Farruco, El Desventurado": La teoría novelística de

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FARRUCO,
EL DESVENTURADO:
La teoría
novelística
de Cervantes
llevada a la
práctica por
Torrente
Sabido es el respeto y la admiración
que Torrente sintió desde siempre
por Cervantes. Así lo confesó repetidas veces, cuando tuvo ocasión
de hacerlo. Esa admiración se remonta hasta la propia infancia de
Torrente, desde aquel lejano 13 de
junio de 1922 —fecha de su duodécimo cumpleaños— en que su tía
Isabel y el marido le regalaron, en
Estepona, adonde había ido con su
madre a visitarlos, un Quijote. El libro, sencillamente, le gustó porque
era divertido y, consiguientemente,
le hizo pasar muy buenos momentos. La reflexión sobre su trascendencia, significación, técnicas, estilo, etc. vendría después. Es decir,
el libro lo ganó por su componente
lúdico, y más tarde, por otras razones formales y de composición. El
caso es que Cervantes se va a erigir
ante Torrente como el gran modelo
a seguir en su quehacer literario.
La huella cervantina, como sabemos todos los lectores de don
Gonzalo, marca su actividad novelística y lo hace muy especialmente
durante el período de 1967 a 1978:
es la época de Campana y piedra,
que nunca fue terminada como
novela, pero de cuyos materiales
se nutrieron La saga/fuga de J.B.
(1972) y Fragmentos de apocalipsis
(1977). En este período también publicó El Quijote como juego (1975),
un estudio agudo y original sobre
la gran novela cervantina, que tuvo
a Torrente especialmente centrado
en el análisis de la composición y
motivación de la novela. Y aunque
la influencia de Cervantes ya se había manifestado, literariamente, antes en Torrente —recordemos que
entre sus obras de teatro figuran
títulos como El casamiento engañoso (1941) y República Barataria
(1942), por ejemplo— y seguirá
viva hasta sus últimas obras, es en
la época señalada cuando se hace
más evidente. Y será en el año que
cierra este período, 1978, cuando
Torrente escriba dos relatos largos,
novelas cortas o cuentos extensos1
siguiendo más de cerca que nunca
las propuestas cervantinas. Se trata
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Edición Alianza Editorial, 1996.
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de El cuento de Sirena y de Farruco,
el desventurado, ambos relatos escritos, tal y como lo señala el autor al final de cada uno de ellos,
en Salamanca, en 1978; terminó el
primero en junio, y el segundo, en
septiembre.
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En estas dos obras —que a mí, más
que menores, me parecen ejemplos
de la mejor literatura— Torrente llega a entender perfectamente esa regla de oro para todo novelista que
Cervantes expone en el capítulo 47
de El Quijote: «Hanse de casar las
fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren». Lo
cual Torrente interpretó como que
hay que armonizar la mentira natural de toda ficción con la inteligencia del lector para que éste pueda
aceptar que, aunque es presumible
que lo narrado probablemente no
haya ocurrido nunca, sin embargo,
tal y como está siendo contado, hubiese podido ocurrir en algún momento.
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Tanto en uno como en otro relato, Torrente busca la credibilidad
de lo narrado para conseguir la
aceptación natural de los hechos
por parte del lector, instalado en la
confianza que otorga la verosimilitud de lo que se le está contando.
Empeñado en el intento de inspirar
esa confianza en el lector, Torrente
ya había establecido, en El Quijote
como juego (1975), el principio de
realidad suficiente, que el teórico
de la literatura que fue el novelista ferrolano definía así: «Las condiciones estructurales mínimas que
se exigen al objeto representado
(hombre, cosa) para que pueda ser
recibido «como si fuera real» y, por
lo tanto, creíble. O dicho de otra
manera: un número de elementos
dispuestos de tal forma que basten
para que el lector pueda imaginarlos
como reales, con la misma fuerza
que lo real, aunque no correspondan a seres o acciones que existan
objetivamente»2. Ésta es una de las
primeras conclusiones que sacaba
Torrente en el citado estudio sobre
la manera de proceder novelísticamente Cervantes, y éste será uno
de los principios que Torrente ha de
tener muy presente en la redacción
de El cuento de Sirena y de Farruco,
el desventurado.
Dejando aparte la primera de estas
obras —merecedora, por sí sola, de
un estudio exclusivo— vamos a comentar la aplicación de este principio cervantino en la composición
narrativa de Farruco, el desventurado, una obra que viene a completar
otra narración de extensión semejante, escrita y publicada en 1954,
titulada Farruquiño.
