La broma y el insulto - Universidad de Zaragoza

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Heraldo de Aragón l Jueves 22 de enero de 2015
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ŢŢ I Los límites que separan la broma del insulto no están claros
y, en muchas ocasiones, dependen más del receptor que del emisor
del mensaje. Pero debemos aprender a reír y a criticarnos unos a otros
Por Chaime Marcuello Servós, profesor de la Universidad de Zaragoza
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Víctor Orcástegui
La broma y el insulto
UNAS IMÁGENES
ATROCES
SIC
ES curioso. A los yihadistas, por ejemplo a los
del Estado Islámico, les parece irrespetuoso
que se represente a Mahoma –un hombre, a
fin de cuentas– en dibujos o esculturas; pero,
en cambio, no solo no sienten compasión por
sus víctimas, a las que asesinan con crueldad,
sino que ni siquiera muestran el más mínimo
respeto por su dignidad como personas. Los
vídeos con los que los terroristas quieren
amedrentar al mundo muestran a sus prisioneros sometidos y arrodillados, indefensos
ante el cuchillo preparado para darles muerte.
Esas imágenes sí que son ofensivas para todos. Esas imágenes sí que hieren principios y
valores que deberían ser comunes y servir de
guía a todos los hombres y mujeres. De guía
y de freno para el odio y para el instinto sanguinario. El Estado Islámico ya ha asesinado a
cinco rehenes occidentales, dos periodistas y
tres cooperantes. Ahora, vuelve a difundir
imágenes atroces de dos ciudadanos japoneses a los que tiene secuestrados y sobre los
que lanza una amenaza devastadora. Pero, en
el fondo, es a todos nosotros a quienes están
amenazando. Y a sus hermanos musulmanes,
también. Porque quien viola la dignidad de
las personas ataca a la humanidad.
vorcastegui@heraldo.es
MI esposa sostiene que no está bien
burlarse de aquello que es importante para otra persona. Ella tiende
a ponerse en el lugar del otro. No le
gustan las situaciones de tensión y
procura evitar los enfrentamientos.
Prefiere retirarse antes que comenzar una discusión. Prefiere ceder
antes que pelear. Aunque luego,
cuando tiene claro que hay que defender algo, ni se achanta ni cede.
Pero lo de burlarse y hacer bromas
no es precisamente algo que le entusiasme. Algunas veces le digo que
eso le pasa porque tiene muy poco
sentido del humor y ella me rebate
diciendo que soy yo quien tiene poco pudor y respeto. Y es posible.
En el fondo, la burla, la broma, el
humor y también la crítica tienen
un punto de enfrentamiento con el
orden establecido. Tienen un punto de falta de respeto, de falta de
pleitesía y ausencia de adulación a
lo que hay. Y ciertamente, por eso
mismo, se tienen ganas de sacar al
otro de su lugar. Otros dicen que
son meras ganas de llamar la atención y de conseguir reconocimiento, que se desea como si fuera una
pulsión narcisista insatisfecha.
De una u otra manera, se entra en
un territorio simbólico y semántico que tiene varias capas y estilos.
Una es la broma del fuerte que se
ríe del débil; lo cual no deja de ser
una forma de abuso de poder. Suele producir sonrisas sádicas en
quienes disfrutan de esa asimetría.
Otra es la burla frente al poderoso
o al poder de turno, que es también
asimétrica, pero se hace para romper el desequilibrio y, en ocasiones,
para denunciar el mundo en el que
se vive.
Ambas siempre tienen efectos
imprevistos. Cuando se hacen bromas y, si es el caso, se llega a irritar
al otro o a los otros que forman par-
te de un mismo mundo de valores
y de significados, no se puede estar
seguro nunca de cómo van a ser las
respuestas. Te pueden devolver una
torta, cortarte la cabeza o censurarte para siempre jamás.
Cuando las críticas o las bromas
son de buen gusto, cuando el humor encaja con los límites de tolerancia de los afectados, entonces se
produce un placer intelectual que
algunos consideran la poesía de la
inteligencia. Cuando se rompen las
formas y se hiere la sensibilidad ajena, entonces no es fácil prever la
reacción del otro. Aquello que parecía ser un mero ejercicio de humor se interpreta como un insulto.
Y la broma ya no hace gracia.
