Francotiradores Breve manual de patologías fundamentales Rafael Toriz Para acabar, hijo mío, ten cuidado: escribir muchos libros es cosa de nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Eclesiastés, xii Son contadas las ocasiones, cada vez menos si hemos de atender los contrasentidos de la industria editorial —sobre todo ahora, que tiene más de industria que de editorial— en que es posible conmoverse hasta la médula por la lectura de un buen libro. Bien sabemos que la escena literaria mexicana, entre otros encantadores personajes, está plagada de oportunistas, herederos, infatuados, un plagiario y, picardía de picardías, de llamaradas de petate. Para los jóvenes escritores suelen existir pocos caminos transitables. Distingo a bote pronto los que me parecen más visibles: a) Heredar las prebendas de un generoso capital cultural. b) Religarse, de ser posible, a las cúpulas poderosas para figurar en el medio. c) Escribir una obra verdadera que, si determinados valores extraliterarios lo permiten, pueda ser leída y debatida por esa intangible comunidad de personas que podríamos agrupar bajo el genérico nombre de lectores. Los habitantes del libro de Lobsang Castañeda, con una sabiduría macerada y una prosa que pareciera venida de otra época —aquella estimulante por su sabia vitalísima y que manifiesta desde la primera línea una voluntad de diálogo con un presente que ocurre in illo tempore— irrumpe como una 66 La nueva Biblioteca de Alejandría en Egipto. Fotografías: Thinkstock gema invaluable para los enamorados de la literatura y los cultores de una género muy manido pero pocas veces conquistado: el ensayo literario. Con la profundidad que confiere, se adivina, el trato continuo con textos filosóficos —pero a la vez con la elegancia literaria que no abruma al lector con parrafadas infumables—, Castañeda entrega un libro luminoso y epigramático en la mejor tradición de la cuartilla solitaria y perfecta, esos ejercicios de estilo que recuerdan a Julio Torri y a Alfonso Reyes como figuras tutelares, pero que encubren ecos de la luminosa insolencia de G.C. Lichtenberg y la secreta madurez de Nicolás Gómez Dávila. Y es que este es un libro sobre libros, escrito por un adicto orgulloso de sus vicios. Los habitantes trata de encuadernadores e ilustradores, de rateros y coleccionistas, de bibliópatas y herejes, de maníacos de la lectura, bibliófagos y editores, caracteres definidos por un mismo absoluto: la infinidad de la experiencia contenida en el Libro.1 Castañeda ha construido, con una severidad licenciosa y otra mano en los cojones (“el librofílico ama sus volúmenes: copula con ellos, eyacula en sus páginas, los besa, los muerde, los mima, los escarba con frenesí. Su lubricidad es literal ”), una galería de todos aquellos que viven anegados y maravillados por el infinito alucinado que constituyen los nietos de la madera. Nunca he sido proclive a los ejercicios de adi­vinación autoral tan queridos por las solapas y los cretinos, pero esta obra, ya lo verán sus lectores, habría ensoñado a personajes tan dispares como Canetti, Borges, Bradbury y el mismísimo Cervantes. Mucho puede decirse de un libro que tiene carácter de enciclopedia —personalmente, pocas cosas me seducen tanto como los carruseles poblados por orates—, sin embargo es necesario reparar una y otra vez en el estilo, esa regla de etiqueta tan desdeñada en un ambiente que suele destacar por la prosa de circunstancias, la pobreza conceptual y el manierismo de salón, ese insoportable aire de buen alumno tan frecuentado en nuestra patria. El estilo de Castañeda, y en esto destaca la formación filosófica, se disfraza entre galanteos para describir espantos, comportamientos viles. Para muestra, su definición de antólogo: “Ideólogo del ‘más vale poco que 1 En alguna parte, coincidiendo con Mallarmé, leemos: “el libro como sustrato es ubicuo: se encuentra en la inscripción de la lápida mortuoria, en el acta de nacimiento, en el certificado de salud, en el testamento, en la conversación cotidiana, en las tareas escolares, en los códigos de la naturaleza”. 