LA VERDADERA AZUCENA DE EL TROVADOR Nos proponemos

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NOTAS
LA VERDADERA AZUCENA DE EL
TROVADOR
Nos proponemos llevar a cabo, en estas breves páginas, una acción
"caballeresca": reivindicar la figura de Azucena, la gitana de El trovador. Creemos, en efecto, que los críticos han sido injustos con ella,
quizá por no haber leído con la debida atención sus palabras ni considerado con la debida ponderación sus acciones, y quizá también porque una vez establecido un juicio literario, éste tiende a perpetuarse
casi sin cambios.
Se ha dicho que El Trovador representa la cumbre del teatro romántico en España . Así, se espera encontrar en el drama todos los
colores del romanticismo, y en particular la espectacular gama de pasiones que ios románticos exaltaron: el odio, los celos, el amor y . . .
la venganza. Esta última pasión es la que ahora nos interesa. Parece
como si los críticos hubieran leído El Trovador a través de una visera
romántica y hubieran decidido que la venganza penetra todos los resquicios de la pieza y es el motor de todas las acciones. En verdad, si
les hiciéramos caso, Azucena sería el símbolo romántico por excelencia
de la venganza.
Según los críticos, Azucena es una gitana siniestra que arrastra una
vida miserable alentando un solo propósito: el de vengarse. Su madre
ha sido quemada en la hoguera por el hombre cuyo hijo ella ha robado y a quien ha criado como a su propio hijo. Éste es Manrique, el
trovador fatal. Pero Manrique no sabe que tiene un hermano: el feroz
Don Ñuño, que cree que Manrique murió más de veinte años antes.
Los críticos insisten en que durante todo este tiempo la gitana ha tramado una venganza espeluznante. Y se venga —dicen— cuando Don
Ñuño, después de aprehender a su odiado rival, lo manda degollar y,
en el instante en que cae la cabeza ensangrentada, ella le grita "triuníantemente" que Manrique era su hermano.
Larra consagró dos artículos al drama de García Gutiérrez. En el
primero de ellos parece entrever varias interpretaciones de las acciones
de Azucena:
1
. . . por tanto, Manrique es el verdadero hermano del conde D o n Ñuño,
pero esto es lo que ella se guarda de descubrirle, o porque, horrorizada
del extremo a que la venganza la había conducido, quiere enmendar su
error haciendo recaer sobre el niño destinado a la hoguera todo el cariño
debido al suyo malogrado, o por no verse privada del apoyo del que se
cree su hijo, y a quien ella profesa ya u n amor maternal, o porque goza,
en f i n (conservándole para sí), de la venganza tomada en la familia de
los Condes de L u n a .
2
Como puede verse, Larra propone tres explicaciones alternativas de la
actuación de Azucena. La primera y la segunda son, a nuestro entender,
más válidas que la tercera; pero, por lo visto, Larra mismo no lo
E. ALLISON PEERS, A history of the romantic m ove me ni in Spain, Cambridge,
1940, p. 274.
2 MARIANO JOSÉ DE LARRA, Artículos de critica literaria y artística, Madrid, 1923
(Clás. casL), pp. 227-228.
1
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sintió así, ya que en su segundo artículo (ibid,, p. 232) prefiere hacer
resonar, por encima de todos los demás, el tema de la venganza: "Sin
embargo, no es la pasión dominante del drama el amor; otra pasión,
si menos tierna no menos terrible y poderosa, obscurece aquélla: la
venganza".
Los críticos le hacen coro. A l padre Blanco García le parece estar
en medio de un infierno dantesco. Dice, comparando a García Gutiérrez con el Duque de Rivas:
E l tipo de la gitana, por ejemplo, forma parte en Don Alvaro de u n a
escena cómica que rebosa de espontaneidad y realismo; e n El
Trovador
es repulsivo y casi satánico. L a m i r a d a de Azucena, aquella venganza fría
que le sugiere sus últimas palabras: " y a estás vengada", cuando cae la
cuchilla fatal sobre el desdichado trovador, a q u i e n llamó h i j o tantos años;
todo su porte, e n f i n , tan solapado e insidioso, de que es clave aquel
grito aterrador, h i e l a la sangre e n las venas .
