Historias Fugadas Sobre Padres “Eras para mí la medida de todas las cosas” Carta al Padre. Kafka El local de venta de ropa masculina, era bien conocido en el barrio, por sus refinadas telas, la exquisita confección de trajes y la dedicada atención brindada a los clientes. Sus dueños, un matrimonio con tres hijos, trabajaban noche y día desde hacía ya, muchos años. El hijo del medio, de quince años, los ayudaba por las tardes, al regresar del colegio. Sucedió que, minutos antes de cerrar la tienda, entraron dos jóvenes. El dueño realizó la pregunta habitual de cortesía: -Buenas tardes, ¿en qué los puedo ayudar? Esperó, pero no le respondieron nada. Los jóvenes no lo miraban. Caminaban sigilosamente en círculos, sin hablar. Reiteró la pregunta y al no obtener contestación, aguardó unos segundos, hasta decir: -Son las 19.30 hs, estamos cerrando… Pero tuvo inmediatamente una mala corazonada El hijo del dueño, miró de reojo, mientras ordenaba una entrega de medias en unos cajones. Todo aconteció vertiginosamente. Golpearon al hombre con la culata de la pistola, empujaron al hijo, tirándolo al suelo y realizaron el robo, saqueando todo el dinero de la caja registradora. Antes de salir, uno de ellos amenazó con su arma ubicándola en la sien del adolescente, mientras le profería palabrotas. El padre se incorporó y gritó: ¡No!… ¡con mi hijo...no! Entonces, el delincuente, giró sobre sus pasos, y disparándole dos tiros en el pecho al dueño de la tienda, lo asesinó. Tras el trágico atraco y homicidio, el hijo estuvo un mes sin hablar ni comer, en estado prácticamente de catatonía. El legajo clínico detalla que: “tuvo un cuadro de excitación psicomotriz y agitación ansiosa, acompañado por terroríficas alucinaciones visuales.” A partir de allí, inició su camino a la locura. Jaime adoraba a su padre. Por él aprendió de niño el arte del ajedrez y leyó todos los autores de literatura rusa Ambos concurrían asiduamente a la Asociación Mutual Israelí Argentina. Elegían libros de su culta y variada biblioteca, y participaban en cinedebates o conferencias artísticas que se daban en dicho organismo. Habitualmente, era presentado como el paciente intratable de la Clínica, renuente a la medicación y a toda acción terapéutica. El tratamiento que realizó, fue poco ortodoxo. Solíamos jugar partidas de ajedrez, frente a lo cual me vi obligada a mejorar mi escasa destreza en este juego. Leí cada libro que propuso, de autores tales como Tolstoi, Gogol, inclusive su libro de cabecera, “Crimen y Castigo” de Dostoievski. Las entrevistas muchas veces versaban sobre estas lecturas. El límite entre realidad y ficción se borroneaba cuando Jaime se auto inculpaba haber sido él, el asesino de su padre. Durante un tiempo, Jaime se debilitó y manifestó síntomas de anorexia. Como se resistía a probar alimento alguno, debido a su convicción férrea que querían envenenarlo, opté por cenar con él asiduamente, y probar, yo primero, sus comidas. Dialogamos la tarde del 18 de julio de 1994, a pocas horas del atentado a la AMIA. Jaime estaba impecablemente lúcido y conmovido. Esta institución abarcaba la mayor parte de su propio espacio psíquico, donde hundía sus raíces, construía su historia, rememoraba su infancia, veneraba su cultura, lengua y tradiciones. Constituía la herencia paterna recibida. La implosión del coche bomba fue para todos los argentinos, un cruento desagarro colectivo: pero en la vida de Jaime, fue la ejecución de un segundo parricidio lo que había tenido lugar, dejándolo, nuevamente, desamparado, y huérfano de padre. Su biografía se fragmentó en tantos pedazos, como escombros, muertos y heridos quedaron tras el Puto Atentado que tuviera lugar aquella sangrienta mañana. Jaime (II) “Yo alabo mi propia muerte, la muerte libre, que viene porque yo quiero que venga (…) el difícil arte de irse en el momento adecuado” Así hablaba Zaratustra, Friedrich Nietzsche Pero... ¿quién era esa suerte de andrógeno, de cuerpo enjuto y facciones femeninas, que no cesaba de observarlo de modo inquisitivo? Lo cierto fue que Jaime, al mirarse frente a un espejo, la imagen devuelta por el mismo, lo alarmó intensamente. Tal como venía intuyéndolo, la metamorfosis corporal de cambio de género, estaba teniendo lugar, apoderándose de su torso, su rostro, su semblante de casi todo. Sus pechos se hallaban levemente aumentados, cual niña púber en flor. Sus mejillas coloreadas, como si alguna mano maliciosa lo hubiera maquillado subrepticiamente a su antojo. Y los labios...carmesí, provocativos y contorneados… como una vieja ramera en desuso. Entonces Jaime tomó la única decisión posible frente a tal desmesura que la vida, Dios, la medicación o quien sabe quien, habían planeado contra él: subió a la terraza, eligió un momento de distracción del personal y se arrojó en el aire. Voló y en ese fugaz instante, sintió que éste era el único gesto de hombría que le quedaba. Costillas rotas, intervenciones quirúrgicas sucesivas y una mame preguntándole: ¿a qué estabas jugando, hijo? ¿A ser Tarzán? fueron las fatales consecuencias de su fallido intento de suicidio. “No estoy jugando… apelé al último acto de dignidad que me restaba, al comprobar que mi identidad masculina y por lo tanto, mi ser en el mundo, se pulverizaba ante mis ojos, ante los tuyos, mamá y ante todos”. Lo que el Oído le pide al Tabaco “Orejas, ¿dónde está vuestro prepucio? Orejas, ¿dónde están vuestros párpados? Orejas, ¿dónde están la puerta, las persianas, la membrana o el techo?” El Odio a la Música, Pascal Quignard Francisco se hallaba frecuentemente aturdido por una cruenta contaminación acústica: sonidos insolentes, ruidos imprevistos, imperativos crueles bajo la forma de gritos, chirridos, cacofonías o susurros, lo atormentaban sin darle tregua. Ni la medicación farmacológica ni la contención de los terapeutas ponían tope al incesante palabrerío que se agolpaba en su mente, a través de voces chillonas o guturales que lo hostigaban, burlándose de él. Pasar las tardes con ambas manos tapando sus oídos, ya no era una medida eficiente y ello le resultaba francamente agotador. Muy por el contrario, las voces redoblaban su poder, jactándose de ser más fuertes que sus manos oprimiendo sus orejas. Hasta que finalmente Francisco adoptó un ingenioso recurso: partió un cigarrillo en dos y colocó ambas partes del mismo obturando sus oídos, usándolos, a la manera de tapones. Si bien no obtuvo el anhelado silencio, fue su pequeña batalla personal contra las alucinaciones auditivas. Menos sangrienta, por cierto, que la mutilación que Van Gogh realizara en su oreja derecha, que, acorde a versiones menos difundidas, habría sido motivada, no como dedicatoria a Gauguin, sino para despojarse de las voces que lo atormentaban. Cintia Rolon