participación en las realidades terrenas. Partiendo de esta necesidad
de vivir la presencia de Dios en la oración y
en la vida, el Sínodo, como ya lo había hecho
el Concilio, vuelve a poner el dedo en la llaga, al señalar que existen dos problemas
fundamentales, que no han sido asumidos
responsablemente por parte de los laicos,
durante los veinte años posteriores a la celebración del mismo. Por una parte está la poca presencia de los católicos en la vida pública con una clara identidad creyente y, por
otra, la persistente separación entre la fe y la
vida de muchos bautizados.
Con el paso de los años, estos dos problemas, que son expresión de una deficiente
vivencia de la santidad, a mi modo de ver, no
solo no se han resuelto, sino que se han
agravado. La generación de católicos, que
tenía que haber dado respuesta a estos problemas ha envejecido. Y el porcentaje de
jóvenes creyentes, que podrían dar una respuesta positiva a los mismos, ha descendido
de forma alarmante durante los últimos años
en todas las diócesis españolas. Como todos
conocemos muy bien por los resultados de
los estudios sociológicos, cada día son más
los jóvenes que viven como si Dios no existiese y los que consideran a la Iglesia como
una institución caduca y trasnochada. Con
frecuencia estos jóvenes, afectados por el
relativismo y subjetivismo de la cultura actual, viven y actúan desde los criterios del
mundo y eligen del Evangelio aquellos aspectos que más les interesan en cada momento
para justificar sus comportamientos y decisiones.
Si nos fijamos en este segundo aspecto, es
decir, en la disociación entre la fe y la vida,
podemos constatar que muchos cristianos
confiesan públicamente su fe en Jesucristo e
incluso pueden participar en las celebraciones
litúrgicas, pero luego se observa que sus
compromisos en la vida familiar, laboral o
política van en otra dirección. Así mismo,
también podemos constatar que no se ha
superado aún la concepción de la vida cristiana como pura acción o como puro compromiso. Se olvida que la evangelización no
es nunca puro voluntarismo y que cualquier
acción, si no nace del encuentro con Dios en
la oración y en la celebración de la fe, no
puede ser nunca acción evangelizadora. En
nuestros días, muchos cristianos siguen pensando inconscientemente que son ellos los
que van a cambiar el mundo y los que tienen
que transformar las realidades temporales.
Olvidan o no tienen suficientemente en cuenta que solamente será posible trabajar con
esperanza en la evangelización, poner los
medios para que los demás puedan convertirse a Jesucristo y progresar en el seguimiento, si se acepta y acoge la actuación del
Espíritu en nosotros y en el mundo.
El apóstol Pablo, refiriéndose a la necesidad
de vivir conscientemente la presencia y la
actuación del Señor en la vida cristiana por
parte de los creyentes, dirá: «Todo lo que
hagáis de palabra o de obra, hacedlo
todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre»
[Col 3, 17]. De la conciencia de estar en el Señor, brota la necesidad de la unión entre la fe
y la vida por parte de todos los cristianos, de
tal forma que todas las actividades deben
verlas como una ocasión para la unión con
Dios y para el cumplimiento de su voluntad,
así como de servicio a los hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo.
Mirando a la historia de la Iglesia, descubrimos que, en los momentos de crisis y de
especial dificultad para la evangelización, los
santos, los que han sabido unir a la perfección la fe y la vida, han sido siempre origen y
fuente de renovación para la comunidad cristiana y para la regeneración de la sociedad.
No perdamos, por lo tanto de vista, que una
verdadera renovación de la vida y de la misión de la Iglesia pasa siempre por la conversión, por la renovación espiritual y por el
testimonio de santidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. De este modo brillará a los ojos de los hombres la santidad de la
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Iglesia de tal forma que ésta podrá realizar
más perfectamente su vocación salvífica:
«Solo en la medida en que la Iglesia,
esposa de Cristo, se deja amar por él y
le corresponde llega a ser una madre
llena de fecundidad en el Espíritu» [ChL
17].
II. Profundización en
el misterio de la Iglesia
La
Iglesia para cumplir su misión necesita
una organización y unas estructuras que le
permitan la coordinación y la animación de
los proyectos pastorales. Todos tenemos esta
experiencia en nuestras propias iglesias particulares. Sin embargo, la excesiva fijación en
lo organizativo, puede inducir a muchos cristianos a la confusión. Cuando nos fijamos
demasiado en la organización, en la programación y en la revisión de las actividades
pastorales que, dicho sea de paso, es necesario y conveniente hacerlo, podemos quedarnos en una visión exterior o extrínseca de
la Iglesia y podemos llegar a equipararla,
como sucede hoy por parte de muchos bautizados, a cualquier otra organización social.
Esta visión sociológica de la Iglesia subyace,
con cierta frecuencia, en las informaciones
difundidas por algunos medios de comunicación social y en los planteamientos de ciertos
grupos cristianos que, de acuerdo con sus
criterios, pretenden llevar a cabo una renovación y transformación de la Iglesia, olvidando la Palabra de Dios, la Tradición de la
Iglesia y las enseñanzas del Papa y de los
obispos. En sus reflexiones piden una Iglesia
más democrática, sin darse cuenta que la
Iglesia no depende de las decisiones humanas, asumidas democráticamente. Estas decisiones, como bien sabemos, podrían no
ajustarse a la verdad y podrían cambiar en
cada momento de la historia. Como consecuencia de ello, podríamos llegar a tener sucesivamente distintas realidades eclesiales,
que responderían a las decisiones democráticas de las mayorías. Por otra parte, las verdades de fe tampoco serían inmutables, porque dependerían de las decisiones democráticas adoptadas en cada momento histórico.