3
Piñeyro se muestra igualmente horrorizado: "El poeta, en busca de
algo más, crea entonces la trágica figura de Azucena, la gitana que
durante años y años prepara una venganza terrible; así agranda el
poema y hace de él un vasto cuadro de pasiones violentas, de amor y
o d i o . . . " ; y más adelante: "el espectador presiente la catástrofe final,
adivina la espantosa venganza de Azucena y la aguarda ansiosamente" .
Nicholson B. Adams, más áspero, ve a Azucena como una "figura siniestra" y obsesionada por una pasión que es la razón de su vida: "la
idea de consumar su venganza nunca la abandona"; está presente en
ella desde sus primeras hasta sus últimas palabras . Y Romera-Navarro
nos dice:
4
5
H a y que señalar en esta pieza lo b i e n concebido del p l a n ; su desarrollo
graduado y artístico; lo condensado de la acción; l a perfecta d e l i n c a c i ó n
del carácter de L e o n o r , bellísimo en todos sus impulsos y actos, y de la
siniestra
Azucena,
que
sólo
fluidez, melodía y propiedad
es movida
por
el
deseo de
venganza;
y la
de la versificación .
6
3 FRANCISCO BLANCO GARCÍA, La literatura española en el siglo xix, t. I , Madrid,
1891, pp. 225-226. ÁNGEL V A L B U E N A PRAT, Historia de la literatura española, 2? ed.,
Barcelona, 1946, t. 2, p. 586, encuentra en El Trovador "toques del peor gusto o
del más vulgar efectismo": " T o d o el tema de la hoguera y la narración del niño
quemado, en la frustrada venganza que cuenta la gitana, es del peor gusto, y su
impresión nada tiene que ver con la estética".
4 ENRIQUE PIÑEYRO, El romanticismo
en España, París, 1904, pp. 98 y 100.
s NICHOLSON B . A D A M S , The r ornan tic dramas of García Gutiérrez, New York,
1922, p. 91: " T h e sinister figure of Azucena, entirely an original creation, is probably
the most interesting in the play, though she does not come upon the stage until
Act I I I . Her very first lines, the song beginning: «Bramando está el pueblo indómito / de la hoguera en derredor» strike the keynote of her pasión for vengeance.
She is irresistible drawn toward the spot where her mother was burned; the idea of
completing her revenge never ¡caves her until her ¡asi bitter cry: «Ya estás vengada»".
s M. ROMERA-NAVARRO, Historia de la literatura española, Boston, 1928, p. 482.
CÉSAR BAR JA, Libros y autores modernos, Los Angeles, 1933, p. 110, parece resumir lo
dicho por sus predecesores: "Estos mismos defectos se advierten en El Trovador, más
algunos que le son propios y que repetidas veces se han indicado. T a l la mezcla de
las dos acciones o pasiones de amor y de venganza que forman la trama dramática
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¿Tendrán o no razón nuestros críticos? Veámoslo. Azucena entra en
escena por primera vez en el acto I I I . Sus primeras palabras evocan la
muerte horrible de su madre. Sintiéndose abandonada por Manrique,
se lo reprocha, pero Manrique se disculpa diciendo que si busca la
fama es sólo por ella, porque quiere redimirla de su vida de miseria.
Azucena recuerda la muerte de su madre:
AZUCENA.—Yo la seguía de lejos, llorando mucho; como quien llora por
una madre. Llevaba yo a m i h i j o en los brazos, a t i ; m i madre volvió
tres veces la cabeza para mirarme y bendecirme. La última vez cerca
del suplicio . . . Allí me miró haciendo u n gesto espantoso, y con una
voz ahogada y ronca me gritó "{Véngame!" Aquella p a l a b r a . . . no la
puedo o l v i d a r . . . aquella palabra se grabó en m i alma, en todos mis
sentidos, y yo juré vengarla de una manera horrorosa.
MANRIQUE—Sí, y la vengasteis... ¿es verdad? Tendría u n placer en saberlo. M i l crímenes, m i l muertes no eVan bastantes.
AZUCENA.—Pocos días después tuve ocasión de conseguirlo. Yo no hacía
otra cosa que rodear la casa del Conde que había sido causa de la
muerte de aquella desgraciada... U n día logré introducirme en ella
y le arrebaté al niño, y dos minutos después ya estaba yo en este sitio,
donde tenía preparada la hoguera.
MANRIQUE.—¿Y tuvisteis valor?
AZUCENA.—El inocente lloraba y parecía querer implorar m i c o m p a s i ó n . . .
