DESDE LA CÁTEDRA ENTRE LA IRA Y LA CALMA Manuel Zevallos Vera Filosofo Entre estos extremos del carácter de las personas con tendencia a vivir en paz se encuentran la serenidad y la concordia y cuando se impone la tendencia a desatar la rabia irrumpe la molestia, la furia, la saña, el furor, el arrebato, la cólera. En unas personas predomina el temperamento rabioso e irascible y hasta pueden llegar a situaciones de violencia y agresión física o quedarse en el agravio verbal, insulto o el oprobio por ambas partes, con el agravante que el conflicto no termine en la pelea familiar, vecinal, interpersonal, sino que arrastra consecuencias posteriores de enojo, resentimiento, maledicencia o venganza que afectan sensiblemente las relaciones interpersonales. En sentido contrario cuando se impone el sentimiento de serenidad y razón, por lo menos de una de las partes, las tensiones disminuyen y se evitan rompimientos de amistad o familiaridad perjudiciales y se facilitan posteriores entendimientos y aclaraciones pertinentes. Lo grave es cuando las partes protagonistas de estos desencuentros accidentales, coinciden en su temperamento irascible y colérico y llevan las cosas a extremos de enfrentamientos con gritos, sudor y sangre; en cambio si los actores de los contradichos coinciden en su temperancia y espíritu de paz, se evitan malos mayores. La ira semánticamente se define “como la pasión del alma que causa indignación y enojo; apetito o deseo de venganza; furia o violencia de los elementos; repetición de actos de saña, encono o venganza”, pero resulta que muchas veces descargamos nuestra furia contra alguien que mejor aclaradas las cosas resulta inocente, es decir que desfogamos nuestra cólera ciegamente, sin sentido ni razones. Los iracundos son los propensos a la ira o poseídos por ella. Vistos los extremos con realismo, todas las personas podemos caer en la iracundia en momentos en que nuestra alma se revela contra una injusticia, un atropello, una falsedad, pero si dominamos los excesos y se impone nuestro temperamento dialogante y racional, las aguas no llegan al río y podemos caminar por los senderos legales para conceder a la parte agraviante las satisfacciones y explicaciones correspondientes, sin perder la dignidad pero con firmeza. La calma se la define desde el punto de vista humano como la paz, la tranquilidad, la quietud, que son estados del ánimo no permanentes, sino momentáneos, porque tienen que vérselas con el enfrentamiento contra los estados de ánimo que rompen la tranquilidad y obliguen a defenderse y responder para no quedar como entes inertes, indolentes y pasivos, es decir una especie de estoicos, que soportan con resignación. Los estados de paz son pasajeros y siempre la vida que es tan compleja nos exige respuestas diarias contra las personas, grupos y sistemas económicos, políticos, judiciales, sociales y civiles que nos agravian con sus fallos u opiniones y que nos causan inquietud, angustia y sufrimiento. La propia naturaleza nos ofrece estados cambiantes entre la tranquilidad y la convulsión; como cuando en la atmósfera no hay viento pero luego cambia en huracanes, ciclones, terrales y vientos que rompen la calma y producen destrucción y muerte o la quietud atmosférica que luego se desata en lluvias torrenciales, desborde de ríos y mares que provocan pánico y muertes; y qué decir cuando la llamada “Madre Naturaleza” nos manda terremotos, maremotos y sismos de toda escala; pero pasada de la furia, viene la calma, la luz y la vida; de la misma manera el hombre, que ha sido hecho de naturaleza con la gracia de Dios, pasada la ira, la cólera y la furia, tiene que volver la razón, la paz, la concordia que son los caracteres que nos permitirán convivir, entendernos y confraternizar. La naturaleza nos entrega los bienes que conserva en su vientre para que sean descubiertos por el hombre y aprovechados al máximo para su bien, a pesar de su furia momentánea; y el hombre para aprovechar, extraer, explotar dichos bienes y convertirlos en recursos humanos para su desarrollo y bienestar, tienen que vivir en paz, en solidaridad, que son las condiciones propias para que la sociedad humana haya alcanzado el progreso y el desarrollo portentoso que hoy ostenta.