Estas afirmaciones, en principio descabelladas y contrarías a la voluntad del Señor sobre la Iglesia, calan, sin embargo, en la conciencia y en la forma de pensar de muchos
cristianos y son aceptadas por ellos sin una
actitud crítica, porque les falta la formación y
la experiencia eclesial necesarias para hacer
esta crítica.
A la luz de la Palabra de Dios y de las enseñanzas del Magisterio, la Iglesia es ante todo
un misterio del amor de Dios, un regalo de su
infinita bondad a la humanidad. Como nos
recuerda el Concilio, sirviéndose para ello de
las enseñanzas de San Cipriano, «toda la
Iglesia aparece como un pueblo reunido
en virtud de la unidad del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo» [LG 4]. Esta concepción trinitaria de la Iglesia nos permite descubrirla, entenderla y vivirla, como icono de
la Trinidad, nación santa, pueblo elegido y
adquirido mediante la sangre de Cristo [Act 20,
28]. Christifideles laici dirá que esta comunión
de los cristianos con la Trinidad Santa es el
mismo misterio de la Iglesia. Las mismas
palabras de saludo, que el sacerdote pronuncia al comienzo de la celebración eucarística,
tomadas de las enseñanzas paulinas, nos
recuerdan precisamente este misterio de la
Iglesia-comunión: «La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la
comunión del Espíritu Santo estén con
todos vosotros [II Cor 13, 13]» [ChL 18].
Teniendo en cuenta estas enseñanzas de la
Sagrada Escritura y de los documentos del
Magisterio, la Iglesia no nace de la voluntad
humana sino de la voluntad de Dios. No puede actuar desde criterios humanos, sino desde los criterios y comportamientos de Dios.
Ella tiene que ser para todos los pueblos de
la tierra signo e instrumento de la unidad y
del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo.
Hoy hemos de profundizar mucho más en el
misterio de la Iglesia y expresar con nuestras
obras y palabras este misterio, porque, como
decía antes, hoy la Iglesia es concebida por
muchos como una institución social más, en
la que están los de arriba y los de abajo, los
que mandan y los que obedecen, los de derechas y los de izquierdas. Esta visión llega a
mucha gente sencilla y con poca formación
religiosa. Como consecuencia de la aceptación de estos criterios pueden llegar a una
desafección hacia la Iglesia y a una división
entre laicos y presbíteros y entre laicos, religiosos y obispos.
Por otra parte, en nuestros días, existen muchos cristianos que experimentan un profundo confusionismo en la concepción de la Iglesia y en su misión. Hoy podemos encontrarnos con cristianos que se han alejado de la
Iglesia silenciosamente o que mantienen con
ella una relación nominal, cultural, institucional, esporádica, y sin embargo continúan
confesándose “creyentes pero no practicantes”. Otros no solo se han alejado de las
prácticas cultuales sino de las enseñanzas y
de las pautas de conducta moral de la Igle-
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sia. Suelen justificarse diciendo: “Yo soy católico, pero no voy mucho a misa”. Estos
grupos de bautizados están en los pasos previos a la indiferencia religiosa o a la increencia y podríamos definirlos como cristianos sin
Iglesia o que practican un cristianismo posteclesial.
Por supuesto este cristianismo resulta inaceptable pues está fundamentado en el individualismo, en el relativismo y en criterios
puramente subjetivos. Niega el carácter comunitario del anuncio de Cristo y la dimensión eclesial con la que ha de vivirse y celebrarse la fe. Dios puede salvar a todos y
quiere que todos se salven, pero quiere
hacerlo a través de la Iglesia. ¿Cómo podrán
salvarse quienes no participan de la santidad
de Dios a través de los sacramentos si no
vienen por la Iglesia? ¿Cómo pueden permanecer en la fe, la esperanza y el amor, que
nace y se alimentan de la vida de Dios ofrecida a través de la Iglesia? [LG 8].
Esta realidad está reclamando de quienes
hemos descubierto el misterio de la Iglesia
profundizar en este misterio y ser testigos
del mismo, puesto que quienes ven en ella
solo una organización social más nunca podrán considerarse piedras vivas de la misma,
ni podrán participar nunca en su misión
evangelizadora. De muchos bautizados, podríamos decir que están en la Iglesia por el
sacramento del bautismo, pero que no asumen la pertenencia como miembros vivos de
la misma.
Por otra parte, como nos recuerda el Sínodo
de los obispos, hemos de progresar en la
renovación y transformación de la Iglesia
para superar aquella concepción de la misma
como modelo de sociedad perfecta y pasar
así a una vivencia más profunda de la fraternidad, de la corresponsabilidad y de la participación, como consecuencia de la común
dignidad de todos los miembros del pueblo
de Dios. Para todo esto, una tarea de presente y de futuro, que reclama nuestra participación es la creación de comunidades vivas y
evangelizadoras, que puedan ser referencia
para quienes no creen o para quienes se han
alejado de la Iglesia.
