responsable ante dios y la historia

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RESPONSABLE ANTE DIOS Y LA HISTORIA
La llegada de Serrano Suñer y su familia a Salamanca coincidió con una ola de
optimismo provocada por la intervención de las fuerzas militar italianas, enviadas por Mussolini,
lo que se tradujo en la rápida caída de Málaga, el 8 de febrero. Molestó en varios círculos el
tono empleado por la propaganda fascista, pues parecía que el Cuerpo de Tropas Voluntarias
(CTV) se atribuía todos los méritos de la conquista de la ciudad andaluza; el general Roatta, jefe
de los italianos bajo el nombre de Mancini, en la orden de felicitación a sus soldados escribió:
«En tres días de marcha y lucha habéis liberado la provincia de la barbarie roja, habéis devuelto
a Málaga la paz, la libertad y la vida. Así actúa fascismo.» Sin embargo, este aire de
perdonavidas, que empezaba a molestar a muchos, no se tenía en cuenta porque el CTV iba a
lograr lo que no consiguieron Franco y Mola en sus varios intentos: la conquista de Madrid. Las
divisiones italianas atacarían partiendo del norte y cortarían la salida que tenía Madrid con el
Levante tomando Guadalajara y Alcalá de Henares. Reflejo de este optimismo se vio en la
prensa internacional, que el 26 de febrero difundió un cable de la United Press que especificaba:
«En la transmisión hecha esta noche por radiotelefonía, a las 22,30, por el general Queipo de
Llano desde Sevilla, predijo que Madrid caerá el 12 o el 14 de marzo.» El anuncio del llamado
General de la Radio no se cumplió, pero Franco recibió el brazo de Santa Teresa, reliquia que se
guardaba en el convento de las carmelitas de Ronda, de la que se apoderaron los «rojos» y que
fue recuperada en Málaga y entregada al Generalísimo, de la que no se separó hasta su muerte,
por entender que poseía extraordinarios poderes mágicos.
La presencia de Serrano en Salamanca no podía ser más oportuna; aunque joven, pues
iba a cumplir los 35 años, había representado en 1933 y 1936 a Zaragoza en el Congreso de
Diputados y contaba ya con una brillante carrera política. Buen conversador y hábil en el manejo
de la dialéctica, sus profundos conocimientos jurídicos -hizo toda la carrera con matricula de
honor y ganó a los 23 años las oposiciones a abogado del Estado- le permitían ver con exactitud
lo que se puede hacer y lo que está prohibido en la vida pública, requisito importante para
actuar bien en la política. En la zona nacionalista habían dejado de funcionar, de hecho, las
instituciones legales, pues todos los cargos públicos estaban ocupados por militares o bien por
personas designadas por ellos. No existía un gobierno, pues todas las decisiones las tomaba
personalmente Franco, que contaba con la colaboración de su hermano Nicolás, que se
ocupaba de las cuestiones civiles; del comandante jurídico Martínez Fuset, que manejaba la
justicia, y el diplomático José Antonio Sangróniz, que entendía en las relaciones internacionales.
Era evidente que, si de resultas de la ofensiva del CTV italiano se entraba finalmente en Madrid,
era indispensable contar con un aparato gubernamental más amplio y mejor preparado para
poder atender a la solución de los complicados problemas que se plantearían. Desde los
primeros días de su residencia en Salamanca, en el habitual paseo que daban Franco y Serrano
por el jardín, después del almuerzo, éste insistía siempre al general: «Hay que empezar a pensar
ya que la guerra acabará pronto y hemos de saber lo que vamos a hacer, para qué ha servido la
guerra. Ha habido que desmontar muchas cosas y ahora hay que edificar y construir. La guerra
civil no se ha hecho por el gusto de matarnos los unos a los otros. Todo este sacrificio y dolor, o
si se quiere heroísmo, o miseria, todo esto no tendrá justificación más que si de aquí sale de
verdad algo que sea mejor de lo que había antes.» Partiendo del supuesto que la intervención
italiana sería seguida por la toma de Madrid, estaba previsto, además del reconocimiento
diplomático de Roma y Berlín del general Franco como jefe del Estado español, que se formaría
el primer gobierno de la España Nacional.
