b R15 LATERCERA Domingo 17 de abril de 2016 Portafolio global Sebastián Edwards Ya pronto tu empleo desaparecerá H El efecto que las nuevas tecnologías tienen -y seguirán teniendo- sobre el empleo es una de las mayores preocupaciones entre los líderes de opinión mundial. Todos dicen que en los próximos años aquellas personas que cumplen labores rutinarias, mecánicas y repetitivas enfrentan una gran probabilidad de perder su empleo y ser reemplazados por máquinas. Hace unos días, un prominente abogado de la plaza escribió en su cuenta de Twitter: “¿Qué estará fumando Sebastián Edwards en California?”. Al caballero le pareció descabellado que en una entrevista yo hubiera dicho que “en los próximos 84 meses la mitad de los chilenos perderá su empleo y serán reemplazados por máquinas. Ese es el desafío que nadie quiere enfrentar”. Otros comentaristas tuvieron la misma reacción. Para ellos, mi afirmación estaba sacada de una novela de Ray Bradbury o de Badradit. Estaba bien como ciencia ficción, pero no era digna de un economista serio. Pero resulta que no soy el único que piensa así. De hecho, el efecto que las nuevas tecnologías tienen –y seguirán teniendo– sobre el empleo es una de las mayores preocupaciones entre los líderes de opinión mundial. Más aún, en los países avanzados el proceso ya está en marcha, y ha creado enormes dislocaciones económicas y políticas. La popularidad de Donald Trump se debe a la frustración de millones de trabajadores con escasas calificaciones –la mayoría de ellos blancosque han perdido sus empleos y han sido reemplazados, justamente, por máquinas. Hace unos meses, el prestigioso periódico Financial Times y la firma consultora McKinsey le otorgaron su premio al mejor libro de 2015 a Martin Ford por su obra Rise of the Robots. Este largo ensayo identifica las áreas en las que, en los próximos años, podemos esperar que máquinas (medianamente) pensantes reemplacen a los humanos. Otros libros que discuten este tema son The Future of the Professions, de Richard y Daniel Susskind, publicado hace unos meses por la Universidad de Oxford, y The Second Machine Age, de los profesores del MIT Erik Bryonjolfsson y Andrew McAfee. Todos son libros serios. Ninguno es ciencia ficción. Y todos dicen que en los próximos años aquellas personas que cumplen labores rutinarias, mecánicas y repetitivas enfrentan una gran probabilidad de perder su empleo y ser reemplazados por máquinas. Esto no significa que estas personas van a quedar permanentemente desempleadas. Desde luego que no. Lo que significa es que tendrán que reinventarse. Encontrarán trabajo en otras áreas, posiblemente con salarios más bajos que los que tenían en sus antiguos empleos. Al mismo tiempo, quienes tengan conocimientos técnicos –programadores, ingenieros eléctricos, expertos en computación, personas creativas y mecánicos altamente especializados, entre otros– tendrán un futuro esplendoroso, con altos salarios, reconocimiento social y prestigio. Sólo aquellos países que adapten su legislación laboral, su sistema educativo, su infraestructura y sus instituciones aprovecharán en forma cabal esta revolución tecnológica. Y lo decepcionante, terrible y trágico -porque no hay otra manera de ponerlo- es que en Chile se han aprobado dos grandes reformas -educacional y laboral- sin tomar en consideración este verdadero tsunami. Una fábula para basureros Algunos comentaristas objetaron que en la entrevista yo hubiera dicho que estos cambios se producirán en los próximos 84 meses (siete años). Según ellos, es verdad que la tecnología avanza a pasos agigantados, y es muy probable que esto resulte en pérdidas de empleos. Pero es un fenómeno de largo plazo. Afirman: “Imposible que suceda en 84 meses”. Pero resulta que en el mundo de la inteligencia artificial y la tecnología el tiempo no es como el de la vida cotidiana. Según los Susskind, un “año tecnológico” equivale a siete años normales. Pero ni siquiera es necesario recurrir a esta especie de Ley De Moore para entender que 84 meses es un período prolongado, durante el cual pueden pasar muchas cosas en lo que a tecnología se refiere. Muchos de los productos y servicios tecnológicos que hoy consideramos corrientes no existían hace 84 meses: hace siete