El esplendor de la verdad

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El esplendor de la verdad
Juan Pablo II supo que los hombres somos exploradores
obsesionados por la verdad completa y el sentido de la vida.
En esa búsqueda, algunas de sus encíclicas descubren un
dominio de la filosofía que no había logrado ningún Papa.
Por José Ramón Ayllón.
Filósofo y escritor.
ÉPOCA, 5 de abril 2005
El esplendor de la verdad y La fe y la razón son dos buenas demostraciones de que Juan Pablo II ha
sido el primer Papa capaz de andar por la filosofía como Pedro por su casa.
Desde su formación fenomenológica y personalista, que engloba lo mejor de la tradición clásica,
ambas encíclicas abordan el más crucial de los problemas humanos: la pregunta por la verdad y el
sentido de la vida. Una cuestión siempre pertinente y en carne viva, pues el ser humano es un
animal racional, y lo propio de la razón es abordar e interpretar una realidad que nos sobrepasa,
que nos resulta inasequible en su conjunto y en sus detalles.
De hecho, apenas sabemos qué es la materia y qué es un cuerpo. Mucho menos sabemos lo que es
un espíritu. Y no tenemos ni idea de cómo un cuerpo puede estar unido a un espíritu, aunque eso
somos cada uno de nosotros. Por eso sentimos que nuestra razón es miope para casi todo y ciega
para lo fundamental.
Las verdades de la ciencia nos resultan pequeñas, parciales y débiles, pues poco tienen que decir
sobre el amor y el dolor, sobre la muerte y el más allá, "esa ignorada región cuyos confines no
vuelve a traspasar viajero alguno".
Juan Pablo II escribe en La fe y la razón que "la experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno,
la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer
ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta sobre el sentido. A esto se debe añadir que
la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos,
es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone buscar una
respuesta exhaustiva".
Juan Pablo II supo que los hombres somos exploradores obsesionados por la verdad completa,
dispuestos a descubrir razones últimas a pesar de las dificultades y del chantaje del escepticismo.
Lo supo como lo sabía San Pablo, cuyo célebre discurso de Atenas pone de relieve una verdad que
la Iglesia ha conservado siempre: En lo más profundo del corazón del hombre, está el deseo y la
nostalgia de Dios.
Si el sofista Protágoras afirmó que el hombre es la medida de todas las cosas, Sócrates y Platón le
corrigieron una sola palabra y afirmaron que esa medida universal es Dios. Homero, padre de la
cultura occidental, había puesto la perfección humana en el respeto a los dioses. Y Confucio, padre
de la cultura oriental, había dicho que no se puede fundamentar una conducta si no se respeta lo
sagrado.
Juan Pablo II, con Homero, Confucio, Platón y Sócrates, advierte que una razón que quiera
entender la realidad excluyendo a Dios hace una triple violencia: contra sí misma, contra la realidad
y contra Dios. Una violencia contra el ser humano, que es naturalmente religioso, como "prueba de
modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector".
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Sin embargo, el Papa constata que hay gente que no ve a Dios, y entre esa gente puede haber
científicos famosos, escritores brillantes, intelectuales prestigiosos. Sobre este punto, la Biblia
estima que esa ceguera bien podría ser culpable, porque el universo es una gigantesca huella de su
Autor.
Kant lo dijo a su manera: Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. Y es
verdad. Está claro que no entra por los ojos, pero tenemos de Él la misma evidencia racional que
nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un
cuadro al pintor, detrás de una novela al escritor.
La razón humana, por tanto, tiene alcance metafísico, como repite el autor de El esplendor de la
verdad. "A través de la creación -por analogía con la grandeza y hermosura del Universo-, los ojos
de la mente pueden llegar a conocer a Dios" de forma imperfecta. Pero es preciso añadir que sólo
en Cristo crucificado y resucitado la razón puede descubrir verdades imposibles de otra manera.
Cuestiones radicales como las dos ya citadas: el sentido del sufrimiento y el destino humano
después de la muerte.
Jesucristo aporta conocimientos que la razón ni siquiera podía imaginar. Sin Jesucristo, el misterio
de la existencia personal y de la Historia en su conjunto resulta un enigma insoluble. A ese Cristo
crucificado y resucitado, Señor de la Historia, se llega por el doble camino de la fe y la razón, esas
"dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad".
La filosofía moderna -nos recuerda el Papa- tiene el mérito de haber centrado su atención en el
hombre, pero olvida que el hombre está llamado a orientarse hacia una verdad que lo trasciende, y
por eso ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo.
Pero el hombre no busca cualquier respuesta, sino una explicación definitiva, una certeza no
sometida ya a la duda. Esa certeza es para el Papa hermosa e inmortal, con nombre propio, el
nombre de una persona responsable de la más insólita y definitiva de las declaraciones: Yo soy el
camino, la verdad y la vida.
Fecha 15/04/2005
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Director de Revistas: Javier Martínez Cortés
Editor-Coordinador: Antonio Orozco Delclós
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