Serrano era un político de espíritu moderno y con una visión nueva de lo que tendría
que ser la política española. En Roma había completado sus estudios jurídicos, que había
realizado en Madrid, junto con José Antonio Primo de Rivera, bajo la dirección de los profesores
Felipe Clemente de Diego y Felipe Sánchez Román, ambos de idea progresistas. Su amistad con
José Antonio era íntima y compartían muchas de las ideas que propugnaban una modernización
de la vida obrera y campesina, a base de introducir reformas en la vida agrícola. En un punto
había discrepancias entre los dos jóvenes: si el hijo del general era partidario de la acción
revolucionaria para modernizar el país, Serrano sostenía que siempre era mejor alcanzar los
objetivos políticos mediante la evolución. Los dos jóvenes no sólo vivieron lo que fue el régimen
dictatorial primorriverista y mantenían una actitud critica sobre algunos actos cometidos por el
marques de Estella, sino que conocían bien el sistema político que creó e impuso Mussolini en
Italia. Se debe recordar aquí el hecho de que un estadista tan importante como Winston
Churchill definió y aplaudió, en una visita que hizo a Roma estando Mussolini en el poder, al
fascismo por entender que era el único sistema moderno capaz de enfrentarse en buenas
condiciones con el bolchevismo. Más tarde, cuando a finales de enero de 1933, fue designado
Hitler como canciller del Reich por el presidente Hindenburg, los conservadores ingleses lo
aceptaron bien y lo aplaudieron por entender que había salvado a Alemania del comunismo;
más tarde lo criticaron por sus procedimientos brutales y por su persecución de los judíos, pero
siempre un buen sector continuó aceptándolo a base del argumento: «Es mejor Hitler, que
Stalin.»
Cuando el 18 de marzo se consumó la derrota del CTV italiano en Guadalajara, además
de no entrar en Madrid como se aguardaba, se esfumaron los planes de crear desde la capital
española el Estado que daría vida a la Nueva España, en sustitución de la España republicana
que entró en la agonía con la sublevación de los generales el 17 de julio de 1936. Serrano, por
su formación jurídica y política, además de contar con la total confianza de Franco, era el
personaje más indicado para encauzar la obra de la reconstrucción nacional. El primer problema
que se debía resolver era alcanzar la unidad política, de la misma manera que se había obtenido
el mando único en la esfera militar. Como una especie de jefe de Estado Mayor político intervino
Serrano de manera maestra en la unificación de falangistas, requetés y demás elementos que
apoyaban a Franco, hasta el extremo que logró algo más de lo que pudo imaginarse: actuó de
profesor de política del propio Franco, que si por su carácter, formación y profesión era
intrínsecamente un militar, aprendió rápidamente las lecciones básicas del oficio de político que
supo combinar con su innata astucia.
El equipo dirigente de Falange, con la única excepción del vallisoletano Onésimo
Redondo, que murió en los primeros días de la guerra civil en el Alto de los Leones, sus
miembros quedaron encarcelados en la zona republicana o bien fueron ejecutados. Su líder,
José Antonio Primo de Rivera, estaba en la prisión de Alicante y fue condenado y fusilado el 20
de noviembre. Como ocurre con toda organización que pierde a sus dirigentes, aparecen
siempre unos audaces que buscan ocupar los puestos vacantes. A fines de agosto funcionaban,
en la zona nacionalista, fragmentos de Falange en Valladolid, Burgos, Badajoz, Salamanca,
Sevilla y Zaragoza, sin que existiera un órgano que coordinara sus actividades. Manolo Hedilla
que fue Jefe falangista en Cantabria, y Agustín Aznar, ex jefe de milicias en Madrid, y Joaquín
Miranda, proclamado jefe en Andalucía, constituían los miembros más destacados de Falange,
pero sin entenderse entre ellos. En aquellos tiempos se hablaba, al referirse a la actuación
falangista, de los Reinos de Taifa, alusión a los pequeños estados en que se desmembró el
Califato de Córdoba a comienzos del siglo XIII. A comienzos de 1937 los falangistas estaban
