el sacerdocio ministerial en la sinfonía de las vocaciones

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EL SACERDOCIO MINISTERIAL
EN LA SINFONÍA DE LAS VOCACIONES
El sacerdocio ministerial es
una más, aunque en función
de la santidad de todo el Cuerpo, entre los servicios y ministerios que dimanan de la consagración del bautismo, en
una eclesiología de comunión.
ESTUDIOS
Autor: Anne Marie Pelletier. Profesora de la Escuela Práctica de Estudios Superiores y en la Escuela de la
Catedrall.
Os parecerá paradójico el ver que una reflexión dirigida a la vocación sacerdotal la inicia un laico, que además es, una mujer laica. ¿Por
qué razón, sobre un tema como éste, no dar la palabra en primer lugar
a un sacerdote o a un obispo? La sorpresa es legítima. Y no obstante
esta pequeña extrañeza, el que se comienza por mi intervención, puede
ser un precioso mensaje. Efectivamente es el recuerdo discreto pero
esencial de que la realidad que se divisa en el horizonte de todo, la que
puede comunicar la identidad del sacerdote y de su misión, es la Iglesia de Cristo en su totalidad, la vida del Cuerpo total de Cristo.
Esta Iglesia de Cristo que san Pablo describe muchas veces, en
especial en la carta a los Romanos, como sociedad de «santos», de
«santificados», que existen como un cuerpo orgánico: «Porque, lo
mismo que nuestro cuerpo siendo uno tiene muchos miembros y que
no todos tienen la misma función, así también nosotros, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, al quedar unidos a Cristo. Y somos
unos miembros de los otros» (Rom 12, 4-5). En consecuencia, todos no
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hacen lo mismo, cada uno ocupa un lugar singular que define la vocación que él ha recibido de Dios, pero es el mismo Señor el que llama,
para la misma santidad, alimentada en la misma fuente de la gracia.
Siguiendo su reflexión, Pablo precisa un poco más adelante: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo; si vivimos,
vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor» (Rom 147-8) Por lo tanto, si es necesario desplegar toda la riqueza contenida en
estas palabras, es preciso que digamos que cada uno vive por el Señor,
o dicho de otra manera, a partir de él, para todos los que Dios le confía, sea cual sea el título.
He aquí la razón por la cual, si queremos identificar justamente el
sacerdocio ministerial en la Iglesia, delimitar su puesto único e irreemplazable, es preciso decir una y otra vez, para comenzar, cómo este
sacerdocio no existe en sí y para sí, a la manera de una vocación eminente que no haría otra cosa que dominar a las demás desde su singularidad. Necesario es repetirlo –para entender el tema de este encuentro– que éste no es verdaderamente descubierto más que cuando es
identificado en el conjunto de «la sinfonía de las vocaciones».
Partiendo de esta convicción, claramente expresada en los últimos documentos de la Iglesia sobre el sacerdocio, se propondrá aquí
una doble serie de reflexión: la primera, más antropológica, tendrá
como objeto subrayar el papel fundamental de la relación del «ser para
el otro», pero también del «ser por el otro», como ley de toda vida
humana,. Y consecuentemente, a fortiori, como ley de la vida de la
Iglesia, de la vida del Cuerpo de Cristo, él mismo testimonio fiel del
«para nosotros» de su Padre («¿Si Dios está con nosotros, quién estará contra nosotros...?», Rom 8, 31). En un segundo momento, y partiendo de esta lógica, se intentará situar el lugar y el rol del sacerdocio
ministerial en el seno del cuerpo de la Iglesia en su conjunto, es decir
constituido por todas las vocaciones y funciones que le proporcionan
coherencia y vida. Por último, tomando en consideración el abanico de
las vocaciones, concluiremos con algunos subrayados referidos al
«signo mutuo» que ellas, en su diversidad, parecen constituir, o deben
constituir, las unas por las otras.
