1 Panel: “La fe en diálogo con la ciencia y la cultura”. Rafael Vicuña En este panel nos corresponde abordar el tema de la fe en diálogo con la ciencia y la cultura en la Universidad Católica, a la luz de la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae. Recogemos de este modo la invitación que nos hace la Santa Sede a repensar la Universidad en atención a los desafíos del presente, con motivo de cumplirse los 25 años de esta Constitución. En lo que sigue, me referiré principalmente al diálogo de la fe con las ciencias de la naturaleza. Para muchos, el ejercicio de un diálogo ciencia-fe puede parecer algo extemporáneo, porque en tiempos en que las ciencias naturales parecen explicarlo todo: ¿qué espacio habría para la fe o para la religión? En algunos círculos, particularmente del hemisferio norte, esta interrogante adquiere un carácter francamente confrontacional. Este es el caso por ejemplo del movimiento denominado nuevo ateísmo, al cual adhieren científicos de renombre que producen abundante literatura y que gozan de un privilegiado acceso a los medios de difusión. Seguramente varios de los presentes han leído alguno de los libros de Richard Dawkins, el más célebre de los nuevos ateos. Pero hay muchos otros. La agresividad con que se está dando el debate actual la ilustro con una cita de Peter Atkins, reputado profesor de Química de la Universidad de Oxford: “los científicos, con su confianza implícita en el reduccionismo, tienen el privilegio de estar en la cumbre del conocimiento y de ver más en la verdad que cualquiera de sus contemporáneos…..Los científicos liberan a la verdad del prejuicio....Mientras la poesía encandila y la teología ofusca, la ciencia libera”. Esta actitud altanera, que no solo la encontramos en científicos ateos, tiene su origen en un error epistemológico fundamental, cual es el de no saber distinguir los diversos ámbitos del conocimiento. Así, se mezclan ciencias naturales con filosofía y de ahí se pretende llegar a evidencias “científicas” sobre la inexistencia de Dios o sobre su ausencia en los procesos naturales. Por ejemplo, el Prof. Francisco Ayala, ex fraile dominico de extensa trayectoria académica en la Universidad de California, ha dicho que “el gran legado de Darwin a la ciencia y a la religión fue resolver la esquizofrenia intelectual propia del argumento del diseño, demostrando que efectivamente hay un diseño, pero que éste no obedece a un diseñador sobrenatural sino a un proceso natural carente de consciencia”. Afirmaciones de este tipo, equívocas en su concepción, hace que muchos se pregunten si es posible ser científico y ser religioso al mismo tiempo. 2 Hay que considerar también que existen muchos mitos y prejuicios, si es que no conflictos, en la relación entre ciencia y religión. La interpretación literal de las Sagradas Escrituras que realizan las corrientes creacionistas protestantes y musulmanas impide cualquier tipo de diálogo de estas religiones con la ciencia. Peor aún, esta actitud constituye fuente de litigios respecto a la enseñanza de la ciencia en las escuelas públicas, los que en muchos casos han debido ser resueltos por la vía judicial. En lo que respecta a la religión católica, el proceso a Galileo es utilizado como paradigma de un permanente enfrentamiento entre la Iglesia y la ciencia, el que supuestamente se expresaría en nuestros días en temas como el origen del universo y la evolución de los seres vivos, incluido el hombre. Dada esta actitud de aparente contienda, no debe extrañar que en el discurso público aparezca en forma recurrente el argumento que la investigación científica dentro de una universidad católica adolece de restricciones, porque se imponen dogmas y porque hay temas cuyo estudio está vedado. Hay una tarea que me parece ineludible para las Universidades Católicas y los científicos que trabajamos en ellas, cual es la de desvirtuar estos aprensiones y mostrar que muy por el contrario, las Universidades Católicas constituyen un lugar de privilegio para la búsqueda de la verdad. En ellas, hacemos investigación en las ciencias y en las humanidades porque buscamos comprender mejor las leyes de la naturaleza