Ya en la primera línea de Farruco,
el desventurado el narrador, que
aquí se identifica inmediata y expresamente con el autor Torrente
Ballester, avisa al lector de que
siempre que contó oralmente esta
historia se encontró con la incredulidad de sus oyentes. Añade que no
la tenían por verosímil, por lo que
reaccionaban con risas y objeciones, casi siempre motivadas por la
presencia en el relato de elementos
fantásticos, como, por ejemplo, la
Santa Compaña. Advierte que sus
oyentes siempre acaban aconsejándole que dé un orden coherente al
relato, que elimine fantasías y añada
más documentación. Le reprochan
que, siendo un relato histórico, de
hechos que empiezan a ocurrir en
1916, parezca una novela.
Ante esta reiterada situación, el narrador proclama ya de entrada sus
intenciones, ahora que se ha decidido a escribir esa historia: no lo
hará como si fuese una narración
verídica ni como cuento imaginario,
sino que va a referir sencillamente cómo llegaron a él las noticias
que lo constituyen. Pretende jugar
limpio: avisa de que avisará cuando
invente cosas imaginarias: «Añadiré
en los puntos convenientes lo que
yo habría puesto de mi cosecha de
haber escrito la historia como es
debido, pero dejando claro que son
imaginarias»3. La preocupación del
autor se concentra en la necesidad
de contar los hechos «como es debido», es decir, tal y como sucedieron, aunque teme que por el carácter fantástico de algunos sucesos la
historia resulte inverosímil.
Por ello, desde la segunda página
del relato, Torrente irá alternando
en la narración lo que ocurrió en
realidad —tamizado por el recuerdo
y la leyenda— y lo que él se imaginó
que pudo ocurrir. Es decir, inicia un
proceso —pasar de lo real a lo imaginado— semejante al flujo y reflujo
del mar; de la misma manera que
pasamos de la pleamar a la bajamar sin que nos produzca asombro
ni siquiera extrañeza, con la misma
naturalidad pasamos de la fantasía
de lo imaginado a la realidad de lo
vivido.
El plano de lo real, lo acaecido y vivido históricamente, gira en torno a
las experiencias del autor y su familia materna de Serantes, una aldea
próxima a Ferrol. Sus recuerdos comienzan en 1916 —tiene Torrente 6
años— cuando es llevado, en brazos
del tío Galán, a entrevistarse con la
Santa Compaña, en una encrucijada
de caminos, para recibir un mensaje del otro mundo y que sólo podría recibir un ser inocente: Farruco
Freire, un tío abuelo «por la mano
izquierda» de su abuela Francisca
Freire, está penando sus pecados y
necesita misas. La participación del
Torrente niño en esta experiencia
esotérica, aunque muy poco consciente, se constituye en su memoria en un hecho muy singular y
que, además, está relacionado con
un personaje del que la abuela y la
familia no quieren hablar nunca.
Quizá todo ello sea lo que, desde
siempre, suscitó el interés y la curiosidad de Torrente por el nombre
de Farruco Freire, «el desventurado»
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y por todo lo que con él hubiera tenido relación.
Esto, de entrada, hace ya verosímil
ante el lector el enorme empeño
que en el relato pone el autor para
apuntalar los detalles históricos de
sus vivencias infantiles relacionadas con la leyenda de Farruco. Así,
la narración se cimienta adecuadamente con referencias al ambiente
de Serantes, a los abuelos del autor, a sus tías, y, por supuesto, a la
breve biografía histórica que ha logrado reconstruir del protagonista:
Farruco había nacido en La Habana,
hijo de D. Fernando Freire, capitán
de navío de la Armada, y de una
mulata cubana. Era un joven atractivo que, por ser bastardo, no pudo
ingresar en la Marina, pero llegó a
ser propietario de un barco, se hizo
rico, y la Compañía de Sopiñas había querido sacarle mucho dinero.
