[DONDE EL TURISTA VIVIRÁ 120 AÑOS SIN VOLVER A VER SU

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VIAJE AL PUEBLO DE LOS ANCIANOS
[DONDE EL TURISTA VIVIRÁ 120 AÑOS SIN VOLVER A VER SU MÉDICO]
En el valle de Vilcabamba, Ecuador, los ciudadanos suelen vivir más de un siglo sin privarse del
alcohol, el sexo ni el tabaco. Trabajan, suben montañas y tienen el cabello negro. El porqué es un
misterio, pero los médicos no son los responsables de esa proeza de la buena salud.
¿Acaso el planeta entero debería mudarse a ese pueblo diminuto?
un texto de ricardo coler
fotografías del autor
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en campos y montañas, se come lo mismo y de la
misma manera y no se vive tanto. Más aún, se vive
menos. Eso hace evidente que la pureza no alcanza. Pero como coincide con la obsesión alimentaria, todo lo que la apoye es bien recibido y aceptado
como verdadero.
Me siento cerca de Manuel Picoitia y le pido que se
saque el sombrero para una última fotografía.
–Hoy le estuve cortando el pelo –me dice la tataranieta–. En esta parte de la cabeza lo tenía todo canoso.
Fíjese ahora, volvió a ponérsele negro.
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6.
En Vilcabamba el número de mujeres supera al de
hombres. Por cada tres damas hay dos caballeros. Sin
embargo, los que vivieron más de ciento treinta años
fueron siempre varones. En el valle –a diferencia de lo
que ocurre en el resto del planeta–, los hombres viven
más que las mujeres. Pero ellas también viven mucho.
Suelen tener hijos después de los cincuenta y hay varios
casos de madres después de los sesenta.
Josefa Ocampo tiene ciento cinco años. Son
casi las cuatro de la tarde y ella está por ir a dormir.
Acaba de despedirse hasta la mañana siguiente. A
pesar de que el clima en Vilcabamba es templado y
hay muy poca variación térmica durante todo el año,
la mayoría de los ancianos tiene frío. Por eso Josefa
Ocampo –que usa un gorro de lana azul y blanco, remera, camisa y suéter– se va a dormir. Lo hace para
entrar en calor, después le viene el sueño.
Ella es la estampa de la abuelita dulce. Casi ciega,
casi sorda y totalmente resignada. Pareciera fácil de querer porque nunca pide nada. Dicen sus nietos que era una
mujer más grande y con el tiempo se fue reduciendo.
A la mayor parte de sus cincuenta nietos, sus veinte
bisnietos y su decena de tataranietos no los conoce o los
vio apenas alguna que otra vez.
–Mi familita es un desparramo –dice.
Como si fuera una condición para seguir hablando,
el conductor le pregunta por sus costumbres a la hora
de comer. Parece programado por los extranjeros con
los que trata y que viajan hasta Vilcabamba obsesionados por la dieta del valle. Llegan al pueblo convencidos
de que la longevidad entra por la boca y si uno se cuida
con lo que come, además de mantenerse precioso, difícil
que alguna vez se enferme. Es tan potente la idea de la dieta que lograron
convencer incluso a los nativos del valle. Todos están seguros de que la dieta sana prolonga la existencia. Que lo que comen en Vilcabamba es una
combinación de verduras y frutas que no existen en ningún otro lugar del
mundo.
–Yuquitas, motito, platanito. Cualquier comidita.
Pero la dieta es tan natural y carente de contaminantes como la que
se ingiere en otros valles donde los campesinos cultivan lo mismo y de la
misma manera. Será sana, pero no es ni original ni exclusiva.
No hay mucho para hacer ni demasiado para preguntar. El guía
le propone a Josefa Ocampo que cante una canción de amor: «Flores
negras». Ella no se acuerda. A cambio recita un poema, recuerdo de
la guerra con el Perú. Un joven que se separa de sus padres para ir a la
frontera «y otro, voluntarioso, que de la tumba ya no volverá». Puesta a
recordar, se emociona cuando habla de su perro. Asco se llamaba. Malo,
inútil y compañero.
Cuando ella cuenta algo, lo hace en tiempo pasado y siempre termina diciendo: «Ahora ya no». Cantaba pero ahora ya no, estaba casada
pero ahora ya no, trabajaba con mi padre pero ahora ya no, me ocupaba
de la casa pero ahora ya no. Da la sensación de que lo único que hace
es esperar y mientras lo hace trata de mantenerse abrigada. Prefiere no
sentir frío.
