Víctimas y victimarios El Comandante Videla murió el 17 de mayo Julián Casanova, El País. Editado Todo empezó el 24 de marzo de 1976. Una Junta de Comandantes en Jefe, integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, tomó el poder. Las Fuerzas Armadas se apropiaron del Estado y en una acción planificada de exterminio, aprobada en una reunión de generales, almirantes y brigadieres que tuvo lugar antes del golpe militar, iniciaron miles de detenciones clandestinas y asesinatos masivos. Fue terrorismo de Estado, puro y duro, sin precedentes en la historia argentina, una sociedad que ya había sufrido seis golpes militares en las cuatro décadas anteriores. Los cadáveres aparecían en las calles, enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar. Nunca hubo ejecuciones oficiales, porque todas eran clandestinas. En Argentina, desde 1976 a 1983, no hubo muertos: las personas desaparecían. La mayoría de las desapariciones ocurrieron en los tres primeros años. Casi treinta mil, según las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Había obreros, estudiantes, intelectuales, profesionales, personas conocidas por su militancia política y social, pero también familiares, gente señalada por otros o mencionada en las sesiones de tortura. Primero se les secuestraba, normalmente de noche, en sus domicilios, en operaciones que incluían a menudo el saqueo y robo de la vivienda. Después se les torturaba y si lo superaban, porque muchos se “quedaban”, permanecían detenidos en dependencias policiales y unidades militares. A la 8 mayoría de ellos les aguardaba, por último, el “traslado”, la ejecución sin dejar pruebas. Desaparecido fue el eufemismo con que el que se denominó a las víctimas de esa dictadura y el término ya lo había definido el general Jorge Rafael Videla en 1979, en respuesta a las primeras indagaciones y presiones internacionales sobre la represión: “mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Esa cínica visión del exterminio sin pruebas la compartían entonces los militares, algunos cuadros políticos de los principales partidos, empresarios, eclesiásticos y periodistas. “Todos están bajo tierra”, respondió un general, Alcides López Aufranc, para tranquilizar a economistas y ciudadanos que preguntaban sobre la actividad de algunos delegados sindicales. A esa dictadura no le faltaron apoyos. Algunos de ellos naturales y previstos, como el del poder económico y financiero o el de la jerarquía de la Iglesia católica, que, salvo excepciones, tal y como ha demostrado Emilio Mignone, bendijo la represión, la santificó, “cruzada por la fe”, y obtuvo a cambio importantes beneficios corporativos. Pero ese episodio de “barbarización política y degradación del Estado”, en palabras de Hugo Vezzetti, no hubiera sido posible sin la adhesión y conformidad de amplios sectores de la población. “Por algo será”, decían muchos para justificar que se llevaran a tanta gente. Miedo, silencio, complicidad, y también una convicción de que el orden de la dictadura era preferible al “caos” y violencia anteriores. Víctimas y victimarios Dictadura militar Argentina 1976-1983 Existen numerosas pruebas incontrovertibles frente a aquel exterminio que pretendía no dejar ninguna. Y la muerte de Videla nos lo vuelve a recordar. “¡EN NOMBRE DE DIOS!” Lo que hemos escrito es un horror. Y siempre queda la palabra de Monseñor Romero. Reproducimos, una vez más, sus últimas palabras en Catedral. Ojalá nos ayuden a todos a vivir con justicia y esperanza en este mundo de masacres. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: no matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión! 9