I. ¿EN QUÉ SENTIDO HA LLEGADO LA FILOSOFÍA A SU FINAL EN LA ÉPOCA PRESENTE? La Filosofía es Metafísica. Ésta piensa el ente en su totalidad -mundo, hombre, Dios- con respecto al Ser, a la comunidad del ente en el Ser. La Filosofía piensa el ente como ente, en la forma del representar que fundamenta, porque desde y con el comienzo de la Filosofía, el Ser del ente se ha mostrado como fundamento ( , , principio). El fundamento es aquello por lo cual el ente, como tal, en su devenir, transcurrir y permanecer, es lo que es y cómo lo es, en cuanto cognoscible, tratable y laborable. Como fundamento, el Ser trae al ente a su estar presente: el fundamento se muestra como presencia. Su presencia consiste en llevar a presencia lo que, a su modo, está ya presente. El fundamento -según la impronta de la presencia- tiene su carácter fundante como causa óntica de lo real, posibilidad trascendental de la objetividad de los objetos, mediación dialéctica del movimiento del espíritu absoluto, del proceso histórico de producción, como voluntad de poder creadora de valores. Lo distintivo del pensar metafísico -que busca el fundamento del ente- es que, partiendo de lo presente, lo representa en su presencialidad y lo muestra, desde su fundamento, como fundado. ¿Qué significa la expresión «final de la Filosofía» ? Con demasiada facilidad, entendemos el final de algo en sentido negativo: como el mero cesar, la detención de un proceso, e incluso, como decadencia e incapacidad. La expresión «final de la Filosofa» significa, por el contrario, el acabamiento [Vollendung] de la metafísica. Ahora bien, acabamiento no quiere decir perfección, en cuyo caso la Filosofía, a su término, tendría que haber alcanzado la máxima perfección. Nos falta, no sólo la medida que permita evaluar la perfección de una época de la metafísica con respecto a otra: es que no hay derecho a hacer este tipo de apreciaciones. El pensamiento de Platón no es más perfecto que el de Parménides. La filosofía de Hegel no es más perfecta que la kantiana. Cada época de la Filosofía tiene su propia necesidad. Hemos de reconocer, simplemente, que una filosofía es como es. No nos corresponde a nosotros el preferir una a la otra, lo que sí se puede hacer cuando se trata de diferentes «Weltanschauungen». El antiguo significado de nuestra palabra «Ende» [final] es el mismo que el de «Ort» [lugar]: «von einem Ende zum anderen» significa « de un lugar a otro». El «final» de la Filosofía es el lugar en el que se reúne la totalidad de su historia en su posibilidad límite. «Final», como «acabamiento», se refiere a esa reunión. Bajo formas distintas, el pensamiento de Platón permanece como norma, a lo largo y ancho de toda la Historia de la Filosofía. La metafísica es platonismo. Nietzsche caracteriza su filosofía como platonismo al revés. Con la inversión de la metafísica, realizada ya por Karl Marx, se alcanza la posibilidad límite de la Filosofa. Esta ha entrado en su estadio final. En la medida en que se intente todavía un pensamiento filosófico, sólo se llegará a una variedad de renacimientos epigonales. Entonces, y a pesar de todo, ¿no será el «final» de la Filosofía un «cesar» de su manera de pensar? Sería precipitado sacar esta conclusión. El final, como acabamiento, es la reunión en las posibilidades límite. Tendremos una idea muy limitada de ellas, si es que tan sólo esperamos un desarrollo de nuevas filosofías al antiguo estilo. Olvidamos que, ya en la época de la filosofía griega, apareció un rasgo determinante de la Filosofía: la formación de ciencias dentro del horizonte que la Filosofía abría. La formación de las ciencias significa, al mismo tiempo, su emancipación de la Filosofía y el establecimiento de su autosuficiencia. Este suceso pertenece al acabamiento de la Filosofía. Su desarrollo está hoy en pleno auge en todos los ámbitos del ente. Parece la pura y simple desintegración de la Filosofía, cuando es, en realidad, justamente su acabamiento. Baste con señalar la independencia de la Psicología, de la Sociología, de la Antropología como antropología cultural, el papel de la Lógica como Logística y Semántica. La Filosofía se transforma en ciencia empírica del hombre, de todo lo que puede convertirse para él en objeto experimentable de su técnica, gracias a la cual se instala en el mundo, elaborándole según diversas formas de actuar y crear. En todas partes, esto se realiza sobre la base, según el patrón de la explotación científica de cada una de las regiones del ente. No hace falta ser profeta para saber que las ciencias que se van estableciendo, estarán dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, que se llama Cibernética. Ésta corresponde al destino del hombre como ser activo y social, pues es la teoría para dirigir la posible planificación y organización del trabajo humano. La Cibernética transforma el lenguaje en un intercambio de noticias. Las Artes se convierten en instrumentos de información manipulados y manipuladores. El despliegue de la Filosofía en ciencias independientes -aunque cada vez más decididamente relacionadas entre sí- es su legítimo acabamiento. La Filosofa finaliza en la época actual, y ha encontrado su lugar en la cientificidad de la humanidad que opera en sociedad. Sin embargo, el rasgo fundamental de esa cientificidad es su carácter cibernético, es decir, técnico. Presumiblemente, se pierde la necesidad de preguntarse por la técnica moderna, en la misma medida en que ésta marca y encauza los fenómenos del mundo entero y la posición del hombre en él. Las ciencias interpretarán según las reglas de las ciencias -es decir, técnicamente- todo lo que todavía recuerde, en su construcción, su origen a partir de la Filosofía. Entiende las categorías -de las que depende cada ciencia, para la división y delimitación de su campo de objetos-, instrumentalmente, como hipótesis de trabajo. Su verdad no se medirá sólo por el efecto que produzca al ser aplicada dentro del progreso de la investigación: la verdad científica se equiparará a la eficacia de estos efectos. Ahora, las ciencias asumen como tarea propia lo que -a trechos y de una forma insuficiente- intentó la Filosofía en el transcurso de su historia: exponer las Ontologías de las correspondientes regiones del ente (naturaleza, historia, derecho, arte). Su interés se dirige hacia la teoría de los conceptos estructurales, siempre necesarios para el campo de objetos subordinado a ellos. «Teoría» significa ahora: suposición de las categorías, a las que sólo se atribuye una función cibernética, negándoles, sin embargo, todo sentido ontológico; llegar a dominar el carácter operacional y modélico del pensar representante-calculador. Mientras tanto, las ciencias hablan cada vez más del Ser del ente, al suponer necesariamente su campo categorial. Sólo que no lo dicen. Pueden negar su origen filosófico, pero no eliminarlo: en la cientificidad de las ciencias consta siempre su partida de nacimiento en la Filosofía. El final de la Filosofía se muestra como el triunfo de la instalación manipulable de un mundo científico-técnico, y del orden social en consonancia con él. «Final» de la Filosofía quiere decir: comienzo de la civilización mundial fundada en el pensamiento europeo-occidental. Ahora bien, el final de la Filosofía, en el sentido de su despliegue en las ciencias, ¿no significa también la plena realización de todas las posibilidades en las que fue colocado el pensar como filosofía?, ¿o es que, aparte de la última posibilidad mencionada (la desintegración de la Filosofía en las ciencias tecnificadas), hay para el pensamiento una primera posibilidad, de la que tuvo que salir, ciertamente, el pensar como filosofía, pero que, sin embargo, no pudo conocer ni asumir bajo la forma de filosofía? En este caso, todavía le quedaría reservada -secretamente- al pensar una tarea desde el principio hasta el final en la Historia de la Filosofía; tarea no accesible a la Filosofía en cuanto Metafísica, ni menos todavía a las ciencias que provienen de ella. Por eso, preguntamos: II: ¿QUÉ TAREA LE QUEDA TODAVÍA RESERVADA AL PENSAR AL FINAL DE LA FILOSOFÍA? De entrada, la idea de una semejante tarea del pensar resulta ya extraña: ¿qué clase de pensar es ese que no puede ser ni metafísica ni ciencia? ¿Y cuál es esa tarea que se ha cerrado a la Filosofía, desde su comienzo y precisamente por él, y que se le ha escapado constante y progresivamente en lo sucesivo? ¿Qué clase de tarea del pensar es esa que -según parece implica la afirmación de que la Filosofía no ha estado a la altura de la «cosa» del pensamiento, habiéndose convertido, por consiguiente, en una historia de la mera caída? ¿No habla aquí la presunción de querer situarse sobre la grandeza de los pensadores de la Filosofía? Esa sospecha aparece con insistencia, pero es fácil eliminarla, ya que cualquier intento de hacerse una idea sobre la supuesta tarea del pensar, se ve remitido a una mirada atrás, hacia la totalidad de la Historia de la Filosofía. Y no sólo esto: se ve, además, precisada a pensar la historicidad de aquello que da a la Filosofía la posibilidad de una Historia. El supuesto pensar es inferior, sobre todo, porque su tarea tiene tan sólo un carácter preparatorio, no fundante. Se contenta con despertar una disposición humana a una posibilidad, cuyo contorno sigue siendo oscuro y su llegada incierta. El pensar tiene que aprender primero a conocer lo que le queda reservado y guardado, y a entregarse a ello: en ese aprendizaje se prepara su propio cambio. Se piensa con ello en la posibilidad de que la civilización universal, que ahora mismo comienza, supere algún día el cuño científico-técnico e industrial, única medida para la estancia del hombre en el mundo; que lo supere, por supuesto no a partir de o por sí mismo, sino de la disponibilidad del hombre para una determinación que, se la escuche o no, habla constantemente en el destino aún incierto del hombre. Sigue siendo igualmente incierto el que la civilización universal sea rápidamente destruida dentro de poco, o bien se consolide durante un largo tiempo en el que no se apoye en algo permanente; sino que, más bien, se acomode al cambio progresivo de lo que cada vez es más nuevo. El supuesto pensar preparatorio no quiere ni puede predecir ningún futuro. Tan sólo intenta indicarle al presente algo que, desde hace tiempo y justamente en su comienzo, fue dicho ya para la Filosofía, aunque ésta no lo pensara propiamente. De momento, bastará con que nos refiramos a ello dentro de la debida brevedad. Con este fin, tomamos como ayuda una indicación que la misma filosofía nos ofrece. En el horizonte de la Filosofía, preguntar por la tarea del pensar significa: determinar aquello que concierne al pensar, lo que todavía es cuestionable para él, el motivo de controversia. Esto es lo que significa, en alemán, la palabra «Sache». Se refiere a aquello con lo que tiene que habérselas el pensar en el caso presente; en lenguaje platónico: (cfr. la carta séptima, 341 c. 7). En la época más reciente, y por sí misma, la Filosofía ha llamado expresamente al pensar «Zur Sache selbst» [A la cosa misma]. Mencionaremos dos casos a los que hoy día se concede una especial atención. Escuchamos esa llamada « a la cosa misma» en el prefacio que Hegel colocó al comienzo de su obra, aparecida en 1807, y que lleva por título Sistema de la ciencia. Parte primera: La Fenomenología del Espíritu. Este prefacio no es el prólogo a la Fenomenología, sino al Sistema de la Ciencia, a la totalidad de la Filosofía. La llamada «a la cosa misma» vale finalmente, y esto quiere decir en lo que se refiere a la cosa [der Sache nach], en primer lugar, para la Ciencia de la Lógica. En la llamada «a la cosa misma», el acento recae sobre el «misma» [selbst]. Tal como suena, la llamada tiene el sentido de un ponerse en guardia: se rechazan las relaciones inadecuadas con la «cosa» de la Filosofía. Entre ellas está el mero hablar sobre el fin de la Filosofía, y también el mero informar sobre los resultados del pensar filosófico. Ninguno de los dos es la totalidad real de la Filosofía. La totalidad se muestra, en primer lugar y tan sólo, en su devenir; lo que sucede en la exposición desarrollada de la «cosa». en la exposición se identifican tema y método. Identidad que en Hegel se llama «Idea» [Gedanke]. La «cosa» de la Filosofía aparece con ella «en sí misma». Sin embargo, esta cosa es determinada históricamente [geschichtlich] como la «subjetividad». Con el ego cogito cartesiano -dice Hegel-, la Filosofía pisa por primera vez tierra firme, en la que puede estar en casa. Si con el ego cogito -como subjectum por excelencia- se alcanza el fundamentum absolutum, esto quiere decir entonces que el sujeto es el trasladado a la conciencia, lo verdaderamente presente, que en el lenguaje tradicional, y de una forma bastante imprecisa, se llama substancia. Cuando Hegel explica en el prefacio (ed. Hoffmeister, p. 19) que «lo verdadero [de la Filosofía] no se puede captar ni expresar como substancia, sino como sujeto», esto quiere decir que el Ser del ente, la presencia de lo presente, sólo se patentiza -y, en consecuencia, alcanza la plenitud de la presencia-, si se hace presente para sí y como tal, en la Idea absoluta. Ahora bien, a partir de Descartes, «idea» quiere decir perceptio. El devenir del Ser hacia sí mismo tiene lugar en la dialéctica especulativa, y el movimiento del pensamiento, el método, es justamente la «cosa misma». La llamada «a la cosa misma» exige el método de la Filosofía adecuado a la cosa. Está decidido de antemano, sin embargo, qué sea la cosa de la Filosofía: la cosa de la Filosofía, como Metafísica, es el Ser del ente, su presencia bajo la forma de substancialidad y subjetividad. Cien años más tarde, se escucha de nuevo la llamada «a la cosa misma» en el ensayo de Husserl La Filosofía como ciencia estricta. Aparece en el primer tomo de la revista Logos en el año 1910-1911 (pp. 289 ss.). La llamada tiene, nuevamente, sobre todo el sentido de un poner en guardia. Pero, en este caso, apunta en una dirección distinta a la de Hegel: se refiere a la psicología naturalista, que pretende ser el verdadero método científico para investigar la conciencia. La razón está en que ese método cierra, de entrada, el acceso a los fenómenos de la conciencia intencional. La llamada «a la cosa misma» se dirige también contra el historicismo, que se pierde en discusiones sobre los diferentes puntos de vista de la Filosofía, y en clasificar los tipos de «Weltanschau-ungen» filosóficas. A este propósito dice Husserl, subrayándolo (op. cit., p. 34): El impulso de la investigación tiene que partir, no de las Filosofías, sino de las cosas y de los problemas. ¿Y cuál es la «cosa» de la investigación filosófica? Siguiendo la misma tradición, ésta es tanto para Husserl como para Hegel, la subjetividad de la conciencia. Las Meditaciones cartesianas fueron para Husserl, no sólo el tema de las conferencias pronunciadas en París, en febrero de 1929, sino que, desde la etapa posterior a las Investigaciones lógicas, su espíritu acompañó hasta el final la marcha apasionada de sus investigaciones filosóficas. La llamada «a la cosa misma», tanto en su sentido positivo como en el negativo, sirve para garantizar y elaborar el método; sirve de procedimiento filosófico, el único con el que la cosa misma llega a darse legítimamente. Para Husserl, el «principio de todos los principios» no es, en primer lugar, un principio de contenido, sino metodológico. En su obra Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, publicada en 1913, Husserl dedicó todo un parágrafo (§ 24) a la determinación del «principio de todos los principios». Husserl dice (op. cit., p. 44) que con este principio «ninguna teoría imaginable puede inducirnos a error». El «principio de todos los principios» dice: Toda intuición que da originariamente [es] una fuente legítima de conocimiento: todo lo que se nos ofrece originariamente [en su realidad viva, por así decirlo] en la intuición [ha de] tomarse sencillamente como lo que se da, pero también sólo dentro de los limites en los que ahí se da. El «principio de todos los principios» implica la tesis de la primacía del método. Este principio decide sobre cuál es la única «cosa» que puede convenirle al método. Exige que la subjetividad absoluta sea la «cosa» de la Filosofía. Su reducción trascendental a ella, da y asegura la posibilidad de fundamentar en la subjetividad, y por medio de ésta, la objetividad de todos los objetos (el Ser del ente) en su legitima estructura y estabilidad, es decir, en su constitución. La subjetividad trascendental como método de la «ciencia universal» de la constitución del Ser del ente- pertenece también al mismo género de Ser de ese ente absoluto, es decir, al de la «cosa» más propia de la Filosofía. El método no tiene sólo por norma la «cosa» de la Filosofía, ni «está en la cosa», porque él es « la cosa misma». Si se preguntara ¿de dónde saca el «principio de todos los principios» su inamovible legitimidad?, habría entonces que responder: de la subjetividad, que se ha dado ya por supuesto es la «cosa» de la Filosofía. Elegimos como guía la explicación de la llamada «a la cosa misma». Debía encaminarnos a determinar la tarea del pensamiento al final de la Filosofía. ¿Dónde hemos llegado? A comprender que, para la llamada «a la cosa misma», ya está establecido de antemano lo que concierne a la Filosofía como su «cosa». Desde el punto de vista de Hegel y de Husserl -y no sólo para ellos-, la «cosa» de la Filosofía es la subjetividad. Para la llamada, lo polémico no es la «cosa» en cuanto tal, sino su exposición, a través de la cual la «cosa» misma se hace presente. La dialéctica especulativa de Hegel es el movimiento en el que la «cosa», como tal, llega a sí misma, a su correspondiente presencia. E1 método de Husserl debe llegar a la «cosa», a su dación originaria, de una forma definitivamente válida, es decir, a presentarse ella misma. Los dos métodos son de lo más diferente que pueda pensarse. Pero la «cosa» en cuanto tal, que deberían exponer, es la misma, aunque se la aborde de distinta forma. Pero ¿de qué nos sirve comprobar todo esto, para el intento de poner ante los ojos la tarea del pensare No nos ayudará nada, mientras nos demos por satisfechos con una simple explicación de la llamada. Se trata de preguntar qué es lo que queda por pensar en la llamada «a la cosa misma». A1 hacerlo así, podemos darnos cuenta de que, precisamente allí, donde la Filosofía llevó a su «cosa» a saber absoluto y evidencia definitivamente válida, algo se esconde, que ya no puede ser «cosa» de la Filosofía el pensarlo. Sin embargo, ¿qué es lo que queda por pensar en la «cosa» de la Filosofía, como también en su método? La dialéctica especulativa es una de las formas en que la «cosa» de la Filosofía -desde sí y para sí misma- aparece, haciéndose así presente. Este aparecer tiene lugar, necesariamente, en una claridad [Helle]. Lo que aparece sólo puede mostrarse, aparecer, a través de ella. Por su parte, la claridad se basa en lo abierto y libre, que puede alumbrar aquí y allá, en uno u otro momento. La claridad juega en lo abierto y lucha allí con lo oscuro. Dondequiera que algo presente sale al encuentro de otro o permanece tan sólo frente a frente -e incluso donde, como Hegel, uno se refleja especulativamente en el otro-, allí reina ya la apertura, un espacio libre está en juego. Y sólo esta apertura le permite también a la marcha del pensamiento especulativo pasar a través de lo que piensa. Llamamos a esa puerta, que hace posible el que algo aparezca y se muestre, die Lichtung [El claro]. La palabra alemana Lichtung es, desde el punto de vista de la historia del lenguaje, una traducción de la francesa clarière. Está formada como las palabras más antiguas Waldung y Feldung. Sabemos lo que es el claro del bosque [Waldlictung] por contraposición a la espesura del bosque, que en alemán más antiguo se llama Dickung [espesura]. El sustantivo Lichtung remite al verbo lichten. El adjetivo licht es la misma palabra que leicht.