T a l vez me acariciaba... Dios mío, yo no tuve v a l o r . . . yo también
era m a d r e . . .
(Llorando).
MANRIQUE—¿Y en fin?
AZUCENA.—Yo no había olvidado, sin embargo, a la infeliz que me había
dado el ser; pero los lamentos de aquella infeliz criatura me desarmaban, me rasgaban el corazón. Esta lucha era superior a mis fuerzas, y
bien pronto se apoderó de mí una convulsión v i o l e n t a . . . Yo oía confusamente los chillidos del niño y aquel grito que me decía "¡Véngame!" Pero de repente, y como en u n sueño, se me puso delante de
los ojos aquel suplicio, los soldados con sus picas, m i madre desgreñada
y pálida, que con paso trémulo caminaba despacio, muy despacio, hacia
la muerte, y que volvía la cara para mirarme, para decirme "¡Véngame!" U n furor desesperado se apoderó de mí, y desatentada y frenética, tendí las manos buscando una víctima; la encontré, la así con
una fuerza convulsiva, y la precipité entre las llamas. Sus gritos horrorosos ya no sirvieron sino para sacarme de aquel enajenamiento mort a l . . . Abrí los ojos, los tendí a todas p a r t e s . . . La hoguera consumía
una víctima, y el h i j o del Conde estaba allí. (Señalando
a la izquierda).
Sugerimos que aquí, de una vez para siempre, Azucena ha saciado
su sed de venganza; sugerimos que nunca más oirá el ronco grito de
su madre. Y en su defensa señalemos que ella misma admite que no
tuvo valor para matar. En aquellos momentos en que la muerte rede la pieza." Cf. también J . HURTADO y A. GONZÁLEZ PALENCIA, Historia
de la lite-
ratura española, 6? ed., Madrid, 1949, p. 797: " E n el drama se expone la rivalidad
entre el Trovador y el Conde de L u n a [ . . . ] , enlazándose este asunto con otro, el
de la terrible venganza de una gitana, madre supuesta del Trovador"; y ÁNGEL DEL
Río,
Historia
de la literatura española, New York, 1948, t. 2, p. 85: " L u c h a de dos
hermanos motivada por rivalidades amorosas y políticas. U n a vieja gitana, Azucena,
poseída de furor v e n g a t i v o . . . "
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dente de su madre enloquecía a Azucena, en que sus gritos atronaban
todavía sus oídos, el instinto natural se rebeló contra la idea de asesinar a una criatura indefensa. No se trataba de una venganza premeditada, sino de la frenética locura de un cerebro momentáneamente
deformado. En esta misma escena Azucena casi ha estado a punto de
descubrir que mató a su propio hijo. Manrique quiere una explicación:
AZUCENA.—¿Te he dicho que había quemado a mi hijo? N o . . . He querido
burlarme de tu ambición... T ú eres mi hijo; el del Conde, sí, el del
Conde era el que abrasaban las l l a m a s . . . ¿No quieres tú que yo sea
tu madre?
MANRIQUE—Perdonad.
AZUCENA.—¡Ingrato! ¿No te he prodigado una ternura sin límites?
MANRIQUE.—Perdonad; merezco vuestras reconvenciones.
AZUCENA—¿Sientes tú haber nacido de unos padres tan humildes? No temas, yo no diré a nadie que soy tu madre, me contentaré con decírmelo a mí propia y en vanagloriarme interiormente. ¿Estás contento?
Vale la pena destacar dos ideas expresadas por Azucena: la primera
es que ha prodigado a Manrique una ternura sin límites (idea corroborada por Manrique cuando dice que merece sus reconvenciones); y
la segunda, que ha decidido no revelar nunca que es ella la madre de
Manrique, para no avergonzarlo, y que se contentará con decírselo sólo
a sí misma.
Si Azucena, según nuestros críticos, ha estado tramando su terrible
venganza, esta escena no puede interpretarse sino de una manera: durante veinte años Azucena ha ocultado perfectamente sus verdaderos
sentimientos; ni una sola vez ha dejado traslucir su afán de venganza.
Y si es sólo la venganza lo que la mueve, ¿quién debe ser engañado
por la segunda observación? ¿Manrique? ¿los espectadores? ¿la propia
Azucena? ¿Quién engaña a quién?