y el misterio del hombre. Pero al mismo tiempo, a diferencia de otras instituciones, somos conscientes de que este esfuerzo no se agota en la aplicación del método científico - por eficiente y riguroso que éste sea - pues la ciencia no basta para dar cuenta de toda la realidad. Como nos señala Fides et ratio, la ciencia es seductora y fascinante, aunque por sí sola no nos explica todo, ya que la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico. Estamos llamados, nos agrega esta carta, a tener una visión amplia del mundo, evitando los riesgos de la fragmentación y especialización del saber, objetivo que alcanzaremos en la medida que sepamos realizar el paso del fenómeno al fundamento. El Papa Francisco, en su reciente encíclica Laudato si insiste sobre este punto, señalando que “No se puede sostener que las ciencias empíricas explican completamente la vida, el entramado de todas las criaturas y el conjunto de la realidad. Eso sería sobrepasar indebidamente sus confines metodológicos limitados. Si se reflexiona con ese marco cerrado, desaparecen la sensibilidad estética, la poesía, y aun la capacidad de la razón para percibir el sentido y la finalidad de las cosas”. Sin duda que la manera más efectiva que tiene la Iglesia Católica para desvirtuar mitos y mostrar su genuina valoración de las ciencias naturales es fomentar la investigación experimental en sus universidades. El cultivo de la ciencia conlleva múltiples beneficios, tanto de orden intelectual como de progreso socioeconómico: enriquece el acervo cultural de la 3 humanidad, sirve de apoyo a la docencia - especialmente en el postgrado -, da origen a innovaciones tecnológicas en el sector productivo, aporta insumos para la elaboración de políticas públicas, etc. En tiempos en que se privilegia la investigación aplicada y los vínculos con la empresa - lo cual parece atendible -, no quiero dejar de reivindicar el valor del conocimiento como un fin en si mismo. Como lo señalara el cardenal John Henry Newman en su La idea de una universidad, para la mente cualquier tipo de conocimiento es en sí una recompensa, porque éste ayuda a nuestra naturaleza a alcanzar la perfección. Pero el cultivo de la ciencia experimental no necesariamente debe ser un objetivo de todas las Universidades Católicas. Algunas pueden escoger privilegiar las ciencias sociales, las humanidades o las artes, lo que es no solo legítimo sino además conveniente. Estas instituciones pueden hacer otro tipo de contribuciones para destacar los vínculos de la Iglesia con la ciencia y también para enriquecer el diálogo ciencia-fe. Por ejemplo, el análisis y difusión a la sociedad de los numerosos pronunciamientos de la Iglesia respecto a temas científicos específicos aparece como algo muy necesario. Éstos se pueden encontrar en cartas encíclicas, en constituciones conciliares, en informes de comisiones ad-hoc convocadas por la Santa Sede y en decenas de discursos papales pronunciados en instituciones de estudios superiores o en reuniones plenarias de la Academia Pontificia de Ciencias. En estas fuentes se podrá siempre constatar un estímulo a la exploración de la naturaleza y una actitud propositiva respecto al buen uso de los conocimientos para el beneficio de toda la humanidad. Otro aporte muy bienvenido sería una profundización de los estudios sobre hombres consagrados que hicieron señeras contribuciones, ya sea a la filosofía de la naturaleza en siglos pasados, como a la ciencia moderna más recientemente. Los casos abundan y son francamente notables: San Alberto Magno (santo patrono de los estudiantes de ciencias naturales y exactas), Roger Bacon (gran impulsor del método experimental), Nicolás Copérnico (con su revolucionaria teoría heliocéntrica), Mateo Ricci (denominado por los chinos el sabio de occidente), Lazzaro Spalanzani, (famoso por sus experimentos para invalidar la generación espontánea), nuestro naturalista Juan Ignacio Molina, Gregorio Mendel (nada menos que padre de la genética), el sismólogo Giuseppe Mercalli, el paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, George Lemaitre (padre del Big Bang, aunque él no lo haya denominado así), etc. A pesar