[ligero] Etwas lichten significa: aligerar, liberar, abrir algo, como, por ejemplo, despejar el bosque de árboles en un lugar. El espacio libre que resulta es la Lichtung. Ahora bien, das Lichte, en el sentido de libre y abierto, no tiene nada que ver, ni lingüística ni temáticamente, con el adjetivo licht, que significa hell [Claro]. Esto hay que tenerlo en cuenta para entender la diferencia entre Lichtung y Licht. Sin embargo, sigue existiendo la posibilidad de una conexión temática entre los dos: la luz puede caer sobre la Lichtung, en su parte abierta, dejando que jueguen en ella lo claro con lo oscuro. Pero la luz nunca crea la Lichtung, sino que la presupone. Sin embargo, lo abierto no sólo está libre para lo claro y lo oscuro, sino también para el sonido y el eco que se va extinguiendo. La Lichtung es lo abierto para todo lo presente y ausente. Es necesario que el pensar tenga en cuenta lo que aquí acaba de llamarse Lichtung. No se trata, como fácilmente podría parecer en un primer momento, de sacar de simples palabras (de Lichtung, por ejemplo) meras representaciones. Se trata, más bien, de prestar atención a la cosa singular que se designa con el correspondiente nombre de Lichtung. Lo que nombra la palabra, en la conexión pensada ahora -lo abierto libre-, es, para emplear una palabra de Goethe, un Urphänomen. Tendríamos que decir: una Ur-sache. Anota Goethe (Máximas y reflexiones, n.° 993): «que nadie vaya a buscar nada detrás de los fenómenos: ellos mismos son la doctrina». Esto quiere decir: el fenómeno mismo nos coloca ante la tarea de aprender de él preguntándole, es decir, de dejarnos decir algo. Según esto, quizás un día el pensamiento no se asuste ante la pregunta de si la Lichtung -lo abierto libre- no sea precisamente aquello, en lo que el espacio puro, y el tiempo estático, y todo lo presente y ausente en ellos, encuentren el lugar que reúne y acoge todo. De la misma manera que el pensamiento dialéctico-especulativo, la intuición originaria y su evidencia necesitan de la apertura ya dominante, la Lichtung. Lo evidente es lo inmediatamente visible. Evidentia es la palabra con que Cicerón traduce, es decir, traslada al mundo romano, el griego . , en la que habla el mismo origen que en argentum, significa aquello que luce y brilla. Y, únicamente puede brillar, si hay ya una apertura: el rayo de luz no crea la apertura, la Lichtung, sino tan sólo la atraviesa. La apertura es la única que ofrece a un dar y recibir, a una evidencia, la libertad en la que pueden permanecer y tienen que moverse. Todo pensar bajo la forma de filosofía que, expresamente o no, sigue la llamada «a la cosa misma» se confía ya, en su marcha, con su método, a la libertad de la Lichtung. Sin embargo, la Filosofía no sabe nada de la Lichtung. Es verdad que habla de la luz de la razón, pero no se preocupa por la Lichtung del Ser. El lumen naturale, la luz de la razón, alumbra tan sólo lo abierto. Sin duda que tiene relación con la Lichtung, pero contribuye tan poco a formarla que, más bien, necesita de ella para poder iluminar lo presente en la Lichtung. Esto es válido, no sólo para el método de la Filosofía, sino también, y sobre todo, para su «cosa», a saber: la presencia de lo presente. No podemos mostrar aquí con detalle en qué medida, incluso en la subjetividad, se piensa siempre el subjectum, el , lo que está ya delante, es decir, lo presente en su presencia. Ver a este respecto: Heidegger; Nietzsche, t. 11, 1961, pp. 429 ss. Ahora prestamos atención a otra cosa. Independientemente de que pueda o no ser aprehendido, comprendido o expuesto lo presente, la presencia -como estancia en lo abierto- necesita siempre de la Lichtung ya imperante. Lo ausente tampoco podría existir como tal, si no es como presente en la libertad de la Lichtung. Toda metafísica -incluido su adversario el positivismo- habla la lengua de Platón. La palabra fundamental de su pensamiento -es decir, de la exposición del Ser del ente- es : el aspecto con que se muestra el ente como tal. El aspecto es, sin embargo, una forma de presencia: no hay aspecto sin luz, y esto lo sabía ya Platón. Pero tampoco hay luz y claro sin la Lichtung, incluso lo oscuro lo necesita, porque ¿cómo podríamos entrar en la oscuridad y errar a través de ella? No obstante, la Lichtung imperante en el Ser y la presencia sigue sin pensarse en la Filosofía, aun cuando se hablase de ella en sus comienzos. ¿Dónde y con qué nombre sucede esto? Respuesta: En el poema pensante de Parménides, quien, por lo que sabemos, fue el primero en reflexionar con propiedad sobre el Ser del ente, que todavía hoy -aunque nadie le escuche- habla en las ciencias en las que se ha disgregado la Filosofía. Parménides escucha la indicación: Fragmento I, 28 ss. [... pero tú tienes que conocer todo: tanto del no-ocultamiento, del bien redondeado corazón que no tiembla como de la opinión de los mortales, a la que falta el poder confiar en lo no oculto.] Aquí se nombra a la ., el no-ocultamiento. Se llama la «bien redondeada», porque está trazada según la pura esfericidad del círculo, en la que principio y fin son lo mismo en todas partes. En esa vuelta no hay posibilidad alguna de tergiversar, disimular y ocultar. El hombre que reflexiona debe conocer lo que es el corazón, que no tiembla, del no-ocultamiento. ¿Y qué significa la expresión «el corazón que no tiembla del no-ocultamiento»? Éste es la Lichtung de lo abierto. Preguntamos: ¿apertura para qué? Ya hemos visto que el camino del pensar -tanto especulativo como intuitivo- necesita de una Lichtung capaz de ser atravesada. Y en ella reside también la posibilidad del «aparecer», es decir, la posibilidad del estar presente de la presencia. Antes que nada, lo primero que ofrece el no-ocultamiento es el camino por el que el pensar persigue lo único y lo recibe: ... : que lo presente esté presente. La Lichtung ofrece, ante todo, la posibilidad del camino hacia la presencia y, también, la posibilidad de su estar presente. Hemos de pensar la . el no-ocultamiento, como la Lichtung que permite al Ser y al pensar el estar presente el uno en y para el otro. El tranquilo corazón de la Lichtung es el lugar del silencio, en el que se da la posibilidad del acuerdo entre Ser y pensar, es decir, la presencia y su recepción. En ese estar unidos se funda la posible exigencia de una obligación del pensar. Sin embargo, hablar de obligación o no del pensar carece de fundamento sin una experiencia previa de la .como Lichtung. Porque ¿de dónde le viene la obligatoriedad a la determinación platónica de la presencia como , ¿con respecto a qué está obligada la interpretación aristotélica de lo presente como ? No podemos hacer estas preguntas -extrañamente relegadas siempre por la Filosofía- hasta que no conozcamos lo que Parménides tuvo que conocer: la , el no-ocultamiento. El camino hacia ella es distinto de la carretera por la que ha de vagar la opinión de los mortales. Si traduzco obstinadamente la palabra por no-ocultamiento, no es en razón de su etimología, sino por la «cosa» que ha de tenerse en cuenta, al pensar conforme a ella lo que se llama «Ser y pensar». En cierto modo, el no-ocultamiento es el único elemento en que se dan tanto el Ser como el pensar y su mutua pertenencia. Es cierto que se nombra a la al comienzo de la Filosofía, pero no se la ha pensado después propiamente como tal, pues la «cosa» de la Filosofía como Metafísica consiste, ya desde Aristóteles, en pensar ontoteológicamente el ente como tal. Estando así las cosas, no podemos tampoco juzgar que la Filosofía haya descuidado, que haya echado a perder algo, adoleciendo, por tanto, de una carencia esencial: referirse a lo impensado en la Filosofía no es criticarla. De ser ahora necesaria una crítica, debería entonces recaer sobre el intento cada vez más apremiante desde Ser y tiempo- de preguntar, al final de la Filosofía, por una posible tarea del pensar. Ya es hora de preguntar: ¿por qué no se traduce aquí con su nombre corriente, con la palabra «verdad». La respuesta será: En la medida en que se entienda «verdad» en el sentido «natural» tradicional, como la concordancia probada ónticamente entre el conocimiento y el ente, y, en la medida en que se la interprete también, como la certeza del saber sobre el Ser, la , el no-ocultamiento como Lichtung, no podrá ser equiparada a verdad. La -el no-ocultamiento pensado como Lichtung- es, más bien, lo único que permite la posibilidad de la verdad. Puesta ésta -igual que Ser y pensar- sólo puede ser lo que es en el elemento de la Lichtung. La evidencia y la certeza en todos sus niveles, cualquier clase de verificación de la veritas, se mueven ya con ella en el ámbito de la Lichtung imperante. La , el no-ocultamiento pensado como Lichtung de la presencia, todavía no es la verdad. ¿Es que la es menos que la verdad? ¿O es más, por permitir ser a la verdad como adaequatio y certitudo, y al no poder darse la presencia y el hacerse presente fuera del ámbito de la Lichtung? Esta pregunta queda confiada al pensar como tarea suya. Éste ha de preguntarse si realmente puede plantearla, en tanto que piensa filosóficamente, es decir, en sentido estrictamente metafísico que interroga a lo presente sólo sobre su presencia. En cualquier caso, está claro que la pregunta por la , por el noocultamiento en cuanto tal, no es la pregunta por la verdad. Por eso, no era adecuado para la «cosa» e inducía a error, el llamar a la , en el sentido de Lichtung, verdad[i]. El hablar de la «verdad del Ser» tiene en la Ciencia de la Lógica su legítimo sentido, ya que verdad significa aquí la certeza del saber absoluto. Pero Hegel, como tampoco Husserl y toda metafísica, no pregunta por el Ser en tanto que Ser, es decir, no se plantea la pregunta: ¿en qué medida puede darse la presencia como tal? Sólo se da si impera la Lichtung. Es cierto que se la nombra con la , el no-ocultamiento, pero no se la piensa como tal. El concepto «natural» de verdad, ni siquiera en la filosofía de los griegos, se refiere al no-ocultamiento. Se apunta con frecuencia y con toda razón que, ya en Homero, la palabra se usa siempre para los verba dicendi, los enunciados, y, por consiguiente, en el sentido de exactitud y fiabilidad, y no en el de noocultamiento. Pero esta indicación significa, tan sólo, que ni el poeta ni el uso cotidiano del lenguaje, ni aun la Filosofía, se ven ante la tarea de preguntar cómo la verdad, es decir, la exactitud del enunciado, se ofrece sólo en el elemento de la Lichtung de la presencia. En el horizonte de esta pregunta debe reconocerse que la , el noocultamiento en el sentido de la Lichtung de la presencia, fue conocida desde el comienzo, y sólo como , como la exactitud del representar y el enunciado. Pero, entonces, tampoco es sostenible la afirmación de un cambio esencial de la verdad, es decir, del no-ocultamiento en exactitud. En lugar de eso hay que decir: la -como Lichtung de la presencia y actualización en el pensar y el decirse manifiesta desde un principio bajo la forma de y adaequatio, es decir, como asimilación en el sentido de concordancia de la representación y lo presente. Pero este proceso desencadena justamente la pregunta: ¿cuál es el motivo de que para el natural conocimiento y lenguaje humanos, la , el noocultamiento, sólo aparezca como exactitud y fiabilidad? ¿Estriba en que la estancia extática del hombre en la apertura de lo presente, sólo está vuelto a lo presente y a la presentación que se hace de lo presente? ¿Y qué otra cosa significa sino que continúan sin tenerse en cuenta la presencia como tal, y con ella, todavía más, la Lichtung que la hace posible? Sólo se conoce y piensa lo que posibilita la como Lichtung, no lo que es ella en cuanto tal. Esto sigue oculto. ¿Es por casualidad? ¿O es sólo consecuencia de una negligencia del pensar humano? ¿O sucede porque el ocultarse, el ocultamiento, la , pertenecen a la , no como un mero añadido, como las sombras a la luz, sino como corazón de la ? ¿No reina ya en ese ocultarse de la Lichtung de la presencia, un abrigar y preservar, a partir de los cuales sólo será posible el no-ocultamiento, pudiendo así aparecer lo presente en su presencia? De ser así, la Lichtung no sería mera Lichtung de la presencia, sino Lichtung de la presencia que se oculta, del refugio que se oculta. De ser así, habríamos llegado, tan sólo con estas preguntas, a un camino hacia la tarea del pensar al final de la Filosofía. Pero ¿no es todo esto mística sin fundamento, inclusive mala mitología, o en todo caso, un irracionalismo funesto, la negación de la Ratio? Yo pregunto de nuevo: ¿qué significan ratio, , , aprehender?, ¿qué significan fundamento y principio, e incluso «principio de todos los principios»?, ¿podríamos alguna vez determinarlo suficientemente sin conocer la al modo griego, como no-ocultamiento, y después, yendo más allá de los griegos, sin pensarlo como Lichtung del ocultarse? Mientras que la Ratio y lo rationale sigan siendo cuestionables en lo más íntimo, carece también de fundamento el hablar de irracionalismo. La racionalización científico-técnica, que domina la época actual, se justifica sorprendentemente cada día por sus efectos, todavía imprevisibles. Pero esa efectividad no dice nada de lo único que permite la posibilidad de lo racional e irracional. La efectividad prueba la exactitud de la racionalización científico-técnica. Pero ¿se agota en lo demostrable la apertura de lo que es? La insistencia en lo demostrable ¿no cierra el camino hacia lo que es? Tal vez hay un pensar más sencillo que el imparable desencadenamiento de la racionalización, y el arrastrar tras de sí de la Cibernética. Es posible que sea sumamente irracional precisamente ese arrastrar. Tal vez hay un pensar fuera de la distinción entre racional e irracional, más sencillo todavía que la técnica científica, más sencillo y, por eso, aparte; sin efectividad y, sin embargo, con una necesidad propia. Al preguntar por la tarea de ese pensar, no sólo queda involucrado en la pregunta ese mismo pensar, sino también la pregunta que cuestiona por él. Frente a toda la tradición de la Filosofía, esto significa: Todos nosotros tenemos aún necesidad de una educación en el pensar, y, antes de esto, de saber qué significa tener o no educación en materia de pensamiento. A este respecto, Aristóteles nos insinúa en el libro IV de su Metafísica (1006a ss.) . «Es, en efecto, falta de educación no saber, con respecto a qué es necesario buscar una prueba y, con respecto a qué no lo es.» Esta palabra exige una cuidadosa meditación, porque todavía no se ha resuelto de qué manera debe conocerse, para que pueda ser accesible al pensar, lo que no necesita de ninguna demostración. ¿Se trata de la meditación dialéctica, de la intuición que da originariamente, o de ninguno de los dos? Únicamente puede decidir sobre ello la singularidad de lo que, ante todo, exige de nosotros que le admitamos. Pero ¿cómo posibilitarnos la decisión si antes no le hemos admitido? ¿En qué círculo -lamentable, además- nos movemos aquí? ¿Se piensa la redondeado, como la Lichtung? , el no-ocultamiento bien ¿Es, entonces, el título de la tarea del pensar, en lugar de Ser y tiempo, «Lichtung y presencia»? Pero, ¿de dónde y cómo hay Lichtung?, ¿qué habla en el «hay»? La tarea del pensar consistiría, entonces, en el abandono del pensar anterior, para determinar lo que es la «cosa» del pensar. Reglas para el Parque Humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo” Peter Sloterdijk Conferencia pronunciada en el Castillo de Elmau, Baviera, en julio de 1999, con motivo del Simposio Internacional “Jenseits des Seins / Exodus from Being / Philosophie nach Heidegger”, en el marco de los Simposios del Castillo de Elmau sobre “La filosofía en el final del siglo” (Philosophie am Ende des Jahrhunderts), que cuentan con la colaboración del Van Leer Institut y el Franz Rosenzweig Center de Jerusalem. El texto fue publicado en Die Zeit el 10 de septiembre de 1999. Traducción: Fernando La Valle Los libros, dijo una vez el poeta Jean Paul, son voluminosas cartas a los amigos. Con esta frase llamó él por su nombre de modo refinado y elegante a lo que es la esencia y función del Humanismo: una telecomunicación fundadora de amistad por medio de la escritura. Lo que se llama ‘humanitas’ desde los días de Cicerón, pertenece en sentido tanto estricto como amplio a las consecuencias de la alfabetización. Desde que existe la filosofía como género literario, recluta ella a sus adeptos por este medio, escribiendo de modo contagioso sobre el amor y la amistad. No se trata sólo de un discurso