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«LA ECONOMÍA DEL OTRO»
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Algunos recuerdos, pues, para comenzar, sobre una dimensión
fundamental de la vida, tal como Dios la ha hecho, la ha querido, tal
como ha querido que la viva cada generación, y que es como la ley
secreta de una vida auténticamente humana. Para identificar esta
dimensión necesitamos volver, un instante, a los «comienzos », o sea
por los primeros capítulos del Génesis. De estos textos tan elaborados,
y por lo tanto siempre nuevos y sugestivos, quisiera resaltar aquí la
manera cómo colocan en el centro de la creación la relación comprendida en el doble sentido de «ser para el otro» y «ser por el otro».
Esta relación fundante1 es manifestada por primera vez en Génesis 1, 27, cuando la humanidad es llamada, surgiendo en el sexto día,
de entrada articulada por la diferencia macho y hembra, masculino y
femenino, hombre y mujer. Después se repite de una manera más desconcertante pero sumamente perspicaz, en el capítulo 2, en el relato de
la creación de la mujer: Adán está solo, sufre por su soledad, se dice,
tiene deseo de un prójimo, en quien se reconozca y que, al mismo tiempo sea distinto de él. Tras una suerte de tanteo (la creación de los animales...), este cara a cara vital le es ofrecido en la persona de la mujer
«creada para el hombre» de la manera que comenta de forma abrupta
pero muy interesante (1 Co 11, 8) «pues no procede el varón de la
mujer, sino la mujer del varón2». En efecto, la mujer ha sido creada
para el hombre, en el sentido en el que, sin ella, según la estructura dramática que desarrolla el libro del Génesis, la vida del hombre se malograría, se abismaría en un narcisismo estéril y mortífero. Este es el pensamiento de Pablo que prosigue: «Así pues, en el Señor, ni fue creado
el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón; porque así como la mujer fue formada del varón, el varón existe a su vez
nacida de la mujer y todo procede de Dios» (1 Co 11, 9-12).
De esta manera, en la visión original de Dios, cada uno existe por
y para el otro, y esta relación no es ni una servidumbre ni una alinea1 Sobre esta cuestión consultar «La relation fondatrice», Anne-Marie Pelletier,
Paternité de Dieu et Paternité dans la famille, Conseil Pontifical pour la famille, Congreso del 3 de junio de 1999, Téqui, París, 2000.
2 «Crée pour l’homme?», Anne-Marie Pelletier, Renaissance de Fleury, Déc. 1995,
p. 31-40.
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ción porque esta cualidad relacional de la humanidad no hace otra cosa
que prolongar una realidad más fundamental, más original, y que es el
ser mismo de Dios de quien procede la creación. La humanidad es relacional porque su creador es un misterio de relación y de comunión. Se
notará de pasada que, en el relato del Génesis, tal como está redactado, esta profundidad ontológica de la relación –como referida al ser
mismo de Dios– aparece todavía velada; no está expuesta, explicitada;
hay que descifrarla. Quizás porque en principio la serpiente puede de
forma engañosa negarla haciendo creer que Dios está celoso del hombre. De otra manera, el relato se desarrolla de manera tal que el lector
atento tiene el medio de buscar la mentira reconociendo que el gesto
creador de Dios no tiene más razón que la de la pura generosidad y
superabundancia de vida de aquel que modela al hombre dándole el
goce del jardín del Edén.
En los primeros versículos del Génesis se diseña por tanto una
verdadera «economía del otro», por citar una expresión del padre Gustave Martelet3. Este texto afirma con fuerza que no hay humanidad
nada más que en la relación que hace que nadie, ni hombre, ni mujer,
pueda mantenerse por su propia origen, y menos aún que pueda considerar que es su propio fin, porque –por hablar con palabras de la revelación cristiana– esta humanidad nace de Dios que es pura relación,
desasimiento del Padre enviando todo al Hijo, anonadamiento del Hijo
que no quiere sino hacer la voluntad del Padre, en un vínculo de amor
del que brota el Espíritu.
Es precisamente esta disposición original de nuestra humanidad
que se encuentra enturbiada por el pecado. Rehusando ser «de otro»,
«por otro», «para otro», en este caso su Creador, la humanidad entra
desde ese momento en una experiencia difícil, perturbada, pervertida,
de todas las formas de relación que tejen la vida de los hombres, desde
la que existe entre el hombre y la mujer hasta la que une el hombre al
cosmos, pasando por las relaciones entre hermanos o también la que
tiene la humanidad entera con el mundo animal.
