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EL GATOPARDO
La invasión de Sicilia por Garibaldi significa un gran
contratiempo político para Don Fabrizio, príncipe de Salina. En 1860, el
líder revolucionario acelera la unión nacional italiana y los pequeños
estados se van incorporando al Reino de Italia, engendrado en torno a
Víctor Manuel de Saboya, rey del Piamonte. Por tanto, Don Fabrizio junto con su familia- se traslada a Donnafugata.
Angelica, hija del rico burgués Don Calogero, fascina al joven
Tancredi, sobrino del príncipe de Salina. Éste, que ve con agrado esta
unión entre la aristocracia y la alta burguesía, es obligado a emitir su
voto en un plebiscito para decidir la suerte de Sicilia, pero renuncia a
un escaño en el Senado que le ofrece el rey Víctor Manuel II.
En un gran baile ofrecido en honor a Angelica, en el palacio de
Ponteleone, Don Fabrizio comprueba nostálgica-mente la inevitable
decadencia de su clase social. El príncípe de Salína sabe que la suerte
está echada, que el tiempo es irreversible y piensa que, «es necesario
que todo cambie, para que todo siga igual». Por eso, decide favorecer a
los revolucionarios, apoyando a su sobrino a que se incorpore a las
fuerzas garibaldinas y después al nuevo Ejército italiano. Don Fabrizio
está asistiendo, no obstante, al fin de su mundo.
Estamos ante uno de los filmes más importantes, no sólo de
Luchino Viscontí, sino del mismo cine italiano de los últimos años. La
evocación del Risorgimento y la modélica reconstitución histórica es
una lección de hacer cine. Tiene una lectura dialéctica propia de su
autor e ilustrador fílmico, quien también había manifestado: «Creo que
no se puede ser hombre, y mucho menos artista, sin tener una
conciencia política. El arte es política». La película, pues, sigue
fielmente la novela de cuasi-autobiográfica de Tomassi de Lampedusa.
Y una vez más, Cine y Literatura testimonian una época clave del siglo
xx. De ahí que el crítico y ensayista Arnau Olivar escribiera:
«La fidelidad de Visconti a la novela del príncipe Lampedusa no
es tan sólo argumental, sino principalmente sentimental; la novela y la
película son una misma visión de dos príncipes: un Lampedusa y un
Visconti; los dos son conscientes de lo que se debate: una visión
narrativa del Risorgimento en Sicilia; los dos están de acuerdo: aquello
representó un fraude para el pueblo siciliano (Garibaldi) y un
entroncamiento de la antigua clase dirigente (la aristocracia) en la
nueva riqueza (la burguesía). Pero tanto Visconti como Lampedusa
realizan su obra con añoranza: el personaje del príncipe Salina es
respetado e incluso amado. Estilísticamente, Il Gattopardo significa la
entrada de Visconti en una nueva técnica narrativa cinematográfica y,
en este aspecto, resulta una obra refinada, esplendorosa, riquísima y
artísticamente lograda; un acto de verdadera cultura, nada gratuito ni
formalista. La larguísima secuencia del baile en el palacio Ponteleone
es antológica». (Cfr. voz «El gatopardo», en Romaguera, J. [coord.]
Enciclopedia ilustrada del cine. Barcelona, Labor, 1969, vol. 11, p. 23.)
Otro de los grandes valores del film -además de esa corriente
ideológica y el inteligente reflejo de mentalidades de la época del
Risorgimento- es, sin duda, la puesta en escena de Visconti, su
inspirada reconstitución de un período y su dominio del color para
expresar estados anímicos. La fotografía de Giuseppe Rotunno parece
inspirada en los tonos de pintores como Delacroix y Hogarth. Pero
dejémos ahora que sea el filósofo y también crítico cinematográfico
Julián Marías quien se extienda sobre este aspecto:
«Luchino Visconti ha dirigido este película con increíble primor;
está movida con extremada sabiduría, compuesta cada escena con
esmero que no se deja sentir. ¡Cómo aparecen los escenarios sicilianos,
las viejas calles, el palacio, las calles de Palermo, esa ciudad tan intensa
y elegante! Y las tierras secas, los caminos polvorientos -el polvo está
admirablemente usado-, los olivares, los jardines, los desvanes por
donde el joven príncipe Tancredi arrastra a Angelica... Las escenas
humanas están tratadas con maestría: ese grupo de personas que se
mueven por salones y corredores para salir al encuentro de los
viajeros que llegan; el perro que funciona dentro del grupo; la llegada
de los viajeros cubiertos de polvo; el banquete; el baile, larguísimo,
interminable, pero compuesto con arte refinado, sostenido por un
tenue dramatismo que culmina en la danza de Don Fabrizio con
Angelica y en la anticipación que el viejo aristócrata hace de su muerte
frente al cuadro que contempla con serena melancolía.
