Brígida (Kabiro) Brígida no habla, pero reza. Manotea buscando ayuda, para que alguien venga por la niña que está viendo fornicar a unos burros en el solar vecino a su casa. Pero ni un alma hay por allí cerca. «Una párvula, ¡Dios del cielo!». El burro encaramado y Brígida... ¿desistió o prefirió esconderse? No. Ha ido al alcance de la criatura, y en hombros se la lleva a su madre. «Estaba viendo cosas indebidas», le dijo en su código de señas. Brígida vive sola en el caserón de la esquina. Es muy beata, según dice mi abuela. Ayuda al cura en la iglesia. Barre, pone flores y reemplaza velas en los candelabros. No habla, pero reza. Viéndola pasar a diario con su escoba y su trapito –reparando en su mudez– me pregunté un día: «¿Cómo se confiesa? ¿Cómo logra el perdón?». La seguí a su casa. Me escondí bajo su catre y como ella, aprendí a callar. Entró, colocó la escoba detrás de la puerta y secó su rostro. ¿Sudaba, lloraba? No podía verlo, no tenía ángulo. Encendió una vela y se arrodilló. Me asusté al oír lo que pareció ser un gemido, pero no era gemido. Era la propia Brígida mascullando algo. Como pude, di una vuelta canela allá abajo y me acerqué un poco más a la orilla del catre. Entonces escuché: «Oh, Corazón Mío, vasija de amor donde caben todos mis pesares, escúchame otra vez: Yo que me baño en el agua bendita de tu fuente; que en la efulgencia de tus cabellos veo palidecer al sol; yo que asisto al convite de la flor y de la abeja, cuya morada es el centro mismo de tu corazón, no soy digna ni de pronunciar tu nombre. Señor, yo soy esa que en las campanadas del templo escucha aletear los pendones del deseo, porque en ellas te oigo a Ti. Tú me has visto profanar tu casa con tu propio Ministro; bajo un manto de sotanas quemarme con él en el fuego de esta pasión mortificante. Dios mío…» «¡Dios mío, con el padre César!», repetía yo tapándome la boca. Y Brígida proseguía: «Padre Mío, ¿dónde están los hijos que, como pétalos de loto, he arrancado tantas veces de mi vientre? ¿Adónde irá él y adónde yo? ¿A quién acudiré cuando anochezca?». Y Brígida enjugaba sus lágrimas, sin ver que en el ir venir, el trapito tocaba la llama y se incendiaba.