Fundar un Pueblo, volver a la tierra. Como pensar en el mundo que se avecina Carlos Muñoz Gutiérrez II. Lo Político 5. El Derecho La democracia griega o la república romana es un momento en la historia en el que los objetivos y deseos de la comunidad se obtienen a través del uso del logos, aunque aquí debemos entender logos como palabra, como proceso de persuasión y de deliberación racional y no tanto como ley racional o racionalidad universalizable. Es verdaderamente irrelevante ahora si la palabra caía en usos sofísticos o filosóficos. Aunque ya hemos visto que en la actitud filosófica, la que introduce Platón, se esconden elementos simbólicos de notable peligro respecto precisamente a la organización política resultante de la palabra; no es de extrañar, entonces, que tanto la democracia ateniense como la república romana terminasen en formas imperiales asentadas en formas jurídicas tras una conquista violenta del territorio. A pesar de la historia, y es el caso de los sofistas y de Aristóteles, el uso de la palabra en la gestión de lo común como medio para la obtención de fines no conlleva necesariamente una transformación política del territorio. Quizá, y es fácilmente observable, la palabra contiene importantes limitaciones a la hora de hacerse oír o de transmitir la expresión que lo común necesitaba y por ello solo puede funcionar en comunidades localizables y alcanzables con la voz y la vista. En el lenguaje impera una convención tácita de veracidad y de sinceridad que consigue disponer a los hombres en una cultura del corazón —como nos dice Walter Benjamin—. Naturalmente la palabra como medio de solución de problemas solo funciona mediatamente y, en consecuencia, requiere de la técnica. Si en Atenas aparece la democracia como forma de gestión de lo común, es porque se ha desarrollado la técnica del logos, de la deliberación racional o del uso de la palabra para lograr acuerdos entre intereses diversos (no es de extrañar que con la isonomía de la ley aparezca la isegoría de la palabra) que introduce la filosofía, el teatro o el arte en general. Obsérvese que el engaño solo aparece sancionado en los sistemas de leyes muy tardíamente y no por razones morales sino para parar o poner bajo control la reacción posible del engañado. Una legislación que contemplara el engaño o la mentira como castigo de forma generalizada produciría la parálisis completa de la 1 sociedad, pues significaría erradicar el lenguaje como técnica de mediación entre las personas. La singularidad de la democracia ateniense podemos situarla ahora alrededor del uso de la palabra para la gestión de lo común, que, decíamos, no es ni lo público ni lo privado. Esta distinción es fruto de la aparición del derecho y que nos llega especialmente de la mano del imperio romano y, en general, de toda forma imperial arcaica que se apodere del territorio y sobrecodifique toda forma heterogénea de organización previa. Esta sobrecodificación se hará, precisamente, a través del derecho y de la constitución de un estado de derecho. Pero antes, la captura imperial es siempre un ejercicio de violencia con la que fundar el derecho. Walter Benjamin nos describe en su Hacia la crítica de la violencia1 el papel fundador de derecho que contiene la violencia. Partiendo de la definición de Max Weber de Estado2 como monopolio legítimo de la violencia, Benjamin reflexiona que el interés que puede tener el Estado de monopolizar la violencia frente a las personas individuales no se explica por la intención de preservar los fines jurídicos (aquellos fines cuya obtención a través de la violencia obtienen un reconocimiento de carácter histórico general, define Benjamin), sino que responde a la necesidad de salvaguardar el derecho como tal. Si entendemos la violencia como un medio para lograr con la mayor rapidez posible un fin cualquiera, es evidente que no escaparíamos de una violencia depredadora como podemos encontrarla en el mundo natural o en la vida de los animales salvajes. Entre los hombres, la violencia para la obtención de fines naturales (aquellos que no han sido reconocidos históricamente o no lo han sido todavía, define Benjamin) posee un carácter instaurador de derecho. Por este motivo, entiende Benjamin, el empeño de todo Estado para monopolizar el uso de la violencia. Primero, porque mediante su uso se origina el estado de derecho y, segundo, porque a través de su monopolio se asegura la obtención de los fines jurídicos que se han establecido en los códigos legales. 