sobre el amor a la sabiduría, sino también de conmover a otros y moverlos a este amor. Que pueda en todo caso la filosofía escrita, tras sus comienzos hace dos mil quinientos años, mantenerse en estado virulento todavía hoy, lo debe sin duda a los resultados de su capacidad para hacer amigos a través del texto. Se sigue escribiendo como una cadena de la suerte a través de las generaciones, y quizás a despecho de todos los errores en las copias –o aun, quizás, gracias incluso a tales errores– arrastró a copistas e intérpretes con su encanto amigable. La articulación más importante en esta cadena epistolar fue sin duda la recepción del envío griego por parte de los romanos, pues sólo la apropiación romana abrió el texto griego al Imperio y, tras la caída de la mitad occidental, lo hizo accesible al menos indirectamente para las culturas europeas posteriores. Por cierto que los autores griegos se habrían asombrado de los amigos que un día se presentarían ante ellos a vuelta de correo, con su carta en la mano. Forma parte de las reglas de juego de la cultura letrada que el remitente no pueda prever quién será su destinatario efectivo. Y sin embargo, no por eso se lanzan menos los autores a la aventura de poner sus cartas en camino de amigos no identificados. Sin la inscripción de la filosofía sobre rollos escritos transportables, nunca habría podido ser expedida la correspondencia que damos en llamar tradición; pero sin los profesores griegos, que los romanos se dieron a sí mismos como asistencia para descifrar la cartas llegadas de Grecia, tampoco habrían sido en modo alguno capaces esos romanos de encariñarse con los remitentes de tales escritos. La amistad a distancia necesita de ambos, las cartas mismas, y sus carteros e intérpretes. Si, por el contrario, no hubiese tenido lugar esa disposición de los lectores romanos a aficionarse con los envíos a distancia de los griegos, habrían faltado destinatarios, y si los romanos no hubieran entrado en juego con su receptividad sobresaliente, las comunicaciones griegas no habrían alcanzado nunca el espacio europeo occidental, ese espacio todavía hoy habitado por los propulsores del humanismo. No existiría el fenómeno “Humanismo”, ni una forma respetable de discursos filosóficos latinos, ni mucho menos las tardías culturas filosóficas en idiomas nacionales. Si hoy podemos hablar aquí en idioma alemán sobre las cosas humanas, esta posibilidad es debida no en último término a aquella disposición de los romanos a leer los escritos de los maestros griegos como si fueran cartas dirigidas a sus amigos en Italia. Si se tienen en cuenta las consecuencias epocales de la correspondencia grecoromana, se vuelve evidente que se explican éstas en gran medida con la escritura, envío y recepción de material escrito filosófico. Claramente, el remitente de este género de cartas amistosas echa sus escritos al mundo sin conocer a los destinatarios, o en caso de conocerlos, comprende de todos modos que el envío epistolar pasa por encima de éstos y está en condiciones de provocar una cantidad indeterminada de amistades con lectores anónimos, a menudo no nacidos aún. Desde un punto de vista erótológico, la amistad hipotética de los escritores librescos y epistolares con el destinatario de sus envíos representa un caso de amor a la distancia... y esto decididamente en el sentido de Nietzsche, quien sabía que la escritura es el poder de transformar el amor al prójimo en vida desconocida, lejana, por venir. La escritura no sólo efectúa un arco telecomunicativo entre amigos probados, que para la época del envío viven a distancia espacial el uno del otro, sino que pone en marcha una operación hacia lo improbable, lanza una seducción a la lejanía –una actio in distans, por decirlo en el idioma de la antigua magia europea–, con el objetivo de comprometer como tal al amigo desconocido, y moverlo al ingreso en el círculo de amistades. El lector que se expone a la carta voluminosa puede, efectivamente, entender al libro como una carta de invitación, y dejándose entusiasmar por la lectura incorporarse al círculo de los interpelados para acusar allí recibo de la carta. Se podría entonces retrotraer el fantasma comunitario que subyace a todo humanismo al modelo de una sociedad literaria, sociedad en la que los participantes descubren por medio de lecturas canónicas su común amor hacia remitentes inspirados. En el corazón del humanismo entendido de este modo descubrimos una fantasía de secta o club, el sueño de fatal solidaridad de aquellos que han sido elegidos para poder leer. Para el viejo mundo, es decir hasta las vísperas de los Estados nacionales modernos, la capacidad de leer significaba de hecho algo así como la entrada en una élite rodeada de misterio... El conocimiento de la gramática era tenido antaño en muchos lugares como cosa de nigromancia: de hecho, ya en el inglés medieval la palabra grammar había dado lugar al glamour: al que sabe leer y escribir, le resulta fácil lo imposible. Los humanizados no son por el momento más que la secta de alfabetizados, que como muchas otras sectas dan a luz un proyecto expansionista y universalista. Donde el alfabetismo se vuelve fantástico y arrogante, allí surge la mística gramática o literal, la Cábala, que prolifera a partir de ese momento, queriendo volver inteligible la ortografía del Autor del Mundo. Allí, en cambio, donde el humanismo se vuelve pragmático y programático, como en las ideologías de los estudios clásicos asociadas a los Estados nacionales en los siglos XIX y XX, el modelo de sociedad literaria amplía su alcance, convirtiéndose en norma de la sociedad política. De ahí en adelante los pueblos se organizan como ligas alfabetizadas de amistad compulsiva, conjuradas en torno a un canon de lectura asociado en cada caso con un espacio nacional. Además de los autores pan-europeos antiguos se movilizan ahora también para esto clásicos modernos y nacionales, cuyas cartas al público son ensalzadas y convertidas en motivos eficientes de la creación nacional por parte del mercado de libros y las casas de altos estudios. ¿Qué son las naciones modernas sino poderosas ficciones de públicos letrados, convertidos a partir de los mismos escritos en armónicas alianzas de amistad? La instrucción militar obligatoria para los varones y la lectura obligatoria de los clásicos para jóvenes de ambos sexos caracterizan a la burguesía clásica, definen a aquella época de humanitarismo armado y erudito, hacia el que vuelven la mirada hoy conservadores de viejo y nuevo cuño, nostálgicos e inermes a la vez, y absolutamente incapaces de llegar a una comprensión teórica del sentido de un canon de lectura... Para darse una idea clara de este fenómeno, basta con recordar el resultado lastimoso de un debate nacional llevado adelante en Alemania –debate inducido sobre todo por los jóvenes– sobre la supuesta necesidad de un nuevo canon literario. Estos humanismos nacionales de lectura gozosa tuvieron verdaderamente su apogeo entre 1789 y 1945; en su centro residía, consciente de su poder y autosatisfecha, la casta de antiguos y nuevos filólogos, que se sabían responsables de la misión de iniciar a los recién llegados en el círculo de los destinatarios de cartas decisivas y voluminosas. El poder del maestro en esos tiempos, y el papel clave de los filólogos, tenían ambos su base en un conocimiento privilegiado de los autores en cuestión, aquellos que pasaban por remitentes de los escritos fundadores de la comunidad. Según ellos, en esencia, el Humanismo burgués no era otra cosa que la facultad de imponer a los jóvenes la lectura de los clásicos y de establecer la validez universal de las lecturas nacionales. De tal modo que las naciones burguesas eran hasta cierto grado ellas mismas productos literarios y postales: ficciones de un destino de amistad con compatriotas remotos y una afinidad empática entre lectores de los mismos inspirados autores de propiedad común. Si esta época parece hoy irremisiblemente periclitada, no es porque seres humanos de un humor decadente no se sientan ya inclinados a seguir cumpliendo su tarea literaria nacional; la época del Humanismo nacional-burgués llegó a su fin porque el arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos, aun cuando adquirió un carácter profesional, no fue ya suficiente para anudar un vínculo telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas. Por el establecimiento mediático de la cultura de masas en el Primer Mundo en 1918 con la radio, y tras 1945 con la televisión, y aun más por medio de las revoluciones de redes actuales, la coexistencia de las personas en las sociedades del presente se ha vuelto a establecer sobre nuevas bases. Y no hay que hacer un gran esfuerzo para ver que estas bases son decididamente postliterarias, post-epistolográficas y, consecuentemente, post-humanísticas. Si alguien considera que el sufijo ‘post-’ es demasiado dramático, siempre podemos reemplazarlo por el adverbio ‘marginalmente’, con lo que nuestra tesis quedaría formulada así: las síntesis políticas y culturales de las modernas sociedades de masas pueden ser producidas hoy sólo marginalmente a través de medios literarios, epistolares, humanísticos. En modo alguno quiere esto decir que la literatura haya llegado a su fin, sino en todo caso que se ha diferenciado como una subcultura sui generis, y que ya han pasado los días de su sobrevaloración como portadora de los genios nacionales. La síntesis nacional ya no pasa predominantemente –ni siquiera en apariencia– por libros o cartas. Los nuevos medios de la telecomunicación político-cultural, que tomaron la delantera en el intervalo, son los que acorralaron al esquema de la amistad escrituraria y lo llevaron a sus modestas dimensiones actuales. La era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo ya ha pasado porque se ha vuelto insostenible la ilusión de que masivas estructuras políticas y económicas pueden ser ya organizadas siguiendo el modelo amigable de la sociedad literaria. Este desengaño que, a más tardar desde de la Primera Guerra Mundial, persiste como notificación para los intelectuales que todavía continúan la tradición humanista, tiene a su vez una historia propia y dilatada, marcada por crisis y contorsiones. Pues precisamente hacia el estridente fin de la era nacional-humanista, en los años de oscuridad sin precedentes que siguieron a 1945, el modelo humanista iba a vivir todavía un florecimiento tardío; fue éste un renacimiento organizado y reflexivo, que sirve todavía como modelo para las pequeñas reanimaciones del humanismo actuales. Aun si no fuera el trasfondo tan oscuro, se debería hablar aquí de una divagación y un porfiado autoengaño. En el ambiente fundamentalista de los años posteriores a 1945, por motivos comprensibles, para muchas personas no era suficiente volver de los horrores de la guerra a una sociedad que se presentaba a sí misma de nuevo como un público pacificado de lecto-amigos, como si una juventud goetheana bastara para hacer olvidar a la juventud hitleriana. A muchos entonces les pareció oportuno volver a colocar junto a las lecturas latinas también las otras, las bíblicas lecturas básicas de los europeos, y sentar los fundamentos del ya rebautizado Occidente en el humanismo cristiano. Este neohumanismo de mirada vacilante entre Weimar y Roma era el sueño de la salvación del alma europea por medio de una bibliofilia radicalizada, una exaltación melancólicoesperanzada del poder civilizatorio, humanizador, de las lecturas clásicas, a condición de que por un instante nos tomemos la libertad de concebir codo con codo a Cicerón y a Cristo como clásicos. En tales humanismos de posguerra, por ilusorios que hayan sido sus orígenes, se revela siempre un motivo sin el cual sería imposible comprender la tendencia humanista como un todo, ya sea en los días de los romanos como en la era moderna de los Estados nacionales burgueses: el Humanismo como palabra y cosa tiene siempre un opuesto, pues es un compromiso en pos del rescate de los seres humanos de la Barbarie. Es fácil de entender que precisamente aquellas épocas que han hecho sus principales experiencias a partir de un potencial de barbarie liberado excesivamente en las relaciones interhumanas, sean asimismo aquellas en las que el llamado al Humanismo suele sonar más alto y perentorio. Quien hoy se pregunta por el futuro del humanitarismo y de los medios de humanización, quiere saber en el fondo si quedan esperanzas de dominar las tendencias actuales que apuntan a la caída en el salvajismo [Verwilderung] del hombre. Y aquí hay que tomar en consideración el hecho inquietante de que el salvajismo, hoy como siempre, suele aparecer precisamente en los momentos de mayor despliegue de poder, ya sea como tosquedad directamente guerrera e imperial, o como bestialización cotidiana de los seres humanos en los medios de entretenimiento desinhibitorio. De ambos tipos suministraron los romanos modelos que perdurarían en la Europa posterior: del uno con su omnipresente militarismo, del otro por medio de su premonitoria industria del entretenimiento basada en el juego sangriento. El tema latente del humanismo es entonces el rescate del ser humano del salvajismo, y su tesis latente dice: La lectura correcta domestica. El fenómeno humanista gana atención hoy sobre todo porque recuerda –aun de modo velado y confuso– que en la alta cultura, los seres humanos son cautivados constantemente y al mismo tiempo por dos fuerzas formativas, que por afán simplificador llamaremos aquí influjos inhibitorio y desinhibitorio. El convencimiento de que los seres humanos son «animales bajo influjo» pertenece al credo del humanismo, así como el de que consecuentemente es imprescindible llegar a descubrir el modo correcto de influir sobre ellos. La etiqueta Humanismo recuerda –con falsa inocencia– la perpetua batalla en torno al hombre, que se ratifica como una lucha entre las tendencias bestializantes y las domesticadoras. Hacia la época de Cicerón ambos influjos son todavía poderes fáciles de identificar, pues cada uno posee su propio medio característico. En lo que toca a los influjos de bestialización, los romanos tenían establecida, con sus anfiteatros, sus cacerías, sus juegos y luchas mortales, los espectáculos de sus ejecuciones, la red massmediática más exitosa de todo el orbe. En estadios rugientes en torno al mar Mediterráneo surgió a sus expensas el desatado ‘homo inhumanus’ como pocas veces se había visto antes y raramente se vería después. Durante el Imperio, la provisión de fascinaciones bestiales para las masas romanas se convirtió en una técnica de dominio indispensable y rutinaria, que se ha mantenido en la memoria hasta el día de hoy gracias a la fórmula juvenaliana del «pan y circo». Sólo se puede entender el humanismo antiguo si se lo concibe como toma de partido en un conflicto mediático, es decir, como resistencia de los libros contra el anfiteatro, y como oposición de las lecturas humanizadoras, proclives a la resignación, instauradoras de la memoria, contra la resaca de ebriedad y sensaciones deshumanizadoras, arrebatadas de impaciencia, de los estadios. Lo que los romanos educados llamaban ‘humanitas’, sería impensable sin la demanda de abstinencia de la cultura de masas en los teatros de la ferocidad. Si el humanista se extravía alguna vez entre la multitud bramante, es sólo para constatar que también él es un hombre y como tal puede también él ser contaminado por esa tendencia a la bestialidad. Luego vuelve del teatro a su casa, avergonzado por su involuntaria participación en sensaciones infecciosas, y de pronto se ve obligado a aceptar que nada de lo humano le es ajeno. Pero con ello también queda dicho que la naturaleza humana consiste en elegir los medios domesticadores para el desarrollo de la propia naturaleza, y renunciar a los desinhibidores. El sentido de esta elección de medios reside en perder la costumbre de la propia bestialidad posible, y poner distancia entre sí y la escalada deshumanizadora de la rugiente jauría del espectáculo. Estas indicaciones dejan en claro que con la pregunta-por-el-humanismo se alude a algo más que a la conjetura bucólica de que el acto de leer educa. Se halla en juego aquí nada menos que una antropodicea, es decir, una definición del ser humano de cara a su franqueza biológica, y a su ambivalencia moral. Pero por sobre todo, esta pregunta sobre cómo podrá entonces el ser humano convertirse en un ser humano real o verdadero, será formulada a partir de ahora de modo ineludible como una pregunta por los medios, entendiendo por éstos a los medios comulgales y comunicativos, por intermedio de los cuales las personas humanas mismas se orientan y forman hacia lo que pueden ser y llegan a ser. Otoño de 1946. En el momento más calamitoso de la crisis de posguerra europea, el filósofo Martin Heidegger escribe su luego célebre artículo sobre el humanismo, un texto que a primera vista puede también ser considerado una carta voluminosa para amigos. Pero la práctica amistosa que procuraba lograr esta carta no era ya simplemente la de una comunicación entre bellas almas burguesas, y el concepto de amistad que reclamaba este memorable mensaje filosófico no era ya en modo alguno el de la comunión de un público nacional con sus clásicos. Mientras escribía esta carta, sabía Heidegger que tendría que hablar con voz quebrantada o escribir con mano titubeante, y que la armonía preestablecida entre el autor y sus lectores no podía ser dada ya de ninguna manera por sentada. No era seguro para él en aquel entonces que todavía le quedaran amigos, y aun en caso de encontrar alguno, las bases de esa amistad debían establecerse de nuevo, más allá de todo aquello que hasta entonces se había tenido en Europa y en las naciones como base de una amistad entre intelectuales. Algo al menos es claro: lo que volcó en el papel el filósofo en aquel otoño de 1946, no era un discurso a la propia nación ni un discurso a la Europa venidera; era el intento ambiguo, a la vez cauteloso y temerario por parte del autor, de imaginar todavía un receptor benévolo para su mensaje. Y resultó entonces de todo esto algo bastante raro tratándose de un hombre de la naturaleza regionalista de Heidegger: una carta a un extranjero, a un amigo potencial a la distancia, a un joven pensador