años no había iPhones ni otros celulares inteligentes en Chile. El iPad tiene menos de seis años; Spotify tiene siete años, pero sólo se generalizó hace 18 meses, y Netflix hizo el streaming de su primera serie, House of Cards, hace menos de seis años. Quizás el ejemplo más claro de lo que está (y seguirá) pasando es un ejemplo “sucio”. En Santiago, la basura se recoge en camiones con tres (y a veces cuatro) operarios. Uno conduce y dos o tres van detrás, cargando los desperdicios. En mi barrio de Los Angeles, desde hace años el mismo proceso se hace con un camión similar, pero con tan sólo un empleado. Este maneja el camión y opera un brazo hidráulico que recoge los tachos a un ritmo dos veces más rápido que en Santiago. Vale decir, si Chile usara los últimos avances productivos, 66% de los recolectores de basura perderían su empleo de inmediato, y el sistema sería dos veces más eficiente. Pero esto no es todo: las predicciones más realistas dicen que en cinco o seis años los camiones basureros no usarán conductores: entonces, dentro del plazo propuesto, 100% de los recolectores perderán el empleo. Otros ejemplos: si se permitiera el libre funcionamiento de Uber y Cabify, 50% de los taxistas chilenos perderían su empleo. Si los canales de TV en Chile usaran las cámaras robóticas de última generación, 50% de los camarógrafos no tendría trabajo. Si las universidades chilenas empezaran a adoptar los sistemas “híbridos” de enseñanza que se usan en los países avanzados -mitad de las clases por internet y mitad presenciales-, cerca de 30% de los profesores perderían sus empleos. (Este será el tercer año que yo dicto un curso híbrido en el MBA de Ucla). Productividad y tecnología Un día después de que el abogado en cuestión reaccionara con escep- ticismo ante mi entrevista, el Financial Times publicó un artículo titulado “Tecnology: Breaking the Law”, en el que se explica que la más tradicional y conservadora de las profesiones -la abogacía– ya está siendo víctima de los avances tecnológicos. En el Reino Unido y en EE.UU. una serie de compañías han irrumpido recientemente, ofreciendo servicios en el campo de las leyes que tan sólo dos o tres años atrás eran inimaginables. Por ejemplo, NextLaw, basada en Palo Alto, usa el sistema de inteligencia artificial Watson de IBM para hacer la labor de abogados jóvenes. El algoritmo ha resultado ser muy eficiente en las áreas de “debida diligencia” y durante la etapa de “descubrimiento” en los juicios. En menos de una hora revisa antecedentes jurídicos que a un abogado le tomaría 38 años leer, no comete errores y cuesta una fracción de lo que cuesta un abogado con cinco años de experiencia. En algunos hospitales de EE.UU. robots ya han reemplazado a 30% de las auxiliares. Distribuyen sábanas limpias, medicinas y asean con eficiencia. En los hospitales de la Universidad de California un robot trabaja en las farmacias y despacha millones de recetas a gran velocidad, sin cometer nunca un error. Ya no se necesitan vendedores o químicos farmacéuticos con presencia física. Esta es la “creación destructiva” de la que hace 70 años habló el economista austríaco Joseph Schumpeter. Sí, se destruirán empleos, pero también se crearán muchos nuevos trabajos. Pero para que la parte “creación” funcione y dé frutos, hay que formar trabajadores con otras habilidades, organizarlos de nuevas maneras, en esquemas flexibles y dinámicos. El futuro les pertenecerá a los expertos en “big data”, a ingenieros de sistemas, a programadores, a expertos en células fotoeléctricas y en sensores, a especialistas en nanotecnología, a biólogos nucleares, a matemáticos, a mecánicos sofisticados, a operadores de robots, a físicos y a diseñadores con conocimientos tecnológicos. Pero para que estos expertos sean verdaderamente creativos, también deben recibir formación humanista y en las artes. Vale decir, necesitamos un sistema de educación superior radicalmente diferente del actual. Debemos pasar del siglo XIX al siglo XXI. Veo, con preocupación y tristeza, que ningún político está pensando sobre el futuro con un espíritu crítico, curioso, innovador y dinámico. Si seguimos así, nos convertiremos en una sombra de lo que podríamos haber sido. De verdad, es muy triste.R