EL FINAL DE LA LABRANZA

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad 2014
EL FINAL DE LA LABRANZA
COMALA DEL PASO
El olor a zanahoria hervida empezaba a llenar toda la casa. Las pilas del radio se
estaban acabando, llenando de moscas iridiscentes los lamentados boleros. Yo
estaba desgranando mazorca y Johana tenía varado en las piernas un platón lleno
de arvejas, que no había comenzado a desenvainar. A cambio iba ya por su tercer
litro de aguardiente, y por la mitad de su historia de siempre.
La cosa era que ella se había enamorado, decía, pero tarde y del que no era.
Porque para cuando ella se enamoró del Guerrero, el Cacique ya se había fijado en
ella, y ya no había nada que hacer. Se casaron en Abril, con las lluvias. El Guerrero
agarró un palo prendido y se quemó la piel de por acá, todo esto así, en señal de
eterno dolor. La Princesa lloró en su noche de bodas, mientras el Cacique labraba
su futuro con sudor y semillas, que nueve meses después, le dieron una hijita.
Pero el amor es terco Aura, yo se lo digo. Cuando la niña cumplió cinco años, el
Cacique se fue por unos meses y la Princesa quedó sola, y el Guerrero queriéndola
tanto. Y cada vez que podían se escapaban para verse al pie de la laguna. Y así
alcanzaron a vivir como un año, hasta que la Princesa volvió a quedar
embarazada. El Cacique sospechó y la mandó seguir. Y ahí fue que se les jodió
todo, Aura.
Se acabaron los boleros y empezó a sonar una salsa triste, que Johana cantaba con
gusto y a medialengua. Terminé de echar la mazorca a la olla, que ya olía más a
sopa que a zanahoria, y agarré el platón de Johana, que se quedó mirando el vacío
de sus rodillas mientras bebía. Y es que Johana siempre había sido así de tomar
mucho aguardiente, desde chiquita. Incluso desde antes, antes de que se la trajera
la señora Estela para acá para Bogotá. Ella me contaba que cuando era bien
peladita, como a los seis años, se escondía entre la alacena después de las fiestas
y se tomaba los cunchos de las botellas. Y que desde esa edad también robaba.
Ella me dijo un día Aura, es que yo desde bien chinche sabía que lo que yo quería
hacer en esta vida era robar. Que siempre que entraba a una tienda iba mirando la
forma de robarse un dulce, un azadón, un juguete a control remoto. Y desde que la
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llevaron a la laguna y le contaron esa historia que ahora ella siempre cuenta, le
empezó esa fiebre por el oro. A la laguna esa que queda bien arriba del pueblo de
Guatavita, de donde era Johana. Allá vivía bien, con su mamá y su papá y sus
hermanos. Pero era una niña malosa y difícil. De pronto por eso fue que la mamá
permitió que la otra hija se le llevara a su niña. Sí, porque la señora Estela es la
hermana mayor de Johana; bastante mayor. Yo creo que si esa mamá hubiera
sabido el destino que le estaba sembrando a su hija, no la deja ir ni por el carajo. Y
pues yo la entiendo, porque Johana ha sido de todo en esta vida, menos buena.
Pero igual: uno de mamá no tiene por qué abandonar a sus hijos, nunca. Y es que
Johana era apenas una niña, por ahí unos qué, diez años cuando fue la señora
Estela por ella. Y a penas llegaron a Bogotá la puso a trabajar. Primero la metió de
ladrona, y Johana feliz, hasta que le bajó el periodo. Entonces la metió de puta, y
Johana ya no volvió a ser feliz nunca más. Johana siguió con su historia, mientras
yo revolvía la sopa.