III. Enviados al mundo
Todos los cristianos somos enviados al mun-
do por el único Señor: Padre, «no te pido
que los saques del mundo sino que los
preserves del mal». Como el Padre me
envió, así os envío yo: «Id al mundo ente-
ro y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y
enseñándoles a guardar todo lo que yo
os he enseñado». Estas enseñanzas del
Evangelio contrastan con la denuncia que
formula el sínodo y que ya había sido formulada por el Concilio sobre «la tentación de
reservar un interés tan marcado por los
servicios y las tareas eclesiales, de tal
modo que frecuentemente se ha llegado
a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y
político» [ChL 2].
Ciertamente han sido bastantes las responsabilidades evangelizadoras asumidas por
muchos fieles laicos a partir del Concilio.
Conscientes de su vocación y misión, bastantes bautizados han respondido a la llamada
de Dios y han tomado parte activa y consciente en la actividad misionera de la Iglesia
desde una experiencia gozosa de comunión y
corresponsabilidad con los sacerdotes y religiosos. Ahora bien, este compromiso evangelizador, como señala el sínodo, se ha centrado demasiado en los servicios y tareas intraeclesiales, olvidando la responsabilidad
evangelizadora en medio del mundo. El Sínodo, como el Concilio, bendice la misión evangelizadora del laico en la parroquia, pero
ambos señalan que la vocación propia y peculiar de la vocación laical está marcada por
su “índole secular”. El mundo es el ámbito y
el medio de la vocación cristiana de los fieles
laicos porque él mismo está destinado a dar
gloria a Dios Padre en Cristo. «Llamados
por Dios para contribuir desde dentro, a
modo de fermento, a la santificación del
mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu
evangélico, y así manifiestan a Cristo
ante los demás, principalmente con el
testimonio de su vida y con el fulgor de
su esperanza y caridad» [LG 31].
Las dificultades para evangelizar el mundo no
son nuevas. Siempre han existido. Además,
el mundo de hoy, como indica el sínodo, presenta especiales dificultades, si lo comparamos con la realidad descrita por el Concilio
Vaticano II. En este sentido, el sínodo afirma
que «Es necesario mirar cara a cara este
mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas,
sus conquistas y derrotas; un mundo
cuyas situaciones económicas, sociales,
políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto
a aquel que describía el concilio en la
constitución pastoral Gaudium et spes.
Entre estas dificultades nuevas, el síno-
5
do señala el crecimiento del hambre, de
la injusticia, la opresión, la guerra, los
sufrimientos, el terrorismo y otras formas de violencia de todo género» [Relación
final].
Pero no basta mirar cara a cara esta nueva
realidad, es necesario verla como la viña a la
que el Señor nos envía a todos. Esta, y no
otra, es la viña, este, y no otro deseable, es
el campo en el que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Aquí el Señor quiere
que los laicos, como los demás cristianos,
sean sal de la tierra y luz del mundo [Mt 5].
Hoy percibimos contrastes entre el secularismo, la indiferencia religiosa, y la necesidad
de lo religioso, el desprecio y la exaltación de
la dignidad humana, el aumento de la conflictividad y de la violencia y el deseo de paz
En los tiempos, en los que todo el mundo
tenía fe, aunque esta fuese una fe puramente
sociológica, la gente llenaba nuestras iglesias, tenían una inquietud por lo religioso y
unas prácticas cultuales que lo atestiguaban.
En la actualidad, esto no es así. Aunque son
muchos lo que aún viven y celebran la fe en
nuestra tierra, sin embargo otros muchos se
han alejado de la Iglesia, viven una fe sin
prácticas o no han descubierto el don de la
fe. Además, ante las invitaciones que se
hacen desde distintas instancias a los cristianos para que vivan su fe en el interior de su
conciencia, pero sin una presencia en el
mundo, muchos pueden sentirse confirmados
en el miedo y en el respeto humano para no
dar testimonio de Jesucristo en el mundo.
Esta nueva realidad nos obliga a salir, a estar
en medio de la gente. No es posible anunciar
el Evangelio, si no estamos con las personas
y nos relacionamos con ellas, si no las conocemos y las amamos, si no nos preocupamos
de sus problemas y estamos dispuestos a
ayudarles a la solución de los mismos. Esta
fue la actitud de Jesús durante los años de su
vida pública. El evangelio nos dice que recorría los pueblos y ciudades anunciando a todos el Evangelio del Reino. Si es necesario
por encargo del Señor llevar el evangelio a
todos los hombres, debemos hacerlo desde la
compasión y desde la presencia cercana y
amorosa a cada uno. Jesús compadecido de
las gentes que le seguían, porque estaban
como ovejas sin pastor, al desembarcar se
puso a instruirlos largamente [Mc 6, 34]. Esta
presencia entre la gente es misión de toda la
Iglesia, pero de un modo especial os corresponde a los laicos. Además de vuestra colaboración en la construcción de la comunidad
cristiana, tenéis por vocación una especial
presencia en el mundo para llevar la Buena
Noticia a todos los ambientes de la sociedad.
Ante las dificultades para evangelizar, los
laicos, al igual que los sacerdotes, corréis el
peligro de refugiarse en un falso espiritualismo, celebrando la fe con los restantes miembros de la comunidad, pero olvidando que
deben dar testimonio de ella en el mundo. La
falta de frutos pastorales puede llevarnos a
todos a cerrarnos sobre nosotros mismos o
puede impulsarnos a la realización de un
conjunto de actividades pastorales al interior
de la parroquia, olvidando que la vocación
laical fundamentalmente debe concretarse en
el mundo.
