Fragmento de El rebaño, de César Mallorquí Trueno pesaba casi noventa kilos, y bajo su piel no se escondía ni un gramo de grasa. Su cuerpo parecía tallado en granito, todo músculo y fibra. Claro que se trataba de un moloso, un gigante entre los perros. Su raza había sido cuidadosamente seleccionada, generación tras generación, no solo en lo concerniente al físico, si bien esa era una cuestión importante, sino teniendo en cuenta también ciertas peculiaridades del carácter. Por eso Trueno era tan extremadamente agresivo con los extraños, tan territorialista, tan protector. Por eso Trueno no tenía miedo a nada. Salvo a su amo. Pero el pastor había muerto, de modo que Trueno había dejado de sentir el menor atisbo de temor hacia cualquier cosa. Sin duda era un perro muy seguro de si mismo, y con motivos. El enemigo natural de los mastines fue el lobo, pero casi no quedaban lobos en Europa; había que ir hasta las heladas estepas rusas para encontrar las primeras manadas. Desaparecido el lobo, el hombre se convirtió en el autentico enemigo de los mastines, por lo que la misión de Trueno había consistido en defender al rebaño de los ladrones de ovejas. Pero ya no había hombres. Ya no había enemigos. La tarea de Trueno carecía de sentido, aunque eso, por supuesto, no se lo había dicho nadie. ¿Un mastín para ahuyentar zorros? Como matar moscas a cañonazos. Claro que, bien mirado, si había enemigos. Parafraseando un viejo dicho latino: canis cane lupus. El perro es un lobo para el perro. Ocurrió tres años después de la muerte del pastor. Brezo, por aquel entonces, se había convertido en un vigoroso animal, y también en un maestro del pastoreo. Rayo y él dominaban el rebaño con la precisión de un coreógrafo. Eran un equipo, una unidad perfectamente conjuntada. En cierto sentido ovejas y perros formaban un sólo organismo, una gestalt intachable en la que todo marchaba como un reloj. Hasta que los desmedidos fríos de aquel invierno trajeron la desgracia. La nieve había cubierto no sólo los prados altos, como solía ocurrir todos lo inviernos, sino también los pastizales mas bajos que se extendían al pie de las montañas. De modo que había que descender más aún, hasta el valle, para encontrar algo de hierba libre de nieve. Rayo conocía el camino. Con la ayuda de Brezo y la protección de Trueno, condujo el rebaño en dirección a los bosques del llano, hacia lo que habían sido los dominios del Hombre. Durante el camino cruzaron un pequeño pueblo. Varias casas tenían el tejado hundido y cuatro o cinco esqueletos humanos se desperdigaban por la calle principal; aquellos cadáveres tenían una década de antigüedad. Había tres coches aparcados y un camión, todos ellos con los neumáticos desinflados. En el patio de una de las casas un triciclo infantil se herrumbraba a la intemperie. A la salida del pueblo encontraron los restos devorados de un potrillo, muerto hacía no más de una semana. Trueno se acercó y lo olfateó con visible interés. Su aparente indolencia quedó borrada al instante. Levantó la cabeza y la movió a izquierda y derecha, aspirando el aire de la mañana en busca de señales y presagios. Luego comenzó a trotar de un lado a otro, husmeando cada rincón del camino. Continuaron la marcha, pero Trueno, esta vez, no se limitaba a caminar tranquilamente unos metros por detrás del rebaño, sino que lo hacía delante, atento a todo, en tensión. El grupo de perros les sorprendió en la linde del bosque, cerca de un arroyo. Surgieron de entre los árboles, silenciosos y hambrientos. Eran once, la mayor parte mestizos de tamaño medio. Pero el jefe... ah, el jefe era distinto. Se trataba de un San Bernardo de pura raza y era tan inmenso que hasta Trueno parecía pequeño a su lado. Los perros salvajes comenzaron a desplegarse formando un semicírculo. Un coro de gruñidos y chasquidos de dientes recorrió la arboleda. Rayo y Brezo, aterrorizados, intentaban que las ovejas no huyeran desperdigandose por el bosque. Eran once perros contra tres. Cierto es que había dos cachorros en el grupo, lo que dejaba las cosas en una proporción de tres a uno. Un balance de fuerzas muy desigual. Pero claro, entre los perros las cosas no son tan numéricamente simples. Trueno, la cabeza en alto y la vista fija en el San Bernardo, se adelantó unos pasos, interponiéndose entre los predadores y el rebaño. Durante un par de minutos nadie se movió. De no ser por el bullir de las ovejas, la escena hubiera parecido un fotograma congelado. El primero en atacar fue un mestizo de buen tamaño, probablemente el segundo en el mando. Se abalanzó súbitamente contra Trueno, gruñendo y ladrando. Pero en el último instante, antes