La tercera escena del acto I I I es un soliloquio de Azucena:
Se ha ido sin decirme nada, sin mirarme siquiera. ¡Ingrato! No parece sino que conoce mi secreto... ¡Ah! Que no sepa nunca. Si yo le
dijera: " T ú no eres mi hijo, tu familia lleva un nombre esclarecido, no
me perteneces...", me despreciaría y me dejaría abandonada en la vejez.
Estuve en poco que no se lo descubriera... ¡Ah! No, no lo sabrá nunca.
¿Por qué le perdoné la vida sino para que fuera mi hijo?
¿Por qué tiembla la gitana al solo pensamiento de que Manrique puede
abandonarla? ¿Teme perder la ocasión de vengarse si Manrique se
aleja? Entonces, ¿por qué no se venga en ese mismo momento? El
veneno sería un recurso fácil y limpio, aunque tampoco un medio sangriento haría estremecer a una gitana "endurecida". Nuestros críticos
se apresurarán a contestar que Azucena necesita esperar todavía, para
que su venganza sea más sonada. Pero ¿no será que la gitana ama de
veras a este otro hijo, que lo ama con un amor sencillo, casi egoísta,
con un amor de madre? Y además, ¿cómo van a interpretar nuestros
críticos las últimas palabras del soliloquio? Manrique no está presente.
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Estamos sólo Azucena y nosotros, los espectadores. ¿Quién engaña a
quién?
Más tarde, en la escena tercera del acto IV, vemos a Azucena en
manos de los soldados de Don Ñuño. Ignorando que es prisionera del
hermano de Manrique (del hombre que será blanco de su venganza,
dicen los críticos), ella suplica que la dejen en libertad:
U n hijo solo tenía,
y me dejó abandonada;
voy por el mundo a buscarle,
que no tengo otra esperanza.
{Y le quiero tanto! Él es
el consuelo de mi alma,
señor, y el único apoyo
de mi vejez desdichada.
¡Ay! S í . . . Dejadme, por Dios,
que a buscar a mi hijo vaya,
y a esos hombres tan crueles
decid que mal no me hagan.
Dirán los críticos que la "astuta" Azucena está ensayando un ardid
gitano para conseguir la libertad, que está tratando de ganarse la simpatía de quienes la han apresado. Y hay que convenir en que esta
posibilidad existe. Pero a nosotros nos parecen sinceras las palabras de
la gitana; las creemos al instante porque las hemos escuchado antes, en
momentos en que no peligraban su libertad ni su vida. Nosotros sentimos que Azucena es sincera cuando dice que Manrique es su apoyo
y su consuelo, un hijo tan verdadero como si lo hubiera llevado en
las entrañas.
En la escena siguiente, un criado de Don Ñuño reconoce a Azucena
y revela que es ella quien robó al otro hijo del Conde. Don Ñuño
la manda sujetar:
AZUCENA.-
Por favor,
que esas cuerdas me quebrantan
las manos . . . ¡Manrique, hijo,
ven a librarme!
GUILLEN.—
¡Qué habla!
AZUCENA.—Ven, que llevan a morir
a t u madre.
Creo que los críticos concederán que, esta vez, la idea de la venganza
está eclipsada en Azucena por la inminencia de la misma muerte horrible que sufrió su madre. Y si aún insisten en el carácter siniestramente vengativo de la gitana, ¿cómo pueden interpretar ese grito
desesperado de una mujer afligida? ¿Como actitud calculada, como
maquinación de una mente diabólica?
En la sexta escena del acto V, Azucena y Manrique están en el
calabozo. Ella lo ha oído suspirar, y trata de darle ánimos:
AZUCENA.— . . . te he oído suspirar a menudo . . . Ven a q u í . . . ¿Qué tienes? ¿Por qué no me confías todos tus padecimientos? ¿Por qué no los
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depositas en el seno de una madre? Porque yo soy t u madre y te quiero
como a m i vida.
MANRIQUE.—¡Mis padecimientos!
AZUCENA.—He orado por t i toda la noche; es lo único que puedo hacer ya.
Dirán los críticos que esta nueva afirmación de cariño es una treta
más de la gitana, un engaño más en su cadena de engaños. Pero ¿qué
motivo hay ahora para la mentira? Si durante tantos años ha creado
ella la ilusión de que es una madre amante, esta mentira nada agrega
a su estatura de madre falsa: n i a ella ni a nosotros nos cabe duda
alguna de que se ha ganado el amor y la veneración de Manrique.