En Vilcabamba, además de vivir mucho, se muere de otra manera. Se van a bañar y se mueren, salen a trabajar y se mueren, se
acuestan a dormir y nunca más se levantan. Sin aviso, ni convalecencia, ni peleas por quién se hace cargo, ni hijos protestando por
cuidar a sus padres. No llegan a pasar por esa etapa en la que uno
se pregunta si realmente vale la pena seguir viviendo. Cuando uno
se convierte nada más que en un cuerpo que sufre, ¿sigue siendo la
misma persona que antes? Los ancianos del valle se cuidan solos
hasta el final. Después se mueren. De un momento a otro, sin familiares en la sala de espera de una clínica, aguardando el desenlace.
No se enferman, se apagan. Llevan una vejez sin necesidad de atención, sin dictados de médicos, sin el miedo que infunden los familiares. Son gente muy humilde pero cuando les llega el momento,
se despiden como aristócratas.
7.
Desde que Mario Moreno Cantinflas inició su carrera, nunca
pasaron más de dos años sin que una de sus películas se estrenara.
En 1978 tuvo muy pocas apariciones públicas. Estaba en Vilcabamba, de incógnito, en una casa oculta por una empalizada de árboles.
Dicen que los médicos habían agotado todos los recursos disponibles. Sufría del corazón y vivir en el valle era su única esperanza.
También dicen que los años que siguió trabajando los obtuvo en este
pueblo, que los excesos se diluyeron en la tierra y
que el río le destapó las arterias.
El guía Víctor Carpio llama a Vilcabamba el
«centro de la inmunidad cardiovascular», la «cantera
de longevidad». Nadie se enferma del corazón y los
que vienen enfermos, con el tiempo dejan de estarlo.
Nadao Kimura, asistente personal del ex primer ministro del Japón, Yasuhiro Nakasone, llegó a Vilcabamba sin poder dar más de veinte pasos. Eso era lo
máximo que podía caminar, se ahogaba, le faltaba el
aire. Su corazón estaba agotado. La insuficiencia cardíaca que no pudieron resolverle en Tokio se compuso
en Vilcabamba en apenas treinta y ocho días. El político japonés estaba tan contento que le pidió permiso
al entonces presidente del Ecuador para ponerle a su
pueblo natal, una isla al norte de Hokkaido, el nombre de Vilcabamba. Quería que el lugar donde había
nacido se llamara de la misma manera que el sitio en
el que había renacido.
Cantinflas y Kimura no son las únicas celebridades que ha llegado a Vilcabamba. En el pueblo aseguran
haber visto durante períodos prolongados a otras estre-
llas. Los villanos de series famosas son la especialidad. Dicen que para
JR, de la serie DALLAS, ser malvado durante tanto tiempo le arruinaba la
salud. Por eso vino al valle, para recuperarse. Algo parecido le ocurrió a
Jon Cypher, que interpretó a uno de los enemigos acérrimos de la familia
Carrington en la serie DINASTÍA. Cypher actuó en infinidad de películas y
series de televisión y ahora está casado con la dueña de un hospedaje en
Vilcabamba. También hay un astronauta, un general del ejército de los
Estados Unidos y la presidenta de la liga antimisiles.
Por las afueras del pueblo están las construcciones de los millonarios
que viven o se preparan para vivir el resto de sus días en las cercanías. Algunas son verdaderas mansiones con todas las comodidades y un ejército
de ecuatorianos para atenderlos. En el bar El Punto, los hippies que venden
chucherías por la calle dicen que los que vienen en busca del paraíso son los
que se están encargando de destruirlo.
8.
Vuelvo a la Argentina. Mi padre sigue internado. Al llegar a la
clínica, él está desesperado. Gira la cabeza para un lado hasta chocarse con la almohada y después hace lo mismo para el otro. Lo dejaron destapado. Las piernas parecen dos huesos envueltos. Tiene
una llaga en el talón producto de rasparse contra las sábanas como
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En Vilcabamba, además de vivir mucho, se muere de otra manera. Se van a bañar y se mueren,
salen a trabajar y se mueren, se acuestan a dormir y nunca más se levantan. Sin aviso, ni
convalecencia, ni peleas por quién se hace cargo, ni hijos protestando por cuidar a sus padres.
Los ancianos se cuidan solos hasta el final. No se enferman, se apagan. Son gente muy humilde
pero cuando les llega el momento, se despiden como aristócratas
si, aterrado, tuviera que escalar la cama de espaldas
para poder escapar. Trata de arrancarse la sonda
que le entra por la nariz y de correr la mascarilla de
oxígeno. La cuidadora quiere que alguien la reemplace. Hace tres noches que mi padre no duerme.
