tiempo en lances tan apretados ni variar hasta haberlo conseguido el principal intento de cortar la calentura por el auxilio infalible que nos ha dejado la providencia y de que carecieron nuestros mayores. Divertir la atención en socorrer los síntomas con otros auxilios, como no sean tópicos, que retarden las tomas del antídoto o embaracen su saludable operación, por la llenura de aguas y caldos, en cuya administración, a título de reparar la flaqueza, tocan la raya de una intolerable impertinencia los oficios de los asistentes, sería dejar los enfermos en brazos de la malignidad. Por tanto, conviene abandonar el alimento en aquel corto espacio de veinte o treinta horas, por embalsamar, para explicarnos mejor, con el jugo virtual de la quina, todo el sistema nervioso por cuantos poros y vasos bíbulos presenta la superficie interior de todo el estómago y dilatado canal intestinal. Estos son justamente los casos de recurrir al uso frecuente de las lavativas hechas con la masa fermentada de la misma especie naranjada disuelta en agua hirviente, porque siendo el fin esparcir un vapor quinoso por todas las entrañas, sería contra el intento mezclar a tales ayudas cualesquiera otras drogas y ningunas serían más nocivas que las purgantes. No se ha de aflojar un punto hasta conseguir por este método librar al enfermo del nuevo insulto para sujetarlo después al mismo régimen de convalescencia que dispusimos antes. Llegamos a los casos demasiado frecuentes de hallarse las intermitentes en cuerpos mal dispuestos. No podemos aquí prescribir un método tan general como el anterior, ni extendernos a otros tan circunstanciados como parece lo exigirían las posibles complicaciones que diariamente ofrece la práctica de estas enfermedades en todas las regiones. Bastará por ahora exponer nuestras ideas en los casos más comunes y en su inteligencia no será difícil adaptarlas a todos los posibles gobernándonos por los conocimientos anteriormente declarados acerca de las virtudes peculiares a las especies oficinales y las que podrán deducirse de otros puntos que iremos tocando en los restantes artículos. Reduciendo, pues, a dos ramas principales las intermitentes complicadas, colocaremos en una todos los casos en que de nuevo acometen las calenturas a personas más sanas y trabajadas de algunas enfermedades antecedentes y en otra las más comunes, en que las mismas calenturas han producido males originados de yerros del paciente o de remedios mal aplicados, y éstas son las vulgarmente conocidas con el título de pertinaces y rebeldes. Aseguramos, desde luego, que en ninguna de tales intermitentes, a excepción de las malignas, se ha de intentar a los principios la curación con la especie naranjada o lo que viene a significar lo mismo, no se debe proceder de golpe a cortar esas calenturas, como ciertamente lo ejecutaría el antídoto con grave perjuicio del enfermo. Aquí vienen muy bien, y en este punto estamos todos de acuerdo, aquellas cautelas juiciosamente inventadas por los sobresalientes prácticos; pero seguramente se había ignorado que para no perder tiempo y dirigir mejor las curaciones teníamos muy aventajados recursos en las otras especies. En efecto, introduciendo en nuestra práctica estos poderosos auxilios, al paso mismo de irnos oponiendo directamente a las causas ocasionales que residen en el conjunto de varios males, no deja también de combatirse indirectamente la causa predisponente, en fuerza de las propiedades comunes a todas las quinas. La felicidad, que debemos esperar de la nueva práctica, no sólo consiste en elegir con acierto la especie indicada por el conocimiento anterior de sus virtudes eminentes, sino también en determinar mejor las drogas medicinales, que se le deben asociar, según lo pidan las circunstancias particulares. No podemos dar reglas generales que igualmente nos obligarían a tratar de sus muchas excepciones (fol. 70), mucho menos emprender un tratado completo de medicina práctica: bastará el buen tino del profesor a desenvolver nuestras ideas, apoyándolos en los preceptos de la teórica y de la práctica de la ciencia médica. No obstante, si hubiéramos de aventurar alguna, la reduciríamos a ésta como la más general: la quina amarilla debe ocupar su lugar con preferencia en las intermitentes, complicadas con vicios antecedentes, pero la blanca en las rebeldes. Proponemos esta regla con toda la generalidad que puede permitirlo el número ilimitado de complicaciones posibles. En el concepto de que por la propiedad purgante de la amarilla, con la de su