A la hora del té, el Tea Party Por: Diego Cediel En uno de sus más lúcidos escritos Miguel Antonio Caro afirmaba que el día que la política no tenga nada que ver con la religión, ese día la religión no tendrá nada que ver con la política. Esta relación de causalidad apunta a algo más profundo que la sola interacción, negada desde los albores de la modernidad liberal, que puede tener la religión en la política. Es probable que la afirmación de Caro pase desapercibida, pero sirve como elemento aclaratorio del momento político que los Estados Unidos acaban de enfrentar. Aunque, por el tono religioso que esgrime, muchos analistas políticos, en su mayoría europeos y más específicamente españoles y franceses, han tratado de restarle validez y contundencia a la victoria del movimiento denominado Tea Party o del Partido Republicano, están leyendo la historia con un solo ojo. Y como es usual sólo con el izquierdo. Obvian en sus análisis que las campañas demócratas a la presidencia y al congreso también apelaron constantemente al sentimiento religioso norteamericano. Por ejemplo, en cada alusión al gobierno republicano, Barack Obama, recurría a frases de campaña como “la esperanza de un nuevo destino”, “la decadencia de un régimen perverso” y “nosotros podemos porque somos una nación elegida”. Con lo anterior, la crítica desde los sectores de la prensa demócrata y de algunos diarios europeos hacia el rotundo éxito republicano y, aparejado, el del Tea Party, es insostenible. Si se le tacha de ser una “reacción religiosa ultraconservadora y fundamentalista” lo mismo podría aplicar para el proyecto de “salvación” con el que Obama ganó. Lo que en ocasiones se desconoce de la política norteamericana es que además del intenso celo por la calidad de sus procedimientos democráticos locales, la religión juega no sólo un papel preponderante sino determinante. Es claro que quienes dirigen la opinión en Europa no entienden, o no quieren entender, los procesos políticos de Estados Unidos. Se equivocaron con las altas esperanzas que cifraron en la elección de Obama. Creyeron ingenuamente que iba a cerrar Guantánamo cuando éste es el símbolo por excelencia de la lucha contra el terrorismo. Se abocaron a predecir que la apertura a Cuba era un hecho, cuando los que no tienen voluntad son los hermanos Castro. Alborozaron sus análisis a partir de promesas de reformas migratorias incluyentes y de “borrón y cuenta nueva” para los indocumentados, pero la realidad les ha devuelto la mirada a un alejamiento progresivo de los intereses de los hispanos y, más de los ilegales. Y se contentan con defender el único par de reformas que ha conseguido la administración Obama, la sanitaria y la económica, que valga hacer justicia, son monumentales. Así las cosas, era obvio el éxito de un movimiento regenerador que tiene como propósito político “retomar los principios políticos de la Constitución”. Este es talante del Tea Party. Un apéndice dentro del Partido Republicano liderado por la otrora candidata a la vicepresidencia Sarah Palin, cuyo programa político se centra en la reducción de la, para ellos, estorbosa acción estatal, en la racionalización del gasto, en la moralidad del accionar público de sus funcionarios y en el rescate de una serie de valores y principios que definen a los norteamericanos desde los sucesos de Filadelfia. Aunque algunos quieran reducirlo a una mera afirmación del fascismo o de xenofobia norteamericana, no tienen en cuenta que la victoria la han obtenido hijos de hispanos inmigrantes, como el senador Marco Rubio y la gobernadora Susana Martínez. El primero por el Estado de Florida y la segunda por el Estado de Nuevo México. Tanto los nombres de los candidatos como sus escenarios políticos revelan que el Tea Party puede ser todo lo que se le acuse pero xenófobo o racista, no es. Asimismo, no pocas voces, de nuevo originarias de la Europa Occidental y reproducidas en varios medios de América Latina, han insistido en que el Tea Party va a ejercer un control digno de la Santa Inquisición española. Lo han acusado de ser enemigo de los intelectuales, de buscar la instrucción del creacionismo en las escuelas públicas, o que simplemente va a impedir el desarrollo científico con el establecimiento de dogmas religiosos como estandarte de su política. De ello también acusaban a Reagan y a Nixon. Ahora quienes van a dominar en la Cámara de Representantes son los republicanos. Aunque las opiniones de personas contrarias al espíritu republicano o del Tea Party, minimicen el triunfo en el congreso con la afirmación de salvo que en un par de ocasiones la Casa Blanca ha dominado también en el congreso, el golpe político y moral a los demócratas es contundente. No sólo lograron reducir las expectativas de cambio de la administración Obama sino que lograron que el electorado centrara la atención en temas como la moral pública, la administración eficiente y sobria de los recursos financieros federales, y en el cambio de una alicaída política externa amistosa liderada por la casa Clinton. Por lo tanto, es evidente que ni los demócratas ni los enemigos foráneos de los republicanos quieren aceptar que el fracaso es del modelo de Obama y de su corte de senadores y representantes. No es razón válida esgrimir el argumento simplista de que por ser un batallón de jóvenes y padres de familia preocupados por el desmoronamiento de los valores cristianos es que el Tea Party ha tenido éxito. De ser así, Obama le debería también réditos electorales a ese talante religioso norteamericano. Obama es el culpable y Pelosi su cómplice. La razón que explica la debacle demócrata no es que, como afirman los medios europeos antirepublicanos, los „gringos‟ son ingenuos en política por asumir posiciones de carácter religioso. Tampoco es justo que se le adjudique al Tea Party, los errores de la administración Bush. Simplemente es la respuesta natural de una sociedad que privilegia los valores y los principios de la moral y la ética como pilares del ejercicio de la ciudadanía y el gobierno. Y que pretende que sus ciudadanos respondan a ese llamado.