Los laicos, si se refugian en el interior de la
parroquia, pueden sentirse bien y felices con
el trabajo que realizan pero olvidan que la
Iglesia fundamentalmente es misionera y que
debe salir al mundo para estar con los alejados, para hacer proyectos con ellos a favor
de todos los miembros de la sociedad y llegar
así algún día a poder anunciarles el Evangelio. En ocasiones, muchos cristianos y sacerdotes continuamos actuando con los mismos
métodos como si fuese una sociedad cristiana, olvidando el cambio de la realidad.
Ante este cambio de la realidad no podemos
seguir repitiendo las mismas cosas y del mismo modo que lo hacíamos cuando todos eran
creyentes. El Papa Juan Pablo II, consciente
de estos cambios, llamó insistentemente a
toda la Iglesia a emprender una nueva evangelización con nuevo ardor, nuevos métodos
y nuevas expresiones. A pesar de esta llamada del Papa, en muchos casos seguimos empreñados en hacer las cosas como si todos
fuesen verdaderamente creyentes. Debemos
ponernos en camino, pues conocemos la meta del camino, aunque no tengamos muy
claros los pasos que debemos dar. Como
Jesús tenemos que fiarnos sobre todo y ante
todo de Dios y de sus promesas. Los tiempos, que nos toca vivir, son apasionantes
para la evangelización, porque el ser humano
tiene necesidad de Dios, aunque no lo manifieste aparentemente.
Ahora bien, para evangelizar y para salir al
mundo con ciertas garantías, es preciso que
renovemos nuestra fe y esperanza en el Resucitado o, mejor dicho, que le pidamos al
Señor que nos aumente la fe y fortalezca la
esperanza. Como creyentes nos apoyamos en
Él y no en nuestros criterios y esfuerzos.
Como peregrinos y caminantes, debemos
permitir que sea la Palabra de Dios la que
nos guíe y juzgue nuestras actuaciones. Solamente desde esta luz podremos contemplar
el mundo y la realidad de forma distinta a
quienes todo lo ven oscuro y problemático.
6
En el recorrido del camino, aunque existan
dudas y oscuridades, también existen certezas y claridades. Desde mis limitaciones, me
atrevo a compartir con vosotros alguna de
estas certezas. En primer lugar, existe una
certeza que no debemos olvidar nunca: Cristo vive y es Él quien nos llama y envía a todos a trabajar a su viña. No actuamos nunca
por cuenta propia, sino en nombre de quien
nos llama y nos envía constantemente para
colaborar con Él en la extensión del Reino.
Esto quiere decir que Él camina con nosotros
y nos lleva de la mano. Es más, Él envía
siempre su Espíritu Santo sobre nosotros y
sobre el corazón del mundo para purificar y
sanar nuestras heridas y nuestros cansancios. El Espíritu es siempre el primer evangelizador. Él nos precede y acompaña siempre,
iluminando la mente y purificando el corazón
de cada hermano, aunque no sea creyente.
En segundo lugar, tampoco debemos perder
de vista en la acción evangelizadora que somos discípulos de un Maestro que ha pasado
por el mundo haciendo el bien, curando las
dolencias de sus hermanos y realizando funciones de esclavo. Precisamente por esto, no
dudó en lavar los pies a sus discípulos para
indicarles la necesidad del servicio, y no se
echó atrás cuando llegó el momento de entregar su vida por la salvación de la humanidad, cumpliendo en todo momento la voluntad del Padre. Si el discípulo no es más que
su Maestro, todos los cristianos debemos
asumir con convicción que la cruz debe formar parte esencial del apostolado. No hay
verdadero amor, sin sufrimiento y compasión. El amor verdadero nos impulsa siempre
a cargar con las propias cruces y a acompañar también a todos aquellos que, por las
circunstancias de la vida, tienen especiales
dificultades para llevar las suyas.
IV. Un nuevo impulso
al asociacionismo laical
La
misión de la Iglesia es la misma para
todas las vocaciones eclesiales: la evangelización. Ahora bien, cada vocación debe realizar esta misión según sus características
específicas, pero sin aislarse de las demás
vocaciones, sino complementándose mutuamente. La comunión hace que las distintas
vocaciones cristianas converjan en la realización de la misma y única misión desde la
peculiar y específica aportación de cada uno.
Por lo tanto hemos de valorar especialmente
la vocación laical puesto que sin cristianos
laicos no hay Iglesia. Es más, Christifideles
laici, citando al Concilio, señala que, además
de la misión de cada laico, es necesario fomentar y favorecer el desarrollo de un laicado maduro y corresponsable: «La Iglesia
no está verdaderamente fundada, ni vive
plenamente, ni es signo perfecto de Cristo entre los hombres, mientras no exista
y trabaje con la jerarquía un laicado
propiamente dicho. Porque el evangelio
no puede quedar profundamente grabado en las mentes, la vida y el trabajo de
un pueblo sin la presencia activa de los
laicos. Por eso, ya desde la fundación de
la Iglesia se ha de atender sobre todo a
la construcción de un laicado cristiano
maduro» [AG 21].