Tiene ochenta y seis años y el suyo es un caso típico
en una gran ciudad: tienes ochenta y seis, estás muy
enfermo, te internan en una clínica.
–No puedo más. ¡Sácame de aquí! –dice él en
cuanto me ve.
Le pido que se calme. Le digo que ahora voy a ir a
hablar con el médico y después le cuento.
–¡Espera! –quiere que me quede, dice que necesita hablarme. Abre los ojos y exhala el aire de los
pulmones con esfuerzo, resoplando. Está enfurecido, intoxicado por la infección, no puede más, va
a gritarme–. Quiero hacer un cambio de vida –mi
padre me habla haciendo un esfuerzo para parecer
calmado–, un cambio completo. Como hiciste vos
hace unos años. Quiero ir a vivir cerca de una playa.
A cualquiera que tenga un centro de diálisis. Quiero
un departamento chico y una ventana desde la que
pueda ver el mar.
–Está bien, papá, pero ahora tienes que mejorarte.
–¡Está bien, no! –grita. Después baja la voz–. Tú
puedes, tú puedes. Hiciste muchas cosas en tu vida que
parecían imposibles. ¡Llévame a otro lado!
Podría hacerlo. Incluso puedo cargarlo en un
avión y llevarlo a Vilcabamba. Vendería la casa
donde viven y por bastante menos compraría algo
en Ecuador. Viviría muchos años más y, en una de
ésas, cuando yo tenga noventa y cinco años, tendría
la felicidad de seguir atendiéndolo. Se lo debo, él
me dio la vida, no importa que me la esté pidiendo
de vuelta. Pero en Vilcabamba no hay centro de diálisis –se fundirían por falta de pacientes–, así que
lamentablemente no puedo llevarlo hasta allá.
Entra el jefe de piso. La enfermera le avisó que estaba visitando a
mi padre y se acercó hasta la habitación para hablar conmigo.
–Está mejor tu papá. Los análisis empezaron a dar bien. En unos
días se va.
El médico sale y llegan los camilleros. Vinieron a buscarlo. Justo antes
de que se lo lleven, gira la cabeza y me dice en voz baja:
–Acuérdate de lo que hablamos.
9.
Regreso a Vilcabamba convencido de que lo hago por decisión
propia. Durante el viaje he tratado de poner mis ideas en orden. En
Vilcabamba viven más y se enferman menos. El número de centenarios es diez veces superior al de cualquier otro lado. Circula una teoría que explica la longevidad: comen sano, no consumen productos
industrializados y nadie usa pesticidas en los cultivos. La gente está
convencida y lo repiten hasta el cansancio. Lo que no llego a entender
es por qué en la Antigüedad, cuando los pesticidas aún no se habían
descubierto y comer sano era la única de las posibilidades, la gente
vivía menos que ahora. Por qué cuando no existían productos industrializados y la tierra no estaba contaminada –por la simple razón de
que no se había inventado nada que pudiera contaminarla–, los seres
humanos no vivían hasta los ciento cincuenta en cambio y se morían a
la edad promedio de treinta y cinco años. La contaminación puede ser
letal, no hay duda, pero su ausencia no explica que la vida se prolongue más allá de los límites que conocemos.
10.
Isabel Aguirre tiene setenta y cinco años. Parece muchísimo menor.
Es la dueña de la hostería de Vilcabamba, algo que se nota cuando pasea
por el parque, entre las mesas tendidas al aire libre, con su vestido rojo
y su collar de perlas blancas. Tiene el pelo oscuro y largo. Lo usa tirante,
prolijo, dejando al descubierto un rostro firme y agradable. Además de
la hostería también es dueña de una hacienda ganadera en el norte del
Ecuador. Cuando vivía allí apenas podía caminar. Aguirre padecía lo que
ella llama una enfermedad cardiovascular avanzada. Sus arterias se ha-
bían endurecido y para que la sangre circulara a través
de ellas, el corazón debía hacer mucho esfuerzo. Como
cualquier músculo que se ejercita, el corazón de Aguirre había comenzado a crecer.
Tener un corazón grande siempre es problemático.
No hay oxígeno que le alcance. Por eso duele y sufre y
no funciona como antes. Aguirre sentía que le faltaba el
aire. Estando tan afectada, el día se le presentaba siempre cuesta arriba y por la noche estaba tan agitada que
no podía descansar. Le dolía el pecho y todo era desesperanza. Visitaba a su médico, le contaba sobre su evolución y de la consulta se llevaba una receta que guardaba
en la cartera antes de pasar por la farmacia y entregársela al boticario. Siempre había un nuevo medicamento
para añadir a la lista de fármacos que consumía a diario.
Muchos remedios y poca mejoría.