divididos en tres tendencias. La primera y más importante la encabezaba Hedilla, que contaba
con el apoyo del embajador alemán Von Faupel, pero no había logrado restablecer la disciplina
en el partido y sobresalía por la propaganda demagógica que realizaba a través de la radio y La
prensa; en las Navidades de 1936 lanzó las consignas siguientes: «¡Brazos abiertos al obrero y al
campesino! ¡Que desaparezcan los caciques de la industria, del campo, de la Banca y de la
ciudad! ¡Que ninguna de las mejoras sociales conseguidas por los obreros quede sobre el papel
sin surtir efecto!» Con esta labor buscaba Hedilla hacerse con el control de la masa trabajadora
que se había quedado sin el amparo de los sindicatos obreros. La segunda tendencia estaba
formada por aquellos que querían permanecer fieles a las ideas de José Antonio, criticaban la
demagogia de Hedilla y se negaban a aceptar su disciplina. La tercera tendencia incluía a los
oportunistas, aquellos que veían que vistiendo la camisa azul podían protegerse del vendaval
político que azotaba el país; en su mayor parte eran conservadores, clericales y monárquicos
que pretendían apoderarse de la dirección de Falange, con el fin de ajustar su programa a una
tendencia corporativa a la italiana. La pugna para alcanzar el control de La Falange llegó a su
punto máximo a mediados de abril de 1937, cuando Hedilla se enfrentó con los miembros de la
Junta de Mandos, y Salamanca fue escenario de un choque armado en que encontró la muerte
José Maria Goya, uno de los jóvenes jefes de milicias. Franco quería que en la retaguardia
reinara la tranquilidad para dedicar todos los esfuerzo a sus campañas militares; en la noche del
19 de abril pidió Franco a Serrano que ultimara el decreto que estaba preparando para la
unificación de Falange y la Comunión Tradicionalista. Serrano definió su labor como «cobertura
ideológica a la jefatura personal de Franco».
El 19 de abril de 1937 se promulgó el decreto de unificación de los partidos bajo la
rúbrica de FET y de las JONS. Los monárquicos y los cedistas, mediante carta personal de Gil
Robles, aceptaron con júbilo la decisión de Franco. En cambio, con disgusto recibieron la
unificación una parte de las camisas viejas, que no tardaron en protestar por el camino
empleado, sin negociaciones o conversaciones previas, y contra la constitución del Secretariado,
en el que figuraban individuos sin ningún significado falangista. Pilar Primo de Rivera, en
presencia de varios jerarcas, había dicho repetidas veces a Hedilla: «Manolo, no entregues La
Falange.» Este no aceptó que en el Secretariado figurara como uno más de los diez miembros, a
pesar que desde el Cuartel General se le indicó que la aceptación de un cargo era «un servicio
de guerra», cosa que significaba que rechazarlo era cometer un «delito de rebelión». El 25 de
abril ingresó Hedilla en la cárcel de Salamanca en virtud del auto de procesamiento que se dicta;
un total cercano al centenar de falangistas fueron igualmente detenidos. La justicia militar se
encargaría de explicar a los falangistas rebeldes lo que se reservaba a los que no aceptaban la
jefatura de Franco, pues serian considerados rebeldes al aplicarles el decreto de unificación.
Hedilla y dos de sus compañeros fueron condenados a muerte y se dictaron varias penas de
reclusión perpetua. No hubo ejecuciones debido a intervenciones poderosas: Pilar Primo de
Rivera acudió a Carmen Polo de Franco y ésta la tranquilizó asegurando que los falangistas
contaban con un defensor bien seguro en Serrano, que ya había hablado del asunto con el
Generalísimo. Serrano le pidió que no se ejecutaran esas sentencias, primero por razones
humanitarias y también políticas; la ejecución, le dijo, haría ante el mundo más daño que la
perdida de una provincia reconquistada por el enemigo. Franco sostenía que él era el general en
Jefe de un Ejército en guerra y no podía tolerar que le perturbaran la retaguardia con el peligro
de que trascendiera a los frentes; pero terminó aceptando el punto de vista de Serrano, no sin
decirle: «Ya verás como las debilidades nos saldrán caras.»