Cuando contemplamos los comportamientos
del hombre de hoy, tanto en el ámbito social
como eclesial, observamos que existe un
profundo y creciente individualismo. Aunque
el ser humano, por naturaleza, es un ser
social y se realiza y madura como persona en
la medida en que se abre a los demás y establece relaciones de colaboración con ellos,
sin embargo observamos que la búsqueda de
los intereses personales y la disminución de
la generosidad en las relaciones sociales están provocando un creciente enfriamiento y
una permanente desconfianza hacia todas las
formas asociadas.
Creo que la contemplación de esta realidad
no debe dejarnos tranquilos ni indiferentes.
Hemos de tener claro que el asociacionismo
es muy importante para el crecimiento de la
persona en todos los órdenes de la vida; en
la actualidad, tal vez es más necesario que
en otros tiempos para que muchos bautizados mantengan viva su fe y no se vean
arrastrados por las corrientes de la secularización y del relativismo. Además, los laicos
no solo tienen derecho a asociarse en virtud
del bautismo, sino que deben hacerlo por
razones teológicas y eclesiológicas: para expresar y concretar la comunión y la unidad
de la Iglesia. Estas razones deben animarnos
a poner todos los medios a nuestro alcance
para favorecer y procurar el asociacionismo
en la Iglesia.
Ciertamente, cada bautizado tiene que dar
testimonio de su fe en Jesucristo de una forma personal, pero también debe hacerlo asociándose con otros. En tiempos de secularización y de indiferencia religiosa, las formas
asociadas de apostolado seglar y la participación en asociaciones civiles o eclesiales, implicadas en la defensa de la dignidad de la
persona y de los derechos humanos, pueden
ser una ayuda valiosa para que muchos cristianos laicos vivan con más coherencia las
exigencias evangélicas y se comprometan de
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forma consciente en una acción misionera y
apostólica.
Por lo tanto, los laicos, los presbíteros y los
obispos deberíamos apoyar con mucha más
decisión y convicción el asociacionismo y la
constitución de los movimientos apostólicos
en las diócesis y en las parroquias. Deberíamos ser capaces de superar tensiones y enfrentamientos provenientes del pasado, provocadas en ocasiones, por la actitud de los
movimientos. También tendríamos que superar, sobre todo, los sacerdotes y los obispos viejos clichés sobre la actividad y la realidad de algunos movimientos, que obedecen
a situaciones o actuaciones del pasado, pero
que no reflejan la realidad actual. Antes de
cerrarse a la presencia de los movimientos
en la diócesis, deberíamos hacer un gran
esfuerzo para conocerlos mejor y para acogerlos con más caridad, teniendo en cuenta
que nada en la Iglesia es perfecto, aunque
debiera serlo.
En ocasiones no será posible llegar a la constitución de un movimiento apostólico por
falta de respuesta o por falta de gente, pero
el Señor no nos pide que lo consigamos, sino
que pongamos los medios para hacerlo posible. En cualquier caso, hemos de actuar movidos por la Palabra del Señor, por el bien de
la Iglesia y de la evangelización, así como
por el bien de la sociedad. De este modo, las
comunidades parroquiales, con el paso del
tiempo, podrán llegar a ser comunidades
vivas y bien cohesionadas con laicos maduros
en la fe y responsables de la misión de la
Iglesia. Si dedicamos tiempo a la formación
integral de estos grupos de bautizados y les
ofrecemos espacios de participación, será
posible la aparición de parroquias o comunidades vivas en la fe y comprometidas en la
evangelización.
Por otra parte, observamos que en España
existen actualmente muchas asociaciones
eclesiales y movimientos apostólicos, que
están impulsando distintas actividades caritativas, educativas o sociales, pero actúan desde un gran desconocimiento y desde una
falta de coordinación entre ellos. Esto hace
muy difícil la corresponsabilidad entre los
movimientos, con las parroquias y con los
restantes miembros de la comunidad cristiana. En muchos casos, los miembros de estas
asociaciones o movimientos muestran una fe
muy débil y una formación cristiana con
grandes lagunas doctrinales. Bastantes bautizados están en estas asociaciones como un
número más, pero no tienen una verdadera
inquietud religiosa ni una preocupación por
vivir los compromisos cristianos aprobados y
asumidos en sus idearios o estatutos. A ve-
ces no resulta difícil percibir envidias, divisiones, rencillas en el seno de los movimientos
o en las relaciones de unas asociaciones con
otras.
Si somos un poco observadores, podremos
descubrir que existen asociaciones o movimientos eclesiales, a los que les sucede algo
similar a lo que ocurría a los cristianos de
Corinto. Unos son de Pablo, otros de Apolo,
pero ninguno es de Cristo. Confunden la Iglesia de Jesucristo con un club o con un grupo
de amigos, en los que se vive y se actúa de
acuerdo con intereses personales o grupales.
Es más, en determinados momentos, los
miembros de estas asociaciones anteponen
su personal visión de la religión a las enseñanzas y comportamientos de Jesucristo. Con
esta crítica no pretendo culpar a nadie, pues
en muchos casos no nos hemos preocupado
de ofrecerles una formación cristiana y un
acompañamiento espiritual.
