EL LUGAR DE LA ESCULTURA Y DEL ESPECTADOR Por lo común, las piezas escultóricas son creadas para ocupar un sitio determinado. Con frecuencia, andando el tiempo, son trasladadas a otro sitio, y muchas terminan en los museos. Por tanto, para valorarlas debidamente hay que tener en cuenta el emplazamiento que sus autores les destinaban. Hay que considerar en primer lugar la distancia física entre la escultura y el espectador, sobre todo cuando el acercamiento a la obra no puede rebasar ciertos límites. En estos casos es evidente que la figura tiene que reunir ciertas condiciones en relación con esa distancia. Una escultura concebida para ser contemplada desde lejos debe ser de tamaño superior al natural y, además, sus detalles deben perder minuciosidad. Lejos de ser una imperfección, esto constituye una exigencia de la perspectiva. Es lo que acontece con las esculturas que se colocan en los retablos españoles desde el Renacimiento. Las emplazadas en el primer cuerpo, próximas al espectador, presentan finura en la ejecución de los detalles, en tanto que las situadas en las partes altas son de rasgos más elementales y resultan bastas e insípidas cuando se las mira de cerca; están creadas para ser apreciadas a distancia. Por escultura «monumental» se entiende la que se inscribe en un edificio, dentro o fuera de él. Entre la arquitectura y la escultura debe existir un acuerdo. La escultura hace más inteligible el edificio, dado que las figuras poseen una significación plástica y simbólica. Ya los griegos tuvieron presentes las leyes que rigen el órgano humano de la visión, que no se comporta en absoluto como una lente. La visión es fisiológica, y no óptica. Los arquitectos y escultores griegos introdujeron ciertas alteraciones en la obra de arte para que ésta fuera apreciada correctamente. De ahí surgieron las «correcciones ópticas», que no son sino deformaciones que anulan o contrarrestan las deformaciones naturales de la visión humana. En la figura humana se hacen más voluminosas las partes superiores de la cabeza o más largo el cuello, para que no parezcan hundirse entre los hombros. En lo referente al tamaño, se hicieron cálculos para hallar el coeficiente de agrandamiento en razón de la distancia, y sobre ello escribieron Vitrubio, Leonardo, Durero y otros muchos autores. Pero pocas veces se aplicaban las normas al pie de la letra, y lo habitual era una conducta puramente empírica. Además de la simplificación de los detalles y la alteración de las proporciones, cabe señalar que muchas veces las esculturas alejadas son colocadas en pedestales más altos y ligeramente inclinadas hacia adelante. De ahí que los relieves ofrezcan un claroscuro más enérgico en la parte superior. Se parte de la premisa de que el espectador se encuentra en el suelo y separado del pie de la obra, de manera que ve el conjunto formando un ángulo, casi igual para todas las figuras. El espectador debe tener en cuenta todo esto cuando contempla obras en los museos. Con la imaginación tiene que reponer la figura en su primitivo emplazamiento; de no ser así le pueden molestar los rasgos exagerados, el volumen desmesurado o la posición extraña. Pero la escultura sabe también independizarse del edificio y adquirir, en calles y plazas, un comportamiento urbanístico y una significación ética, con visos de propaganda. De Grecia a nuestros días, estatuas de mármol, piedra y bronce nos transmiten un contenido histórico. Son esculturas discursivas, aleccionadoras, que nos saludan desde lejos y nos invitan a acercarnos. La estatua ecuestre, por ejemplo, nos da una lección de heroísmo y buen gobierno. Tal vez sean las esculturas más próximas al espíritu del pueblo. El jardín es lugar de esparcimiento. Allí las estatuas se reúnen gozosas en las fuentes, lanzando chorros de agua. El escultor ha de buscar posturas graciosas, procurando que el agua brote de los sitios más caprichosos; para todo hay licencia, pues la escultura se ha liberado de las leyes arquitectónicas y sólo vive a expensas de la naturaleza. La escultura puede extenderse a la misma naturaleza e integrarse en el paisaje. Puertos, montañas y bosques acogen obras escultóricas. La grandiosidad del escenario requerirá el formato grande. Estamos en la senda de los «gigantes», de aquel Coloso de Rodas, una de las maravillas de la Antigüedad, por entre cuyas piernas llegaban a puerto los barcos. La estatua de la Libertad alumbra el puerto de Nueva York; el Cristo del Otero domina la ciudad de Palencia; los Cuatro Presidentes son una montaña esculpida. Si la escultura ocupa un sitio, ¿cuál ha