DEJEN QUE LOS NIÑOS SE ABURRAN EN PAZ POR SILVINA PINI DIRIGEN LA VIDA DE QUIENES LOS CRÍAN, SON UN PROBLEMA PARA LAS ESCUELAS Y UNA PESADILLA PARA LOS ESPACIOS PÚBLICOS. NADA LOS DETIENE Y CON SU MOVIMIENTO PERPETUO RECLAMAN: ¿DÓNDE HAY UN PADRE? Todos los sufrimos. Tengamos o no hijos, sobrinos, ahijados que adoramos: son los chicos maleducados que andan por la vida como pelotita de flipper, golpeando bandas y rebotando. El tema es que uno, un perfecto desconocido, hace de banda involuntaria. Se los padece en todas partes, en especial en negocios de espacio reducido, restaurantes, cines, colectivos, casas de amigos sin hijos de su edad, en realidad, en cualquier lugar que no esté específicamente diseñado para ellos: clubes, plazas, peloteros, ciber… Si están en un restaurante, le hablan al mozo como si fuera un esclavo del siglo XVIII, se pelean con otros chicos a los gritos como si estuvieran en una isla desierta, corren entre las mesas, tiran veinte veces los cubiertos al piso, les piden probar el postre a los de la mesa vecina, se interponen en el paso de camareros que clavan los frenos al borde del infarto evitando volcarles un plato de ravioles en la cabeza. Estas criaturas poseídas no son huérfanos, en alguna mesa están los responsables, los padres, que en el mejor de los casos se muestran impotentes y avergonzados y en el peor, absolutamente anestesiados a las acciones contaminantes de sus hijos. Ya hay hoteles y edificios que los han declarado personas indeseables y no admiten menores de doce años. En algunos restaurantes los ven entrar y con sonrisa nerviosa les enchufan hojas y crayones, los mozos los atan a las sillitas altas con dos servilletas “para que no se caigan” y los más decididos, directamente prefieren sacrificar metros de salón para armar un pelotero donde confinarlos al sudor de correr y rebotar del que tanto disfrutan mientras los adultos hacen como si no existieran. Para estos chicos hay dos cosas insoportables: el tiempo y el aburrimiento. No saben esperar, no soportan que los minutos se sucedan sin que salte un payaso en paracaídas. Cuando no hay entretenimiento, cuando el tiempo no está auspiciado por una diversión, las cosas se suceden con excesiva lentitud, se aburren y no se la aguantan. No aguantan el tiempo en el que pasa nada, sólo el tiempo. Porque son así, es que durante la semana tienen una agenda más agitada que la de Cristina; o quizás porque tienen una agenda más agitada que la de Cristina es que son así. Ya casi no existen los chicos que salen del colegio y se van a la casa a… hacer nada. Van a inglés, plástica, fútbol, computación, danza, un arte marcial –ahora están apareciendo nuevas opciones como yoga y cocina para los que probaron todo lo anterior y ya se aburrieron- y si no, van a la casa de un compañero. El tema es no tener ni un ratito libre hasta que llegue la hora de bañarse, comer y dormir para vuelta empezar. Livin’la vida loca. EL NEGOCIO GRIEGO La palabra ocio –que la RAE define como inacción, total omisión de la actividad- ha tenido un raro desarrollo en la historia. El diccionario etimológico de Corominas –muy divertido para abrir en momentos de ocio- dice que “escuela” deriva del griego skhole (ocio, tiempo libre). Para los griegos entonces, el skhole era el tiempo libre en el que se aprendía, un tiempo sin actividades programadas donde se podía dejar vagar el pensamiento y descubrir algo interesante. En el mundo romano, el ocio fue entendido como descanso del cuerpo y del espíritu, imprescindible para volver a dedicarse al trabajo o neg-ocio. El cristianismo le da un nuevo giro y acerca el ocio al pecado capital de la pereza. Esta última versión –opuesta a la de los griegos- parece ser la que nos domina: aquel que tiene demasiado tiempo libre, que se ha quedado afuera del vertiginoso torbellino de actividades, los que no rompen su propio récord de hacer la mayor cantidad de cosas en el menor tiempo posible, son abúlicos, fracasados o cumplieron los cien años. En cualquier caso, no pertenecen a este mundo. Los chicos amenazados por el aburrimiento van a la escuela, donde despliegan con mayor o menor frenesí el cosquilleo mental y físico que los acosa. Maestros y directivos hacen los que pueden por hacerlos entrar dentro de la masa de comportamiento promedio que no admite perfiles muy altos, menos aún disruptivos; pero cuando agotan los recursos, levantan la banderita del neurólogo rogando que diagnostique ADD y aplaque a la pequeña bestia con ritalina. El equilibrio químico que se persigue en esta época –fluoxetina (Prozac) para los grandes, ritalina para los niños- es una idea que ya se le había ocurrido a Aldous Huxley en Un mundo feliz, donde el soma, las pastilla mágica, ponía fin a todos los problemas. Pero el malestar se las arregla para insistir. No se trata de una cuestión educativa ni de falta de información. Con tanta autopista informativa, cualquier padre sabe de memoria el discurso acerca del significado y la importancia de poner límites a los hijos. Y hasta lee preocupado manuales de autoayuda y subraya los trucos sobre cómo tener éxito. Pero si falta carne, es como un mal actor, no hace llorar a nadie. El padre flaquea en todas partes, cascoteado por la transversalidad informática y anónima, la igualdad al extremo. Todos somos iguales ante internet, donde abundan los nicks y casi nunca un apellido. El del padre. La ciencia aporta lo suyo avanzando en la procreación que se saltea el acto sexual y, el logro más reciente, prescindiendo ya de todo aporte biológico masculino. Pero el malestar no se calla: los chicos malcriados se reproducen más rápido que un virus de pc. Y molestan a todo el mundo. GdM Comandancia Gutural copiado libremente de: La Mujer de mi Vida N°54, otoño 2009, pág 28, Buenos Aires, Argentina. (en internet http://www.lamujerdemivida.com.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=59 )