Después del Concilio han surgido distintos
movimientos eclesiales o nuevas realidades
asociativas. Estos nuevos movimientos han
sido reconocidos por la Iglesia y son valorados por parte de los últimos Papas «como
una verdadera primavera del Espíritu» o
como «un regalo del Espíritu a la Iglesia». Muchos bautizados han encontrado en
ellos un espacio para recuperar la fe, para
madurar en ella, para descubrir su vocación y
para vivirla conscientemente en medio del
mundo. Estos grupos y movimientos, que se
presentan con gran vigor espiritual y con una
clara vocación de crecimiento, a veces encuentran problemas por falta de comunicación y comprensión, les resulta difícil vivir en
la comunión de la única Iglesia.
En ocasiones, estos movimientos han encontrado buena acogida en algunas diócesis y
parroquias por parte de obispos y sacerdotes.
En otros casos, al constatar su forma de
hacer y al escuchar sus manifestaciones públicas, han sido rechazados y no acompañados debidamente. Ciertamente existen fallos
en los nuevos movimientos de tipo eclesiológico, formativo y litúrgico, pero estos fallos
no son exclusivos de los nuevos movimientos. También se dan en otras organizaciones
eclesiales. En medio de los fallos, tenemos
que reconocer que los nuevos movimientos
se han convertido para millones de bautizados, en todos los rincones del planeta, en
verdaderos “laboratorios de la fe”, auténticas
escuelas de santidad y de misión. A pesar de
todo, no son suficientemente conocidos y
valorados.
Pero, además de estos nuevos movimientos,
yo quisiera hacer una referencia especial a
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los Movimientos de Acción Católica. En algunos países están implantados desde hace
más de cien años. En otros, como África y
América, están naciendo con una importante
participación de jóvenes. Son movimientos
que no tienen fundador. El único fundador de
los mismos es el Espíritu Santo. Asumen el
fin apostólico de la Iglesia, es decir, la evangelización, la celebración de la fe y la plantación de la Iglesia más allá de sus fronteras.
Desean en virtud de la cuarta nota una especial comunión con el ministerio pastoral y, en
medio de sus crisis, han ofrecido a la Iglesia
grandes militantes cristianos. Algunos han
sido beatificados y otros están en proceso de
beatificación. El Concilio dedica una atención
especial a los movimientos de Acción Católica
en el decreto sobre Apostolado Seglar y en el
de Misiones. El Papa Juan Pablo II, en Christifideles laici, vuelve a citar expresamente,
entre las asociaciones eclesiales, a la Acción
Católica, en cuyos movimientos «los laicos
se asocian libremente de modo orgánico
y estable, bajo el impulso del Espíritu
Santo, en comunión con el obispo y los
sacerdotes, para poder servir, con fidelidad y laboriosidad, según el modo que
es propio a su vocación y con un método
particular, al incremento de toda la comunidad cristiana, a los proyectos pastorales y a la animación evangélica de
todos los ámbitos de la vida» [ChL 31].
Los obispos españoles, teniendo en cuenta
las orientaciones del Sínodo sobre la misión
de los laicos y la realidad social y religiosa de
nuestras diócesis, han señalado que «la
evangelización en el futuro se hará con
la colaboración de los laicos o no se
hará». Además han propuesto un conjunto
de líneas de acción, en el documento Cristianos laicos, Iglesia en el mundo, orientando
hacia el asociacionismo laical y proponiendo
una atención y apoyo especiales a los movimientos de Acción Católica.
El reciente encuentro entre obispos y responsables de movimientos apostólicos, convocado por el Consejo Pontificio para los laicos en
Roma y el saludo del Papa a los participantes
al final del encuentro nos debe ayuda a todos
a dar pasos en la mutua comprensión y colaboración. Entre los pasos a dar, según las
reflexiones del Papa, podríamos señalar: la
necesidad de salir al encuentro de los movimientos con mucho amor porque son un don
del Espíritu a la Iglesia y al mundo. En este
encuentro con los movimientos, acogida cordial, amor a cada uno, diálogo para el conocimiento mutuo, paciencia ante las dificultades, integración en las parroquias y corrección, cuando sea necesario, pero con mucho
amor.
V. Fomentar
la formación integral
La
contemplación de la incultura y la confusión religiosa, en las que viven tantos hermanos no puede dejarnos indiferentes. Esta
incultura solo puede ser superada mediante
una adecuada formación. Por eso deberíamos
asumir con entusiasmo y como una prioridad
de nuestra acción pastoral la formación cristiana de todos los miembros del pueblo de
Dios y la de aquellos, que se han alejado de
la Iglesia. El Sínodo sobre los laicos dedica
un espacio importante a plantear la necesidad de la formación cristiana integral, que
ayude a la transformación de la mente, del
corazón y de los sentimientos de cada ser
humano y que abarque los aspectos humanos, espirituales, pastorales e intelectuales
de la persona, poniendo siempre a Cristo
como centro y fundamento de la existencia.
De este modo, podremos ayudar a los miembros de nuestras comunidades o movimientos a vivir con gozo su presencia en el mundo
y a unir la fe y la vida, para no tener que
lamentar la existencia de dobles personalidades.
Durante los últimos años en todas las diócesis españolas se han hecho muchos esfuerzos
por impulsar una formación cristiana de los
bautizados, teniendo en cuenta la realidad de
indiferencia y de alejamiento de Dios de bastantes miembros de la comunidad cristiana.