Y a la noche siguiente el Cacique mandó matar un venado para una cena en honor
a la Princesa. Y a ella le sirvieron el corazón asado, que estaba delicioso. Y cuando
acabó de comer, todo el pueblo se rió de ella, y el Cacique le puso en frente la
cabeza de su Guerrero y le dijo que qué bueno que te haya gustado tanto su
corazón. Y la Princesa se enloqueció de furia y de dolor, y agarró a su hija y se fue
para la laguna. Y se bañó con la sangre del guerrero, y se cubrió del oro en polvo
de su marido y se botó, con niña y todo, al agua. Y en el fondo de la laguna vivía
un dragón que se enamoró de ella y se la llevó a vivir con él. Y cuando el Cacique
se enteró, mandó al mundo entero a buscarla, pero sólo encontraron el cadáver de
su niña, que el dragón no quiso adoptar. Y dicen, Aura, que la Princesa se aparece
por las noches acompañada de su segunda hija, que es mitad guerrera y mitad
dragón de agua dulce, y que los indios les botan oro y esmeraldas al agua, para
calmar su ira…
Y Johana no dio más, y se escurrió lentamente de la silla, confundiendo las últimas
palabras de su historia con los últimos acordes de la canción diluida, triste y vacía.
Yo la acosté en mi cama. Y es que ellos dos se la pasaban peleando, pero yo nunca
había visto a Johana tan triste, ni que John se demorara tantos días en buscarla. Y
es que Johana se vuelve loca cuando la molestan con ese asunto suyo del oro. Fue
que John le exigió saber, que yo soy su marido, le dijo, y merezco saber dónde es
que tiene usted toda esa mano de oro. Pero Johana era celosa con su oro, y
además no confiaba en nadie. Menos en usted que es un ladrón, le dijo ella, y por
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eso fue que se pelearon. Pero eso sí es verdad, lo de que John es ladrón. Si así fue
que se conocieron. Por esa época Johana debía tener ya como unos quince años y
era experta tomasera. ¿Usted sí sabe lo que significa ser tomasera? Son mujeres
bellas, que se arreglan y salen a los bares, y al primer güevón que se descuida le
echan droga en la bebida y le roban la billetera, o el carro, o la casa a donde las
lleven. Se conocieron robando, se enamoraron y luego John fue y se le enfrentó a
la señora Estela y sacó a Johana de puta, y se la llevó a vivir con él. Yo estoy
segura de que Johana nunca ha amado a nadie más, pero con todo y eso no creo
que le diga nunca dónde está el oro, nunca. Y cuando estuvo la sopa fui a levantar
a Johana y la encontré temblando, hirviéndose de fiebre. Lloraba con todo su
pecho, y su llanto se convertía en horribles convulsiones. Me tocó salir corriendo
para la clínica. A las dos horas de haberla internado, llegó John. Esa vez casi se
nos muere Johana. Y sólo se puso así dos veces más: la primera por lo de Jenny, la
segunda cuando le mataron a su hijo. John llegó arrepentido, a jurarle que nunca
iba a dejarla sola otra vez, y que nunca le iba a volver a preguntar por el oro. Pero
usted sabe lo que dicen: palabra de ladrón… y John no cumplió ninguna de sus
promesas. Pero esa noche se reconciliaron, y cuando Johana salió de la clínica se
fue otra vez a vivir con John. El año siguiente nació Johanita. Y vivieron bien
como por cinco años, hasta que John le volvió a preguntar por su oro. Y es que no
era poquito. Nunca nadie supo exactamente cuánto oro tenía Johana escondido,
pero se decía que era suficiente para llenar un cuarto grande, incluso una casa. Se
decía que lo tenía encaletado en alguno de los recovecos de las alcantarillas, y que
lo había estado ahorrando desde que llegó a Bogotá. Pero nadie sabía para qué. Y
claro, el pobre John viviendo del diario, de robar celulares y bolsos y bolsas de
arroz en las tiendas. Aunque a veces hacía cosas peores. John también fue de todo
menos bueno en esta vida, fíjese. En muchos sentidos, se merecían el uno al otro.