Los dos procesos de Salamanca y las duras penas dictadas por los tribunales militares
enseñaron a las camisas viejas que había sólo dos caminos para ellos: la adhesión plena a
Franco, con todas las ventajas que significaba gozar de los beneficios del poder, o pasar a la
oposición, que se traduciría en persecuciones, cárceles y algunas veces el pelotón de
fusilamiento. Las penas impuestas a Hedilla y sus compañeros no terminaron con la resistencia
de los auténticos falangistas a la unificación; en casa de Pilar Primo de Rivera funcionó una
especie de central de los falangistas que no querían renunciar a su ideología, a la que acudían
muchos jefes provinciales en demanda de consignas. Entre este grupo opositor y el Cuartel
General del Generalísimo comenzaron unas negociaciones para ver de llegar a un acuerdo;
como delegado de los auténticos falangistas actuó Dionisio Ridruejo, entonces jefe provincial de
Valladolid, mientras que por el lado de Franco figuraba Serrano Suñer. Las negociaciones entre
dichos personajes comenzaron en forma polémica y dura; sin embargo, bajo el amparo de las
ideas de Ortega y Gasset, que ambos conocían bien, la polémica se fue transformando en un
intercambio de opiniones. La idea de una minoría dirigente, dueña del poder y ejecutora de una
revolución que introdujera el progreso en el país -uno de los puntos principales de la doctrina
de Ortega y Gasset- fue la principal base para que Serrano y Ridruejo llegaran a un
entendimiento. Serrano sostenía que con los militares en el poder no se podía esperar la
revolución pendiente, de que tanto hablaron algunos intelectuales y políticos; en cambio, con el
posibilismo predicado por el mismo Ortega y Gasset se podía alcanzar algo de lo que se
deseaba, aunque no fuera todo lo que se pretendía hacer. Era lo que aconsejaba la sabiduría
popular con su refrán «Más vale algo que nada». Fue por este camino que llegó la colaboración
de Serrano con los falangistas moderados, que se dispusieron a trabajar para que la Nueva
España fuera, en lugar de una abierta dictadura militar, un régimen político moderno en el cual
pudiera desarrollarse la cultura y una mejora social. (La intervención de la Iglesia en materia
educacional cerró muchas puertas al progreso intelectual; en cambio, la gestión de Girón, como
ministro de Trabajo, puso unas bases sólidas a la arquitectura del bienestar social que benefició
mucho a los obreros españoles.)
El poder militar de Franco se vio reforzado, aún más, después de la muerte del general
Mola, con la entrada de sus tropas, el 19 de julio, en Bilbao. Paralelamente iba consolidando su
poder en el campo político, después de la unificación de FET, en abril, con la aprobación del
Estatuto Nacional de FET y de las JONS, que tuvo lugar en agosto. Es un hecho que merece
destacarse, ya que se esfumaron las esperanzas de los auténticos falangistas de poder disponer
del control de la parte política de la Nueva España. La tesis que defendió Dionisio Ridruejo era
que el Partido tendría a su cargo las decisiones de política interior, mientras que los
gobernantes actuarían simplemente como técnicos; Franco rechazó tal teoría afirmando que
sólo en la Unión Soviética ejercía el Partido Comunista un control sobre el aparato
gubernamental. Un repaso de los artículos del Estatuto de FET y de las JONS nos permite
comprobar como Franco consolidó su poder único y personal sobre todo el aparato falangista.
El artículo 37 fijaba que la Junta Política, delegación permanente del Consejo Nacional, estaría
formada por doce miembros, seis nombrados por el Consejo Nacional y seis por Franco. (El 2 de
diciembre, en el acto celebrado en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, para que juraran los
miembros del primer Consejo Nacional de FET y de las JONS, Raimundo Fernández-Cuesta,
recién llagado a la zona nacionalista y designado Secretario General de FET, expresó que dejaba
en manos del Caudillo el nombramiento de los seis consejeros de la Junta Política, que el
Estatuto reservaba al Consejo Nacional; así, de esta forma, cortó Franco toda intervención en la
Junta Política de cualquier elemento opositor.)
Si continuamos la lectura del Estatuto veremos que el artículo 36 se refería al Consejo
Nacional, cuyos miembros serían nombrados en su totalidad por Franco, con la facultad de «en
cualquier momento sustituirlos o deponerlos individualmente». Finalmente, el artículo 47
merece calificarse de monumento de un total servilismo; basta simplemente leerlo: «El Jefe
Nacional de Falange Española y de las JONS, Supremo Caudillo del Movimiento, personifica
todos los Valores y todos los honores del mismo. Como autor de la Era histórica donde España
adquiere las posibilidades de realizar su destino, y con él los anhelos del Movimiento, el Jefe
asume en su entera plenitud la más absoluta autoridad. EI Jefe responde ante Dios y ante la
Historia.» Ridruejo, desengañado por todo lo que había presenciado como testigo privilegiado,
hizo bien en bautizar a los individuos que intervinieron en estos espectáculos políticos como
camarillas y comparsas; sin embargo, al enjuiciar los hechos con la perspectiva que ofrecen
cerca de cincuenta años, se puede reconocer que poco podía enseñar Maquiavelo a este ser
complicado y difícil de entender que fue el Caudillo.
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