Es frecuente, cuando se habla de los meses que precedieron y siguieron al 18 de julio de 1936, repetir el cliché de que el país estaba sumido en el caos. Esto es un cliché porque lleva, subyacente, la creencia de que los revolucionarios eran quienes provocaban el caos. Que esto lo digan los elementos feudales o capitalistas es lógico; que lo repitan quienes deseaban que las cosas cambiasen, es demencial. Los trabajadores, el hombre de la calle, el pueblo, temen el desorden y aspiran al orden. Quien más sufre cuando hay desorden es el hombre de la calle y no el capitalista, el gran terrateniente, el político en el poder. El hombre de la calle ha sido víctima, generación tras generación, de las formas de desorden institucionalizado que llamamos explotación, opresión, paro forzoso, crisis económica, analfabetismo, emigración del campo a la ciudad, golpes de estado, guerras civiles, guerras internacionales. Al hombre de la calle no le conviene el desorden. Su libertad, su esperanza de igualdad y sus manifestaciones de fraternidad dependen de que exista orden, de que las cosas funcionen, de que no haya platos rotos, puesto que todos los que se rompan los pagará él. Cuando el hombre de común se lanza al monte o a la calle, es señal de que el desorden institucionalizado ha llegado a grados insoportables, de que el hombre de la calle ha comprendido que si no se enfrenta con el problema, seguirá siendo víctima del desorden. Las “alteraciones de orden público” son sólo sus intentos, a veces primarios, en ocasiones inteligentes y eficaces, de establecer un orden que no entrañe explotación ni opresión de nadie. Por eso, el 18 de julio de 1936 no debe verse como una reacción ante el desorden popular, sino como producto del miedo a que el hombre del común llegara a establecer y consolidar su propio orden. Lo que se llamó casos no debe verse como resultado que las masas se “desmandaran” sino como efecto de las tentativas de la masa popular de establecer su propio orden. La revolución es siempre orden. Pero orden de verdad, o sea, equilibrio entre libertad, igualdad y fraternidad. El desorden, visto con los ojos del hombre de la calle, es falta de libertad, la desigualdad abrumadora, la dureza de las relaciones entre gentes. Esta aspiración, manifestada en mil detalles de los que no figuran en los libros de historia, era la que animaba a la mayoría de la gente trabajadora en julio de 1936. Necesitaba orden y cuando las fuerzas del desorden dieron la cara, se presentó la ocasión de establecer un orden auténtico, que no fuese disfraz de privilegios y ventajillas. VÍCTOR ALBA, Los colectivizadores