1 BENJAMIN, WALTER. «Hacia la crítica de la violencia», publicado originariamente Archiv für Socialwissenschaft und Sozialpolitik, en agosto de 1921. Traducción de Jorge Navarro Pérez en Obras II, 1, Abada editores, Madrid, 2007, pp.183-206. 2 Cfr. WEBER, MAX. Politik als Beruf (1919). Traducción de Joaquín Abellán, La política como vocación, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007. La famosa definición dice lo siguiente: “El Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas” 2 La argumentación de Benjamin se centra en el análisis de las contradicciones que inevitablemente presenta el derecho independientemente de su fundación violenta. ¿De qué modo podría establecerse un sistema positivo de leyes, y, sobre todo, de qué modo puede lograr su legitimación, si no es mediante la amenaza implícita del uso de medios violentos? O mediante la palabra, como hemos visto que ocurre en Atenas en unas condiciones muy específicas o, si no, mediante la captura violenta a la que se pone fin mediante la instauración de un Estado de derecho. Así podemos contemplarlo con la llegada de los imperios tanto del imperio de Alejandro Magno, como del imperio romano. Benjamin generaliza su reflexión a partir de las relaciones que podemos ver entre el derecho de guerra y la violencia de guerra. Si la paz adquiere algún significado lo hace frente al hecho desencadenado de una guerra. O se alcanza el exterminio total, cosa que hemos visto resulta difícil y costoso, o se termina en una claudicación que se rubrica jurídicamente en un tratado de paz y que especifica la nueva situación política de los bandos participantes. Ya hemos comentado el único efecto posible, cuando la violencia se ejerce o, sencillamente, amenaza de un modo supremo como condena a muerte. Sin duda, y por muchas discusiones que se quieran aportar, la pena de muerte no tiene en ningún caso la finalidad de sancionar la infracción del derecho, sino establecer el nuevo derecho o de mantenerlo. No hay medios inmediatos de solución de conflictos que no sean violentos. La hipótesis contractualista no funciona sino como una hipótesis teórica. Aunque los participantes en un contrato decidan firmar pacíficamente, las razones de tal firma se fundan en la posibilidad de la violencia contra los disidentes o contra los que lo incumplan en el futuro. Todo contrato concede a cada parte el derecho a ejercer la violencia contra el que lo rompe o incumple. De ahí la necesidad de monopolizar el uso de la violencia legítima por parte de un poder de derecho, porque de lo contrario no se darían nunca las circunstancias en las que un contrato pudiera establecerse entre partes en conflicto, pues no podría asegurarse su fundamento. Ahora bien, se pregunta Benjamin, ¿qué fundamenta la violencia? Es decir, por qué los hombres consienten en ponerle fin, lo que no ocurre en el mundo salvaje de los animales. ¿Cómo es que la violencia conlleva la capacidad de fundar derecho, de aceptar el statu quo que genera su uso? Benjamin apela a una violencia originaria, que se cierne sobre los humanos sin provenir de ellos, violencia mítica, la denomina. La violencia mítica la concibe Benjamin como una manifestación de los dioses. Con esto detectamos un rasgo adicional de la violencia que no es solo ya fundadora o 3 mantenedora de derecho, que no es un medio para la obtención de fines, sino que es sencillamente la manifestación de la ira. Los dioses no emplean la violencia como medio, tampoco con ella expresan su voluntad, solo manifiestan con su uso su existencia. Así pues, la violencia, que se funda en una violencia mítica, tiene una doble función. Por un lado, como instauradora de derecho aspira como fin a aquello que se instaura precisamente en tanto derecho. Ahora bien, una vez establecido el derecho, no renuncia al uso de la violencia, sino que la convierte