Evidentemente que es muy esclarecedor el constatar que el remedio que Dios aporta a esta situación en la Encarnación y la Redención
es el más impresionante «para el otro» que se pueda imaginar, porque
3 G. Martelet. Deux mille en d’Église en question, París, Cerf, 1990, tomo III, p. 301.
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recibiendo todo del Padre, entra en una obediencia perfecta al Padre, el
Hijo es el que según las palabras del símbolo de Nicea, «por nosotros
los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo». De esta manera el
«por el Padre» del Hijo es simultáneamente un «por nosotros los hombres», ya que la voluntad del Padre, que es también su gloria, es que
todos los hombres se salven. A hombres encerrados en fortalezas de
suficiencia, de desconfianza, de hostilidad, de odio, Dios concede que
miren a Aquel que da su vida «por ellos», que les entrega su cuerpo:
«Este es mi Cuerpo entregado por vosotros y por todos los hombres».
El fruto de esta salvación, su manifestación es precisamente que
los que la acogen, entran en la dimensión filial –vida de Cristo- por
Dios y para Dios, y, entrando en esta dimensión filial, encuentran el
camino de una vida fraterna, reintegran la lógica del «por el otro»,
incluyendo entre éstos al que es el enemigo.
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EL SACERDOCIO MINISTERIAL, PRESENCIA DE CRISTO PARA
LA VIDA, LA SANTIDAD DE TODO EL CUERPO.
Tal es pues, de forma resumida, esta antropología bíblica y, en
consecuencia, cristiana, unida a una teología que, en sí misma, reconoce a Dios como hogar de relación, misterio de intercambio y reciprocidad. Si es bueno detenerse un poco más en este punto, es porque
nos proporciona una preciosa introducción para reconsiderar el sacerdocio ministerial, para identificarle buscándolo precisamente en una
perspectiva relacional.
a) Sacerdocio de Cristo, sacerdocio bautismal, sacerdocio ministerial
El sacerdocio de Cristo
Para avanzar en esta dirección, el primer punto que nos es necesario recordar, es que existe un solo sacerdocio: el de Cristo, único
gran sacerdote de la alianza eterna, según las perspectivas ampliamente desarrolladas en la carta a los Hebreos. Por él, y él solo, tenemos
acceso al Padre, conocemos al Padre, somos reconciliados con el
Padre, somos hechos hijos del Padre. Se resaltará que esa centralidad,
muy explícita, muy subrayada, en la persona de Cristo es una caracte-
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rística feliz de los documentos conciliares ya se expresen sobre la Iglesia (Lumen gentium), ya sobre los presbíteros (Presbyterorum ordinis).
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Sacerdocio bautismal
En segundo lugar, como quiera que la obra de salvación consiste
en el gesto de Cristo que se pone en manos de los hombres, les hace
partícipes de todo lo que él es y todo lo que tiene, existe un sacerdocio
bautismal. Cada cual, en efecto, es bautizado en la muerte y resurrección de Cristo –más acá de toda vocación, de todo estado de vida particular– recibe en suerte el sacerdocio bautismal. «Al que nos ama y
con su sangre nos rescató de nuestros pecados, al que hizo de nosotros
linaje real y sacerdotes para su Dios y Padre» dice el Apocalipsis de
Juan (1, 5-6) También la 1ª carta de Pedro exhorta: «Al acercaros a él,
piedra vida desechada por los hombres, pero elegida y digna a los ojos
de Dios, también vosotros, como piedras, vais entrando en la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que acepta Dios por Jesucristo»
(1 Pe 2, 5) la iglesia deberá meditar incansablemente este misterio de
gracia, especialmente en la época patrística. Así por ejemplo Orígenes:
«...¿Ignoras que a ti también, o sea a toda la Iglesia y al pueblo de
los creyentes se le ha dado el sacerdocio? Entiende Pedro que hay que
calificar a los fieles como: “Raza elegida, sacerdocio real, nación
santa, pueblo adquirido” (1 Pe 2, 9). Tú participas de un sacerdocio,
porque eres una “raza sacerdotal”; en consecuencia, “Debes ofrecer a
Dios sacrificios de alabanza” (Hb 13, 15), un sacrificio de oración, un
sacrificio de misericordia, un sacrificio de pureza, un sacrificio de justicia, un sacrificio de santidad» (Sobre el Levítico 9, 1).