Quizá lo más perfecto desde el punto de vista del cine sea la lucha
de las barricadas entre los revolucionarios garibaldinos y las tropas
borbónicas. Las imágenes son de una belleza sobrecogedora. Son
estampas antiguas en movimiento, aconteciendo. El color -tecnicolor-,
que en toda la película es insuperable, adquiere aquí la máxima
depuración. El polvo y el humo, la gama cromática escogida, los
encuadres, todo introduce una doble impresión de verdad e irrealidad.
Allí se está luchando, avanzando, huyendo, cargando, muriendo,
matando, pero nada de eso que ocurre ante nuestros ojos es presente.
Eso que vemos acontecer está ya acontecido; los gerundios son a un
tiempo participios pasados. Los colores desteñidos son ahora el blanco
borbónico y el humor de la pólvora, el rojo de la sangre y de las
camisas de los garibaldinos, que ya estaban llegando y también han
pasado ya». (Marías, J. Visto y no visto. Madrid: Guadarrama, 1970, vol.
1, pp. 352-353.)
Relacionada con su anterior visión del Risorgimento -la también
operística Senso (1954), ambientada en la Venecia de 1866-, El
Gatopardo posee un marco geográfico y temporal distinto (Sicilia,
1860-1862) y una lectura ideológica más comprometida; pues el
mismo Visconti había manifestado: «No existen explicaciones ni
soluciones de los estados del alma, de los conflictos psicológicos, fuera
del contexto social. A mi juicio, las pasiones humanas y los conflictos
sociales son los que animan y conmocionan la Historia». Pero será
ahora el crítico José María Latorre quien comente la voluntad de
expresión del realizador italiano:
«El Gatopardo va mucho más allá que Senso, en cuanto expresa
con diáfana nitidez las tensiones históricas de la época (que son mucho
más que un telón de fondo) mediante el itinerario físico y moral de un
personaje inolvidable: don Fabrizio, príncipe de Salina. Su integridad y
lucidez, autocríticas y comprensivas pero también ácidas y nostálgicas,
dan como fruto una desencantada mirada sobre las mutaciones
sociales que le destacan, entre los demás personajes, como un extraño
que pasea su escepticismo por el teatro de la Historia asumiendo, al
mismo tiempo, su irreversibilidad. Sabe que no puede luchar contra su
flujo. Animando a su sobrino Tancredi, sigue de cerca la lucha
revolucionaria; animando y estimulando los amores de Angelica y
Tancredi, intenta aproximarse a los intereses de la nueva clase social,
la burguesía, de la que él está, por naturaleza, excluido. En su conducta,
empero, no existe ninguna doblez: don Fabrizio es consciente de la
descomposición de su clase social y de la necesidad política de una
transformación, por más que esa transformación sea sólo aparente y
comporte la renuncia y, con ella, la muerte. El príncipe de Salina es un
superviviente que, en el umbral de la vejez, posa su mirada escéptica
sobre personas y acontecimientos.
En la parte final de El Gatopardo hay una larguísima fiesta, que
no sólo ocupa una importante parte del metraje del film, casi un tercio,
sino que también -aparte de ser un asombroso ejercicio de estilo- es
necesaria para la total comprensión. Visconti, encarnándose en el
personaje de don Fabrizio, alterna con un equilibrio pasmoso la crítica
social (las notas de un vals se superponen sobre la imagen de unas
campesinas trabajando, para encadenar con el palacio de la fiesta) con
el espectáculo brillante y con la expresión de una punzante y dolorosa
nostalgia. La secuencia constituye un larguísimo "réquiem" construido
visualmente
sobre
el
enfrentamiento
dialéctico
y
sostenido
sonoramente por la música, a un tiempo patética y festiva, como sólo el
maestro Nino Rota podría componer. La intensidad dramática de El
Gatopardo, modelo de como el sentimiento personal se conjuga con la
visión historicista (sin entorpecerse, de modo autocomplementario),
tiene una precisa correspondencia con el cuidadísimo trabajo sonoro y
visual. Si el film enfrenta a un mismo nivel la dialéctica de la Historia y
la agria nostalgia personal, también puede entenderse -termina este
colega, crítico y coordinador de la revista especializada Dirigido- como
la culminación del sinfonismo cinematográfico: hacer moverse a los
personajes (despedida de Tancredi) y fotografiar los objetos como
parte de la música es algo que pertenece ya al terreno de la
genialidad». (Cfr. «El gatopardo», en 100 películas míticas. Barcelona:
Biblioteca de La Vanguardia, 1986, p.74.)
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