que, durante la ocupación de Francia por los alemanes, se había tomado la libertad de entusiasmarse por un filósofo alemán. ¿Se trata entonces de una nueva técnica amistosa? ¿Una nueva correspondencia? ¿Otro modo de reunir concordancias y reflexiones compartidas en torno a un escrito enviado a la distancia? ¿Otro intento de humanización? ¿Un nuevo contrato social entre sostenedores de una reflexividad sin morada, ya no más nacional-humanista? Los adversarios de Heidegger no dejaron naturalmente de señalar que el astuto hombrecito de Meßkirch había aquí aprovechado instintivamente la primera posibilidad que se le ofrecía tras la guerra para trabajar en su rehabilitación: había sacado provecho sagazmente de la complacencia de uno de sus admiradores franceses para deslizarse del doblez político hacia las alturas de la contemplación mística. Estas sospechas quieren parecer sugerentes y fundadas, pero pierden de vista el acontecimiento que, tanto en términos de pensamiento como de estrategia de comunicación, representa el ensayo sobre el humanismo, dirigido en primer lugar a Jean Beaufret, en París, luego publicado independientemente y traducido. Pues, al exponer públicamente y preguntar, en este escrito que pretendía tener la forma de una carta, por las condiciones del humanismo europeo, Heidegger inauguraba un espacio de pensamiento trans-humanista o posthumanista , en el que, desde entonces, se ha movido una parte esencial de la reflexión filosófica sobre el hombre. De una misiva de Jean Beaufret, Heidegger extrae sobre todo en una frase: Comment redonner un sens au mot ‘Humanisme’? La carta al joven francés contiene una suave reconvención, que se evidencia claramente en las dos réplicas inmediatas: “Esta pregunta viene de la intención de conservar la palabra ‘humanismo’. Me pregunto si esto es necesario. ¿No son suficientemente notorios los desgraciados efectos que ocasionan títulos como éste? [...] “Su pregunta no sólo presupone su voluntad de conservar la palabra ‘humanismo’, sino que da testimonio también de que esa palabra ha perdido su sentido.” [Über den Humanismus, 1949, 1981, pp. 7 y 35] Con esto ya se vuelve manifiesta parte de la estrategia de Heidegger: hay que abandonar la palabra Humanismo si la labor del pensamiento, la labor que quiso parecer como ya resuelta en la tradición humanista o metafísica, ha de ser retomada en su fatal y verdadera simplicidad. En pocas palabras, ¿para qué ensalzar de nuevo al hombre y su autorizada autorrepresentación filosófica, si en la catástrofe presente se mostraba, precisamente, que el problema es el hombre mismo junto con sus sistemas de autoelucidación y autoensalzamiento metafísico? Esta recomposición de la pregunta de Beaufret no deja de incurrir en una magistral malicia, al presentar a la manera socrática al alumno la falsa respuesta que encerraba su pregunta. Y da muestras también al mismo tiempo de rigor intelectual, pues los tres remedios corrientes para la crisis europea de 1945, cristianismo, marxismo y existencialismo, se alineaban codo con codo como variedades del humanismo, diferenciadas una de otra sólo por matices superficiales, o dicho claramente, como tres tipos y modos de eludir la última radicalidad de la pregunta por la esencia del hombre. Ante el inconmensurable descuido del pensamiento europeo, la no-formulación de la pregunta por la esencia del hombre, Heidegger se ofrece a disponer un fin para éste en el único modo adecuado para él, el modo existenciario-ontológico; en todo caso, al menos, manifiesta el autor su disposición a ponerse al servicio del surgimiento, como en otras crisis pasadas, de una pregunta formulada por fin en términos correctos. Con este giro aparentemente modesto Heidegger deja al descubierto perturbadoras consecuencias: el humanismo, en su forma antigua tanto como en sus formas cristiana y moderna, es identificado como el responsable de un no-pensar de veinte siglos; con sus presupuestos apresurados, sus al parecer evidentes e inevitables definiciones de la esencia del hombre, se lo acusa de haber impedido el surgimiento de la auténtica pregunta por esta esencia. Heidegger explica que en su obra Ser y tiempo se piensa en contra del humanismo no porque éste sobreestime a la humanitas, sino porque no la enaltece lo suficiente [Über den Humanismus, p. 21]. Pero, ¿qué significa este enaltecer la esencia del hombre? Significa en primer lugar, renunciar a un habitual y falso menosprecio. La pregunta por la esencia del hombre no llega por la vía correcta hasta que se toma distancia de la práctica más antigua, persistente y ruinosa de la metafísica europea: definir al hombre como animal rationale. Según esta interpretación, el hombre termina siendo entendido como una animalitas ampliada por medio de adiciones espirituales. Contra esto se rebela el análisis existenciarioontológico de Heidegger: para él la esencia del hombre no puede ser enunciada desde una perspectiva biológica o zoológica, por más que a éstas se les agregue por regla general un factor espiritual o trascendente. En este punto, Heidegger es inconmovible; como ángel iracundo se introduce entre el animal y el hombre con su espada atravesada para cortar toda comunidad ontológica entre ambos. Se deja llevar por su impulso antivitalista y antibiologista hasta expresiones casi histéricas, como cuando explica, por ejemplo, que parece “como si la esencia de lo divino fuera más cercana a nosotros que lo chocante extraño del serviviente” [Über der Humanismus, p. 17]. En el centro de este pathos antivitalista opera el entendimiento de que el hombre se diferencia del animal en términos ontológicos, no específicos o genéricos, por lo que no puede bajo ninguna circunstancia ser concebido como un animal dotado de un suplemento cultural o metafísico. Más aún, el modo de ser de lo humano diverge esencialmente y por un rasgo fundamental del de los restantes entes vegetales y animales: el hombre [Mensch] tiene mundo [Welt] y está en el mundo, mientras que plantas [Gewächs] y animales [Getier] sólo están tendidos [verspannt] en sus respectivos medios circundantes [Umwelten]. Si se da el fundamento filosófico para un discurso de la dignidad del hombre, es entonces, por ser justamente el hombre el interpelado del Ser mismo y, como gustaba decir el filósofo pastoral Heidegger, el requerido para su guarda [Hütung]. Por ello tienen los hombres el lenguaje, aunque según Heidegger no lo poseen para simplemente entenderse entre ellos y poder, de común acuerdo, domesticarse mutuamente. “Es decir que el lenguaje es la casa del Ser, viviendo allí el hombre eksiste, y así pertenece a la verdad del Ser, custodiándolo. “Y así ocurre, por la determinación de la humanidad del hombre como ek-sistencia, que lo esencial no es el hombre, sino el Ser como la dimensión de lo ek-stático de la ek-sistencia.” [Über den Humanismus, p. 24] Escuchando estas casi herméticas formulaciones, surge una vislumbre de cómo es que la crítica del humanismo heideggeriana ha creído con tanta seguridad no desembocar en un inhumanismo. Pues, al rechazar Heidegger las pretensiones por parte del humanismo de haber explicado ya suficientemente la esencia humana, retrocede, y le opone su propia onto-antropología, con lo que se aferra también él a la función principal del humanismo clásico, a saber, la conciliación del hombre con la palabra del otro, y esto de modo indirecto, pues radicaliza este motivo amigable, y lo traslada del campo pedagógico al centro de la reflexión ontológica. Este es el sentido de la figura, a menudo citada y largamente ridiculizada, que hace del hombre el pastor del Ser. Utilizando motivos tomados de la poesía pastoral y del idilio, Heidegger habla del cometido del hombre, que es su esencia, y de la esencia humana, de la que surge su cometido: guardar el Ser y corresponderle. Ciertamente, no guarda el hombre el Ser al modo en que un enfermo guarda cama, sino más bien como un pastor que custodia a su rebaño en el claro, pero con la importante diferencia de que en lugar de ganado le es dado en custodia aquí el mundo como abierta circunstancia, y lo que es más, este custodiar no representa una labor de vigilancia libremente elegida en el propio interés, sino que el hombre es colocado aquí como custodio del Ser mismo. El lugar donde rige este colocar es el claro [Lichtung], el sitio en que el Ser acontece como aquello que allí es. Lo que da a Heidegger la certeza de haber pensado más allá y desbordado al humanismo con estos giros, es la circunstancia de que él introduce al hombre, concebido como claro del Ser, en una domesticación y una amistad que van más profundamente de lo que cualquier rescate de la bestialidad humanista o amor intelectual por el texto amoroso puedan lograr jamás. Al definir al hombre como pastor y vecino del Ser, y designar al lenguaje como casa del Ser, fija al hombre en una correspondencia respecto del Ser que le impone un comportamiento radical, lo confina – a él, al pastor– en las cercanías o el perímetro de la casa; lo expone a un conocimiento que reclama más quietud, oídos y pertenencia que lo que la más amplia educación pudo nunca. El hombre es sometido así a un comportamiento [Verhalten] ek-stático que va más lejos que la introspección [Innehalten] civilizada de los piadosos lectores de la palabra clásica. El morar recogido en sí mismo heideggeriano en la casa del lenguaje, es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos. Heidegger quiere un hombre que sea mejor oyente [hörig, también siervo, esclavo, el que es propiedad] que un mero buen lector. Quiere iniciar un proceso de amistad en que él mismo no sea recibido ya sólo como un clásico, o como un autor entre otros; por lo pronto, ya de por sí sería bueno que el público, que por regla general sólo puede aferrarse a banalidades aprensivas, tome conocimiento de que con el mentor de la pregunta-por-el-Ser ha comenzado un nuevo discurso sobre el Ser mismo. Con todo esto, Heidegger enaltece al Ser como único autor de toda carta esencial, y se asigna a sí mismo el papel de secretario. Quien habla desde esa posición debe incluso registrar balbuceos y hacer públicos silencios. El Ser envía entonces las cartas decisivas, hace guiños en rigor a amigos serenos, a vecinos receptivos, a pastores recogidos y quietos, y hasta donde podemos ver, a partir de estos círculos de co-pastores y amigos del Ser no se constituyen naciones, ni siquiera escuelas alternativas –y no sería la menor razón de esto la imposible existencia de un canon claro de los guiños del Ser–, con lo que ha de quedar entonces por ahora la obra completa de Heidegger como voz y piedra de toque del super-autor innominado. Queda en todo caso poco claro en torno a estas oscuras comuniones, y hasta nuevo aviso, cómo podría ser gestada una sociedad de vecinos del Ser. Sin duda debería ésta, antes de mostrarse claramente, ser concebida como una iglesia invisible de individuos dispersos, cada uno de los cuales escucha a su modo en lo tremendo, y espera las palabras que manifestarán lo que dice el habla misma al hablante. Sería ocioso entrar aquí en detalles sobre el carácter criptocatólico de las figuras de la meditación heideggeriana. Sólo resulta ahora decisivo el hecho de que a través de toda la crítica del humanismo de Heidegger se propaga un cambio de postura que, yendo más allá de una finalidad pedagógica sobre todo humanística, señala al hombre la salida de una ascesis contemplativa. Ahora bien, a fuerza de esta ascesis, se podría formar una sociedad de los contemplativos que fuera más allá de la sociedad literaria humanística; sería ésta una sociedad de hombres que sacaría al Hombre de en medio, porque habrían entendido que existen sólo como «vecinos del Ser», y no como caprichosos dueños de casa, o como inquilinos irrevocables viviendo con sus muebles en una casa alquilada. A esta ascesis no puede contribuir el humanismo, en la medida en que sigue orientado hacia la imagen dominante del Hombre soberano. Los amigos humanistas de los autores humanos carecen de esa inspirada debilidad en la que el Ser mismo muestra ser lo tocado, lo solicitado. Para Heidegger, ningún camino lleva del humanismo a este grave y ontológico ejercicio de humildad; aquél constituye para él más bien, en sí mismo, una contribución a la historia del rearme de la subjetividad. Heidegger presenta, en efecto, al mundo histórico de Europa como el teatro del humanismo militante, como el campo sobre el que la subjetividad humana realiza la toma del poder sobre los entes con las fatales consecuencias lógicas de este acto. Bajo esta luz, el humanismo se ofrece como cómplice natural de todo horror posible que haya podido ser perpetrado en nombre del provecho humano. Aun en la trágica titanomaquia de mediados de siglo entre bolchevismo, fascismo y americanismo, se alzan –en la visión de Heidegger– nada más que tres variantes del mismo poder antropocéntrico y tres candidaturas en lucha por un dominio mundial embellecido de humanitarismo, con lo cual el fascismo bailaba en la cuerda floja, porque dejaba ver más abiertamente que sus adversarios su desprecio por los valores moderados de la paz y la formación cultural. En realidad, el fascismo es la metafísica de la inmoderación, y quizás también una forma inmoderada de la metafísica. Para Heidegger, el fascismo era la síntesis del humanismo y del bestialismo, es decir, la coincidencia paradojal de inhibición y desinhibición. Frente a tan enormes condenas e inversiones ronda de nuevo la pregunta por el fundamento de la domesticación y la educación humana, y si los ontológicos juegos pastoriles de Heidegger –que ya en su tiempo sonaron raros y chocantes– parecen hoy algo del todo anacrónico, conservan al menos el mérito, a pesar de su precariedad y su torpe carácter inusitado, de haber articulado la pregunta de la época: ¿qué puede domesticar aún hoy al hombre, si el humanismo naufraga en tanto que escuela domesticadora humana? ¿Qué puede aún domesticar al hombre, si hasta el día de hoy sus esfuerzos de automoderación lo han llevado en gran medida precisamente a su toma del poder sobre todo ente? ¿Qué puede domesticar al hombre si hasta aquí en todos los experimentos de educación de la especie humana quedó poco claro hacia quién o hacia qué educaban los educadores? ¿O no habrá que dejar de lado definitivamente la idea de una formulación competente de la pregunta sobre el cuidado y formación del hombre en el marco de la mera domesticación? A continuación nos desviaremos de las indicaciones de Heidegger sobre la detención en figuras finales del pensamiento contemplativo, mientras hacemos el intento de caracterizar históricamente el claro ek-stático en que el hombre es solicitado por el Ser. Se verá que la permanencia humana en el claro –dicho heideggerianamente, el estar o permanecer-dentro del hombre en el claro del Ser– no es de ningún modo una relación ontológica originaria, que no fuera susceptible de una indagación ulterior. Hay una historia deliberadamente ignorada por Heidegger: la historia del exponerse del hombre en el claro, una historia social de la tangibilidad del hombre por parte de la pregunta por el Ser, y una agitación histórica en la hendidura de la diferencia ontológica. Se trata aquí, por un lado, de extendernos sobre una historia natural de la serenidad, facultad esta última por la que el hombre tiene la capacidad de convertirse en un animal abierto al mundo, capaz de soportar un mundo, y por otro lado, sobre una historia social de la domesticación, por la cual los hombres se experimentan originariamente como los seres que se recogen para co-responder al todo. La historia real del claro –de la que debe salir una reflexión abismal sobre el hombre que vaya más allá del humanismo– se compone de dos grandes relatos, que convergen en una perspectiva más amplia, la de la exposición de cómo surgió el hombre-sapiens a partir del animal-sapiens. El primero de estos dos relatos da cuenta de la aventura de la hominización. Informa de cómo, en los largos períodos de historia primordial en el umbral de la hominización surgió de entre los mamíferos vivíparos una especie de seres nacidos prematuramente, que, si se puede llamar a esto paradoja, desbordaban su medio circundante sacando un beneficio creciente de su inadaptación animal. Aquí se cumple la revolución antropogénica, la súbita constitución del nacimiento biológico en acto de venir-al-mundo [Zur-Welt-Kommen]. Con su terca reserva contra toda antropología y su celo por mantener una procedencia puramente ontológica para el ser-ahí y el ser-enel-mundo, Heidegger no tomó en modo alguno debida cuenta de este estallido. Pues el hecho de que el hombre pueda convertirse en el ser que es en el mundo, tiene sus raíces en la historia de la especie, raíces que se manifiestan en los conceptos abismales del nacimiento prematuro, la neotenia (conservación de caracteres inmaduros en la adultez), y la inmadurez animal crónica del hombre. Se podría llegar incluso a definir al hombre como el ser que está coartado en su ser-animal y en su persistir-animal. Por medio de su fracaso como animal se precipita de su ambiente el ser indeterminado y gana así el mundo en sentido ontológico. Este venir-al-mundo ek-stático y esta “transferencia” [Übereignung] al Ser ha sacado al hombre de su herencia biológica y lo ha colocado en la cuna. Si el hombre está en el mundo, entonces, es porque pertenece [gehört] a un movimiento que lo trae al mundo y a él lo expone. Es el producto de un hipernacimiento que hace del lactante [Säugling] un pequeño mundo [Weltling]. Este éxodo alumbraría sólo animales psicóticos si, conjuntamente con la salida al mundo no tuviera lugar la feliz entrada en eso que Heidegger llamó la casa del Ser. Los lenguajes tradicionales de las generaciones humanas han hecho vivible la ek-stasis de ser-en-el-mundo, al mostrar a los hombres cómo su ser cabe el mundo podía ser conocido al mismo tiempo que su ser-en-sí-mismos [Bei-sich-selbst-Sein]. Por todo ello, el claro es un acontecimiento en el límite entre la historia natural y la historia de la cultura, y el venir al mundo humano adquiere los rasgos de un venir al lenguaje. Pero la historia del claro no puede ser sólo caracterizada como el relato de la entrada del hombre en las casas de los lenguajes. Pues, en tanto que los