Cuando le propusieron venir a Vilcabamba aceptó
sin mucha esperanza, y para su sorpresa, al poco tiempo de vivir en el valle, volvió a respirar. Podía andar sin
agitarse, como cuando era muy joven y caminaba por su
hacienda sin detenerse a descansar, obligada por la falta de aire. Su presión
arterial fue disminuyendo hasta alcanzar niveles normales y ahora se maneja sólo con una pastilla. Lo hace para darle el gusto al médico. En realidad
no la necesita. Lo que necesita es quedarse en Vilcabamba para siempre.
Por eso construyó la hostería.
Le pregunto si viene gente. Me contesta que sí, que desde que se puso
en marcha el proyecto San Joaquín, hay muchos extranjeros.
El San Joaquín es un emprendimiento privado, una enorme hacienda
dividida en lotes, a dos kilómetros del pueblo, entre los Andes y el río. Es
para quienes sueñan con comprar el seguro de la longevidad. Un sueño que
no es para cualquiera. El proyecto está liderado por Joe Simonetta, egresado de la Harvard Divinity School (una de las escuelas de la Universidad de
Harvard que se dedica a la enseñanza de religión). La promoción lo dice
claro: «Únase a nosotros, estamos buscando un grupo de personas de alta
calidad». Después explica qué es gente de alta calidad. Son los que tienen
costumbres saludables, son amables con los vecinos y respetan el mundo
natural. ¿Quién puede oponerse a estas tres reglas? Parecen inofensivas.
Sin embargo, pensar que hay gente de alta calidad, implica que hay otra, la
mayoría, que es gente de baja calidad. La cercanía del tesoro de la longevidad despierta lo peor de cada uno.
Isabel Aguirre quiere devolver algo de toda la salud que recibió de
Vilcabamba. Para eso, dos veces por semana, reúne a las centenarias
bajo una pérgola blanca en uno de los sitios más frescos del jardín. Pasan la tarde contándose sus cosas mientras con paciencia arman cigarrillos de chamico.
Es una manera de darles trabajo, elaborando un producto regional, y
también de mantenerlas activas, socialmente activas. Pero las ancianas demasiada ayuda no necesitan, lían el cigarrillo con destreza porque a ninguna le afectó ni le afectará el reuma. Además –y eso es envidiable– lo hacen
sin anteojos. Con esa actividad pueden ganar dinero en efectivo. El chamico
es de venta fácil. Entenderlo de una manera u otra es la diferencia entre tener una idea única para leer el mundo o que las ideas surjan del interior de
cada una de las situaciones. En el primer caso, las centenarias serían parte
de un supuesto cartel de estupefacientes de Vilcabamba; con la segunda
de las opciones, seguirían siendo las abuelas del valle. Pero además ¿quién
tiene autoridad para decirles a los vilcabambenses que lo que consumen les
puede hacer mal a la salud? Pero hay, siempre hay alguien.
11.
El día que Yukio Yamori, profesor de la Universidad de Kioto,
reunió al pueblo en esta misma plaza, tuvo una convocatoria casi
total. Titular de cátedra en Japón y externo en Harvard, es una autoridad a la hora de dar recomendaciones para mantenerse saludable.
Estudió a los longevos de Okinawa y estableció cuáles eran los hábitos que retardaban la aparición de la arteriosclerosis. Yamori dice
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que la clave está en la dieta. Original con las conclusiones. Cien gramos de pescado por día, veinticinco
de soja y nada de sal. Cuando llegó a Vilcabamba
se encontró con que algunos datos no coincidían.
A diferencia de lo que ocurre en la isla de Okinawa,
en el valle hay más longevos que longevas, apenas
comen pescado y desconocen la cocina japonesa.
Además, son amigos de agregarle sal a la comida.
Sin embargo, la presión arterial de los vilcabambenses es sensiblemente menor que la del resto de
sus compatriotas y, entre ellos, los infartos son una
verdadera curiosidad.
Finalizada la investigación y antes de regresar a
su tierra, Yamori arengó en la plaza al pueblo de Vilcabamba. Les pidió que se abstuvieran de seguir poniéndole sal a la comida. La cantidad que utilizaban
era muy superior a la prudente. Ése era su consejo, el
que les dejaba después de muchos años de estudio y de
haber comprobado la eficacia de sus indicaciones en el
resto del mundo.