de esta mutuamente enriquecedora relación entre la Iglesia Católica y la ciencia, sobre la cual se podrían agregar otras muestras, no deja de llamar la atención el hecho que Ex Corde Ecclesiae parece algo tímida respecto al cultivo de las ciencias naturales en las Universidades Católicas. Muy al comienzo (#1), ECE declara que una Universidad Católica “comparte con todas las demás universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San 4 Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento”. Luego, más adelante, siempre dentro de la misión distintiva de una Universidad Católica, señala la importancia de proclamar en nuestra época “el sentido de la verdad” (#4), agregando que la Universidad Católica está llamada a explorar audazmente las riquezas de la Revelación y de la Naturaleza, para que el esfuerzo conjunto de la inteligencia y la fe permita a los hombres alcanzar la medida plena de su humanidad, creada a imagen y semejanza de Dios..…” (#5). Es ésta la única mención explícita al cultivo de las ciencias naturales que contiene la Constitución, a pesar de que el conocimiento científico es un ingrediente fundamental en la búsqueda de la verdad. Pero la excelencia científica, que puede ser una meta en el caso de las universidades no confesionales, es solo el punto de partida para las universidades católicas. Es aquí donde aparece el sello que las distingue, cual es la proyección del conocimiento obtenido a una dimensión que trasciende al método experimental, haciéndolo entrar en un fructífero diálogo con la filosofía y con la teología en búsqueda del significado que éste puede tener en el contexto de la Revelación. Esta búsqueda de la unidad o integridad del saber, que es una inquietud muy genuina del hombre puesto que el mundo se le presenta como un todo, se destaca como un objetivo específico de las Universidades Católicas en el # 16 de Ex Corde Ecclesiae. San Juan Pablo II tiene unas palabras muy elocuentes acerca de la fecundidad de la interacción entre estos distintos modos de conocimiento, y más específicamente entre ciencia y religión. En una muy citada carta al R.P. George Coyne en 1988, a la sazón director del observatorio Vaticano, manifiesta que “La ciencia puede purificar a la religión del error y la superstición; la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de los falsos absolutos. Cada una puede atraer a la otra a un mundo más amplio, un mundo en que ambas pueden progresar”. Más recientemente, el Papa Francisco ha destacado en Lumen Fidei como es que la fe amplía los horizontes de la ciencia: “La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia” (#34). Por otra parte, Ex Corde Ecclesiae nos indica que “La vital interacción de los dos distintos niveles de conocimiento de la única verdad conduce a un amor mayor de la verdad misma y contribuye a una mejor comprensión de la vida humana y del fin de la creación”(#17). 5 El diálogo ciencia-fe debe llevarse a cabo con el debido respeto por las identidades de las disciplinas, sin pretender reducirlas metodológicamente entre si, porque son de distinto orden. Es decir, requiere de una consideración independiente de los conocimientos de la ciencia y de la religión, para luego establecer los puentes de interacción que ofrece la filosofía. El rol de la filosofía es fundamental, porque además el diálogo se sustenta implícitamente en algunos supuestos filosóficos. Uno que podríamos catalogar de orden ontológico, es la racionalidad o inteligibilidad de la naturaleza. El creyente sabe que este mundo es inteligible porque ha salido del Creador, y que por ello ya estaría dispuesto de un cierto orden y de determinados principios de operación. Otro supuesto, en este caso de orden epistemológico, está dado por la capacidad humana de conocer el orden natural. Como lo señalara el teólogo y científico británico William Whewell, la capacidad que tenemos de descubrir las leyes de la naturaleza y expresarlas de un modo lógico es la mejor muestra de la afinidad que existe entre la mente humana y la mente divina. Hay también uno de orden ético, puesto que la búsqueda de la verdad científica implica valores como el rigor, la objetividad