de ser el del espectador? A despecho de lo que acontece con la pintura, que establece un lugar fijo, la escultura impone a veces un desplazamiento. La escultura monumental y el relieve presuponen sin embargo un espectador inmóvil. Bien por la situación elevada o porque la obra está dentro de un nicho, la visión frontal predomina en la estatutaria monumental. Es más, cuando una escultura de bulto completo es contemplada desde cerca, apeada de su emplazamiento, se aprecia que por detrás no está terminada; por otra parte, toda la acción se dirige hacia el frente y carece de interés la contemplación lateral. Es evidente que el escultor ha enriquecido la visión frontal; todo apela a ella, los brazos, las piernas, la mirada. El predominio de la contemplación frontal condujo a Lange a formular la «ley de frontalidad», aplicable a la escultura de muchos pueblos prehistóricos, a la de Egipto y la de la Grecia arcaica. Según ella, con independencia de la posición que ocupe la figura, hay una línea de simetría que parte de la frente, pasa por la nariz, el esternón, el ombligo y los órganos sexuales y divide el cuerpo en dos partes iguales; no hay torsión, aunque sí puede existir inclinación hacia adelante o hacia atrás. Esta frontalidad hace que la figura adopte la disposición de un relieve y parezca definir perfectamente lo esencial de la figura. Pero si el espectador se desplaza encontrará las visiones laterales y posteriores, todas ellas diferenciadas y secundarias. Dicho de otro modo, la concepción escultórica en Egipto y la Grecia arcaica es la de un bloque ortogonal, del cual se ha hecho emerger una figura humana por medio de cuatro relieves. Es como si la escultura aplicada a un ángulo se hubiera desgajado, imponiendo la necesidad de hallar el otro costado y el dorso. Fue la primera aparición del bulto completo, por suma de las cuatro visiones, de los cuatro relieves. Pero a medida que la escultura se fue separando de la pared hasta lograr su pleno aislamiento en el espacio, se fue imponiendo la necesidad de apreciar el volumen en redondo. Por fuerza, la teoría y la práctica hubieron de coincidir, y el hábito de ver influyó sin duda en el hábito de esculpir. Por esta misma razón, el espectador actual tiene que seguir la práctica del giro. La evolución de la estatuaria griega consiste en un progresivo abandono del predominio frontal en beneficio de las visiones que surgen del giro alrededor del objeto. El cambio que introduce Policleto es fundamentalmente el debilitamiento de la «frontalidad», lo cual determina la desaparición de la simetría. El cuerpo abandona el «plano medio», de suerte que los puntos centrales siguen una línea ondulada; los miembros realizan acciones diversas que procuran compensarse para mantener el equilibrio; la propia cabeza se tuerce hacia un lado. De esta manera se inicia un leve movimiento de torsión, pero la visión frontal sigue siendo preponderante. Se llega así a la visión lateral de cuarenta y cinco grados. Aparecen ahora acciones diferentes; la longitud del brazo extendido, por ejemplo, pone de manifiesto que el cuerpo humano es algo más que una fachada principal. La flexibilidad con que se arquean los miembros demuestra que este nuevo lenguaje no resulta forzado. Existe, pues, con relación al cuerpo humano, una visión de costado que puede ser tan importante como la principal. Llevar la vista hacia el dorso será otra novedad. De esta manera el escultor griego ha ido descubriendo el valor de todo el cuerpo humano suscitando con este enriquecimiento el interés del espectador. Durante el período helenístico estas innovaciones pasan de la figura aislada al grupo. La descripción de una acción compleja ya no es accesible al golpe de vista y requiere el desplazamiento alrededor del grupo. El escultor ha reunido las figuras y los elementos de paisaje sobre una plataforma con criterio de visión en redondo. Hay una suma de figuras y acciones que se organizan en la sucesión temporal del giro en torno del grupo. Por ello la museografía estudia los espacios para la circulación de los espectadores. La lección de Grecia se ha tenido en cuenta en todos los períodos. El renacimiento y el Barroco dan constancia de su cumplimiento. Aunque el trabajo de Miguel Angel se acomoda al sistema de doble relieve, anterior y posterior, no por ello deja de dominar perfectamente el espacio circundante. Los manieristas imponen la circunvalación de la obra por medio del dispositivo helicoidal de las figuras, que arrastran al espectador. En tanto que Leonardo defendía la teoría del doble punto de vista