Pero, tal vez, esa formación no ha dado los
resultados apetecidos, porque no tenía un
objetivo bien definido. En muchos casos, se
ha formado para ser catequistas, para preparar las celebraciones litúrgicas, para impulsar
la actividad caritativa y social, pero no se ha
formado para hacer cristianos adultos en la
fe, seguidores de Jesucristo, amantes de la
Iglesia y constructores del Reino. Como consecuencia de ello, se dio prioridad “al hacer”
sobre “el ser” y, consecuentemente, se formaron cristianos que saben hacer cosas, pero
que no tienen sólidamente afirmadas las motivaciones cristianas por las que han de realizar estas actividades.
Por otra parte, la catequesis y la formación,
impartidas en el pasado, se centraban casi de
forma unilateral en la transmisión de contenidos doctrinales, pero pocas veces se planteaba una invitación a la conversión, a la
celebración de la fe, a la vivencia de la comunión eclesial y al compromiso creyente en
la vida ordinaria. De este modo, en bastantes
ocasiones nos encontramos con creyentes
que han participado o participan en activida-
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des pastorales en la parroquia pero que no
han descubierto aún la dimensión secular de
su vocación. Como consecuencia de ello, un
aspecto esencial de la vocación cristiana, de
la espiritualidad laical y de la vivencia de la
fe ha quedado relegado a un segundo plano.
Al analizar los posibles fallos que hayamos
podido cometer en la transmisión de la fe y
en la formación cristiana de los miembros de
nuestras comunidades, tendríamos que preguntarnos: ¿vale cualquier tipo de formación
o de catequesis para transmitir la fe? ¿Podemos seguir ofreciendo una formación cristiana en la que solo se tiene en cuenta la
transmisión de contenidos? ¿Qué aspectos de
la formación debemos cuidar o tener especialmente presentes en el futuro? Considero
que, en el momento actual, todos aquellos
procesos de formación que no tengan en
cuenta la construcción progresiva de un cristiano profundamente identificado con Jesucristo, amante de la Iglesia, adulto en la fe,
creador de comunión y de comunidad, corresponsable en la misión evangelizadora de
la Iglesia y comprometido en la construcción
del Reino de Dios en el mundo, deberían ser
rechazados. Si no tenemos esto claro, podemos estar utilizando materiales de formación
o métodos formativos de modo indiscriminado, pero sin llegar a conseguir nunca los objetivos deseados. Por supuesto, en cualquier
proceso formativo, nunca deberán faltar los
espacios para la oración sosegada y para la
celebración de la fe a lo largo del itinerario.
Todos hemos leído y escuchado durante estos últimos años que era necesario proponer
una formación cristiana integral a todos los
bautizados. Ahora bien, ¿en qué consiste este
tipo de formación? En principio, como señala
Christifideles laici, debería unir a lo largo del
proceso formativo o catequético los aspectos
humanos, espirituales, doctrinales, pastorales
y los contenidos de la doctrina social de la
Iglesia. Pero, además, al hablar de formación
cristiana integral, también se quiere decir
que la formación debe integrar o ir orientada
a todas las facultades de la persona: mente,
corazón, palabra y testimonio. Para ser cristiano no basta conocer las verdades de fe o
saber los contenidos de la catequesis; es
necesario que las verdades de fe y la escucha
meditada de la Palabra de Dios lleguen al
corazón de cada bautizado y transformen sus
sentimientos, actitudes y comportamientos
de acuerdo con los sentimientos y actitudes
de Cristo. Así, cada cristiano podrá llegar a
pensar, sentir, hablar y actuar en todos los
momentos de la vida, según el deseo del
Señor y de acuerdo con su dignidad de hijo
de Dios.
La catequesis para adultos o la formación
cristiana integral han de cuidarla especialmente aquellos cristianos que tienen responsabilidades parroquiales y ponen todos los
medios a su alcance para hacer presente a
Jesucristo en los ambientes culturales, laborales, políticos, etc. Con ello podríamos conseguir que se multiplicase el número de
evangelizadores y testigos de la fe. Pero,
esta formación integral, acomodada a sus
circunstancias, también hemos de ofrecerla a
quienes viven con una fe débil o han caído en
la indiferencia religiosa. Si les ayudamos a
integrarse en estos procesos de formación,
estaremos poniendo los medios para que
recuperen la identidad cristiana y no se vean
arrastrados por los criterios de la secularización.
Todo bautizado, con una formación cristiana
integral y con el auxilio de la gracia de Dios,
que nunca le faltará, estará capacitado para
dar razón de su fe y de su esperanza a quien
se la pida y podrá lograr en su persona la
unidad entre fe y vida, entre compromiso
evangelizador en la parroquia y en el mundo.
En este sentido, decía Juan Pablo II: «Los
fieles laicos han de ser formados para
vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la
Iglesia y de miembros de la sociedad
humana» [ChL 59]. No hay dos personas. Es
la misma persona la que es llamada al seguimiento de Jesucristo y la que está invitada
a dar testimonio público de la fe en la Iglesia
y en el mundo.
