Póker

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Cuento
Póker
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―Mis ojos ―dice el viejo después de mucho pensarlo.
Un silencio de cementerio, de civilización sepultada en las profundidades del océano se apodera de la mesa.
―No pierda la cabeza, don Macedonio ―le dice el gordo Farah.
―No aposté la cabeza, imbécil, sólo los ojos ―responde el viejo
y agrega―: Además, a mi edad lo único que le queda a uno por
perder es el tiempo, todo lo demás es insustancial e incluso inexistente. ¿Estamos jugando póker sin límites o no, cabrones? ¿Le
vas o no le vas, Flores?
Flores sonríe. ¿Por qué acepta la apuesta? Podríamos decir que
para seguirle el juego al viejo, aunque más interesante, más literario ciertamente, sería decir que en ese instante Flores comprende que el universo, ese monstruo que los cuánticos entienden
como un vastísimo tablero de infinitas posibilidades, le presenta
una situación en la que confluyen las más originales circunstancias y que rechazarla sería una suerte de pecado cósmico: ver que
un viejo se saque los ojos por una partida de póker no debe ser
algo que suceda muy a menudo en este mundo o incluso en otros
mundos, esos otros mundos posibles de Borges y de Bioy y de los
físicos modernos, pero lo único que realmente nos compete decir
es que Flores acepta.
―No se diga más entonces ―dice el viejo―. A jugar.
Dos cartas a Flores, dos cartas al viejo y cinco al centro.
―Piénselo bien, viejo ―insiste el gordo Farah―. Las decisiones luego nos cuestan.
―Aquí no hay nada que pensar, amigo ―le responde el viejo―
y menos que algo que pensar, aquí no hay nada que decidir. Los
diez o quince minutos que prosiguen no son más que un espejismo. Tú, mi amigo, nunca has sabido jugar al póker, y por favor
no te tomes esto a mal, te lo digo de buena fe y como consejo, por
la misma razón de que crees que eres tú quien juega al póker, por-
que crees que existe un sujeto que juega póker, porque tu endeble
voluntad está inextricablemente mezclada con cada decisión que
tomas. En realidad el póker poco tiene que ver con nosotros o con
nuestras voluntades. La suerte siempre está tirada de antemano,
la partida está ganada o perdida, no desde la repartición de las
cartas, sino desde el principio de los tiempos. El rol del jugador
se limita simplemente a contemplar el despliegue de un destino
que es por lo demás inevitable.
Se abren las tres primeras cartas. Flores echa otra mirada a su
juego y el viejo hace lo mismo. El gordo Farah no responde nada.
Da la impresión de que su figura se aleja lentamente de la mesa
o de que la escena entera se alarga o se deforma.
―Que no te engañen, gordo ―interviene Flores―. Al viejo le
gusta leer mucho a los griegos, pero que no te engañe. El destino
no es más que el refugio de los cobardes. El juego puede estar
predeterminado pero eso poco o nada tiene que ver con el ganador. Las cartas que tenemos son inevitablemente nuestras, pero lo
que hacemos con ellas es lo que determina finalmente el resultado del juego. En póker lo único existente son nuestras decisiones.
El gordo Farah los mira a ambos como preguntándose de qué
diablos están hablando. Se abre la cuarta carta.
―Estás confundido, amigo ―le responde el viejo―. Piensas
que por engañar a un hombre engañas al destino. Además, ¿qué
sabes tú de la cobardía, o más, del coraje?
―No se haga el desentendido, viejo. Usted sabe lo cerca que
yo he contemplado la muerte. Usted sabe que nunca he rehuido
el enfrentamiento con un hombre. Y usted sabe que yo he amado,
el acto que mayor valor requiere de cualquier individuo.
―El amor y la muerte poco tienen que ver con el coraje, amigo.
Déjeme, como favor, explicarle este asunto. El valor de un hombre se reduce a un instante, a un solo instante en la maraña de
causas y efectos que llamamos vida: el instante en el que nuestro
destino se precipita hacia nosotros como una avalancha. Sólo
aquel que reconoce cuándo el destino le ofrece la mano ganadora
y decide entonces arriesgarlo todo puede ser llamado justamente
valiente. Existen los que se pasan la vida buscando una segunda
oportunidad, coleccionando cadáveres y mujeres, pero sabién142
dose inevitablemente cobardes por haber flaqueado en el momento definitorio.
―¿Y ese momento se acerca para usted, viejo?
―Ese momento se acerca para todos nosotros, Flores.
Un cuchillo está sobre la mesa. Tal vez Flores lo puso ahí, tal
vez el gordo Farah lo puso ahí, tal vez estuvo ahí desde el principio del juego como una prefiguración o como una pista y nadie se
dio cuenta. La última carta se abre.
El viejo muestra su juego. Flores muestra su juego.
―En el baño, viejo, por favor ―dice el gordo Farah.
El viejo permanece impasible. Su mirada se encuentra perdida
en las cartas, o tal vez se encuentra pérdida en las inmensidades
que subyacen a las cartas y que los números y las figuras y los
juegos no hacen más que encubrir. Y entonces, inexplicablemente,
los vislumbra muertos, no sólo a él, cuyo fin se acerca definitivamente a una velocidad vertiginosa, alarmante, sino a ellos tres, a
todos ellos; vislumbra el cuarto en el que se encuentran vacío y
empolvado, exactamente igual a como se le presenta ahora pero
con la ligerísima variación de que ellos ya no están ahí, de que la
realidad ya prescinde de sus presencias, como si su conciencia
hubiera, no roto, sino más bien agujereado la cuarta dimensión
del espacio y una gota o una brisa de futuro llegara ahora hasta
ella. Entonces toma el cuchillo, se levanta y se dirige hacia el baño.
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