Y en muchos sentidos tuvieron, también, una historia muy bonita, así como para
una película. Aunque yo no sé qué tanto le interese a la gente ir a ver una historia
de amor entre dos ladrones. Entonces esa segunda vez que pelearon fue por lo
mismo, por John estarle pidiendo parte de su oro, que yo soy su marido y lo mío
es suyo y lo suyo es mío. Esa vez también llegó a mi casa llorando, con Johanita
como de cinco años y con un montón de botellas de aguardiente. Yo puse a hacer
arroz y yuca para la comida, porque esa vez no nos alcanzó para la sopa. La niña
se acostó en mi cama y se durmió. Johana sacó dos pilas que había traído para el
radio y abrió la primera botella. Y a medida que la noche iba pasando, el
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aguardiente iba bajando y Johana comenzaba, de nuevo, a contar su historia, que
ella se había enamorado, sí, pero tarde y del que no era… Y cuando la yuca estaba
ya lista y la casa olía a mantequilla con sal, Johanita se despertó y empezó a llorar
a gritos. Entonces yo fui a consolarla, qué tiene mi niñita, qué me le pasó. Y
Johanita tenía pesadillas, Guerreros muertos y corazones asados, y unas garras
subacuáticas que le arrancaban la vida, burbuja a burbuja. Y siempre me costó
como diez minutos calmarla, y cuando llegamos a la cocina Johana estaba en el
piso, convulsionando de llanto y derritiéndose de la fiebre, que se le asomaba bajo
las pupilas con el acecho felino de la muerte. De nuevo tocó llevarla para la clínica.
Cuando estaba amaneciendo, llegó John. Y se reconciliaron de nuevo, y se fueron a
vivir juntos a una casa en el barrio el Restrepo. Un año después nació Johnsito. Ah,
pero es que la vida es muy larga, y muy dura. Y los secretos se vuelven pesados.
Yo siempre me pregunté cómo hacía Johana. Es que usted viera, eso era
impresionante. A tres cuadras ella era capaz de detectarlo, la señora de rojo lleva
una cadenita de oro, el man de chaqueta lleva un anillo… lo sabía distinguir así sin
problema, sin siquiera verlo. Era como pudiera olerlo por debajo de la ropa,
adentro de los maletines, entre las muelas cariadas. Y una vez lo detectaba, lo
acechaba con la misma intensidad de pantera con la que me miraba cada vez que
estaba cerca de la muerte. Y como fuera se robaba su oro y desaparecía. Digo que
desaparecía, porque nadie fue capaz de encontrarla cuando iba a esconder su oro.
John trató de seguirla muchas veces, pero nada. Y en el barrio se empezó a correr
el cuento y se creó como esa especie de leyenda alrededor de Johana. La única
que entró allá con ella fue Johanita, y eso ya al final, ya cuando las dos se habían
vuelto locas.
Por eso yo digo que la segunda pelea fue por Jenny, si, pero fue también por el
oro. Con ella todo terminaba siendo por el oro. Me imagino que John también se
cansaba, porque en el barrio hasta se burlaban de él. Usted sabe cómo son los
hombres, y cómo es su orgullo. Yo recuerdo bien una pelea que hubo en la tienda
de Don Jacinto. John estaba tomando con los amigos esos con los que robaba. Y
fue culpa de Alex, por ponerse a joderle la vida. Se puso a burlarse, a hablar duro,
a decirle que cómo se sentía tener que robar pa comprar papel higiénico, mientras
su mujer se la pasaba cagando oro en las alcantarillas. Y a John se le saltó el genio
y le cortó la cara, la lengua y el brazo izquierdo. El pobre Don Jacinto tuvo que
trapear siete veces con Clorox, para quitar la sangre seca de las juntas de las
baldosas. Y en esa pelea fue que conoció a Jenny. Ella le ayudó a salir antes de
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que llegara la policía, y luego le ayudó a lavarse las heridas. Porque Alex también
le dejó lo suyo a John, no crea. Y John se enamoró de ella. La verdad es que John
nunca dejó de amar a Johana, y no creo que haya amado a Jenny realmente. Pero
como le digo, la vida es muy larga y muy dura, y uno a veces necesita cariño, sí,
pero menos esfuerzo; algo de alegría pero menos cara, por Dios. Y yo creo que eso
fue: que Jenny siempre fue fácil de querer, y era más joven, y más bonita que
Johana, y no tenía tantos secretos, ni tanta muerte felina en el alma. Y Johana
sabía. Y se le rompía el corazón, pero prefería que John estuviera con Jenny y no
jodiéndola a ella por su oro. Y así siguieron viviendo: cuando estaban bien estaban
juntos, cuando peleaban John se iba con Jenny y Johana se iba pa la calle del
Cartucho. En esa época eso todavía existía. Yo no creo que usted se acuerde, pero
eso era terrible. Todo el vicio, toda la podredumbre y la decadencia de esta ciudad
condensada en una sola calle. Ahí fue que se volvió adicta al bazuco. Al principio
se iba sola, y me dejaba a mí a los niños por dos, tres días. Luego empezó a irse
con Johanita, y la niña también le empezó a jalar al susto. Johnsito sí nunca fue
con ellas, nunca. Recuerdo una noche que llegaron a dejármelo. Johana deliraba.