antero-posterior, Benvenuto Cellini -otro teórico- proponía ocho puntos de vista, o sea, cuatro ortogonales y cuatro angulares, aunque ya se sabe que los teóricos son propensos al dogma. Al atacar el punto de vista exclusivo, que inmoviliza al espectador, Cellini propuso ocho, pero, a decir verdad, rodear la escultura implica un número infinito de puntos de vista sucesivos; por eso el movimiento helicoidal es lo más adecuado para potenciar esta actitud. LA EXPRESIÓN «Expresar» es el objetivo del arte. Pero el repertorio que se ofrece es ilimitado, de lo más próximo a la realidad a lo más distante. Esto es así ya desde la prehistoria. Realismo y abstracción se alternan constantemente en la evolución artística y cualquiera que sea la postura que se adopte, ello no es decisivo, pues lo que cuenta es el potencial inventivo. Tomar la realidad por modelo ha sido actitud habitual del artista y la suprema realidad para un escultor es el cuerpo humano. El estudio de éste se profundizó durante el Renacimiento con la disección de cadáveres. En el siglo XIX estaba muy extendido el procedimiento del vaciado, que obtenía previamente un molde sumergiendo el cuerpo en una masa blanda que se iba endureciendo lentamente. La difusión de esta práctica indujo a dudar de la legitimidad creativa de aquellos escultores que sin utilizarla conseguían resultados de gran verosimilitud. Rodin fue objeto de injustos ataques por este motivo, a pesar de que nunca utilizó este procedimiento. El estudio del cuerpo humano, sujeto esencial en la obra escultórica, presenta diversas facetas. La primera es la puramente anatómica. Así, en el renacimiento los libros de anatomía se convierten en obras de continua consulta para los escultores. Destacan las obras de Vesalio y del español Juan Valverde de Amusco. Pero la anatomía remite a un funcionamiento, a la fisiología. El cuerpo humano es una máquina cuyo funcionamiento el escultor debe conocer. Leonardo da Vinci sintió un gran interés por la mecánica corporal, hecho que ha quedado reflejado en sus observaciones y, sobre todo, en sus diseños. Anatomía y fisiología, por tanto, son ramas del saber que influyen en el método de trabajo de los escultores. Pero hay que ser prudentes a la hora de juzgar al escultor. Cuando sigue a la naturaleza, justo es juzgarle en razón de este objetivo. En épocas en que predomina el naturalismo, la verisimilitud anatómica y dinámica se impone. El período helenístico y el siglo XVII dieron pruebas de tales intenciones. Pero piénsese que también el artista puede utilizar el cuerpo humano sólo como referencia, sin importarle la verosimilitud. El gótico del siglo XV ha deparado unas creaciones en que ni el movimiento ni las inserciones musculares tienen nada que ver con la realidad. Lo cual significa que hay que adoptar otros criterios para estimar este arte. Es una imagen deliberadamente arbitraria, deforme, pero que halla su justificación en otra dimensión del arte: la imaginación creadora. La figura no solamente tiene una realidad física, con su presencia anatómica y sus movimientos, sino también moral. El ser humano es comunicativo y se expresa con palabras y actitudes. Lo subraya Leonardo, cuando dice que nada hay tan importante para el artista como «la adecuación del movimiento a las circunstancias mentales, como el deseo, la cólera, el dolor». Los movimientos y las actitudes tienen que estar en correspondencia con los acontecimientos del alma. El «carácter» tiene que apreciarse en las actitudes, los gestos, la mímica. Una escultura que quiera representar la tristeza resultará tan noble como otra en que se exalta la alegría, ya que no es el sentimiento lo que le confiere valor, sino el modo de expresarlo, la adecuación de las formas al contenido. Cada edad, cada sexo, cada personaje del cuerpo social tiene que acreditar su circunstancia. No solamente hay una presencia física, sino también la revelación de una condición espiritual. Los gestos del niño en nada se corresponden con los del adulto; ni los del hombre con los de la mujer. Lo mismo ocurre con las actitudes en cuanto a indicadoras de una posición social. La estatuaria romana dice bien a las claras cuándo estamos en presencia de un magistrado, un emperador o un dios. Por ello Cristo no puede adoptar actitudes vulgares. El símbolo coadyuva a la caracterización, añade lo que la expresión no está en condiciones de evidenciar. Pero así como la expresión es interna, el símbolo permanece fuera de la figura, como atributo, pero puede entablar diálogo con ella e incorporarse a la caracterización. El carácter guerrero de San