hombres dotados de lenguaje viven juntos en grupos mayores, y no habitan ya sólo en casas lingüísticas, sino también en casas construidas por sus manos, caen en el campo de fuerza del modo de ser sedentario. De ahora en adelante ya no serán albergados solamente por su lenguaje, sino también domesticados por sus viviendas. En el claro se alzan –como sus marcas extrañas– las casas de los hombres (en compañía de los templos de sus dioses y los palacios de sus señores). Los historiadores de la cultura han sacado a luz que junto con la entrada en el sedentarismo la relación entre el hombre y el animal se ha esbozado también de un nuevo modo. Con la domesticación del hombre por medio de la casa comienza asimismo el epos de los animales domésticos, cuya ligazón con las casas de los hombres no es sin embargo cosa de domesticación, sino también de adiestramiento y cría. El hombre y los animales domésticos: la historia de esta monstruosa cohabitación no ha sido presentada todavía de modo adecuado, y hoy menos que nunca saben los filósofos lo que ellos mismos podrían ir a buscar en medio de esa historia. Sólo en contados lugares se ha rasgado el velo del silencio que guardan los filósofos sobre la casa, el hombre y el animal como complejo biopolítico, y todo lo que se escuchó entonces fueron vertiginosas advertencias sobre problemas que serían hasta donde se puede ver irresolubles para el género humano. De todo esto se puede advertir mínimamente la conexión interior entre la vida de hogar y la formación teórica, pues se nos permite llegar tan lejos como podamos a condición de que la teoría no pase de ser una especie de trabajo, o, mejor aun de ocio, hogareño. Pues, según su definición, la antigua teoría no era precisamente otra cosa que una mirada serena por la ventana –se trata en primer lugar de un asunto de contemplación–, mientras que en la modernidad – desde que el saber se convirtió en poder– ha tomado decididamente un carácter laboral. En este sentido, las ventanas serían los claros de los muros, detrás de los cuales los hombres se convertirían en seres teóricos. También los paseos, en los que se mezclan la agitación y la contemplación, son derivados de la vida hogareña. Aun las desacreditadas divagaciones de Heidegger por sendas campestres y boscosas, son movimientos típicos de alguien que tiene una casa a sus espaldas. Por cierto que este derivar el claro de la vida hogareña asegurada toca sólo al aspecto inofensivo de la hominización en casas. El claro es a la vez un campo de batalla y un lugar de decisión y selección [Selektion]. La fraseología de una pastoral filosófica ya no tienen nada que ver con esto. Donde hay casas, ahí debe ser decidido qué ha de pasar con las personas que las habitan; en los hechos y por los hechos, deberá ser decidido qué tipos de construcción llegarán a la supremacía. En el claro se muestra por qué prendas luchan los hombres tan pronto como sobresalen como constructores de ciudades e instauradores de reinos. Lo que hay que hacer aquí con seriedad, ya lo puso en limpio con señales angustiosas el maestro del pensamiento riesgoso, Nietzsche, en la tercera parte de Así habló Zaratustra, bajo el título: «De la virtud empequeñecedora»: “Pues quería (Zaratustra) enterarse de lo que entretanto había ocurrido con el hombre: si se había vuelto más grande o más pequeño. Y en una ocasión vio una fila de casas nuevas; entonces se maravilló y dijo: “¿Qué significan esas casas? ¡En verdad, ningún alma grande las ha colocado allí como símbolo de sí misma! “(...) Y esas habitaciones y cuartos: ¿pueden salir y entrar ahí varones? “(...) Y Zaratustra se detuvo y reflexionó. Finalmente dijo turbado: «¡Todo se ha vuelto más pequeño!» “Por todas partes veo puertas más bajas: quien es de mi especie puede pasar todavía por ellas sin duda– ¡pero tiene que agacharse! “(...) Camino a través de este pueblo y mantengo abiertos los ojos: se han vuelto más pequeños y se vuelven cada vez más pequeños– y esto se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud. “(...) Algunos de ellos quieren, pero la mayor parte únicamente son queridos... “(...) Redondos, justos y bondadosos son unos con otros, así como son redondos, justos y bondadosos los granitos de arena con los granitos de arena. “Abrazar modestamente una pequeña felicidad– ¡a esto lo llaman ellos «resignación»!... “En el fondo lo que más quieren es simplemente una cosa: que nadie les haga daño... “Virtud es para ellos lo que vuelve modesto y manso: con ello han convertido al lobo en perro, y al hombre en el mejor animal doméstico del hombre.” [KSA 4, pp. 211-214; Así habló Zaratustra, pp. 237-240 de la versión española de Andrés Sánchez Pascual.] En esta sucesión rapsódica de sentencias se oculta sin duda un discurso teórico sobre los hombres considerados como un poder domesticador y criador. Desde la perspectiva de Zaratustra los hombres del presente son una sola cosa: criadores exitosos que han tenido la capacidad de hacer del hombre salvaje el último hombre. Se sobreentiende que esto no podía haber ocurrido tan sólo por medios humanísticos, doméstico-adiestro-educadores. La tesis del hombre como criador del hombre hace estallar el horizonte humanístico, en la medida en que el límite del pensar y obrar humanista estará siempre dado por la cuestión de la domesticación y la educación: el humanista se da al hombre como pretexto, y aplica en él sus medios de domesticación, de doma, de formación, convencido como está de la relación necesaria entre el leer, el estar sentado, y el amansamiento. Por debajo del luminoso horizonte de la escolar domesticación humana, Nietzsche –que ha leído con similar atención a Darwin y a San Pablo– cree descubrir un horizonte más sombrío. Barrunta el espacio en que comenzarán pronto inevitables luchas por los derechos de la crianza humana, y en este espacio se muestra el otro rostro, el rostro velado del claro. Cuando Zaratustra cruza la ciudad en la que todo se ha vuelto pequeño, descubre el resultado de una política de buena crianza hasta entonces exitosa e incuestionada: le parece que, con la ayuda de una unión destinada de ética y genética, los hombres se las han arreglado para criarse en su pequeñez. Ellos mismos se han sometido a la domesticación, y han hecho una elección de buena crianza poniéndose en camino hacia una sociabilidad de animales domésticos. De este reconocimiento surge la propia crítica zaratustriana del humanismo como rechazo de la falsa inocencia con que se envuelve el buen hombre moderno. No es de hecho nada inocente que los hombres críen a los hombres en el sentido de la inocencia. La sospecha de Nietzsche contra toda cultura humanística irrumpe para revelar el secreto de la domesticación de la humanidad. Quiere nombrar por su nombre a los hasta hoy detentadores del monopolio de la crianza –el sacerdote y el maestro, que se presentan a sí mismos como amigos del hombre–, revelar su función silenciosa, y desencadenar una lucha, nueva en la historia mundial, entre diversos programas de crianza y diversos educadores. Este es el conflicto básico que Nietzsche postula para el futuro: la lucha entre los pequeños criadores y los grandes criadores del hombre –se podría también decir, entre humanistas y superhumanistas, amigos del hombre, y amigos del superhombre. El emblema del superhombre no representa en las reflexiones de Nietzsche el sueño de una rápida desinhibición o una evasión en lo bestial, como imaginaron los malos lectores con botas de los años ‘30. Tampoco encierra dicha expresión la idea de una regresión del hombre al estado anterior a las épocas del animal doméstico o el animal de iglesia. Cuando Nietzsche habla de superhombre, es para referirse a una época muy por encima del presente. Él nos da la medida de procesos milenarios anteriores, en los que, gracias a un íntimo entramado de crianza, domesticación y educación, se consumó la producción humana, en un movimiento que por cierto supo hacerse profundamente invisible y que ocultó el proyecto de domesticación que tenía como objeto bajo la máscara de la escuela. Con estas insinuaciones –y en este dominio no es lícito ni aun posible más que el insinuar– jalona Nietzsche un territorio gigantesco, sobre el que deberá consumarse el destino del hombre del futuro, sin importar si recursos al concepto de superhombre jugarán en ello un papel o no. Es posible incluso que Zaratustra haya sido la máscara de una histeria filosofante, cuyos efectos infecciosos se han disipado hoy, y quizás para siempre. Pero, en cuanto al discurso sobre la diferencia y el entramado de domesticación y cría, o en resumen, los indicios del ocaso de una conciencia de la producción humana, o dicho más generalmente, de las antropotécnicas: son éstos procesos de los que el pensamiento presente no puede apartar la mirada; sería entonces como si quisiera dedicarse de nuevo a la candidez. Verosímilmente, fue Nietzsche el que tendió el arco, con su sugerencia de que la domesticación del hombre era la obra premeditada de una liga de disciplinantes, esto es, un proyecto del instinto paulino, clerical, instinto que olfatea en todo lo que en el hombre pudiera resultar autónomo o soberano, y aplica sobre ello sin tardanza sus instrumentos de supresión y mutilación. Éste era por cierto un pensamiento híbrido, en primer lugar porque concebía el proceso disciplinante demasiado a corto plazo, como si bastaran algunas pocas generaciones de dominio sacerdotal para hacer de los lobos, perros, y convertir a los hombres primitivos en profesores de Basilea; pero es aun más híbrido porque supone un culpable deliberado allí donde se debería contar más bien con una cría sin criador, o en otros términos, con una deriva biocultural a-subjetiva. Igualmente, tras previa deducción del momento exagerado, malicioso-anticlerical, nos queda todavía en la idea de Nietzsche un núcleo suficientemente duro como para provocar una reflexión posterior sobre la humanidad que vaya más allá de la inocencia humanista. Que la domesticación de los hombres es lo impensado más grande, aquello de lo que el humanismo desvió los ojos desde la Antigüedad hasta el presente... con comprender esto basta para encontrarse de pronto en aguas profundas. Allí donde ya no podemos hacer pie, nos rebasa la evidencia de que en ninguna época pueden bastar la domesticación educativa y la conciliación de los hombres por medio de la letra. La práctica de leer [Lesen] fue por cierto un poder de primer orden en la formación del hombre, y lo sigue siendo, en dimensiones modestas, todavía hoy; en cambio, la lectura selectiva y exhaustiva [Auslesen] –se lo ha constatado siempre– era en este juego como el poder detrás del poder. Lecciones y selecciones tienen más que ver una con la otra de lo que algunos historiadores de la cultura querían y eran capaces de pensar, y si también a nosotros nos parece imposible por el momento reconstruir la conexión entre unas y otras de modo lo suficientemente preciso, ello justamente induce la poco complaciente sospecha de que tanto más dicha conexión, como tal, posee una realidad propia. Hasta la llegada del corto período en que se produjo la alfabetización general, la cultura escrituraria misma mostró agudos efectos selectivos. Hendió profundamente a las sociedades de sus dueños, y abrió una grieta entre literatos y hombres iletrados, cuya infranqueabilidad casi alcanzó la rigidez de una diferencia específica. Si se quisiera todavía, a pesar de las protestas de Heidegger, hablar otra vez de modo antropológico, se podría definir a los hombres de tiempos históricos como animales, de los cuales unos saben leer y escribir, y otros no. De aquí en adelante hay sólo un paso –aunque de enormes consecuencias– hasta la tesis de que los hombres son animales, de los cuales unos crían y disciplinan a sus semejantes, mientras que los otros son criados: un pensamiento que desde las reflexiones platónicas sobre la educación y el Estado, ya pertenece al folklore pastoral de los europeos. Algo de aquí recuerda la frase de Nietzsche citada más arriba, de que entre los que viven en las casas pequeñas son pocos los que quieren, mientras que la mayoría sólo son queridos. Ahora bien, ser querido, significa existir meramente como objeto, no como sujeto de selección. Es la marca característica de la era técnica y antropotécnica que cada vez más pasen al lado activo o subjetivo de la selección, aun sin tener que ser arrastrados al papel de selector de un modo voluntario. Respecto a esto hay que dejar algo en claro: hay un malestar en el poder de elección, y pronto constituirá una opción a favor de la inocencia el hecho de que los hombres se rehúsen explícitamente a ejercitar el poder de selección que han alcanzado de modo fáctico. Pero cuando en un campo se desarrollan positivamente poderes científicos, hacen los hombres una pobre figura en caso de que, como en épocas de una temprana impotencia, quieran colocar una fuerza superior en su lugar, ya fuese el dios, o la casualidad, o los otros. Dado que los rechazos o renuncias suelen naufragar por su propia esterilidad, ocurrirá con seguridad en el futuro que el juego se encarará activamente y se formulará un código de las antropotécnicas. Por su efecto retrospectivo, un código tal cambiaría también el significado del humanismo clásico, pues con él se publicaría y registraría que la humanitas no sólo implica la amistad del hombre con el hombre, sino también –y de modo crecientemente explícito– que el ser humano representa el más alto poder para el ser humano. Algo de todo esto tenía Nietzsche presente cuando, respecto de sus efectos a distancia, osaba calificarse a sí mismo como una force majeure. Bien podemos pasar por alto el escándalo que produjeron en el mundo estas declaraciones, pues es todavía temprano, en término de siglos, o quizás aun de milenios, para juzgar tales pretenciones. ¿Quién tiene aliento suficiente como para representarse una era del mundo en que Nietzsche fuera tan histórico como lo era Platón para él? Bastaría, para que aclarara, con que los próximos lapsos fueran para la humanidad períodos de decisión en términos de política de la especie. En ellos se mostrará si la humanidad o sus fracciones culturales dominantes lograrán producir procedimientos al menos efectivos de autodisciplina. También en la cultura presente se lleva a cabo la lucha entre los impulsos domesticadores y bestializantes y sus medios correspondientes. Por cierto que mayores avances de la domesticación serían otras tantas sorpresas de cara a un proceso de civilización en que se ha puesto en marcha una inusitada y al parecer incontenible oleada desinhibitoria. Si el desarrollo a largo plazo llevará también a una reforma de las propiedades de la especie, si una antropotecnología venidera ha de avanzar hasta un planeamiento explícito de los caracteres, o si llegará la humanidad como especie a una inversión del fatalismo del nacimiento que lleve al alumbramiento opcional y la selección prenatal, son todas éstas preguntas que, como siempre vaga e inseguramente, el horizonte de la evolución comienza a alumbrar ante nosotros. Entre los caracteres definitorios de la ‘humanitas’, está el de ubicarse ante problemas que son una carga abrumadora para los propios hombres, sin que éstos puedan empero proponerse dejarlos a un lado a causa de su mismo peso. Esta provocación de la esencia humana por parte de lo ineludible, que es al mismo tiempo lo indoblegable, ya ha dejado tras de sí una huella imborrable en los comienzos de la filosofía europea... o incluso, tal vez sea la misma filosofía esa huella en el sentido más amplio. Después de todo lo dicho, quizás ya no sea demasiado sorprendente el que esta huella se manifieste principalmente como un discurso sobre la custodia y la crianza humanas. En su diálogo Politikos –cuyo título gustan traducir como “El Político” [Der Staatsmann]–, presentó Platón la Carta Magna de una politología pastoral europea. Este escrito no sólo es significativo por mostrar, más claramente que en ningún otro lado, lo que los antiguos entendieron realmente por ‘pensar’ –la conquista de la verdad por medio de la cuidadosa división o recorte de la multiplicidad de conceptos y cosas–; su inconmensurable ubicación en la historia del pensamiento sobre el hombre radica sobre todo en que es conducido al mismo tiempo como un discurso práctico sobre la cría (y no casualmente con la participación de un elenco atípico en Platón: un Extranjero y un joven Sócrates, como si los atenienses corrientes no fueran por el momento admitidos en charlas de ese tipo); de qué manera también, entonces, cuando de ello se trata, seleccionar [selegieren] un estadista como no los hay en Atenas, y criar un pueblo para ese Estado como no se podía encontrar todavía en ninguna ciudad empírica. Este Extranjero, y su oponente, el joven Sócrates, se dedican al insidioso intento de colocar la política o arte pastoril de la ciudad venidera bajo reglas transparentes y racionales. Con este proyecto, Platón da testimonio de una agitación intelectual en el Parque Humano que ya no podrá nunca aquietarse del todo. Desde que el Politikos, desde que la Politeia son discursos que, en el mundo, hablan de la comunidad de los hombres como si se tratara de un parque zoológico que fuera a la vez un parque temático, la conducta de los hombres en parques o ciudades deberá aparecer, en adelante, como un problema zoo-político. Lo que se presenta como una reflexión sobre política, es en realidad una reflexión fundamental sobre las reglas de manejo de un Parque Humano. Si hay una dignidad de los hombres, que merezca en sentido filosófico ser traída al lenguaje, será sobre todo porque los hombres no son simplemente mantenidos en parques temáticos políticos, sino porque son ellos los que se mantienen allí por sí mismos. Los hombres son seres que se curan, guardan de sí mismos, que generan, vivan donde vivan, un espacio parquizado en torno a sí mismos. En parques urbanos, parques nacionales, parques cantonales, parques ecológicos, en todos lados deben los hombres formarse una opinión sobre cómo debe ser regulada su conducta consigo mismos. Ahora bien, en lo que toca al zoo platónico y su nueva organización, todo en él se juega en el hecho de saber si la diferencia que existe entre la población y la dirección es una diferencia