Decía que ella se había enamorado demasiado pronto y del que no era, que sus
hijos tendrían un destino terrible, que las estrellas están hechas de oro cósmico, y
que nosotros estamos hechos de polvo de estrellas. Y así siguió delirando mientras
se le subía la fiebre, que la consumía como el fuego consume un cigarrillo. Pero
enferma y todo, se fueron las dos a internarse en las calles del miedo. Yo ese día
sentí que algo se le apagó, algo se le rindió por dentro, alguna voluntad de vivir. Y
a John eso no le gustaba, porque se burlaban de él. ¿Qué se siente ser esposo de la
mujer más rica del barrio y seguir desayunando aguapanela con calados? Y más
tropel, y más cuchillos, y más Jenny lavándole las heridas. Pero así siguieron por
varios años, cayendo cada uno en sus vicios, cada uno más lejos del otro. La cosa
se puso grave fue cuando Johana volvió a quedar embarazada. Ya tenía como
cinco meses cuando se pelearon de nuevo, y John se fue con Jenny, y Johana se
internó en el cartucho con Johanita. Y Johnsito se quedó sólo. Pero pasaban los
días, y Johana nada que volvía. Él estaba preocupado, Aura,
¿por qué no vuelve mi mamá? John tampoco aparecía. Y entonces esa noche el
niño llegó a mi casa, con el amigo ese que se llamaba Daniel. Ese muchacho era
malo, yo le digo. Y se lo dije a él esa noche; le dije Johnsito, papito, no se vaya con
ese muchacho, que ese muchacho es mala semilla y mala pata, quédese conmigo,
yo le preparo sopita. Pero no me hizo caso. Me dijo no, Aura, yo me voy es a
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buscar a mi mamá. Me dijo que el Daniel ese tenía contactos en el Cartucho, y que
le podía ayudar a encontrarla. Entonces yo igual les preparé la sopa, y los dos
comieron, y cuando se fue yo le di un beso y un abrazo y le eché la bendición. Y
yo le confieso que, hoy en día, todavía me pesa no haberlo obligado a quedarse
conmigo. Y es que la suerte es cochina. Porque resulta que el tal Daniel había
tenido problemas con unos jíbaros de los duros. El chino vendía droga por allá por
Chapinero, y un día les quedó debiendo una plata y fuera de eso se les robó el
arma que le habían dado. Y cuando llegaron los muchachos al cartucho, los jíbaros
esos los estaban esperando. Eso fue muy cruel, porque cuando los agarraron
Daniel salió corriendo y estos tipos le metieron seis tiros justo en el medio de la
espalda, que le destrozaron cada vertebra de su columna, los pulmones y las
costillas. Pero Johnsito no, él no corrió, a él sí lo agarraron. Uno no se imagina
¡pero hay tantas cosas peores que la muerte! Los jíbaros estaban convencidos de
que Johnsito era cómplice de Daniel, que él sabía dónde estaban el arma y la
plata. Pero Johnsito no sabía nada. Y cuando lo amarraron él seguía lívido, y
cuando empezaron a golpearlo Johnsito seguía sin entender qué pasaba. Y cuando
Oscar, que era el más malo de todos, sacó el cuchillo, Johnsito seguía intentando
revivir a su amigo; y cuando empezó a pelarle la piel de los brazos, desde el
hombro hasta los dedos, Johnsito apenas estaba sintiendo el pánico furioso de
quién hijueputas son ustedes y para dónde hijueputas me llevan. Porque como le
digo, Johnsito era un niño bueno. Él no sabía lo que era la codicia, ni la crueldad,
ni el miedo. Él no era como su mamá, ni como su papá, ni como su hermana. Y
cuando empezaron a cortarle las falanges, Johnsito estaba ya en otro mundo,
caminando, hundiendo las manos en el filoso frío de la laguna. Y cuando Oscar le
tajó los párpados, Johnsito se quedó profundamente dormido. Y mientras Oscar le
abría todo el pecho y le desgarraba cada costilla y le sacaba el corazón, Johnsito
se soñaba corriendo por los bosques, cazando venados al lado de su mamá, de su
papá, y de su hermana. Oscar empacó los dos corazones, el de Johnsito y el de
Daniel, en bolsas plásticas, y se los mandó a la señora Diana (la mamá de Daniel) y
a Johana. Y cuando Johana volvió, unos días después, se encontró con el corazón
de su hijito pudriéndose en la entrada de su casa. Y el pánico se apoderó de ella y
yo creo que fue ahí cuando se enloqueció. Johanita tuvo que recogerla del piso y
llevarla al hospital. Una hora después, llegó John.