Acusada de haber dado muerte al hermano de Don Ñuño, Azucena
encara una muerte cierta, en la hoguera. ¿Es razonable suponer, de
aquí en adelante, que la gitana va a sopesar cuidadosa, astutamente
sus palabras? ¿que en cada una de sus palabras va a tener puesta la
mira en la venganza? ¿No es más sensato ver que ahora, en estos últimos momentos de su vida, cada palabra brota de las entrañas? ¿No
nos hallamos ante una verdadera madre, cuyos últimos pensamientos
se dirigen a su amado Manrique? Porque éstos sí que son sus últimos
pensamientos. Azucena ha sentido que sus fuerzas la abandonan; sus
miembros se tuercen; un velo de sangre ha ofuscado sus ojos; un zumbido espantoso ha resonado en sus oídos. Se ríe como demente al
imaginar la rabia de los verdugos cuando vengan a buscar una víctima
y encuentren un cadáver.
La muerte que le espera evoca fatalmente la otra hoguera, en que
murió su madre, y Azucena describe de nuevo esa escena horrible.
Manrique le ruega que descanse:
AZUCENA.—Tengo mucha necesidad de dormir. ¡He estado despierta tanto
tiempo! Dormiré y luego nos iremos; ¿qué razón hay para que no nos
dejen ir? Cuando sea de d í a . . . Pero aquí no se sabe cuándo es de
d í a . . . Aunque sea de noche, a cualquier hora, sí, porque quiero respirar; aquí me ahogo.
MANRIQUE.—(¡Qué tormento!)
AZUCENA.—Y correremos por la montaña, y tú cantarás mientras yo estaré
durmiendo, sin temor a esos verdugos n i a ese suplicio de fuego.
MANRIQUE.—Descansad.
AZUCENA.—Voy... pero c a l l a . . . calla. (Se queda dormida. Un momento
de silencio).
¡Lástima que los críticos no hayan podido apreciar lo patético de esta
escena! La vieja gitana da aquí expresión ai subconsciente, y observamos que aun en este sancta sanctorum sólo hay lugar para Manrique,
la alegría que es Manrique, el ensueño de un porvenir sonrosado que
sólo él puede convertir en realidad. No, verdaderamente no hay un
asomo del sentimiento de venganza ni siquiera en el subconsciente de
Azucena, la gitana "vengativa".
La pieza corre a su conclusión. Leonor aparece en el calabozo y es
abrumada por los reproches de Manrique, que se da cuenta del precio
a que se ha comprado esa libertad que su amada le ofrece. Pero Leonor cae víctima del veneno que ha tomado. Llega entonces Don Ñuño,
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lo comprende todo y manda que Manrique sea llevado al cadalso.
Manrique dirige una última mirada a Azucena que duerme y le da su
adiós. Ella despierta, observa que Manrique no está ya allí, y ve la
figura amenazadora de Don Ñuño que le ordena presenciar la muerte
de su hijo. Ha llegado el momento de la venganza, ha llegado el momento del triunfo, dicen los críticos. ¿Y cómo actúa la gitana?
AZUCENA.—
¡El hijo mío!
ÑUÑO.—
Ven a verle morir.
AZUCENA.—
¿Qué dices? ¡Calla!
M o r i r . . . morir . . . N o , madre, yo no puedo,
perdóname, lo quiero con el alma.
Nunca hemos tenido el menor indicio de que Azucena haya proyectado
servirse de Manrique como instrumento de su venganza. Si tal hubiera
sido la idea del dramaturgo, éste sería el momento. Pero Azucena,
sorda a los gritos de su madre muerta, se muestra hija desleal, y quien
triunfa es la madre amorosa que hay en ella. Le ruega a Don Ñuño
que espere, pero... es demasiado tarde. Cae el hacha. Ella entonces,
con un grito de dolor, descubre su secreto espantoso. Pero no lo hace
porque Don Ñuño sea la víctima de una venganza alimentada durante
veinte años, sino porque es él quien en este momento ha mandado
matar a su hijo adorado. Don Ñuño la arroja al suelo de un empujón,
y Azucena da un grito:
AZUCENA.—¡Ya estás vengada!
(Con un gesto de amargura, y
expira).