sólo de grado, o bien una diferencia específica. Suponiendo lo primero, la distancia entre los pastores de hombres y sus protegidos sería sólo accidental y pragmática: se podría conceder al rebaño en este caso la elección periódica de sus pastores. Pero en caso de que entre líderes y habitantes zoológicos hubiera una diferencia específica, se diferenciarían unos de otros de manera tan fundamental que no sería prudente una dirección electiva, sino sólo una dirección de la inteligencia. Sólo los falsos directores zoológicos, los pseudoestadistas, y políticos sofistas harían campaña en su favor con el argumento de ser del mismo tenor que el rebaño, mientras que el verdadero criador señalaría la diferencia y daría a entender discretamente que, con su conocimiento, se halla más cerca de los dioses que los confusos seres vivientes de los que cuida. El sentido peligroso de Platón para los temas peligrosos encuentra el punto ciego de toda pedagogía y política de la alta cultura: la desigualdad efectiva de los hombres ante el conocimiento da lugar al poder. Bajo la forma lógica de un ejercicio grotesco de la definición, el diálogo del Político desarrolla el preámbulo de una antropotécnica política; en él se juega no ya la guía domesticadora de un rebaño ya domesticado, sino la renovada cría sistemática de ejemplares humanos en estado casi original. El ejercicio comienza de manera tan cómica, que incluso su final, ya en modo alguno cómico, también podría fácilmente desvanecerse entre risas. ¿Qué es más grotesco que una definición del arte del Estado como una disciplina que tuviera que ver con el andar a pie de los seres que viven en rebaño? Pues sabe Dios que los conductores de hombres no ejercen la cría de animales acuáticos, sino de animales que andan sobre la tierra. Entre éstos hay que separar a los alados de los no alados y caminantes si se quiere llegar a las poblaciones humanas, que carecen como es sabido de alas y plumas. Entonces continúa diciendo el Extranjero que este mismo pueblo pedestre bajo el dominio de la naturaleza, de nuevo se divide claramente en dos grupos: “unos, descornados, los otros, con cuernos”. Esto, un interlocutor dócil no deja que se lo digan dos veces. A ambos grupos corresponden igualmente dos tipos de arte pastoril: pastores para rebaños de animales con cuernos, y pastores para rebaños que carecen de ellos. Sería así evidente que sólo se encontrará al verdadero conductor de los grupos humanos eliminando a los pastores de los animales con cuernos. Pues si se quisiera custodiar a los hombres con pastores de animales con cuernos, qué más se podría esperar que abusos por parte de los ineptos y aptos en apariencia. Por consiguiente, los buenos reyes o basileioi, dice el Extranjero, apacientan un rebaño sin cuernos (265d). Pero esto no es todo: deben además encarar la tarea de cuidar a seres vivientes sin mezcla, es decir, criaturas que no copulen fuera de su especie, como suelen hacer a veces caballos y burros. Deberán entonces velar por la endogamia, y buscar medios para impedir el mestizaje. Si agregamos a estos implumes, descornados, endógamos, por último el carácter bípedo, quedaría seleccionado el arte de la custodia aplicada a bípedos implumes sin cuernos, surgidos de apareamientos sin mezcla, como el arte verdadero, contrapuesto a toda otra competencia. Este arte de la custodia providencial, deberá ser dividido otra vez en tiránico-forzado y libre. Si eliminamos esta vez la forma tiránica como falsa y engañosa, lo que queda será el arte estatal auténtico, definido como “el libre cuidado de los rebaños... sobre seres vivientes libres” (276e). Hasta tal punto entendió Platón presentar su doctrina del arte del estadista bajo imágenes de pastores y rebaños, y de docenas de espejismos de este arte, eligió él la única imagen verdadera, la idea legítima de la cosa que estaba en tela de juicio. Ahora sin embargo, cuando la definición parece perfecta, el diálogo salta hacia otra metáfora, y esto no ocurre –como veremos más adelante– para renunciar a lo ya obtenido, sino para abordar la parte más difícil de la crianza humana, el control doméstico de la reproducción, de un modo tanto más enérgico, y desde un punto de vista sesgado. Aquí tiene lugar el célebre símil weberiano del estadista. El auténtico y verdadero fundamento del arte real no se encuentra de este modo, según Platón, en el parecer de los conciudadanos, que dirigen o educan a voluntad su confianza hacia el político; y no radica tampoco en privilegios hereditarios o nuevas pretenciones. El señor platónico encuentra la razón de su dominio sólo en su real saber doméstico, es decir, en un experto saber del tipo más raro y cuidadoso. Aquí surge el fantasma de una realeza experta, cuyos títulos se fundaran en el conocimiento de la mejor manera de seleccionar y cruzar a los hombres, sin que esto cause perjuicio alguno a su libre voluntad. La antropotécnica real exige entonces del estadista que entienda cómo entrelazar entre sí para el Estado, y del modo más efectivo, las propiedades propicias de personas dóciles por libre voluntad, de modo que bajo su dirección, alcance el Parque Humano una homeostasis óptima. Esto ocurre cuando ambos óptimos relativos del género humano, la osadía guerrera por un lado, y la sensatez filosófico-humana, por el otro, llegan a entramarse equilibradamente en el tejido del Estado. Pero como ambas virtudes en su unilateralidad pueden ocasionar respectivamente corrupciones específicas –la primera el deseo de guerra militarista y sus consecuencias devastadoras para la patria; la segunda, el aislacionismo intelectual, que puede ser tan indolente y apartado de los asuntos del Estado que conduzca sin advertirlo a la esclavitud del país–, por ello debe el estadista escardar las naturalezas impropias, antes de poder tejer el Estado con aquellas que son adecuadas. Sólo con las restantes naturalezas nobles y libres se puede crear el buen Estado –con lo cual, los osados cumplen el papel de los hilos más gruesos, los sensatos el del “hilado más rico, delicado y entrelazado”, en palabras de Schleiermacher. De modo algo anacrónico, digamos que estos últimos surgen en el ámbito cultural. “Diremos entonces que este tejido sería la obra consumada de la acción política, cuando, tomando los dos caracteres humanos de la osadía y la sensatez, la ciencia real une ambas vidas por medio de la concordia y la amistad en una unidad común, y realizando así el tejido más magnífico y excelente de todos, envuelve a todos los habitantes de la ciudad, libres o esclavos, en su trama...” [311b, c] Al lector moderno –cuya mirada retrospectiva se topa con los gimnasios humanistas de la burguesía y con la eugenesia fascista, así como descubre, hacia adelante, barruntos de biotecnología–, le resulta difícil reconocer el carácter explosivo de estos pensamientos. Lo que Platón pone en boca de su Extranjero, es el programa de una sociedad humanista, que se encarna en un único humanista absoluto, el amo real de la ciencia pastoril. La tarea de este superhumanista no sería otra que la planificación de las propiedades de una élite, que deberá ser desarrollada de por sí, y por amor a la totalidad. Queda por considerar una complicación: el pastor platónico sólo es un verdadero pastor cuando encarna la imagen terrenal del único y original Pastor verdadero... Del Dios que en el tiempo primordial, bajo el dominio de Cronos, cuidó de los hombres. No hay que olvidar que también sólo en Platón se pone en cuestión el Dios como custodio y criador original del ser humano. Ahora, sin embargo, tras el gran trastorno (metabolé), por el cual, bajo el gobierno de Zeus, los dioses se retrajeron, y dejaron a los hombres el cuidado de velar por sí mismos, queda como más digno custodio y criador el sabio, con el cual se hace más vivo el recuerdo de la contemplación celeste del Bien. Sin la imagen rectora del sabio, el cuidado de los hombres por los hombres no es más que una pasión estéril. Dos mil quinientos años después de la obra platónica, parece ahora como si no sólo los dioses, sino también los sabios se hubieran retraído, y nos hubieran dejado del todo solos con nuestra falta de sabiduría y nuestros conocimientos a medias. Lo que nos queda en lugar del sabio, son sus escritos con su áspero brillo y su creciente oscuridad; todavía se presentan en ediciones más o menos accesibles, todavía pueden ser leídos con sólo quererlo. Su destino es permanecer en quietos estantes como cartas detenidas y que ya no serán entregadas: imágenes o espejismos de una sabiduría que ya no logra la creencia de los contemporáneos, enviada por autores de los que ya no sabremos si podrían ser nuestros amigos. Una masa postal que ya nunca será entregada, que deja de ser un envío a posibles amigos, se convierte en objeto de archivo. También esto, que libros clásicos de antaño hayan dejado cada vez más de ser cartas a los amigos, que ya no se encuentren en las mesas de noche ni de día de sus lectores, sino que se hayan hundido en la intemporalidad del archivo: también esto ha quitado al movimiento humanista la mayor parte de su antigua pujanza. Cada vez menos archiveros descienden en la profundidad de los textos para vertir enunciados primigenios en lemas modernos. Quizás ocurra de vez en cuando que con tales investigaciones en los muertos sótanos de la cultura, esos papeles largamente abandonados comiencen a irradiar como vacilantes relámpagos lejanos. ¿Podrá también el sótano del archivo convertirse en claro? Todo indica que archiveros y archivistas han tomado el relevo de los humanistas. Para los pocos que todavía rebuscan en los archivos, se impone la idea de que nuestra vida es la respuesta indecisa a preguntas. Preguntas que ya olvidamos dónde fueron formuladas. El contexto filosófico de la filosofía de Heidegger «Hacia las cosas mismas»: con esta célebre divisa de Edmund Husserl parece inaugurarse la filosofía contemporánea, el modo y estilo de pensar que dominará, hegemónico, desde comienzos del presente siglo y que tendrá su expansión en la fenomenología, en la analítica existencial y también, aunque de modo bien diferenciado, en el nuevo positivismo vienés y angloamericano. Existe, en todo caso, una coincidencia notable en el frente filosófico que se rechaza y que, respecto a estas corrientes nuevas, aparece unificado con la significación de lo anticuado y lo obsoleto. Eso que se rechaza tiene un nombre de pila: psicologismo. Y una intencionalidad básica, que es desenmascarada por las nuevas corrientes que exigen ir y acceder a las cosas mismas, a saber, la reducción de cosas y objetos a meros hechos de consciencia. Se trata, por lo que respecta a la fenomenología, pero asimismo a otras corrientes que le son coetáneas o que la prolongan de modo libre, de rebasar una concepción de las cosas en la que éstas se agoten en su significación psicológica, como si el mero conocimiento de las leyes del psiquismo, las célebres leyes asociativas, nos diera ya todas las pautas accesibles para resolver el atávico problema del conocimiento; como si la cuestión epistemológica tuviera que diluirse y dilucidarse en el terreno de las leyes que regulan el funcionamiento de las representaciones psíquicas y que determinan el tráfico entre ellas y los afectos que las sustentan. La fenomenología husserliana intenta, en este sentido, trascender lo psicológico con el fin de alcanzar criterios de validez que permitan salvar el escollo del escepticismo, en el cual se estrellaba el psicologismo (en general todo empirismo desde Hume hasta Stuart Mill). Igualmente el nuevo empirismo vienés, el positivismo fundado en principios de lógica formal, intenta salvar criterios de objetividad frente al callejón sin salida epistemológico a donde abocaba el viejo empirismo escéptico. En este nudo problemático se sitúa el arranque de la filosofía contemporánea. Es importante, por consiguiente, tener bien presente ese momento coincidente en el que, tanto desde áreas anglosajonas, a partir de una búsqueda de soportes objetivos en el «sentido común» y en los «hechos atómicos», como en áreas germánicas, a partir de una elucidación de la consciencia trascendental que parece reeditar la superación kantiana del escepticismo psicologista de Hume, puede advertirse una orientación todavía común y convergente en la búsqueda de criterios de validez objetivos frente a toda reducción del conocimiento a lo meramente psicológico. Con la divisa «volver a las cosas mismas» parece inaugurarse, pues, el Novecentismo filosófico. Se ha sostenido en los últimos años, con razón y con insistencia, que Wittgenstein implica la asunción de un paradigma reflexivo y problemático kantiano respecto al empirismo lógico, una concepción del espacio lógico y de la conexión de los acontecimientos mundanos y de sus «representaciones pictóricas» que presupone la suscripción del trascendentalismo kantiano, convenientemente refinado y purificado a través de los avances característicos de la nueva lógica y de la nueva matemática. En este sentido sería interesante y esclarecedor pensar las coincidencias y divergencias entre estas resurrecciones kantianas y aquellas que tienen por ámbito de expansión la fenomenología husserliana y la analítica existencial heideggeriana. Pensar este haz problemático con sobriedad y sin espíritu competitivo es una tarea todavía por hacer. No es desde luego el objetivo de este texto. En él voy a limitarme a perseguir la filosofía de Heidegger, la cual tiene en la fenomenología husserliana y en la orientación marburguesa del neokantismo alguno de sus estímulos fundamentales. Aquí no pretendo rastrear fuentes y precedencias, influjos y estímulos historicofilosóficos, sino más bien abordar el sentido general de la filosofía heideggeriana. Pero es inevitable resaltar el paisaje filosófico en el cual dicha filosofía adquiere su peculiar relieve orográfico, a la vez que ciertas relaciones de vecindad imposibles de pasar por alto. La extraordinaria dificultad y el carácter polisémico del lenguaje filosófico de Heidegger han determinado en gran medida la prevención y la suspensión de cualquier juicio precipitado respecto al valor global de su filosofía. Incluso, durante decenios, ésta y otras razones, especialmente de carácter moral y político, han ocasionado un relativo eclipse de su estrella en el firmamento de los valores filosóficos y de su cotización en la bolsa de los intereses y de las influencias efectivas. Pero de forma subterránea el discurso heideggeriano ha seguido actuando sobre las filosofías e ideologías dominantes, influyendo poderosamente en las generaciones filosóficas presentes, retando una y otra vez a seguidores y detractores. Sólo que esa filosofía ha sido apenas tomada en consideración globalmente, como objeto de reflexión y valoración. Cuando se ha intentado tratarla de modo crítico, la mayoría de las veces se ha propendido a una crítica extrínseca y demagógica. El paradigma de esa extrinsicidad y de esa demagogia que carece de pulso filosófico y de sensibilidad lo dio Carnap en su «mazazo» contra el lenguaje heideggeriano, que sólo ha redundado en desprestigio del propio positivismo lógico. Desde el punto de vista marxista ha habido mayor receptividad, si bien la aversión visceral que provoca Heidegger se deba, en ocasiones, a un cúmulo de motivaciones, sociopolíticas, pero también de rivalidad académica. Hay razones de fondo por las cuales puede explicarse el visceral repudio de Heidegger por parte de la Escuela de Frankfurt, especialmente por parte de Adorno y Bloch. Especialmente en lo que a éste se refiere, es evidente que una concepción orientada hacia la esperanza y la utopía tenga derecho en juzgar como pequeño burguesa la desolada concepción heideggeriana de la temporalidad y del futuro. En el caso de Lukács, la crítica a Heidegger es, a veces, pertinente, como en algunos pasajes de El asalto a la razón demuestra: su indicación de que Heidegger fracasa al querer sustentar su analítica de la temporalidad del Dasein en una concepción de la historia. En cualquier caso hay demasiada influencia mutua (de Heidegger en los frankfurtianos, especialmente en Bloch; de Heidegger y el joven Lukács de modo bastante equilibrado y compensado) como para pasar por alto la sospecha de que la Escuela de Frankfurt, a excepción de Walter Benjamin, cuya originalidad y cuya pureza filosófica le sitúan en lugar verdaderamente distante y diferenciado respecto a estas influencias (difícilmente lo situaría yo dentro de la llamada Escuela de Frankfurt), sea otra cosa que una hibridación hábil de temas marxistas y heideggerianos (lo que en Marcuse es una evidencia conscientemente asumida). Hasta donde alcanza mi documentación, el único intento serio y profundo de efectuar una genuina crítica interna de la ontología heideggeriana es el excursus, desgraciadamente apenas conocido, o apenas tomado en consideración, de nuestro compatriota Zubiri en su obra Sobre la esencia. El desprestigio y la mala prensa que, en las generaciones jóvenes, ha caído sobre esta figura y esta obra, por razones muy explicables, no dice mucho a favor, a la larga, respecto a nuestros «jóvenes filósofos». Pero de ello son responsables en parte quienes, pertenecientes a la generación inmediatamente posterior a Zubiri, siendo sus discípulos inmediatos han hecho de la mediocridad su divisa y se han cerrado al curso de la historia. Cerrazón de la que es responsable el propio Zubiri, cuyo espléndido aislamiento no es justificable y que redunda en perjuicio de su propio discurso, cada vez más asfixiante. Esto no quita que, superados los escollos, que son reales, urja enfrentarse con esta momia hispánica con espíritu sobrio y penetrante. En el texto citado de Zubiri se halla, en mi opinión, a modo de perla escondida en medio de caparazones escolásticos tardíos, una muy sustancial e importante crítica de la ontología heideggeriana.