Pero él, con su criado negro, opuso resistencia, hubo un muerto, que
fue precisamente el padre de su novia. Después de esto, amo y criado
desaparecieron de Ferrol.
suelo, o al menos, en no perder su
referencia. Así, quiere detenerse en
un año concreto —1926—, cuando
encuentra en el fayado de la casa
de Serantes un fajo de cartas y un
cuadro de Farruco. Fue en el verano
en que Torrente acabó el bachillerato; tiene 16 años y la curiosidad
acerada de un adolescente curioso,
que encuentra unas cartas escritas por Farruco Freire, el misterioso personaje de su infancia, y destinadas a su novia, Clara. A partir
de aquí, especialmente a partir de
la última carta, muy extensa, «que
permitía reconstruir una parte de
la historia, una parte importante y
conjeturar todo lo más el resto»4, el
narrador nos da a conocer el contenido de las mismas —personajes,
espacios, detalles costumbristas—,
pero también imagina escenas, actitudes, conversaciones ... «... y lo
imaginaba vestido como en el retrato, con aquella capa negra forrada
de tartán... cuando iba a El Ferrol
desde la casa de su padre, o cuando
iba a La Graña y pasaba por delante
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Hay que tener esto en cuenta para
poder entender mejor todo el proceso constructivo del relato, en el
que el autor trata de contar lo que
fue, lo que podía haber sido y no
fue, lo que debería haber sido y lo
que imaginó que podría haber sido,
como veremos más adelante.
Pero el narrador Torrente no pierde
nunca de vista la realidad histórica.
Cuando empieza a sobrevolar el terreno subido a la alas de su imaginación, se empeña en volver a tocar
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El escritor descubre una placa en la fachada de su casta natal, en el barrio ferrolano de Serantes.
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Estos son todos los datos que, conseguidos fundamentalmente de sus
tías, tiene el autor durante su infancia y adolescencia. Porque, también hay que señalarlo, el autor nos
está relatando no sólo una historia
familiar, sino cómo él la ha ido reconstruyendo y apuntalando en sus
puntos más débiles.
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de la casa de Clarita, quien, desde
los miradores, respondía a su saludo con un movimiento de la mano
y una sonrisa» (pág. 73).
Pero nada más levantar el vuelo
imaginativo y para que el relato no
se le vaya por esos derroteros de la
fantasía, y, en definitiva, para hacer creíble todo lo imaginado, va
intercalando, paulatinamente, datos reales, contrastables e históricos, como la descripción del palacio de la Merced o la historia de
la Compañía de Sopiñas, cuya explicación incluye personajes como
Zumalacárregui o citas del libro de
Antonio Pirala, Historia de las guerras civiles.
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Este juego de flujo y reflujo, de
echar a volar y aterrizar, de inventar y pasar a dar, a continuación,
detalles concretos de la realidad,
lo desarrolla Torrente a lo largo de
todo el relato. El sistema es siempre éste, aunque pueden variar los
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medios utilizados. A veces, corrige
sus ensoñaciones con datos históricos, como cuando alude al libro de
Jorgito el Inglés (George Borrow), La
Biblia en España; otras, se apoya en
datos reales para permitirse hacer
conjeturas acerca de cómo debió
haber sido tal suceso. Por ejemplo,
basándose en el Informe sobre la
Compañía de Sopiñas, que leyó en
1934 en los archivos del Gobierno
Militar, en Ferrol, especula sobre el
proyecto del Astillero que Farruco
quería construir en esta ciudad. En
ocasiones, el mismo narrador, que
se confiesa «más dado a imaginar
que a razonar», duda acerca de si lo
que está contando es producto del
recuerdo o de la fantasía. Por ejemplo, la llegada a la boca de la ría
ferrolana, una tarde de agosto, de
un hermoso bergantín goleta, comandado por Farruco, o el episodio
heroico en el que Farruco, primero,
salva la vida a su padre, comandante del barco San Mateo, en la batalla de Trafalgar, y después se hace
pasar, delante de los oficiales ingleses, por su hermanastro Carlos,
muerto en la refriega marítima. El
narrador duda y se pregunta, a propósito de la entrada del bergantín:
«Pero estos detalles, y otros que estuve a punto de escribir ¿los he sacado, en realidad, de las cartas de
Clarita? ¿Se me recuerda con tanta
precisión un relato breve y apresurado leído hace ya más de medio
siglo?» (pág. 82). Y con relación al
episodio de Trafalgar, confiesa asimismo: «Cada vez que lo recuerdo,
no puedo asegurar si lo leí de veras
en una de las cartas a Clarita o si yo
mismo lo inventé» (pág. 83).
AUTORREFLEXIÓN
NARRATIVA
En este constante debatirse del narrador encontramos otro rasgo también muy cervantino, como es el
especular con el relato, hacer una
autorreflexión sobre lo que está
narrando. El narrador, después de
Vista del Cantón de Molíns de Ferrol en la época de la infancia de Torrente Ballester.