Cuando John le preguntó que qué había pasado, Johanita se sacó el corazón del
bolsillo y se lo entregó a su papá, y yo creo que ahí fue cuando se enloqueció
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Johanita también. Y como Johana estaba embarazada, la tenían en un cuarto
aparte, y los dejaron pasar ahí la noche, y la enfermera de turno les trajo un
platón con hielo para que pudieran poner el corazón de Johnsito, y no se les
pudriera tan rápido. A la mañana siguiente John me trajo a Johanita, para que no
se quedara sola. Y cuando regresó a la clínica encontró a Johana metiéndose hasta
el alma un gancho de alambre, dejando caer al suelo pedacitos ensangrentados de
su bebé muerto. Yo creo que ahí fue cuando John se terminó de enloquecer. No
volvió a ver a Johana y no volvió a recoger a Johanita. Luego supe que se fue a
buscar a los jíbaros que habían matado a Johnsito y los mató a todos. Y que a
Oscar lo picó en pedacitos, y lo echó en bolsas de basura al río Bogotá. La policía
lo agarró a los dos días, y ahora está pagando condena en la Modelo. Dicen que la
Modelo es peor que la Picota, pero yo no le sabría decir. Y Johana, cuando volvió a
mi casa por la niña, era otra persona. Tanto, que yo creo que ya ni siquiera era una
persona. Y yo creo que quedaron varadas en la misma loquera, madre e hija,
porque cuando llegó a mi casa por Johanita ninguna de las dos habló, ninguna de
las dos me miró, y a ninguna de las dos las volví a ver. Todo lo que pasó después
se sabe es por las historias que cuentan las personas que viven en las alcantarillas.
¿Usted sí sabía eso? Que hay muchísimas personas viviendo, en este momento, en
las alcantarillas? Familias enteras. Es que eso allá abajo son como cuartos así
grandotes y hace calor. Y allá hay gente que tiene sus muebles y sus floreros y sus
cuadros en la pared. Hay hasta un televisorcito que conectan robándose corriente
de los cables de la luz. Lo único insoportable es el olor, y pues tener un río de
mierda atravesándole a uno la casa, también. Yo conocí a una familia que vivía allá
abajo, en la época en la que yo todavía vivía en la calle. Tenían tres hijos. Ellos
fueron los que vieron cómo pasó todo, los niños. Resulta que el día en que murió
Johnsito fue el último día soleado del año. No sé si usted se acuerda de ese año
que tuvimos aquí en Bogotá, como en el 97’ o 98’, que fueron sólo lluvias. Pues
cuando hay muchas lluvias a la gente le toca salirse de las alcantarillas, porque si
no se sube el agua y se ahogan. Entonces los días en que Johana se fue con
Johanita, eran días de inicio de lluvias, y todas las familias aprovechaban la media
noche para sacar sus cosas, sus muebles y el televisor. Y fue la niña la que le dijo a
los hermanos vean, allá va la loca del oro, con su hija desalmada. Porque todos
siempre dijeron eso de Johanita, que tenía una mirada como si le hubieran
acabado de robar el alma. Y los niños se metieron a seguirlas, pero ellas
desaparecieron dentro de los muros. Y los niños no dijeron nada, pero siguieron
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vigilando, durante tres días, todo ese tramo de alcantarilla, para ver de dónde era
que salían. Y esos tres días con sus tres noches estuvieron las dos, madre e hija,
tomando aguardiente, fumándose hasta el último grumo de sus miedos, y rallando
todo el oro de sus días. En verdad, era una bóveda repleta de oro, y Johana y
Johanita lo molieron todo, a punta de rasparlo con cuchillos. Y cuando acabaron de