[i] 2. Consciencia ingenua y consciencia filosófica Eso que, según Heidegger, hace fracasar a Husserl su orientación «hacia las cosas mismas», orientación que el propio Heidegger hace suya en Ser y tiempo, es el hecho de haber tomado como pauta trascendental de comparecencia de esas cosas mismas la consciencia trascendental kantiana. Por mucho que Husserl pretendiera purificar esa consciencia de toda contaminación empirista y psicologista, por mucho que eliminara los residuos antropologizantes de Kant y su recurso a «potencias del alma» o «facultades», la consciencia trascendental aparece, para Heidegger, como un residuo avejentado fantasmal que no se aviene con una correcta y detallada descripción del lugar en el cual se produce el desvelamiento del sentido. No es una «consciencia sin mundo. la que debe ponerse frente a frente a un objeto que está «a la vista», o que puede irisar el área de lo visible (produciéndose esa confrontación a través de una absoluta des-realización de residuos de empiricidad y mundo en el sujeto y en la cosa), sino un factum más radical e insoslayable que será, para Heidegger, el Dasein, el ser-en-elmundo. Los contenidos eidéticos desprenden sentido en la medida en que, para Husserl, quedan atrapados en lo que Heidegger llamará irónicamente «la jaula de la consciencia». Parece entonces que el rodeo para un adecuado acceso a las cosas mismas exige la artificiosa negación de su realidad primera, o más exactamente la suspensión de todo juicio de realidad sobre ellas y sobre su correlato subjetivo. A través de esa operación que Heidegger no duda en calificar de «intelectualista» (con la implicación de artificiosidad metódica innecesaria y parásita) parece abrirse para Husserl el circuito del sentido y la promoción de una pauta absoluta de verdad para el conocimiento. En este sentido Heidegger propende a una interpretación del desideratum fenomenológico husserliano que, sin desviarse de la orientación y del designio de su maestro, evite esos artificios y esos prejuicios intelectualistas. Para ello debe dejar que sea el fenómeno en su radical modo de presentarse el que desvele, sin epojés artificiosas, su propia orientación hacia un ámbito u horizonte en el que se desvele como lógos. Sólo que ese desvelamiento no requerirá el pasaje a una consciencia filosófica hipostasiada sobre o por encima de la consciencia ingenua (corriente y de término medio), sino que, en buena interpretación de la lección fenomenológica hegeliana, será ésta la que, desde ella misma sin ser forzada o violentada desde fuera por la consciencia del filósofo, la que explaye y evidencie su propia pauta de verdad, así como aquel lugar o situación «en el mundo» en la que dicha pauta comparece. Será entonces la epojé un movimiento espontáneo del propio modo de ser del Dasein, modo de ser que lo recorre por entero, en su comprensión y en su pasión, y no tan sólo en el acto intelectual. Inclusive será un modo de padecer o de encontrarse el que desvele la posición a través de la cual puede el Dasein acceder a sus propias estructuras ontológicas, embozadas en el tráfico común y cotidiano con los entes intramundanos: será la angustia ese pathos promotor de lógos y revelador de sentido y de verdad. Se trata, pues, antes que nada, de documentar el detalle de este modo heideggeriano de enfoque y resolución del problema filosófico fundamental, tal como aparece en su obra clave y matriz Ser y tiempo. 3. La recreación heideggeriana de la fenomenología ¿Qué paso decisivo da Heidegger en el terreno fenomenológico explorado por su maestro Husserl? ¿En qué sentido puede decirse que culmina y prolonga una reflexión incoada por un maestro? ¿Y hasta qué punto esa culminación modifica radicalmente las mismas premisas en que se halla sustentada la fenomenología husserliana, el circuito cerrado de la consciencia trascendental y de su correlato eidético? Heidegger, en cierto modo, es un seguidor riguroso y consecuente de la fenomenología husserliana. Sólo que plantea a ésta una cuestión para la cual no se hallaba preparada, al menos en los términos en que dispuso Husserl su concepción de la verdad y del sentido. Heidegger pregunta por aquello que hace posible que la unidad de contenido eidético, correlativa a la consciencia trascendental, comparezca como tal unidad de sentido, a modo de presencia ante la consciencia (siendo ésta simple intencionalidad cuya actividad se agota en la revelación de la presencia). ¿Basta este circuito entre la consciencia y eso que ante ella se revela como presencia para asegurar, en su radical primordialidad, la posibilidad de sentido objetivo y de verdad? ¿O es preciso retrotraerse a algo previo y fundante que hace posible, a modo de condición insoslayable, que esa presencia pueda ser presencia? Podría decirse, pues, que Heidegger indaga el movimiento mediante el cual la presencia se constituye como tal presencia, el presentarse mismo de la presencia, en lo que tiene de infinitivo verbal. Heidegger busca ese infinitivo verbal ausente en la concepción todavía sustantivista de Husserl. Busca, pues, el presentarse de la presencia, que es prae-essentia, esencia que comparece, que es ahí. Y con ello indaga, por lo tanto, el esenciarse de la esencia. Heidegger trata de tematizar esa actividad originaria previa en virtud de la cual se constituye la esencia cono tal esencia, como presencia, par-ousía. Se trata, pues, de remontarse hasta un núcleo trascendental previo y antecedente respecto a la todavía estática y «enjaulada», amén que intelectualista, consciencia trascendental husserliana. Ahora bien, para que dicho ámbito se desvele no exige Heidegger la operación artificiosa, intelectualista e impostada de la epojé husserliana Se presupone, por el contrario, que ese ámbito u horizonte trascendental del sentido se halla ya desvelado. Se presupone que ahí, en el modo mismo en que «se encuentra» el ser ahí, ya está inauguralmente abierto el horizonte del sentido. Se parte, pues, de lo espontáneo, de la «consciencia espontánea», si queremos decirlo en terminología hegeliana. Es la propia facticidad del ser-ahí, del Dasein, la que se toma o adopta como lugar y patrón para la revelación del sentido del ser, sin que sea necesario remontarse a una operación propia de la consciencia filosófica o del filósofo profesional para acceder a ese sentido. Y es en la elucidación de esa consciencia espontánea donde emergerá la situación señalada, el pathos destacado, en razón del cual pueda producirse la remoción del Dasein hacia la raíz ontológica que, sin embargo, no le es ajena ni le está ausente, aun cuando, en condiciones cotidianas, se halle, por término medio, embozada. Remoción que no se produce, por lo demás, ante la consciencia sino, preeminentemente, en el modo mismo de encontrarse el Dasein en el mundo, en el modo de apertura sensible y pasional en que se accede a registrar el «encontrarse» mismo del Dasein. Para que el ser se manifieste en tanto que ser (y no tan sólo absorbido en entes) se precisa, pues, una modificación del Dasein, correlativa a la epojé, pero que no posee carácter intelectualista (sino afectivo, patético) y que no se halla impostada a la espontaneidad del ser-ahí, sino que brota de modo espontáneo en éste. Dicha disposición es la angustia, en la cual se le hace al Dasein patente el ser: se le revela el ser purificado de entes, se la hace evidente el ser sin ente. La nada a la que accede la angustia es nada de entes. La respuesta a la pregunta: ¿de qué se angustia la angustia? Esa respuesta es, como se sabe desde Kierkegaard: nada, nada particular, ningún ente determinado; en ello se diferencia la angustia del miedo, el cual tiene siempre por razón y fundamento, por causa y finalidad, un objeto, inconcreto e indeterminado, pero que amenaza al aproximarse, al acercarse. En cualquier caso el miedo apunta a un objeto, objeto que al aproximarse lentamente genera temor, y al acercarse rápidamente, terror (al aproximarse como inminente, como casi presente). Si el objeto emerge súbitamente y es recognoscible y familiar, genera espanto. Pero si no es objeto de ninguna especie y se limita a ser algo (igual a nada) que amenaza y cuya inminencia queda indeterminada, entonces produce angustia. En la angustia se revela y se documenta, pues, el fundamento -de ser- del ente, fundamento que aparece bajo el velo de la nada respecto al ente, nada que será conceptuada por Heidegger «velo del ser». De este modo logra Heidegger una profundización radical en el experimento husserliano de la reducción eidética y de la suspensión del juicio, reconduciendo la fenomenología por una vía que nunca debió abandonar, la vía hegeliana que arranca de la espontaneidad de la consciencia. Pero que accede, en Heidegger, a una subjetividad más radical que la «consciencia» al concebir el ser mismo del Dasein, su facticidad, como radicalmente abierto a la cuestión ontológica, y no tan sólo a través de la razón o lógos, ya que dicha apertura se produce, ante y sobre todo, en el orden pasional, en el modo en que el Dasein se encuentra y «es en el mundo», en su modo primero de ser en, en sus disposiciones, tales como el miedo o la angustia. 4. Deuda, fundamento y posibilidad Una de las rectificaciones categoriales que caracterizan la ontología heideggeriana atañe a la noción de fundamento. Heidegger piensa un fundamento (Grund) que es, a la vez, abismo (Ab-grund). Podría decirse que infecta de nihilidad a la idea de fundamento. De este modo la noción queda ganada para la ontología fundamental, que es fundamental en la medida misma en que queda des-teologizada. Frente a la idea tradicional de fundamento o causa (causa primera o causa sui), Heidegger piensa un fundamento aquejado de «falta» o «culpa». Ya en la analítica del Dasein piensa Heidegger en la culpa y en la deuda (Schuld) como en un «ser que es fundamento de un no ser». De hecho la reflexión sobre el fundamento eleva al plano ontológico la investigación analítica de la existencia (en particular el análisis de la «deuda»), que, sin embargo, ya es, en sí, hilo conductor para la ontología. Corolario necesario de esta rectificación de la idea de fundamento es la entronización, como categoría modal fundamental, de la idea de posibilidad. Este es uno de los puntos más importantes de toda la subversión categorial heideggeriana, que en este punto se inspira en sugerencias explícitas de Kierkegaard (y a mi modo de ver también en la noción, profundamente entendida, de «voluntad de poder» de Nietzsche). Porque el fundamento está determinado por una falta de ser, la existencia no se infiere de él de modo determinista, como en la relación entre la causa y los modos finitos en Spinoza, sino que queda arrojada y abocada a sus propias posibilidades. Hay posibilidad, para Heidegger, en la medida en que el efecto no deriva del fundamento de un modo unívoco y ya especificado. El fundamento al que la posibilidad remite deja indeterminado lo que funda. Lo cual significa que es un fundamento sui generis, un fundamento infundado, un fundamento al que algo le falta, un fundamentoabismo, afectado de no-ser. El Dasein no se halla predeterminado ni diseñado previamente por el fundamento, a modo de posibilidad previa al acto existencial (por vía de creación) o al modo de existencia esencial que subsiste en el regazo de la matriz sustancial (como en Spinoza), sino que es propiamente despedido por el fundamento, arrojado a sus propias posibilidades. Y la posibilidad propia del Dasein consiste en la resolución de sí respecto a su más radical «ser deudor», es decir, respecto a su propio fundamento infundado: tal es la característica del «estado de resuelto» en Ser y tiempo. El Dasein está, pues, a la vez, remitido a un fundamento afectado de no ser y a un poder-ser que no deriva unívocamente del fundamento. El Dasein es ahí, yecto, arrojado y abocado a ser. Ese ahí no remite a una causa que dé razón de su existir sino a un fundamento infundado que catapulta el Dasein a sus propias posibilidades. El ex del ex-sistere hace referencia a ese fundamento, que sin embargo es también abismo: menta la causa, y el ex nihilo como momento interno de la idea misma de causa. Ser arrojado a sus propias posibilidades equivale a comprender. Sólo aquello que puede ser es comprensible. Sólo aquello que no se halla causalmente predeterminado y preformado, de modo mecanicista o instintivo (o especificado de antemano por el diseño físico u orgánico de la causa), sólo, pues, aquello que abre un plexo de posibilidades indeterminadas deja filtrar, en el entresijo de la multiplicidad que así se abre, la luz natural de la inteligencia, el lógos. El cual se anuda intrínsecamente con el «poder ser» y con la «pro-yección», Ent-wurf. Porque el Dasein está abocado a posibilidades, se revuelve de ser carácter yecto y se arroja al haz de ofertas que se le abren. Ent-wurf sugiere pro-yecto, pero de hecho el término alemán sugiere des-arrojar, ent-werfen, romper el cordón umbilical que hunde al Dasein en lo intramundano en donde yace caído y «levantarse» hacia una apertura de horizontes temporales, futuros, en los que su facilidad se arroja en brazos de posibilidades que se le abren como proyectos posibles, diseños de su propia existencia. Proyecto, posibilidad y comprensión quedan, así, intrínsecamente unidos. El Dasein es, pues, el animal proyectante-yecto, el ente que gravita en torno a posibilidades, el animal que posee lógos, el animal que comprende. Porque se abre a posibilidades, puede comprender; porque comprende, puede proyectar y proyectarse; porque se proyecta y proyecta, se le abren posibilidades susceptibles de comprensión. En este anudamiento de conexiones, que obvia toda cuestión de prioridad respecto a la «teoría» o a la «praxis» y que remite el conocimiento a una fundación ontológica del mismo en la prioridad modal de la categoría de posibilidad, se halla uno de los aspectos más profundos y originales de la ontología fundamental de Heidegger. 5. Síntesis de Ser y tiempo Ser y tiempo podría sintetizarse del siguiente modo: el Dasein es el ente «al que le va su ser» y que «en cada caso soy yo mismo». Ese yo mismo debe concebirse en el sentido del sum: Heidegger subraya la preeminencia del sum respecto al cogito en el cogito sum cartesiano. Porque soy en el modo del Dasein, como ser en el mundo, abierto al mundo, por esa razón comprendo. Pero la comprensión brota de mi propio ser (no éste de un pensamiento que lo antecede). El Dasein es el ente que es en el mundo, referido a entes intramundanos que le son próximos y los tiene a mano y con los que se relaciona a través del manejo. Dichos entes componen plexos y sistemas de útiles que, al estropearse, al tornarse obsoletos y al desaparecer del horizonte visual y del trato cotidiano, o bien al cruzarse intempestivamente se revelan im-pertinentes y, por vez primera, saltan a la vista, se elevan del puro ser a la mano a la condición ob-jetiva de seres a la vista y se tornan problemáticos y susceptibles de cuestionamiento y teorización. Algunos de estos objetos orientan la ob-jetividad desvelada por deterioros y estropicios, conduciendo al Dasein que se des-pista por sitios y parajes familiares: esos entes son las señales. A través de esa determinación de sitios enmarcados en parajes se delinean direcciones, arriba, abajo, delante de la casa, detrás de la casa, paisajes y caminos vecinales, mojones que separan las comarcas familiares; de esta suerte se esboza el espacio como lugar en donde el Dasein habita y hace próximos el territorio y sus pertenencias. La actividad espacial del Dasein consiste en des-alejar, en tornar próximo y familiar, cotidiano, lo más distante, proveyéndose para ello de todos los recursos, incluidos los medios de comunicación de masas y los conocimientos científicos. De este modo se vuelve hogareño el globo terráqueo y hasta el cosmos. Pero con todo ello no se ha abierto al Dasein el mundo como tal, tan sólo le ha surgido y se le ha cruzado lo intramundano. Para que esa revelación del mundo como mundo se produzca es preciso que, en cierto modo, se ponga en suspenso aquello que el horizonte nos deja aquende, próximo a nosotros; es preciso, pues, que lo familiar se vuelva inhóspito para que se dibuje en su espesor de realidad la línea misma del horizonte y lo que ese horizonte insinúa más allá de si. El Dasein es ya en el mundo, se encuentra en él, sin haberlo elegido ni pensado. Está ya en su casa y en esa condición prístina primera se descubre. En ese «encontrarse», el mundo «cae sobre él», a modo de pesada carga o espíritu de gravedad y pesantez que cae sobre sus hombros. Su ser en el mundo se le impone con toda la fuerza de la gravedad, a modo de un peso físico imposible de soslayar. Y el registro del Dasein de ese mundo que le cae sobre sí abre el espectro de los «estados de ánimo». De hecho lo anímico, los afectos y los hábitos pasionales, son, ni más ni menos, modos a través de los cuales el Dasein «se encuentra», de ahí que respondan todos ellos a la pregunta: «¿Cómo te encuentras, qué tal te encuentras?». En la respuesta a esta pregunta se dibujan los estados de ánimo, alegre, triste, melancólico, nostálgico, iracundo, desesperado, temeroso, aterrorizado, angustiado. En lo anímico se desvela el ser ya en el mundo, anticipándose así una de las estructuras de la fórmula entera del Dasein, que se desvela en la cura (pre-ser-se, ya-en, como ser-cabe). Así mismo se anticipa también el éxtasis temporal, originariamente entendido, del ser-sido (el pasado), en el que se desvela el sentido del ser «ya en el mundo». Pero el Dasein dispone de un «señalado encontrarse» que sirve de engarce entre lo anímico y lo racional, entre «encontrarse» y «comprender», a saber, la angustia, la cual, como ya se ha sugerido, no se angustia de ningún ente, no tiene por motivo ni razón de angustia nada que sea ni a la mano ni a la vista, nada que sea espacialmente pertinente ni propio, hogareño ni familiar, nada intramundano. Por el contrario, la angustia atraviesa todo el mundo circundante y familiar hasta señalar ademanes en dirección al horizonte de Poniente en donde se dibuja el ocaso de lo hogareño. En la angustia, pues, el horizonte del mundo como tal mundo se hace patente y con él también se alumbra el barrunto de un «más allá» del horizonte. En la angustia se revela el nudo ser en el mundo, que es lo que «cae sobre» el Dasein en la angustia y le abruma y acogota, produciéndole síntomas físicos de asfixia y suspensión de respiración. Se difumina el ente intramundano y resplandece por vez primera el ser sin ente. Se revela la carga del ser ahí, yecto, arrojado, condenado a «cargar» con un ser que ni ha producido ni ha elegido, del cual se ve exigido a responder y al cual se ve abocado