Volvemos a decir que esta cualidad sacerdotal deriva de la comunión con Cristo, es participación en el sacerdocio de Cristo que hace
que cada cristiano está llamado a ofrecer su ser y su vida con Cristo
para vida del mundo, a ser «cooperador de Dios» (1 Co 3, 9). «Descentrado de sí mismo sobre el padre y sobre nosotros, Cristo nos saca
a nosotros, a su vez, de nosotros mismos en él y consigue que su ser de
Hijo sea la principal dinámica del nuestro» comenta el p. Martelet4.
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Op. cit., p. 305.
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Hay aquí un halo de inmensidad y que muchas veces permanece
ignorado entre los cristianos, desde que, por razones históricas, la catequesis ordinaria se olvidó de enseñarlo. La teología del Vaticano II,
tanto como la incansable invitación de Juan Pablo II a la santidad, reeducan hoy a los cristianos en esta verdad esencial que hacía exclamar
a san Macario: «El cristianismo no es nada mediocre. Es un gran misterio. Medita en tu propia nobleza... por la unción todos se convierten
en reyes, sacerdotes, profetas de los misterios celestes.» Así este sacerdocio, que se llama simultáneamente «común» y «real», es el primero,
por y con el de Cristo. Esto significa que cualquiera que sean las cargas, funciones, honores que un bautizado pueda recibir en el curso de
su vida, ese sacerdocio permanece como el corazón de su identidad y
de su vida filial. Es por esta razón, antes de remarcar la grandeza del
sacerdocio ministerial, por la que importa tener una visión clara de la
magnificencia de este sacerdocio bautismal, más aún porque nos es
preciso añadir que éste no se puede llevar a cabo más que porque existe el sacerdocio ministerial. Sin este último, en efecto, el sacerdocio
bautismal no solamente no puede tener su exactitud, sino que, simplemente, no se puede ejercer.
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El sacerdocio ordenado
Resaltemos para comenzar que este sacerdocio es el mismo enteramente interior en «la economía del otro» que hemos citado más arriba.. ¿Cómo asombrarnos de ello, cuando tiene como efecto configura
de manera particular a los hombres con Cristo, según una bella expresión del teólogo Heinz Schürmann, «no es ella más que una pro-existencia5»? de nuevo, es de resaltar que los gestos magisteriales contemporáneos pasan por esta temática relacional. Así, Pastores dabo vobis,
la exhortación apostólica de 1992, afirma «el carácter esencialmente
relacional» de la identidad presbiteral (§ 12) el mismo texto afirma
también: «La Eclesiología de comunión se convierte en decisiva para
entender la identidad del sacerdote6» (ibid.).
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Citado por G. Martelet, op. cit., p. 234.
Pastores dabo vobis § 12.
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Simultáneamente esta identidad relacional se construye según un
orden determinado y determinante. Es en efecto la relación con Cristo
la que es su fundamento. El sacerdote es sacerdote por Cristo y por él
solamente, incluso si es a través de la Iglesia que le ordena precisamente en nombre de Cristo. Aquí se manifiesta toda la fuerza de esta
relación, el sacerdote recibe de Cristo a aquellos por los que es ordenado: la Iglesia y el mundo... Así pues, quien recibe el sacerdocio
ministerial es puesto al servicio de Cristo y de la Iglesia –sin la que no
puede concebirse a Cristo– para ser, finalmente, el que viene al
encuentro de todos los hombres que Dios destina a la vida filial.