y la honestidad. Al final, la fecundidad del diálogo quedará de manifiesto en creyentes que estarán en mejores condiciones de dar razón de su fe en virtud de los hallazgos de la ciencia y en científicos cuya fe les ha ampliado los limitados horizontes de conocimiento que ofrece el método empírico. Un camino que facilita enormemente el diálogo ciencia-fe es el análisis de los denominados problemas límite, como son el origen del universo, el origen de la vida o el origen del hombre. O bien asuntos que al científico creyente le aparecen enigmáticos, como es entender la acción de Dios sobre una naturaleza autónoma en una permanente evolución donde abundan eventos cuánticos, contingentes y azarosos. El origen del hombre dotado de inteligencia, de autoconsciencia y de sentido de la trascendencia, aparece hoy más insondable que nunca. Ningún científico que yo conozco, sea o no creyente, duda respecto a que la aparición del componente biológico del hombre sobre la tierra tiene su origen en un proceso evolutivo que se inició con los primeros microorganismos hace unos 4.000 millones de años y que culmina con el Homo sapiens anatómicamente moderno en Etiopía hace 200.000 años. Análisis de ADN de representantes de ambos sexos de la población humana actual coinciden con estos datos. Por otra parte, tenemos certeza genética que el Homo sapiens moderno produjo descendencia con el Neandertal en el Levante, con el hombre de Denisova en Siberia y con otros Homos arcaicos no sapiens en África. Las preguntas que surgen en un científico creyente son apremiantes. ¿Cómo encaja Adán en este cuadro? ¿Cuándo ocurrió la transformación radical del primate Homo en el hombre creado a imagen y semejanza de Dios? ¿Cómo reconciliar la caída de nuestros primeros padres con el proceso evolutivo? ¿Cómo y cuándo ocurrió aquello? ¿Cómo pudo un hombre que hoy visualizamos como muy primitivo, hablar 6 directamente con Dios y luego conscientemente contrariar su voluntad? Sabemos que este esfuerzo no tiene fin, en este o cualquier otro tema que se analice, pero nos asiste la convicción de que hay una única verdad que tiene su origen en Dios. Por lo tanto, la imposibilidad de confirmar empíricamente nuestras creencias no afecta para nada nuestra fe. Por último, podríamos preguntarnos cómo se concreta en la universidad el diálogo ciencia-fe, o el examen a fondo de la realidad al que nos invita Ex Corde Ecclesiae en su #15. Hay sin duda un componente de reflexión individual, de cada profesor, lo que podríamos considerar una base para realizar una tarea que debe necesariamente tener un carácter institucional. En cuanto a instrumentos, puede haber varios. Es digno de destacar el concurso de investigación para académicos al que convoca anualmente la Pastoral de esta Pontificia Universidad Católica de Chile en conjunto con la Vicerrectoría de Investigación, a pesar de que hasta la fecha una minoría de los proyectos se ha relacionado con las ciencias naturales. Un tipo de organización que aparece particularmente adecuada para el diálogo ciencia-fe es la de un Centro interdisciplinario, en especial para una Universidad como ésta que nos cobija hoy día, que cuenta con Facultades de excelencia en las Ciencias Naturales, en Filosofía y en Teología. En el hemisferio norte hay modelos interesantes de los cuales podemos aprender sobre este tipo de organización. Pero también podría pensarse en Centros que congreguen a varias universidades católicas, lo que sin duda conduciría a una sinergia muy enriquecedora puesto que cada institución contribuiría con sus académicos más destacados. Sea con estos u otros instrumentos, el diálogo ciencia-fe resulta ineludible si queremos emprender con plenitud el requerimiento que hace Ex Corde Ecclesiae a las Universidades Católicas de todo el mundo de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad” (#1). Este mandato nos evoca el ejercicio de la razón sobre el conocimiento, como lo llamara el Cardenal Newman, o la ampliación de los espacios de nuestra racionalidad abriéndola a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, a lo cual frecuentemente nos invitara el Pontífice emérito Benedicto XVI.