El humor y la crítica son formas
de activar modos de comunicación
e interacción social. Y hemos de saber que, como en todo acto comunicativo, la clave del proceso no está en el emisor –en quien dice algo–
sino en el receptor –en quien percibe y recibe la información–. Por
un lado, como dice el refrán, no
ofende quien quiere sino quien
puede. Por otro, la libertad del decir es infinitamente menor que el
espectro de las sensibilidades ajenas. Uno le puede decir a su jefe que
no sabe gestionar, que es incapaz y
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que nos está llevando al abismo.
Puede incluso bromear y hacer una
caricatura o lanzar una andanada
como las que gustaban a Quevedo.
Pero ha de saber que cruza un límite que ya no va a controlar. Acción,
reacción. El poderoso y también el
débil devolverán, en la medida de
sus posibilidades, la cantidad equivalente a lo percibido.
Y la broma se puede percibir como insulto. Este puede ser premeditado o no, y puede convertirse en
ofensa. La burla y el chiste pueden
ser de mal gusto, pueden ser recibidos por otros como blasfemos y
sacrílegos. Ahora, ¿qué? ¿Quién distingue qué es cada cosa? No es lo
mismo decir «Je suis ‘Charlie Hebdo», que «Je suis Coulibaly». Si no,
que se lo digan a Dieudonné. Según
qué palabras decimos nos pueden
acusar de apología del terrorismo
y de incitar a la violencia. No es nada fácil definir los límites. Quizá
por eso no hay que ponerlos.
En los tiempos actuales, en los
que priman la cobardía, la sumisión
mojigata y un pseudopuritanismo
creciente, hemos de aprender a
reír y criticarnos unos a otros para
crecer. Esto es cada vez más necesario. Es también la oportunidad
para reconocer que la clave de la libertad radica en el valor del otro y
el cuidado mutuo. Lo que no podemos tolerar es la violencia que aniquila y mata. Eso no. Y menos porque alguien te ha tomado el pelo. O
le ha puesto un turbante a un moñaco maldibujado y unas palabras
sacadas de contexto. Por cierto, no
hay mayor desprecio que no hacer
aprecio. La mejor forma de no dar
pábulo a la burla es no entrar al trapo. ‘Charlie Hebdo’ estaba en números rojos. Casi nadie habría leído a Salman Rushdie si no le hubieran amenazado de muerte.
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Fernando Jáuregui
Los pasillos
del Congreso
HERVÍAN este miércoles, día
de sesión de control parlamentario al Gobierno, los pasillos del Congreso de los Diputados. Mis colegas y yo
mismo nos lanzábamos sobre
Rajoy para preguntarle acerca
de la que parecía ya inminente libertad del extesorero del
PP Luis Bárcenas. Fue este un
acoso periodístico claramente incómodo para el presidente, que acababa de adelantar,
de manera quizá no del todo
reglamentaria, que la EPA
que se conocerá hoy será particularmente buena. Soltó como pudo Rajoy la patata caliente, remarcando que hace
tiempo que Bárcenas no está
en el PP y demostrando que
le sigue faltando una estrategia de comunicación para
afrontar este caso, que, con el
extesorero en la calle, y sin
gran cosa ya que perder, puede ser una caja de bombas
preelectorales para el partido
que gobierna en España.
Luego, el acoso fue para Pedro Sánchez, el secretario general del PSOE. Quien, no menos incómodo ante el aluvión
de periodistas que querían saber las últimas noticias acerca
de lo que pueda o no hacer la
presidenta andaluza, Susana
Díaz, acerca de un adelanto de
las elecciones autonómicas, se
zafó como pudo: «No contribuiré a incrementar el ruido»,
me pareció oírle (o algo semejante), mientras escapaba por
una escalera.
No quisiera hoy entrar en el
fondo de ambos asuntos, muy
jugosos por cierto, sino comentar las obvias deficiencias que, en días de gran tensión política –últimamente,
casi todos–, muestran esos
pasillos de la Cámara Baja –y
los de la Alta–, cuando precisamente se haría más necesaria una buena comunicación
entre la clase política y la mediática, al fin y al cabo intermediaria de la ciudadanía.
Los diputados, incluyendo a
muchos de a pie, llegan a la
sede parlamentaria mirando
hacia el infinito, sin ver a los
periodistas que quieren recabar sus opiniones. Y se me
ocurrió, en este día de sesión
de control, que es cuando
más informadores nos congregamos en sede parlamentaria, que también en estos
detalles ha de percibirse esa
nueva forma de gobernar a
los españoles que muchos venimos reclamando. Porque
eso, atender con amabilidad y
eficacia a los chicos de la
prensa, también forma parte
–y parte importante– de la
transparencia. ¿O no?
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