en instauradora de derecho al instaurar bajo el nombre de “poder” o “autoridad” un derecho que no es independiente de la misma violencia. “La instauración del derecho es instauración de poder y por tanto, es un acto de manifestación inmediata de violencia”3 El poder es el principio propio de toda instauración mítica del derecho. Ante las guerras míticas, la instauración de la “paz” es el fenómeno primordial de la violencia instauradora de derecho. Por eso, como veremos más adelante, toda forma jurídica y de organización política procede de la clemencia de aquel que tiene el poder sobre nuestras vidas o, sencillamente, nos la concede. Quien nos concede o nos da la vida lo hace bajo las condiciones que quedan establecidas simbólicamente en forma de ley. Al poder le debemos la vida, que nunca podremos empezar a pagar, y al derecho que nos codifica y etiqueta le debemos las condiciones en las que esa vida va a desarrollarse. Naturalmente, decíamos, aquí reside la plusvalía de código con la que se sobrecodifican los símbolos. Por eso afirmábamos antes también que las clases son el resultado de la inscripción que la plusvalía contenida en el proceso de préstamo o donación hace sobre el que presta y sobre el que recibe, y sobre los derechos que se conceden por igual a los que sobre ellos se ejerce la violencia. Pero, naturalmente, “derechos iguales” para partes desiguales significará que para ambas partes hay una línea que no se puede atravesar, aunque para la parte “poderosa”, evidentemente, atravesarla no tiene ningún interés. Benjamin nos lo muestra muy plásticamente citando a Anatole France que afirmaba que: “Las leyes prohiben por igual a pobres y ricos dormir bajo un puente, mendigar en las calles y robar pan.” 4 Frente a la violencia mítica que instaura derecho, castiga o exculpa y pone límites, Benjamin recoge también una violencia de otras características, la violencia 3 V. BENJAMIN, W. Op. cit. p. 201. 4 divina. La violencia divina es naturalmente la que procede de Dios mismo y no de una 5 elaboración mítica de los dioses, como lo expresa el poema de Cavafis : La intervención de los Dioses (Mayo 1899) Heartily know .................... The gods arrive EMERSON Rémonin.—...Il disparaîtra au moment nécessaire; les dieux interviendront. Mme. De Rumiéres.—Comme dans les tragédies antiques? (Acto II, sc. I) Mme. De Rumiéres.—Qu’y a-t-il? Rémonin.—Les Dieux sont arrivés. (Acto V, sc. X) ALEXANDRE DUMAS, Fils. L’Étrangère Ahora pasará esto y después aquello; y más tarde, en un año o dos (según creo), tales serán los hechos, será tal su carácter. No volveremos a pensar en un mañana lejano. Por lo mejor tendremos que esforzarnos. Y cuanto más nos esforcemos, tanto más malograremos y complicaremos las cosas, hasta encontrarnos en la mayor confusión. Entonces nos detendremos. Será el momento en que intervendrán los dioses. Siempre vienen los dioses. Bajarán de sus máquinas y salvarán a unos y a otros los eliminarán a la fuerza; y cuando implanten su orden se retirarán. —Y luego este o aquel harán lo que les toca y, con el tiempo, los demás, lo suyo. Y de nuevo volveremos a empezar. La violencia divina se enfrenta a la mítica y al orden que ésta constituye. Aniquila el derecho, lo destruye ilimitadamente y por eso redime. Es una violencia en la que cabe depositar una esperanza revolucionaria, que disuelve los órdenes aun a costa del sacrificio. Si la violencia mítica deriva de la culpa de la vida natural y 4 FRANCE, ANATOLE, Le lys rouge, París, 1894. Puede encontrarse una traducción de descarga gratuita en Ediciones del Sur, Córdoba, Argentina 2005, p. 92. 5 Cavafis, C.P. «Poemas inéditos (1884-1923» en Poesía Completa, Traducción de Pedro Bádenas de la Peña, Alianza Editorial, Madrid, p. 223 5 consigue expiar y redimir al culpable, no de la culpa sino del derecho, la violencia divina es violencia sangrienta sobre la vida a causa de lo vivo. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta. Condenados o mártires son los sujetos de estas violencias diferenciadas. Naturalmente la violencia divina puede ser incruenta, la violencia mítica en la que se funda el derecho siempre es sangrienta. Sobre estas ideas es más fácil comprender el carácter tan particular de la violencia de Estado. A diferencia de lo que pensaba Marx, ésta no depende del modo de producción. Marx constata que en el capitalismo hay una violencia que pasa necesariamente por el Estado, pero como vemos, es una violencia ya hecha y que hace posible el modo de producción. La violencia instaura los códigos, estratifica el territorio y distribuye a la gente en ellos, instaura el derecho que los regula y edifica las condiciones en las que se va a producir. La violencia contribuye a crear aquello sobre lo que se ejerce. La sobrecodificación de Estado es precisamente esa violencia mítica que instaura derecho y que gana autonomía en la forma de policía, como manifestación de poder. Preexiste originariamente en la mera vida y por eso el Estado parece que no es responsable de ella, muy al contrario se nos muestra librándonos o salvándonos de ella. El Estado aparece como protección y defensa de lo nuestro frente a los “violentos”, así legitima el uso de la violencia jurídica contra ellos para que reine la paz. Y también, le deberemos por ello. De este modo, a través del derecho, es como aparece la distinción público/privado. Lo público ya no es un espacio de visibilidad, sino la colección de medios que se ejercen para salvaguardar lo privado o la disposición de bienes y servicios para que lo privado entre en un canal de intercambio. El imperio Romano hace progresar lo común hacia lo universal gracias al derecho que instaura la violencia de la conquista, pero con el único interés ahora de extraer la autoridad y la obediencia a ella de cualquier interés particular humano o divino. Aun cuando los emperadores sean todavía linajes hereditarios, por encima de ellos existe la ley cuya autoridad no tiene más fundamento que la universalidad de su obediencia. El derecho romano, como norma por encima de la cual nada puede producirse, logra universalizar la comunidad para crear el imperio, y lleva su autoridad escrita en derecho positivo allí donde la vista ya no alcanza. Consigue así mantener codificadas las alianzas particulares, los contratos, en el recién inventado espacio de lo público. Es el derecho romano el que inaugura el contrato como forma de relación entre iguales, es decir, donde no hay un linaje que prolonga el origen sino que reproduce la espontaneidad del acto fundacional en un espacio de publicidad, de visibilidad permanente. Lo político es, sobre todo, el lugar donde no son posibles los 6 préstamos, ni las donaciones. Eso, si ha de producirse, queda reducido al ámbito de lo privado, donde se labora para subsistir, donde hay propiedad y riqueza, y, en consecuencia, necesidad y carencia. Lo público, si ha de existir, viene después de que en privado, uno haya conseguido mantenerse con vida. Es cierto, que el derecho romano abre una brecha en la idea de lo común, por cuanto, para asegurar la promesa, la palabra dada de que la deuda se satisfará, saca a lo público lo que tiene un origen privado y así poco a poco, como lo piensa Nietzsche, el Estado se convierte, en primera instancia, en testigo y valedor público de los intercambios privados. Con esta acción se apropia de la plusvalía de código de los prestamos y se convierte en registro de las deudas. En la modernidad, a través de esta función de garante y registro terminará absorbiendo todas las deudas, por cuanto los particulares privados que lo convocan contraen con él una deuda y quedan codificados bajo las inscripciones y etiquetas que sólo el Estado, como autoridad garante, puede imprimir en los cuerpos. Lo común, en la modernidad, desaparece por completo; transformándose precisamente no en un espacio de intercambio, el mercado, como tradicionalmente ha sido interpretado, sino en el registro en donde se inscriben los préstamos y se establecen las deudas. Naturalmente, la desaparición de lo común conlleva inevitablemente la extinción del pueblo, del demos, en su lugar una masa de átomos individualizados lucharán por su intereses particulares y apelarán al Estado para que defienda sus pertenencias y posesiones. Publicado en versión electrónica en amazon: http://www.amazon.com/dp/B00FU8J2CO 7