a cuidar y proveer en el modo de la cura y de la procura. La angustia, asimismo, revela una situación de suspensión en la que se «abre» al Dasein la trascendencia respecto al encontrarse puro y simple, trascendencia que se dibuja como haz de posibilidades que al Dasein se le abren respecto a su propio conducirse en el mundo. Esa revelación abre la dimensión proyectiva y comprensora del Dasein, su dimensión «lógica», el logos, de la cual ya hemos hablado en páginas anteriores. El Dasein se siente en la angustia arrojado al mundo. Queda por dilucidar «de dónde» ha sido arrojado y «a dónde» se orienta a través de la proyección de su ser. Queda, pues, por dilucidar la cuestión relativa al «fundamento» y a la «finalidad» del Dasein. El Dasein está colgado de su propio ser-posible, abocado a sus posibilidades, yecto a ellas, de ahí que sea el ente proyectante-yecto, cuya facticidad es existencia. Pero esas posibilidades han de mantenerse como tales posibilidades, sin que se cierren ni se realicen. El hombre, en este sentido, no se realiza nunca. A diferencia del ser vivo, que, según la tradición, de Aristóteles a Hegel, alcanza su ser al realizarse como acto energético y como entelequia, al alcanzar y reposar en su finalidad colmada, cumplida y, madura, cuando la semilla ha desplegado el árbol con todo su esplendor, en el Dasein esa realización, perfeccionamiento o cumplimiento de su proyecto, esquema o diseño de ser, determina el paso de lo posible a lo imposible, del ser al no ser, de la existencia a la muerte. Luego al Dasein debe faltarle siempre algo para su realización si quiere mantenerse en la condición de Dasein. Cuando deja de faltarle algo, condición de proyección y de posibilidad, deja el Dasein de ser Dasein. Se mantiene, pues, en la medida en que algo le falta. Pero eso que le falta, esa falta, evidenciada en lo que respecta a su fin, que es la muerte, se revela también como una falta en el origen, en la medida en que ha sido despedido de una raíz que lo deja indeterminado. La comprensión de esa falta de ser final constituye la comprensión de la muerte, que es condición de toda comprensión. La comprensión de esa falta de ser original (trasunto fenomenológico-existencial del pecado original) es la consciencia moral, consciencia de deuda o culpa, siendo ésta «un ser que es fundamento de un no ser». Al retrotraerse al arjé, con su afección de falta y de no ser, el Dasein halla en él lo mismo que al anticipar y correr al encuentro del télos : la misma nada determinante de la precariedad de su ser. Pero en esa situación se alza la angustiada interrogación por el fundamento de su ser, de manera que esa nada aparece propedéuticamente como suscitadora de la pregunta fundamental, ontológica, la pregunta por el ser. Con estos dispositivos puede ya afrontarse el análisis de la temporalidad finita radical, tiempo originario en donde se halla el sentido del ser del Dasein. El ser del Dasein, la cura, ha sido definido como pre-ser-se-ya-en-como-ser-cabe. En esa síntesis se dibuja ya, analíticamente, el triple éxtasis, anticipado por la proyección y por el preserse, del «correr al encuentro» de lo que «adviene a ser», del ser que se hace presente en el propio Dasein, el futuro, así como del ser-ya-en, corolario del «encontrarse» (en donde se anticipa el «ser sido», ese «pasado propio» en el que el Dasein «va siendo sido»). Por último, en el «ser cabe los entes» en donde cae el Dasein se anticipa, asimismo, eso que el advenir que va siendo sido va presentando, el presente propio. La existencia se temporaliza de modo impropio, en cambio, cuando se disipa en presentes que sólo «abren» pasado y futuro como lo que «ya no es presente» o lo que «todavía no es presente», determinando así el pasado impropio como olvido (lo que ya no es) y el futuro impropio como simple estar a la expectativa de lo que puede llegar a presentarse. El Dasein, en conclusión, es temporal: adviene (su ser) presentando (posibilidades) a través de las cuales va siendo sido. 6. El sentido del ser del «Dasein» La idea ontológica heideggeriana sobre el tiempo es, quizá, lo más notable e imperecedero de esta ontología, lo que le da mayor poder constructivo y disolvente. Provista de una idea revolucionaria acerca de la temporalidad, esta ontología se ve capaz de hacer estallar las bases inconscientes de la ontología postplatónica en uno de sus puntos neurálgicos, hasta el punto que la ontología histórica, de Platón a Nietzsche, queda, tras esta incisión crítica, realmente conmocionada y criticada. En este punto Heidegger muestra un poder comparable al que otras filosofías tienen respecto a su pasado y su presente, así por ejemplo la marxista. Desde un ángulo muy distinto, ambas filosofías, la de Marx y la de Heidegger, disponen del genial descubrimiento de una pauta a partir de la cual puede realmente medirse el embozamiento de la verdad en un terreno determinado; y puede asimismo revelarse hasta qué punto ese embozamiento en un terreno puede llegar a infectar todos los terrenos, comprometiendo seriamente al discurso filosófico que no accede a esa pauta de verdad. Marx, a través de su descubrimiento de la clave histórica de la lucha de clases como pauta desde la cual releer todos los discursos filosóficos, los cuales muestran, en la medida en que esa clave está embozada, su carácter ideológico, y Heidegger, a través del descubrimiento de una temporalidad originaria capaz de revelar la insuficiencia de toda ontología soportada en una concepción vulgar del tiempo, muestran la doble dimensión, destructiva y constructiva, revolucionaria y generadora de un nuevo régimen de verdad, característica de toda gran filosofía. Se trata, pues, de mostrar con claridad esa nueva concepción del tiempo, crítica respecto a lo que sobre el tiempo se ha sostenido desde Platón hasta Hegel, desde Parménides hasta Nietzsche, desde Aristóteles y San Agustín hasta el propio Kant (pionero, reconocido por Heidegger, de su orientación ontológicofundamental). En cierto modo podría decirse que en Heidegger la «flecha del tiempo» es concebida al revés de como la piensa el «sentido común». Para éste el tiempo es sucesión de ahoras, ahoras que o bien «ya no son» y en consecuencia están «pasados» o bien «aún no son» y en consecuencia «pueden ser» en un futuro. En Heidegger el tiempo es pensado a modo de advenimiento (futuro) de la presencia, presencia que debe ser entendida, etimológicamente como praeessentia, An-wesenheit, siendo el prefijo expresivo de ese advenimiento del ser ahí. Dicho advenimiento es concebido, por tanto, como fundamento del ente, fundamento capaz de reiterarse e insistir, a modo de repetición diferenciada de sí mismo. Y ese repetir diferenciado del advenimiento fundante configura el ser ahí como ser que «es sido» o que «va siendo sido», siendo esta dimensión del «ser sido» o del «ir siendo sido» lo que permite recrear, desde un concepto unitario y originario del tiempo, lo que vulgarmente se denomina «pasado». El tiempo es, según la célebre fórmula heideggeriana, un advenir presentando que va siendo sido, como reza la excelente traducción de Gaos. Un advenir (futuro) presentando (presente) que va siendo sido (pasado) en donde los tres éxtasis, el futuro, el presente y el pasado, son concebidos: 1) unitariamente, en síntesis intrínseca; 2) a partir de una privilegización del futuro, que se desvela como fundamento de la temporalidad y del ente; 3) a partir de una concepción en que la revelación del ser de la temporalidad se compenetra con la revelación de la estructura y sentido mismo del ser, de manera que la ontología se hace así equivalente a la elucidación de lo temporal, toda vez que el fundamento al que accede la reflexión ontológica, lo que fundamenta el ser, es ese sertiempo auroral que permite advenir al ser bajo el modo de la presencia o del ente. Subrayar esa diferencia entre lo fundado y el fundamento, entre el ser, ausente y previo, fundador de la presencia del ente, y este mismo ente, tal será el cometido heideggeriano posterior a Ser y tiempo y que se realiza en su concepción de la diferencia ontológica. 7. Concepciones del tiempo Las concepciones del tiempo han sido, en filosofía, fundamentalmente de dos tipos. Unas han tendido a sustentarse en la física y han propendido a dar una versión objetivista del tiempo. Otras se han sustentado en la introspección y en el análisis psicológico y han dado una versión del tiempo como principio de la subjetividad. Ya en Aristóteles pueden advertirse dos doctrinas del tiempo, una física y otra psicológica: una doctrina, la más conocida, que define el tiempo cómo medida y número del movimiento respecto al «antes» y al «después» (quedando entonces por determinar el contenido, seguramente espacial, de ese antes y ese después, que son, a buen seguro, el punto de partida y el télos o punto de reposo del movimiento), y otra doctrina que determina el tiempo a partir de facultades o disposiciones anímicas, como son la memoria y la capacidad de expectativas. En esta orientación anímica se inscribe el célebre análisis de San Agustín del tiempo, desarrollado en las Confesiones, análisis que está muy presente en toda la reflexión heideggeriana sobre el tiempo. En la nueva ciencia y en la nueva filosofía, la ciencia y la filosofía de la modernidad, el tiempo, al igual que el espacio, tiende a presentarse como dato y premisa «objetiva y absoluta» desde y a partir de la cual pueden determinarse las leyes principales de la naturaleza concebida mecanicísticamente. Newton diferencia entre espacio y tiempo absolutos y objetivos y tiempo y espacio relativos al lugar y al movimiento. El tiempo, en cualquier caso, pierde su «relatividad» a un cuerpo y a su movimiento, deja de decirse de la cosa, de la sustancia, y asume el carácter de un hecho previo incuestionable desde y a partir del cual puede llegarse a conocer el funcionamiento y las leyes de la naturaleza. En Kant se asume la concepción newtoniana del espacio como contigüidad y del tiempo como sucesión de ahoras, pero considerando espacio y tiempo como formas a priori de la sensibilidad, formas, por consiguiente, localizables en el sujeto y que sólo desde el análisis de éste y de sus modos de aproximarse a las cosas puede llegar a determinarse en su objetividad. Y el tiempo en particular aparece, en Kant, como forma subjetiva de aprehensión sensible de los fenómenos, modo a través del cual éstos se presentan no ya como si fueran externos al sujeto, extensos y coexistentes o espaciales, sino a modo de fenómeno intensivo que totaliza puntualmente todo el espacio y lo co-presente en una contemporaneidad en la que el «punto» es rebasado en la sucesión numeral de los ahoras. Y esa sucesión permite captar, como hecho subjetivo, el fenómeno extenso, acomodándolo a la naturaleza misma del sujeto. El cual se desvela en su estructura íntima temporal, determinado y limitado por la sucesión temporal en que se resuelve. En una dirección convergente pensará Hegel la dialéctica espacio y tiempo: en el punto parecen negadas las dimensiones espaciales y el instante es negación de negación, punto negado y rebasado. Lo que se establece en esa negación de la negación es la interioridad del sujeto, frente a la exterioridad extensa de los objetos de tres dimensiones. Ahora es otra dimensión la que se abre, dimensión propiamente subjetiva por sucesiva. Pero una misma creencia fundamental atraviesa todas estas doctrinas clásicas, sean objetivistas o subjetivistas, respecto al tiempo, a saber, la concepción de éste como sucesión de «ahoras», sucesión de «presentes» referidos a un «antes», presente «que ya no es», y a un después, presente que «aún no es». El «ya no» ser del presente puede, sin embargo, insistir en la memorización, del mismo modo como el «aún no» ser del futuro se señala en la expectativa: memoria y expectativa documentan sobre el «ser» de eso que es en el modo del «ya no ser» o del «no ser todavía». Sobre esas bases se sustenta lo que, desde Heidegger, puede determinarse como concepción vulgar del tiempo, en la cual el tiempo se descoyunta en presentes sucesivos concatenados, siendo siempre el presente lo que determina y fundamenta la concepción del pasado y del futuro. Y ese presente es presente sin más, lo que ahí está presente, a modo de objeto a la vista o en presencia de un sujeto, consciencia o cogito que le capta en la contemporaneidad del ahora. De este modo, mostrará Heidegger, el tiempo pierde su dimensión fundamental, que es el futuro, el advenir, aquello desde donde, desde que, acontece la presencia. Pero con esta amputación es la propia ontología la que queda, así, deteriorada, en tanto pierde su fundamento en aquello (el ser) desde donde se produce la emergencia y el acontecer del ente, su presencia. De ahí que una ontología fundada en la concepción vulgar del tiempo tienda espontáneamente a diluir la especificidad del ser respecto al ente y a borrar la diferencia ontológica entre ser y ente. Y, en consecuencia, se impida la interrogación metafísica fundamental, que es la pregunta por el ser y por el sentido del ser. De hecho esa ontología, a la vez que, se funda inconscientemente en la concepción vulgar del tiempo, tiende a la vez, y por lo mismo (por efecto de su propia inconsciencia), a negar el carácter temporal del ser y a afirmar la a-temporalidad o eternidad del ser respecto al ente (finito y contingente). De ahí que convierta al ser en objeto separado, en objeto teológico, cruzando el proyecto ontológico con un proyecto teológico, o interpretando el metá de la metafísica como referencia a un ser supremo, eterno y absoluto, fuera del mundo y fuera de lo temporal, a saber, Dios, primer motor y sustancia primera y separada. En Heidegger, por el contrario, la asunción radical de la naturaleza temporal del ser, derivada de la naturaleza fundamental del advenir respecto al ente que se produce como prae-essentia, como presencia, exige una concepción ontológica radical purificada de toda hibridación de ontología y teología. La ontología de Heidegger es, por esta razón una ontología de la «muerte de Dios», una ontología que no permite una concepción de ningún ser purificado de referencias temporales, contingentes y finitas. En este sentido el proyecto ontológico heideggeriano parece conjurar el proyecto filosófico nietzscheano. De hecho la confrontación de Heidegger con Nietzsche es una constante en la obra heideggeriana. Este punto deberá ser, alguna vez, tratado con cierta profundidad. 8. Ontología de la finitud En Heidegger se indaga el esenciarse de la esencia husserliana, la actividad originaria previa en virtud de la cual se constituye la esencia como tal esencia, como prae-essentia, par-ousía. Para que dicho horizonte trascendental previo se desvele no exige Heidegger la operación intelectualista husserliana de la epojé. Se presupone que ese horizonte se haya ya desvelado, verificado (en el sentido de la a-léthia) en la facticidad humana. En si el Dasein es en la verdad, habita en ella y se halla abierto a la comprensión de su propio fundamento. Fundamento que es, como hemos dicho, abismo, fundamento afectado de «no ser» que es comprendido por el Dasein a través de la consciencia de Schuld, deuda o culpa, la cual es «un ser que es fundamento de un no ser». Porque es culpable el Dasein es «despedido» del fundamento y arrojado a sus propias posibilidades y «llamado» a resolverse respecto a su propia raíz u origen, que se revela como falta. Falta respecto a nadie, respecto a ningún Ser (teológico) que comparezca como Acreedor de esa deuda fundamental. El desvelamiento de esa falta de ser, que afecta al origen (arjé) y al fin (télos) y que hace del Dasein un ser abocado a resolverse respecto a un fundamento infundado y a una «finalidad sin fin», colgado entre una misma falta desglosable en falta de origen (ser deudor) y falta de completud, realización o plenitud (ser para la muerte), ese desvelamiento tiene lugar en la angustia, en la cual, espontáneamente puede el Dasein acceder a la verdad de sí mismo. En la angustia se le hace patente al Dasein el ser sin ente, el fundamento (que aparece como velo, como nihilidad) al que remite la ausencia de objeto de la cual la angustia se angustia. En la angustia se abre la problemática del fundamento infundado, del ser diferenciado del ente, de la deuda y del ser relativamente a la muerte. Y a través de todo ello, la problemática en la que este haz de elementos reflexivos se soporta la temporalidad, concebida como finitud radical. Esa finitud radical de la temporalidad viene asegurada y salvaguardada por el cimiento del fundamento-abismo, en su doble faz de arjé (deuda, falta de ser) y de télos (muerte, límite irrebasable de todas las posibilidades). Heidegger cifra en esta concepción de la temporalidad como radical finitud su proyecto ontológico más genuino toda vez que la exploración de la temporalidad constituye el eslabón principal de la exploración ontológica. El tiempo es definido como sentido del ser del Dasein. Pero ese sentido del ser del Dasein es, a su vez, indicación «fenomenológica» (en sentido hegeliano) del sentido del ser del ser, sentido que intenta ser desvelado en los textos posteriores a la célebre Kehre (cambio metódico que debe interpretarse, con todas las rectificaciones del caso, en sentido semejante al «giro» que produce Hegel en su pasaje de la Fenomenología a la Lógica). De hecho esa finitud afecta radicalmente al ser, que es pensado en radical e intrínseca vinculación con la nada, toda vez que no es ya el ser sin tiempo de la ontoteología postplatónica sino el ser-tiempo cuyo carácter fundamental, en el sentido del fundamento antes explicitado, fundamento-abismo, despide el ente como presencia, la cual presencia tiene en ese ser fundamental eso desde donde se constituye como tal presencia. Esta vinculación intrínseca de tiempo finito y ser, esta concepción del sertiempo, permite que el tiempo sea concebido de modo «originario», como tiempo finito como tiempo que ad-viene a partir o desde un fundamento infundado que da razón del mismo, fundamento que es eso que da lugar al ente que se constituye en presencia, y que se abre a las «dimensiones» del advenir, del presentar y del «ser sido», raíz de una «cuarta dimensión», el lugar, tópos, el ahí donde el ente tiene lugar y acontece.