de llegar a la altura del mastín, hizo un quiebro y retrocedió unos metros, para de nuevo volver a atacar y de nuevo volver variar, en el último momento, el rumbo de su acometida. Estaba tanteando a su contrincante, y lo que pudo observar en él no le gustó nada. Trueno, como un guerrero zen, no había movido ni un sólo músculo. De hecho, ni siquiera había mirado al mestizo mientras le atacaba. Se limitaba a permanecer ahí, inmóvil como un ídolo de piedra. El mestizo se detuvo y agachó la cabeza, gruñendo por lo bajo. Lentamente comenzó a girar en torno al mastín. Y, de súbito, igual que un latigazo, se lanzó hacia delante, la boca abierta mostrando los colmillos grandes como navajas, e intentó lanzar una dentellada al costado del moloso. Nadie hubiese supuesto que un perro tan grande pudiera moverse a tal velocidad. Una décima de segundo antes de que los dientes se clavaran en su piel, Trueno se giró e hizo presa en el cuello de su atacante. Luego movió bruscamente la cabeza, se escuchó un crujido seco y el cuerpo del mestizo se agitó como un trapo al viento. Trueno trazó un arco amplio con el cuello y, como quien escupe un trozo de carne, lanzó el cadáver del perro contra unas piedras. Un murmullo de gemidos. Los perros, atemorizados, retrocedieron unos pasos. Salvo el San Bernardo que, con andar pesado y tranquilo, se acercó al cadáver del mestizo y lo olfateó casi con delicadeza. Trueno alzó la cabeza y ladró dos veces. Su voz grave y bronca contenía una advertencia: "las ovejas son mías, no las toquéis". En circunstancias normales aquello, la muerte del mestizo a manos del gigantesco mastín, hubiese puesto el punto final a la contienda. Los perros pueden atacar en grupo a un ciervo, o a un jabalí, pero no a otro perro. Estaban en juego milenarios instintos, antiquísimas normas de conducta que establecían las reglas del combate: uno contra uno, y el ganador es el jefe. Pero el mestizo no había sido el jefe. El autentico líder era el San Bernardo. Para sortear definitivamente el peligro, Trueno tenía que luchar contra él y vencerle. Algo nada sencillo, ya que el San Bernardo pesaba ciento diez kilos y era, en todos los aspectos, más grande y mas fuerte. No obstante, aún estando en desventaja física, Trueno contaba con tres puntos a su favor: era más ágil, tenía cortadas las orejas, lo que evitaría dolorosos desgarrones, y, quizá lo más importante, aun llevaba al cuello el collar de clavos que le puso el pastor y que bloquearía cualquier posibilidad de una dentellada mortal en la garganta. El San Bernardo se apartó del cadáver del mestizo y caminó despacio hasta situarse frente a Trueno, a no más de sesenta centímetros de distancia. Del fondo de su pecho surgía una especie de gruñido grave y profundo. Pasaban los segundos, arrastrándose cómo caracoles, y los dos gigantes permanecían inmóviles, mirándose fijamente, tensos como resortes a punto de saltar. Súbitamente los dos atacaron a la vez. Ambos eran molosos, y comenzaron a pelear como tales. Alzándose sobre sus patas traseras, se abalanzaron el uno contra el otro, pecho contra pecho, las patas delanteras agitándose como molinetes. Trueno salió violentamente despedido hacia atrás, rodó sobre el suelo y se levantó rápido. El San Bernardo tenía demasiada masa como para competir contra él a base de empujones. Así que Trueno se abalanzó de nuevo, frontalmente, contra su rival, pero cuando este elevó su cuerpo sobre los cuartos traseros, repitiendo la táctica anterior, el guardián del rebaño lanzó una dentellada la parte baja de su costado. El San Bernardo se revolvió. Una rosa de sangre floreció sobre el denso pelo castaño. El gigante ladró, enfurecido por el dolor, y como un oso salvaje descargó una lluvia de mordiscos y empujones sobre Trueno. Este intentó esquivarlos y contraatacar, pero el San Bernardo era demasiado fuerte, de modo que tuvo que retroceder, blandiendo los colmillos igual que un espadachín usa el sable para contener el ímpetu de un ataque. Pero ni aun así logró evitar que los dientes de su contrincante le desgarraran la carne, delineando decenas de heridas sobre el blanco pelaje. Cuando unas piedras bloquearon su retroceso, Trueno se vio forzado a una acción desesperada. Eludió como pudo una dentellada salvaje y agachó la cabeza hasta besar el suelo con el hocico, ofreciendo a su enemigo la garganta aparentemente desprotegida. El San Bernardo aprovechó la ocasión y mordió con furia el cuello... para encontrarse con la dolorosa agudeza de los clavos que erizaban el collar. Gimió de dolor y apartó sus fauces sangrantes. Fue entonces cuando Trueno, de una veloz dentellada, le arrancó una oreja.