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confesar sus dudas acerca de la
fiabilidad y verosimilitud de lo que
está escribiendo, aprovecha esa reflexión para poner en solfa la esencia de la realidad novelística, cuestionando la rigidez de los límites
entre lo real y lo inventado. A veces, la realidad pura y dura es más
ilógica, y por lo tanto, más inverosímil para el lector, que lo inventado
por la imaginación, en tantos casos
mucho más lógica: «Lo que inventé
y jamás escribí era mucho más lógico, mucho más regular, mucho más
aceptable» (pág. 84) y para demostrarlo, aborda la narración de la secuencia del supuesto encuentro entre Farruco y su padre, después de
que aquél fondease en la ría frente
a La Malata.
Hay en esta propuesta de Torrente
toda una lección de teoría de la novela: conviene que lo que se cuente sea verosímil y razonable; a veces habrá que eliminar detalles de
lo verdaderamente acontecido para
sustituirlos por otros inventados,
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Ahora que ya ha enseñado sus cartas, el narrador parece moverse ya
con más libertad en el relato y se
atreve a contar episodios o anécdotas que podrían haber ocurrido
con toda lógica, aunque sean invención puntual y caprichosa de él
como, por ejemplo, el juego amoroso que supuestamente mantendría
Farruco con las hermanas Clara y
María del Carmen; enamorado de
la primera, no querría desencantar a la segunda, más joven y muy
impresionada por la planta y la madurez de Farruco. O como la escena
en que acude al velatorio del capitán de navío don Hermógenes de la
Barrera, padre de las citadas hermanas, y muerto por Farruco y su
criado negro la noche anterior, al ir
a recoger el botín a la puerta de la
vieja casa de Serantes.
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La preocupación, sin embargo, por
la forma de haber enfocado el relato y la duda acerca del resultado
final del mismo no abandona al narrador a lo largo de toda la narración. Siempre con ese celo latente
de no desviarse demasiado de lo
real y verosímil, teme, no obstante,
que el relato se convierta «en una
comedia de los Quintero escrita con
la morosidad y el método de Marcel
Proust» (pág. 88). Por eso, incluso,
llega a lamentar no haber aprovechado las cartas de Farruco a su
amada Clara, que él había encontrado en el fayado de su casa, para
«preparar una estupenda novela de
las llamadas de manuscrito encontrado, técnica que le iba muy bien
a la época en que viviera Farruco»
(pág. 95). Técnica, añadamos para
terminar, que Torrente utilizaría en
Quizás nos lleve el viento al infinito y
en La rosa de los vientos, en el prólogo de la cual, por cierto, escribió:
«me permite agarrarme al ejemplo
de El Quijote, al que de una manera u otra recurro siempre; tengo la
técnica del manuscrito encontrado
como la más honrosa de las convenciones vigentes en el arte de la
novela».
Notas
1 Para aclarar este conflicto semántico y conceptual, se
recomienda El concepto de género y la literatura picaresca, de Fernando Cabo Aguinolaza, Universidade de
Santiago de Compostela (1992).
2 Gonzalo Torrente Ballester: El Quijote como juego
(Madrid: Ediciones Guadarrama, 1975), pág. 46.
3 Gonzalo Torrente Ballester: Fragmentos de Memorias
(Barcelona: Planeta Bolsillo, 1995) pág. 60.
4 Gonzalo Torrente Ballester: Fragmentos de memorias
(Barcelona: Planeta Bolsillo, 1975) pág. 71.
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Gonzalo Torrente Ballester.
pero más lógicos.
O lo que es lo mismo: el principio de
realidad suficiente aprendido de la
mano novelística de
Cervantes debe anteponerse a todo,
incluso a la realidad
de los hechos. La
realidad se estira y
encoge en la medida en que el buen
sentido y la lógica
lo aconsejen y aunque el autor, después de exponer sus
dudas respecto a si
leyó o está inventando episodios de
la vida de Farruco,
se autoconvence
de que realmente él
los leyó en las cartas a Clara, no deja
de reconocer que
eran muy fantásticos y reta al lector a que opine para «decidir qué
vale más, si aquel conjunto de disparates contados por Farruco, fueran verdad o no, que por sí solos,
como dije, anulan el valor de una
historia real verdadera, o este momento espléndido en que el padre
y el hijo se hacen frente como dos
barcos en la mar» (pág. 85) (este
encuentro entre padre e hijo se lo
imagina Torrente —así lo confiesa
él— y lo relata recreándose en sus
más pequeños matices).
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