Pero, además, la formación cristina integral,
teniendo en cuenta las distintas etapas del
proceso formativo, como pueden ser la etapa
de iniciación, la sistemática o de profundización y la de militancia o formación permanente, podrá ayudarnos a todos a descubrir
las exigencias de la vocación de cada uno
para ponernos al servicio de la misión de la
Iglesia. La formación no solo debe ayudar a
unificar fe y vida, sino a descubrir la propia
vocación para vivirla en la misión. Este tipo
de formación no se posee o consigue de una
vez para siempre, sino que nos ayuda a desarrollar progresivamente lo que estamos llamados a ser como personas y como hijos de
Dios. Por lo tanto debe abarcar toda la vida
del creyente. Como consecuencia de este
desarrollo del proceso formativo, cada cristiano podrá formar su conciencia de un modo
armónico y unitario, evitando por una parte
el espiritualismo y el intimismo que nos puede aislar del compromiso social y, por otra,
luchando contra la tentación del activismo
irreflexivo que puede llevarnos al olvido de la
necesidad de la oración y del encuentro permanente con Jesucristo.
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Por supuesto, esta formación integral debe
cuidar mucho la metodología y la pedagogía.
Estas deben estar siempre al servicio de los
objetivos que pretendemos conseguir. En
este sentido, el Concilio Vaticano II señala
que «la formación no puede consistir en
la mera instrucción teórica», sino que ha
de ayudar a que «los laicos aprendan poco a poco y con prudencia, desde el principio de la formación, a verlo, juzgarlo y
a hacerlo todo a la luz de la fe, a formarse y perfeccionarse a sí mismos por medio de la acción, unidos a otros e ingresar así en el servicio activo de la Iglesia» [AA 29].
El Directorio General de Catequesis, cuando
plantea la pedagogía a utilizar en la catequesis, habla siempre de la pedagogía de Dios,
que sale al encuentro de su pueblo, actúa
con paciencia infinita, se adapta a cada situación concreta y ayuda a cada persona a asumir sus responsabilidades, desde una actitud
de conversión y cambio de comportamientos.
La Iglesia debe acoger esta pedagogía divina
para hacer posible en cada bautizado el encuentro con el Padre por medio de Jesucristo.
Desde el respeto absoluto a cada persona y
teniendo en cuenta sus capacidades, su situación, el ritmo de crecimiento espiritual, la
Iglesia invita a dar respuesta consecuentes
con el don recibido de Dios. Para ello se sirve
también de palabras, gestos y del lenguaje
de los signos. El educador creyente debe
tener siempre presente que Dios, por medio
de su Espíritu, acompaña siempre con su
gracia la actividad formativa. Él es el primer
formador de cada cristiano. Esto nos obliga a
utilizar siempre un lenguaje claro y concreto
al proponer la fe y al invitar a la conversión.
Por otra parte, la metodología que utilicemos
debe ayudar a que cada persona, de acuerdo
con su edad, aprenda a contemplar la propia
vida y la realidad con los ojos de Dios, para
juzgarlo todo según sus criterios y para actuar en los distintos momentos de la existencia con planteamientos evangélicos. Por lo
tanto, ha de ser un método dinámico, activo
y participativo, procurando una completa y
sistemática asimilación de las distintas dimensiones de la identidad cristiana y buscando siempre la adhesión a Jesucristo en la
comunión eclesial. El Directorio General de la
Catequesis señala que las personas que han
sido iniciadas en esta metodología durante su
formación no andarán luego improvisando
otras metodologías a la hora de impartir la
catequesis. Con la utilización de este método
formativo y teniendo en cuenta la existencia
de una fe inicial, se puede conseguir la confrontación constante entre la fe y la vida para
conseguir la unidad de este binomio en cada
momento de la existencia.
CONCLUSIÓN
El Sínodo sobre Europa
decía que «el alma
europea ya no es naturalmente cristiana» y K. Rhaner señalaba a comienzos de
los setenta, refiriéndose a la realidad de la
Iglesia y a los necesarios cambios de la misma, pensando en estos años pasados:
«Nuestra actual situación representa la
transmisión de una Iglesia apoyada en
una sociedad cristiana homogénea y casi
idéntica a ella -de una Iglesia de masasa una Iglesia constituida por quienes, en
contradicción con su entorno, se han
abierto paso hasta una opción de fe personal, clara y consciente. Así será la
Iglesia del futuro, o bien dejará de ser».
Creo que este apunte de Rhaner es profético.
Lo importante es que tomemos conciencia de
la nueva realidad eclesial que él plantea. El
Concilio y el Sínodo nos han hablado de estos
cambios profundos en la sociedad y en la
Iglesia y nos han pedido una nueva evangelización, realizada con nuevo ardor, con nuevos métodos y con nuevas expresiones. En
ocasiones, por los comportamientos rutinarios en la actividad pastoral, parece que aún
estemos viviendo en una Iglesia y una sociedad formadas en su mayoría por cristianos.
No podemos fiarnos de los resultados de las
encuestas en cuanto al número de creyentes,
pues la experiencia nos demuestra que estos
creyentes en la realidad no existen o se quedan solo en un asentimiento religioso, pero
sin prácticas.
Para seguir avanzando en el camino de la
evangelización, deberíamos preguntarnos a
dónde vamos, a dónde queremos ir y qué es
lo que nos pide el Señor en este momento de
la historia. En medio de todo, deberemos
seguir ejercitando la paciencia pues aún debe
pasar más tiempo para que la Iglesia, agraciada por Dios por las reflexiones conciliares
y de los sínodos, llegue a ser la Iglesia del
Concilio. Entre tanto, sigamos trabajando con
esperanza, pues Dios sigue siendo el Dios de
la esperanza.
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