Miguel se indica añadiendo la figura rebelde del demonio. La contraposición de actitudes entre uno y otro esclarecerá el verdadero sentido del contenido. El rostro es la región primordial en la caracterización, pero es sumamente complejo, hasta el extremo de que se han establecido repertorios o códigos de la expresión facial. Los labios y la boca han servido especialmente para expresar estados de angustia. La boca entreabierta ya fue utilizada por Scopas para obtener su phatos trágico. No menos útiles para ello son los ojos, cuya expresividad cobra más fuerza y precisión cuando llevan el iris y la pupila, figurados con el auxilio de la pintura o, como en la estatuaria romana, mediante incisiones. El ojo rebasa la mera descripción anatómica en la expresividad de la mirada. La cabeza puede representarse vertical o inclinada, los ojos pueden mirar hacia distintas partes. En las escenas patéticas es aconsejable la cabeza inclinada y la mirada alta. No deben descuidarse las cejas ni el entrecejo. En las expresiones de risa y asombro la posición de las cejas es fundamental, y en los instantes de tensión el entrecejo se arruga. No menos importante es el cabello, que en las escenas de movimiento ondea. Es elemento básico, junto con la indumentaria, en la caracterización social, y también puede servir para las expresiones del espíritu: los cabellos erizados o inflamados, como los de Satanás, ayudan en las representaciones de terror. Las manos y el rostro son los principales vehículos para la expresión del carácter, como bien lo saben los actores. Cuando una figura aparece envuelta en paños, el espectador busca ávidamente el rostro y las manos. Con mucha frecuencia la intervención expresiva se confía a una sola mano. En muchas figuras de santos la mano reposa sobre el pecho, indicando voluntad, entrega, disposición al sacrificio. Su papel en la estatuaria funeraria francesa es de ofrecimiento. Los estudios de expresión ofrecen en el arte barroco un rico repertorio. El tema de los Novísimos es un buen ejemplo: muerte, juicio, infierno y gloria se expresan a través de cuatro figuras, que pregonan con gestos intensos su contenido. El realismo debe entenderse siempre como una tendencia, no como resultado imitativo. Los actuales museos de cera son buena muestra de un realismo imitativo, con el auxilio de todos los procedimientos técnicos, donde la creación artística apenas existe. Hay mera pretensión verista, aunque, por mucho que se esfuercen, estos escultores nunca llegan a ser del todo veraces, omiten músculos o los insertan indebidamente. Un escultor no es un anatomista. Todo realismo es forzosamente una simplificación. Los límites entre el realismo y el idealismo son imprecisos. La idealización supone una elección; se escogen determinados elementos y se los depura, hasta lograr un carácter arquetípico. Es lo que acontece en una escultura egipcia, en la que se eliminan las arrugas del rostro y el sacro lacrimal y se da prominencia a los ojos para obtener una mirada que asombra por su profundidad. Este proceso de elección y exageración se aprecia en la caricatura, que sólo escoge lo característico y lo hiperboliza. Una neutralización resultaría poco convincente. Por eso una caricatura es más útil que un retrato para percibir diferencias. En la idealización participan también elementos estilizados, formas convencionales, especialmente localizados en el vestido y el cabello. Los elementos reales e ideales siempre aparecen algo mezclados. La cabeza de una estatua suele ser más real (o menos ideal) que las actitudes, como es típico en la estatuaria romana. La identidad del rostro es requerida por el culto a la personalidad. Los gestos manifiestan la pertenencia a un estamento social y el elemento estilizado se refugia en el vestido. Nadie diría que los pliegues de una toga responden a la realidad, son una pura convención. La abstracción indica una radical separación de la realidad. El asociacionismo de las formas puede guardar alguna relación con la naturaleza, pero el vínculo es puramente subjetivo. Con esto llegamos a la gran empresa de nuestro tiempo, en que hacen crisis la anatomía y la expresión anímica. Nos hallamos ante una experiencia que cuestiona los límites tradicionales que han definido los campos de la escultura y de la pintura. El escultor utiliza la chapa, el alambre, el movimiento de la máquina y la luminotecnia, y el pintor adhiere papeles, tierra, tablas y todo género de objetos: la textura del escultor también la busca el pintor. “Las claves de la escultura” Juan José Martín González Ed. Planeta 1995