moler, exprimieron con cariño hasta la última gota de sangre que le quedaba en el
corazón a Johnsito, y la mezclaron con aguardiente, para que rindiera. Y ambas se
empelotaron y se cubrieron con la sangreardiente, y se revolcaron con furia en el
oro en polvo. Y como lo habían rayado con desespero, muertas del pánico, diluidas
en el delirio mismo de la fiebre de la muerte, el oro no se había desintegrado, sino
que se había deshojado en filosas virutas que se les incrustaban en la piel, arando
su carne, navegando por sus venas, hasta clavárseles de lleno en el corazón. Y
salieron de la bóveda legendaria, y la niña pegó el grito ¡están llenas de sangre!
¡están llenas de oro! Y los niños se asomaron y vieron cómo era que salían las dos,
madre e hija, a enfrentarse con el agua. Y vieron cómo la corriente se llevó a
Johanita, estrellándola contra cada pared de la alcantarilla. Su cuerpo lo
encontraron mes y medio después, en una alcantarilla del norte, por la calle 164.
Tenía los huesos completamente agujereados; cada poro coralino impregnado de
oro afilado. Y Johana no volteó a despedirse de su hija. No movió ni un músculo
cuando la corriente comenzó a golpearla, y los niños pudieron ver en el agua una
criatura inmensa, como una serpiente, que a cada lado tenía varios brazos azules
con grandes garras negras. Su cuerpo estaba cubierto de escamas coloridas, y sus
bigotes estaban hechos de nube y sus ojos de piedra de río, y su aliento lanzaba
chorrados de agua negra y espumosa, como las ballenas. Y cuando el monstruo
arremetió contra ella y la derrumbó por completo, ella estaba en otro mundo,
entrando suavemente a las aguas frías de su laguna, viendo cómo el polvo se
desprendía de su piel, dorando la superficie eterna de todas las aguas. Y cuando el
monstruo la agarró, ella respiraba el humo de sus bigotes, tarareando canciones de
amor. Y cuando el monstruo se la llevó a las profundidades a vivir con él, ella salía
en la mañana con un azadón de plumas a labrar cada surco intermitente, cada
marejada de cada uno de nuestros días. Y cuando el monstruo le besó el vientre,
escuchó dentro de Johana un llantito derrotado. Y cuando asomó sus ojos de
piedra pulida por el ombligo, vio con horror una cabecita, un par de manos y un
diminuto corazón flotando en las entrañas de Johana. Ella le dijo que había
tratado de sacárselo, pero que se le había quedado la mitad. Entonces el monstruo,
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preocupado, le completó los espacios vacíos con huesos de oro, y tetas de nube, y
escamas multicolor. Y la gente de las alcantarillas, esa ciudad bocabajo, cuenta que
Johana siempre se aparece cuando comienzan las lluvias. Dicen que camina de
noche entre el agua y que va dejando un rastro de sangre, por las virutas que le
siguen cortando la piel. Dicen que siempre va acompañada de su segunda hija, que
es mitad niñita nublada, mitad mujer y cola y escamas. Y los niños decían que
apenas el monstruo se llevó a Johana se regó todo el polvo que había sobrado, y
se fue con el agua por las alcantarillas. Y durante días Bogotá brilló al atardecer
con un esplendor semejante sólo al de las estampitas religiosas, por todo el oro
regado en los caños abiertos al cielo, por toda la sangre y todo el llanto que había
causado ese mismo oro, que se evapora con el sol y se esparce con las nubes, y
vuelve a nosotros con la lluvia, tratando de enseñarnos otra forma de entender la
muerte.
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