sobresaliente amargo acibarado, admite mejor esta especie la combinación de cuantas drogas aperitivas, catárticas y estomacales se le quieran agregar, según el principal y más común intento de desobstruir, purgar y fortalecer; la reputamos como la más conducente a llenar las indicaciones principales o accesorias en los vicios crónicos, para remediar con la brevedad posible los humores viciados en toda la masa, no menos que las pervertidas funciones digestivas. Por el contrario, en las intermitentes rebeldes no tanto se ha de atender a desobstruir y evacuar de pronto, cuanto a enmendar, con la debida lentitud, las profundas raíces que echaron en las entrañas, restablecer la libertad de la transpiración por la combinación de la zarza, que admite admirablemente la quina blanca, sin que resista la compañía de algunas drogas apropiadas a las urgentes indicaciones. Mucho más raros son los casos en que conviene el uso de la quina roja. Su eminente astringencia, no sólo no favorece aquella común indicación en los casos de que vamos tratando, de restablecer la conveniente elasticidad de los sólidos, adelgazar los líquidos y disponer su evacuación, sino que muy al contrario se le opondría directamente, causando los efectos funestísimos de mantener y aumentar la rigidez y obstrucciones de las entrañas. Con todo eso no dejarán de ocurrir algunos en que la debilidad de la fibra y abundancia de serosidades y humores linfáticos por complexión o vicio adquirido en niños y jóvenes, indiquen el uso de esta especie, que cuadrará oportunamente, con tal que no haya la menor sospecha de obstrucciones tan familiares en las edades mayores y más avanzadas. Sea la que fuere la especie indicada en consecuencia de estas ideas generales, quisiéramos que sus tisanas se administrasen a todos los enfermos sin nuevas alteraciones contrarias a la sencillez de nuestro formulario y sin la mezcla de otras drogas que las hicieran repugnantes y fastidiosas. Importa mucho familiarizar las gentes con ideas más favorables de las que tienen de la quina. Nuestras fórmulas le han conciliado sin detrimento de sus virtudes, el sabor más agradable en lo posible para que los paladares enfermos, a quienes es justo contemplar, por repugnarles hasta el alimento más gustoso, admitan sin tanto horror el uso frecuente de una corteza tan fastidiosa y resistida por su ingratísimo amargo. A este intento se ordenarán, en forma de electuarios, opiatas o pildoras los remedios convenientes que podrían todavía desfigurarse mejor en las masas fermentadas de la misma especie de quina, cuya tisana se administrará por separado. Habíamos reservado para este lugar la resolución del problema tan controvertido entre nuestros prácticos, si conviene asociar purgantes a la quina o abstenerse de ellos durante el uso del febrífugo y todo el tiempo de convalescencia. Sydenham abrazó este último partido con tanto empeño que estableció por máxima prohibir hasta el uso de la más simple lavativa. Veamos sus mismos términos con que la prescribe: «Se ha de advertir que aunque tratando en otra parte de las calenturas intermitentes, aconsejé que no se omitiese la diligencia de purgar al enfermo después de vencida la enfermedad, quiero que se entienda esto solamente de aquellas calenturas que faltaron espontáneamente o se ahuyentaron por otros remedios o métodos diversos del que practicamos con la corteza peruviana. Este último ni necesita ni sufre los purgantes. Tan eficaz y poderosa es dicha corteza, sin el auxilio de los catárticos, que no solamente corta los paroxismos sino también enmienda la discracia que ellos causaron en el cuerpo. Por tanto se deben evitar cualesquiera evacuaciones, pues el catártico más suave y aun también una sola lavativa de leche azucarada, ciertamente pone al enfermo en peligro de ser (fol. 71) nuevamente acometido y caer en la misma enfermedad» (143). Desde aquellos hasta nuestros tiempos se nos repite en los libros esta máxima, y los prácticos la observan rigurosamente o la quebrantan, según la buena fe con que la recibieron de su autor o los estrechos lances que los obligan a desampararla. En efecto, llegaron otros a mirarla con tanta desconfianza que hicieron regla casi general unir los purgantes a la quina. El arriba mencionado anónimo ha esforzado esta práctica y ha logrado atraer a su partido innumera(143) (144) (145) (146) Sydenham, Epist. Responspág. 