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b) El sacerdocio ministerial para la santidad de todo el Cuerpo
Estando de esta manera identificado, el sacerdocio ministerial se
ve investido en la vida de la Iglesia de una función central y decisiva,
ya que éste hace presente, actual, actuante, Cristo sustrae a nuestra
experiencia sensible en este momento presente de la historia. Hablando y actuando «in persona Christi», según la expresión tradicional, él
recibe la gracia, para la Iglesia y para el mundo, de actualizar el amor
y la salvación revelados en la cruz. Está claro, este sacerdocio aparece
en posición verdaderamente fontal. Es objetivamente fuente, en la
media en la que el que lo ejerce comunica la vida de Cristo a sus hermanos. En la medida también en la que no cese de recordar a la Iglesia el carácter sacramental que es el suyo. Porque, nosotros sabemos,
esta no es un conjunto de hombres y mujeres que se deciden por Cristo. Sino que existe por un acto de Cristo que la suscita: «La sacramentalidad del sacerdocio ministerial significa que la Iglesia recibe “por
otra parte” e infinitamente más que ella misma7». Igualmente el sacerdocio ordenado recuerda a cada uno de sus miembros que todo es gracia en la vida cristiana: la santidad que recibe, la verdad que profesa,
la comunión que da al cuerpo su vida plena y armoniosa. Saber vital
que se viene abajo, si se le quita el sacerdocio ministerial: a cada instante, cada bautizado tiene necesidad de recordar que la salvación que
confiesa no es una sabiduría humana, sino lo que Dios hace, en y por
Cristo, en aquellos corazones humanos que lo acogen. De la misma
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Cf. Daniel Bourgeois, L’un et l’autre sacerdoce, Desclée, 1991, p. 94.
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manera que en cada instante, lo que un cristiano profesa o enseña tienen necesidad de ser autentificado, no por un organismo de control,
sino por la Iglesia que testifica, en el nombre de Cristo: «Esta es la verdad que salva».
Otra metáfora permite expresar esta realidad. Es la que ve en el
sacerdocio ministerial la «llave de la bóveda» del templo que es la
Iglesia. En él, en efecto –o sea en Cristo que se da en comunión por la
vida sacramental– las diversas vocaciones convergen, se integran, se
unen. Por él, todas las maneras de vivir la vida de bautizado encuentran su lugar, su necesidad, su eficacia, ya sea casado, o sacerdote, o
monje, unidos visiblemente en la misión, o reducidos a la impotencia
de la enfermedad o de la vejez. Hay muchas maneras en efecto, de
vivir la condición de cristiano. Pero todas estas amaneras se encuentran entrelazadas, puestas en sinergia, por el sacerdocio ministerial,
porque él parte a todos el mismo Pan: «El pan que partimos, ¿no es la
comunión en el Cuerpo de Cristo? Porque hay un solo pan, somos un
solo Cuerpo; porque todos participamos de este único pan», nos
recuerda san Pablo en los Corintios (1 Cor 16, 17).
Veamos, el sacerdocio ministerial llama a su entorno a un reconocimiento jubiloso y lleno de gratitud. Es una realidad inmensa, divina, revestida de grandezas mundanas que sirven frecuentemente de
patrón a lo que denominamos «grandeza». Ser sacerdote consiste en
ser configurado con Cristo que no guarda nada para sí, remite al Padre
la vida que recibe de él, se entrega sin quedarse con nada «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Vocación de todo bautizado... pero que, en este caso, comporta una concentración y una radicalidad muy particulares, que expresan en el poder sacramental, y que
hacen que este sacerdote es cualitativamente, y no cuantitativamente,
diferente del sacerdocio común, como lo llama Lumen gentium (§ 10).
En cuanto al sacerdocio ministerial, existe ese desasimiento de sí, que
consiste en ser configurado con Cristo, para que los otros bautizados
sean configurados con Cristo de forma verdadera y plena. Más que
nunca estamos situados en la «lógica del otro». He aquí por qué, yo,
mujer, laica, conociendo al sacerdote como aquel que está al servicio
de mi santidad, no me canso de maravillarme del don recibido. Añadamos que la grandeza de esta vocación está en la medida de la humildad consentida, porque, de todo esto que precede, resulta que los sacer-
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dotes de Cristo son llamados a la santidad, no para que la Iglesia cuente con muchos sacerdotes santos, sino para que, por medio de sus
sacerdotes nazca y crezca un pueblo de santos...
