Lo que se ve desde la cumbre En el libro 40 de su Historia de Roma Tito Livio cuenta que el rey Filipo de Macedonia (Filipo V, que reinó entre el 221 y el 179 a. C.) tenía un gran deseo de subir el monte Hemo “pues compartía la creencia general de que desde aquel punto se podían observar al mismo tiempo el Ponto –el mar Negro− y el Adriático, el río Istro –el Danubio− y los Alpes”. Probablemente el monte Hemo del que habla el historiador romano sea algún pico de los Balcanes, ya que los griegos llamaban Haemus, Αἵμος, a todo el encadenamiento. La razón del nombre –haima, αἷμα, significa “sangre”− la da la mitología: el titán Tifón, herido por Zeus, había derramado su sangre en esas montañas. Tito Livio describe así el ascenso de Filipo: La primera parte de la ascensión no implicó mucho esfuerzo, pero conforme ganaban terrenos más altos los parajes se volvían más boscosos e impracticables; además, una parte de su ruta transcurría por un paso tan oscuro, por culpa de lo denso del follaje y las ramas entrelazadas, que apenas resultaba visible el cielo. Al acercarse a la cima, todo estaba envuelto en nubes, un acontecimiento poco común en las grandes alturas, y tan densas que se encontraron marchando con tanta dificultad como si fuera de noche. Por fin, al tercer día llegaron a la cumbre. Tras su descenso no dijeron nada para contradecir la creencia popular; sospecho que esto fue más para evitar que la inutilidad de su marcha se convirtiera en objeto de burlas, que porque verdaderamente hubieran podido contemplar desde un solo punto mares, ríos y montañas tan separados en la realidad. – Más de 1300 años después, Francesco Petrarca relee el pasaje de Tito Livio y decide cumplir con un deseo que ya tenía muchos años: subir el monte Ventoux, en la Provence. Parte con su hermano y dos criados. El recorrido no es largo, pero por momentos se hace penoso por lo escarpado del terreno, algo que los comentaristas leen en clave alegórica: se trata, nos dicen, de las dificultades en el ascenso hacia una vida moral y de profundo sentido religioso. Finalmente el grupo llega a la cima. Petrarca reconoce los Alpes, “gélidos y cubiertos de nieve” y, siguiendo la inclinación de su corazón, vuelve la vista hacia Italia, y suspira por ese cielo “que se ve más con el alma que con los ojos”. Primero, impresionado y conmovido por la inusitada ligereza del aire y por la grandeza del panorama que me rodeaba, he quedado como estupefacto. He mirado a mi alrededor: teníamos las nubes por debajo de los pies, y entonces me ha parecido menos increíble lo que se cuenta del Athos y el Olimpo, al ver con mis propios ojos las mismas cosas en un monte de menor fama. Haya sido cierta o no la aventura de Petrarca –hay quienes dicen que el relato fue una mera excusa para transmitir un mensaje moralizante−, lo cierto es que sus idas y vueltas para encontrar una senda menos exigente parecen descritas por alguien que hizo efectivamente el camino, y que sus comentarios sobre lo que se ve desde la cima son sin duda verosímiles. ¡Y no tenía manera de basarse en experiencias ajenas, ya que en esa época la gente no solía escalar montañas! – Patricia Piccolini para La librería de Ampersand en Casa Cavia. 650 años más tarde, una mañana de domingo, Horacio Barco, el protagonista del relato “La tardecita”, de Juan José Saer, busca un texto corto para leer antes del almuerzo. Encuentra una versión del texto en que Petrarca relata su ascenso al monte Ventoux y se sienta a leer –en realidad se trata también de una relectura− en un sillón ubicado muy cerca de la ventana del escritorio. Quiere aprovechar al máximo la luz natural que da de pleno en esa casa de la llanura santafesina. A poco de empezar, el pasaje donde Petrarca cuenta que se propuso elegir con mucho cuidado a su acompañante despierta en Barco un recuerdo de la niñez. Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien abiertos que no veían sin embargo nada del exterior, la fijó en algún punto impreciso de la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del recuerdo que la lectura había suscitado. – El monte Ventoux, de 1912 metros, es hoy uno de los destinos turísticos de la Provence. Su nombre, “ventoso”, en español, alude a los fuertes vientos que lo azotan −130 días al año sopla allí el Mistral−. Yo no he subido, pero todos dicen que en los días claros las vistas llegan hasta los Alpes y la Camargue. Hay una ruta que conduce a la cumbre −cierra por la nieve entre el 15 de noviembre y el 15 de abril− con tres variantes, de más o menos pendiente, para subir a pie o en bicicleta. Yo voy a ir con un termo de café y unas crêpes y, como hizo Petrarca, con las Confesiones de san Agustín –“un librito menudo por tamaño, pero infinito por su dulzura”−. No voy ni a hojearlo antes. Quiero ver si me pasa lo que le pasó a él, que de pura casualidad lo abrió en la página en que san Agustín dice: Se van los hombres a contemplar las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos no se preocupan. Petrarca, Subida al Monte Ventoso, Palma, José J. de Olañeta, [1352?] 2011. Provence and the Côte D’Azur, National Geo Traveler, 2008. Juan José Saer, “La tardecita”, en Lugar, Buenos Aires, Seix Barral, 2000. San Agustín, Confesiones, Buenos Aires, Losada, [397-398] 2005. Patricia Piccolini para La librería de Ampersand en Casa Cavia.