67 nada’, anfitrión del raquitismo, el antólogo es en realidad un mercachifle de bocadillos, tentempiés y aperitivos; un merolico de plazuela… Pocas veces se ve lo que hay detrás de una colección de textos: las quimeras de una vocación pifiada, la obsolescencia de una profesión inservible, la fantasía al servicio del compadrazgo. Más que ‘colección de flores’ remolacha forrajera”. En no pocos momentos, uno siente estar leyendo el finísimo trabajo de filigrana de Giorgio Manganelli: un barroco muy logrado. Por su composición, el libro recuerda, aunque en un tono más ameno, la extraordinaria Anatomy of Bibliomania de Holbrook Jackson (uno de los más grandes bibliófilos de todos los tiempos, autor de obras extrañas como The Fear of Books, Typophily y The Hunting of Books), y le rinde homenaje a los interminables pero estimulantes trabajos del espíritu que exploran el universo paralelo de la lectura, como los libros de Umberto Eco, Nicholas Basbanes, Gerard Haddad o Fernando Báez. Este libro, que bien podría ser un apéndice del Piccolo Dizionario di Bibliofilia, lleva hasta el paroxismo el ejercicio de la lectura, ese deporte extremo que, dado el caso, obliga a comer un libro, quemarlo, escribirlo o su­plantarlo; y pese a que, por una razón que no consigo entender del todo, ningún libro sobre libros quiere ser leído (como si reservaran su ambrosía sólo para unos cuantos exquisitos), los ensayos de Castañeda, si bien altivos, convidan ávidamente a la lectura. Nunca he prestado mis libros. Del préstamo al robo hay sólo un paso. Del “llévatelo” al “no me lo devolverá jamás”, una línea delgada, un parpadeo. Me tienen sin cuidado las súplicas, los berrinches o los chantajes de mis amigos… Por mi parte, jamás le pido nada a nadie… Lobsang Castañeda Los habitantes del libro México, Libros Magenta 2011, 128 pp. 68 Breve manual de patologías fundamentales Simplemente no leo libros que no sean míos. Nunca voy a las bibliotecas ni saco fotocopias, ni nada por estilo… ¿Para qué leer un libro que no es de uno?¿Para qué si hay que devolverlo después, si ya no habrá manera de regresar a él, de consultarlo nuevamente? Yo tengo libros para retornar a ellos. Otro de los apartados, donde describe algunas de las parafilias derivadas del contacto con los libros, es, sencillamente, un instante de occidente: “librogerontofilia: tendencia a excitarse con libros viejos o escritos por autores de edad venerable; libronasofilia: tendencia a excitarse con libros cuyo tema principal sea la nariz; librozoofilia: tendencia a excitarse con libros cuyo tema principal sean los animales; librohomilofilia: tendencia a excitarse con libros sacros”. Luego de esta lectura tan particular del fenómeno libresco, queda claro que todos los bibliotecarios y libreros, sobre todo los más ancianos puesto que han vivido más, son insignes depravados. Y como toda obra hecha con afecto (“imprimir es impresionar, estrujar la materia, apretarla toda. Imprimir es acariciar con firmeza”), Los habitantes del libro paga esa deuda de amor que los lectores dedicados contraen mucho antes de saberlo, incluso sin haberlo decidido: “El objeto es manantial que mitiga la sed. Porque el libro es antorcha que tiene que atizarse con fervor y religiosidad auténtica”. Es raro, verdaderamente extravagante, que con una primera obra un autor se plante de manera tan categórica en un lugar determinado, que no dude de sus palabras y construya, esgrimiendo una madurez oscilante entre la sabiduría y el gozo, una obra tan auténtica. Lobsang Castañeda emerge como uno de los ensayistas notables de México. 69