Estas palabras no son el grito de un triunfo largamente deseado. Dirigidas a la madre, son un reproche en que rebosa la desesperación de
un ser que lo ha perdido todo.
¿Una gitana vengativa? ¡No! Azucena será harapienta y sucia y tendrá sus ribetes de bruja, pero sus palabras y sus acciones son las de
una madre que ama de veras.
Insistimos, pues, en nuestra idea de que los críticos se han equivocado, y de que es necesario reexaminar el papel de Azucena. Pero es
fácil criticar a los críticos y destruir sus fábricas, y menos fácil ofrecer
otra explicación, para que algo se gane y el problema no siga siendo
problema. Intentemos, pues, esa otra explicación.
Sabemos que los románticos españoles tomaron mucho de los románticos franceses, y sabemos que en España gozó de mucho favor la
teoría del "sublime-grotesco" promulgada por Víctor Hugo. Evidentemente, García Gutiérrez aprendió bien las lecciones del maestro y hasta
lo aventajó, exagerando su ejemplo. Sugerimos, en efecto, que el nombre "Azucena", flor blanca y bella, forma un contraste con la persona
de Azucena, la sucia, la desgreñada, la siniestra gitana. Puede decirse
que Azucena es la contraparte femenina de Quasimodo, en el cual el
dramaturgo francés quiso presentar un personaje simpático a pesar de
su exterior repugnante. Víctor Hugo, que se deleitaba en la paradoja,
exageró a veces la nota para probar su tesis del "sublime-grotesto".
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NOTAS
Marión de Lorme es una cortesana, pero ennoblecida por un amor
puro; la infame Lucrecia Borgia es la madre más tierna; Triboulet,
corrompido y depravado, es el padre más sensible; Han de Islandia
es un antropófago perverso que hace una carnicería de soldados, pero
sólo porque han dado muerte a Gilí, su hijo querido; y para recordar
a este hijo, Han usa el cráneo del muerto como si fuera un vaso de
cuerno. Paradoja pueril e inmadura, pero paradoja. Así, en su Magdalena, Hugo encuentra un rasgo que la redime; descubre lo bueno
en el ser más depravado; busca, en suma, lo sublime en lo grotesco.
¿No es posible que García Gutiérrez haya querido crear un personaje
simpático bajo el exterior abyecto de la gitana? ¿No es posible que
haya querido presentar un símbolo del amor materno, del amor más
puro, en una mujer cuya presencia física es repulsiva?
Una palabra más. El amor romántico es una sempiterna tragedia:
dos jóvenes amantes buscan la felicidad en vano; la estrella fatal del
héroe se lo impide. Lágrimas, dolor, desesperación, fatalidad, muerte:
tal es la herencia del amor romántico. ¿No será que García Gutiérrez,
fiel romántico, quiso entonar esta misma canción? ¿No será que, introduciendo una innovación en el esquema habitual, presentó, en vez
del amor de dos jóvenes, el amor fatal, desesperado, trágico, de una
vieja por su hijo?
BostoH Gollcge.
ERNEST A . SICILIANO
LO REAL Y LO ACTUAL EN TIEMPO
DE
DE LUIS MARTÍN SANTOS
SILENCIO,
Las glandes obras literarias proponen e imponen, a lo largo del
tiempo, nuevas formas de representación de la realidad. Así una gran
obra española contemporánea, la novela Tiempo de silencio, del malogrado Luis Martín Santos, perfila, con feliz atrevimiento, una nueva
modalidad artística de resolver el problema de lo real y lo actual , un
nuevo tipo de solución que intentaremos definir en su significación,
su valor y sus consecuencias.
Tiempo de silencio se abre sobre un mundo marcado por la muerte
y la mezquindad: un laboratorio de investigaciones sobre el cáncer de
los ratones y una pensión destartalada, donde un joven doctor, Pedro,
en medio de una mediocre existencia, alimenta sueños de gloria y
amor. Continúa la narración con una absurda y abyecta operación de
aborto, practicado sobre una joven ya muerta en las chabolas de los
alrededores de Madrid, y acaba con el derrumbe de la existencia de
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" L e réel et l'actuel dans la littérature et dans la langue" fue el tema general
del X Congreso de la Fédération Internationale des Langues et Littératures Modernes
(Estrasburgo, 1966), donde se leyó el presente trabajo. (Un resumen de él se publicó en las Actas de dicho Congreso, París, 1967, pp. 205-206).
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