386. De recóndita febrium &, lib. 2, cap. 5. Nuevas utilidades &, § 39. Allí mismo, § 31. — 140 — bles profesores a pesar del miedo que se tenía de la quina con los purgantes, por la sospecha de salir aquélla con éstos, y por lo mismo incapaz de obrar sus efectos. Ellos reclaman a su favor la experiencia. Oigamos al autor citado: «No es menos necesario mantener el vientre moderadamente suelto en todo el curso de la curación, porque llevándolo así blandamente, como si fueran espontáneas las evacuaciones especialmente si en ellas se arrojan los humores biliosos, se consigue destruir con mayor facilidad la hoguera del mal. Así lo confirman las observaciones, pues frustrado muchas veces el éxito de los febrífugos, se logra por lo común asociándoles los remedios laxantes... Verdad es que esta práctica se opone a la opinión de muchos que tienen por pecado mover el vientre en todo el curso de la enfermedad, y aseguran, con el testimonio de Sydenham, que repetiría la calentura ya curada luego que se purgara el enfermo; pero esta opinión carece de fundamentos» (144). Nuestro Alsinet, versadísimo en la práctica de las periódicas y cuyo testimonio puede contrapesar en esta parte al de Sydenham, ha preferido también este método y decide que «la quina obra con más seguridad cuando mueve algunos cursos, y aun es práctica corriente de los buenos médicos mezclarla en ciertas ocasiones algún purgante, etc... (145). El medio de que los purgantes, y lo que es más las ayudas, sirven de alborotar y hacen revenir las periódicas curadas con la quina, no se funda realmente en la experiencia, Yo por lo menos he experimentado muchas veces lo contrario y que la quina, asociada con cierto purgante, en sus particulares casos, cumple con mayor eficacia y fidelidad» (146). Tales son éstas como las muchas contradicciones acaecidas en la práctica del febrífugo. Cada partido alega la experiencia en su favor, y por consecuencia necesaria se perpetúan sin término las disputas, se mantienen las opiniones diametralmente opuestas sin esperanzas de conciliar ambos partidos. Celebramos haber llegado la ocasión de dar un testimonio en favor del justo aprecio que hacemos del benemérito profesor inglés, cuya reputación no hemos pretendido vulnerar en nuestras anteriores reflexiones, puramente dirigidas a desterrar en lo posible las preocupaciones y yerros inculpables. Gobernada nuestra pluma por el bien de la humanidad y el crédito de la profesión en edad y circunstancias las más favorables, conservar en nuestros escritos la imparcialidad y debido respeto a los sabios de todos los siglos y naciones, nunca la hemos empleado ni emplearemos en delinear borrones que puedan empañar la bien merecida estimación de autores tan esclarecidos. Tenemos, pues, sobrados fundamentos para disculpar al ilustre Sydenham en este punto, con la satisfacción de aprobar igualmente la práctica del opuesto partido. Todos alegan, con razón, la experiencia, pero no pudieron descubrir el origen de unos efectos tan contrarios. Veámoslos ya, naturalmente, deducidos de la sucesión y alternativas casuales de las tres especies llevadas a Europa, sin conocimiento del comercio ni advertencia de los profesores. Estas nos suministran las luces necesarias para conciliar en un momento las contradicciones de todo un siglo. Traigamos a la memoria que Sydenham hizo su práctica participando de las dos épocas de quinas, naranjada y roja; que obrando aquélla directamente sobre el sistema nervioso y ésta indirectamente, sin la propiedad de combatir ninguna de ellas las causas ocasionales residentes en las primeras vías (fol. 72), como lo hace directamente la amarilla, era muy natural que cualquiera revolución ocasionada en un cuerpo convaleciente por los purgantes y lavativas fuese bastante para excitar manifiestas alteraciones en los nervios y renovar el paroxismo. Así debió experimentarlo aquel ilustre profesor, y pudieron también observarlo todos los prácticos, que valiéndose sin conocimiento y sin arbitrio de las dos especies, en sus respectivas épocas, se vieron obligados a seguir IB opinión de Sydenham, dejándola propagada en sus escritos hasta la tercera en que, sustituida la amarilla, deja ya de observarse la repetición de la calentura por el uso de los purgantes. Si no acabamos de admirar bastantemente la feliz casualidad de haberse permutado la especie roja por la amarilla, en beneficio de las intermitentes publicadas, cuya introducción sobre haber disminuido los funestos acaecimientos de la segunda época ha facilitado también las nuevas tentativas; tampoco dejaremos de advertir su poderosísimo influjo en restablecer el crédito de la quina y en darnos las ideas más exactas para conciliar mil he-