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A MODO DE CONCLUSIÓN
Habiendo fijado de esta manera la mirada sobre el sacerdocio
ministerial, diseñemos, para terminar, una última dimensión del «por
el otro» que ya hemos intentado esclarecer. Para esto, necesitamos
detenernos de nuevo, un instante, en la variedad de las vocaciones y de
los estados de vida que son, en la Iglesia, testimonio y sello de los que
las Escrituras designan como la sabiduría abigarrada de Dios (Ef 3,
10). Desarrollándose en el espacio del sacerdocio bautismal y gracias
al ejercicio del sacerdocio ministerial, estas diversas vocaciones no
están simplemente yuxtapuestas, como nos las representamos con frecuencia. Este punto merece ser subrayado porque experimentamos
ordinariamente la dificultad de pensar y vivir la diferencia. Irresistiblemente reducimos esto, sea jerarquizando las vocaciones, exaltando
las unas, minimizando las otras, sea soñando estar situado en otra parte
distinta de aquella en la que nos encontramos, hacer aquello que no
hacemos y que otros hacen. Sucede, por ejemplo, que un sacerdote diocesano se pone a soñar que es cartujo, un dominico envidiar la vocación de franciscano. Sucede que personas casadas piensan con nostalgia en el monasterio, mientras que los monjes son tentados por el pensamiento de que ellos podrían hacer más y mejor en el mundo. Un
principio sencillo, pero saludable y liberador, debe servirnos aquí de
guía: consiste en tener que, para cada uno, y en el absoluto, la mejor
vocación no puede ser otra que aquella a la que Dios nos llama. Sabiduría que un maestro del hassidismo, rabí Zousia, expresaba mediante
un breve apotegma: «Cuando yo me presente ante Dios, en el día del
juicio, no se me preguntará: “¿Por qué no has sido Moisés?” sino “¿Por
qué no has sido el rabí Zousia?”»
Siendo así, estas diversas vocaciones no se sitúan en caminos sencillamente paralelos, en las que cada uno podría contentarse con lo que
Dios le confía, con total indiferencia a lo que pide a los otros. Es en esto
en lo que encontramos «la economía del otro» que quiere, aquí, que los
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diversos estados de vida entren en diálogo, cada uno encargándose de
recordar a los otros sus límites (saber precioso, si es verdad que cada
uno está habitado, en un momento o en otro, por el sueño de hacerlo
todo) pero también alumbrar, por vocación específica, una dimensión
particular de la vida cristiana que, en todo estado de principio, debe ser
honrada por todo discípulo de Cristo. Así, para poner algunos ejemplos,
el celibato consagrado muestra la primacía y la precedencia de Dios a
todos nuestros apegos humanos, no para que nos lleven a amar menos
a un marido o unos hijos, a unos padres, sino para amarles mejor. Igualmente, el matrimonio muestra a los que se han consagrado en el celibato el primado del amor, sin el cual los más altos hechos de ascesis, el
culto más perfecto, son vanos. Y también, la vida monástica nos recuerda que la vida humana está ordenada –en su identidad plena y escatológica– en la alabanza a Dios y en el amor de los hermanos. En esta
misma lógica, es necesario ayudar a que el hombre y la mujer son, si
leemos Efesios 5, llamados a vivir este signo mutuo; el hombre constituido signo de Cristo por la mujer que su bautismo llama a ser ella
misma configurada con Cristo, la mujer invita a llegar a ser, para el
hombre, signo de la Iglesia, convidado a enseñarle los gestos y los sentimientos de la Iglesia, que realizan la vocación bautismal de estos últimos. Nos atreveríamos a añadir, a pesar de la carga polémica que comporta, que la mujer que no accede al sacerdocio ministerial podría tener,
por esto mismo, el rol infinitamente precioso de recordar a todos –y por
tanto también a los sacerdotes– que la grandeza de una vida cristiana no
se mide por los poderes o los cargos que se ejerzan, sino en lo que se
vive de amor a Dios y amor a otro. Lo demás no son sino un medio...
útil, necesario, pero provisional, en espera del momento de consumación en el que «Dios será todo en todos».
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(Publicado en JEUNES & VOCATIONS, 105 (02) 15-21)
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