Wilson Correa –veinticinco años de médico en
Vilcabamba– encarna la memoria sanitaria del valle. El
martes por la mañana, me atiende entre paciente y paciente, en uno de los consultorios externos del hospital
Kokichi Otani, un dispensario ecuatoriano con nombre
japonés. Hay una camilla, un armario de metal y vidrio,
un escritorio y tres sillas. No hay ningún tipo de instrumental, apenas un tensiómetro y un estetoscopio que
Correa guarda enrollado en uno de sus bolsillos. Nada
que pueda considerarse equipo de alta tecnología. En
cambio tiene una ventana que da a una calle ancha y
polvorienta, envidia de cualquier institución sanitaria: la
Avenida de la Eterna Juventud.
–Albertano Rojas. Ciento veintisiete años, paciente
mío. Al hombre no le gustaba venir a la consulta pero lo
traía la familia. La mujer, un hijo o un nieto.
–¿Y por qué venía?
–Al final estaba un poco senil, se olvidaba de las cosas, no reconocía a sus familiares.
Si a la cantidad de hijos que tienen se les suma los
hijos de los hijos, da un número de familiares que para
cualquiera es difícil de recordar.
El doctor Wilson Correa está convencido de que los
que llegan a Vilcabamba con problemas de corazón se
curan, en especial los hipertensos. Él mismo trató a muchos de ellos. Sin demasiada intervención de su parte,
los vio curarse y abandonar la medicación. Cuenta que además son muy
pocos los casos de diabetes o de otras enfermedades metabólicas.
–No se ve osteoporosis –la desmineralización de los huesos, frecuente
en los ancianos– ni pacientes con cáncer.
–Pero, doctor, son todas patologías diferentes. Por su origen y por sus
efectos poco tienen que ver una con otra.
–Yo le digo lo que veo.
No me convence. No puede ser. Pensar que en Vilcabamba hay una
sola sustancia que mejora cualquier enfermedad, actuando sobre todos los
órganos, sin importar que sus células, funciones y estructuras sean tan diferentes una de otra, no tiene el menor de los sentidos. Parece magia. El
efecto de un elixir todopoderoso.
Otra posibilidad: algo retrasa el envejecimiento. Algún elemento en
el valle detiene el proceso degenerativo que afecta a las células del cuerpo y
que siempre aceptamos como inexorable. Quizá curarse de la vejez sea tan
complicado e impensable hoy como hace siglos lo era de la tuberculosis.
–En Vilcabamba la gente come sano –dice Correa–. Como le decía, aquí se come muy sano, sin contaminantes. La gente toma un buen
desayuno a la mañana y eso ayuda mucho. El aire es puro. En esta zona
tenemos el wilco, árbol típico de Vilcabamba, que oxigena la atmósfera.
También la familia. El lazo familiar es muy fuerte. El patriarca es respetado y mantiene a todos unidos. Aunque se puede cuidar solo, siempre lo
acompaña alguien. En la casa se lo considera el jefe de familia. Esa unión
de hermanos y ese cuidado por el patriarca son fundamentales.
–Discúlpeme, doctor, a uno de los centenarios lo vi
viviendo en la calle.
–Sí, pero el clima es benéfico y ésos son casos aislados. La importancia de la familia es vital, por eso cuando
uno de los centenarios fallece, lo velan durante tres días.
Es un ejemplo: fue un hombre bueno, honraba sus deudas. El honor los hace vivir mucho. No hay infidelidades,
ni engaños, ni estafas.
–Un paraíso.
–Exacto, acá los sonidos que se escuchan son los de
la naturaleza. Imagínese, los centenarios salen a caminar
y no hay ruidos molestos de máquinas o de gente estresada corriendo por dinero.
–Entonces, ¿por qué lo consultan?
–Poliparasitosis. Es la carta de presentación del
hombre de campo. Vienen con varios tipos de parásitos,
en especial intestinales.
–¿Hasta qué edad tienen hijos?
–Eulogio Carpio, cumplidos ya los noventa, se casó
con Julia León, una muchacha jovencita. Tuvieron tres
hijos. Después de haber hablado con él y con muchos
como él, llegué a una conclusión: el sexo de los centenarios es frecuente y de buena calidad.
Hace unos años, me cuenta, vino al pueblo una
gringa, no me acuerdo si era polaca o alemana. Estaba
escribiendo un libro: «Cómo hacer el amor con un centenario». Era antropóloga y le pagaba a los viejitos para
que tuvieran sexo con ella.
–¿Se quedó mucho tiempo?
–No tanto. El dinero se le acabó antes de lo que
esperaba.
Fin de la entrevista. Sé que hay en curso algunos estudios para identificar los genes relacionados con la longevidad. Por ahora las investigaciones se realizan sobre el C.
Elegans, un gusano hermafrodita y transparente. Aunque
algunos opinen que por ser gusano, hermafrodita y transparente no se aleja necesariamente del género humano,
lo cierto es que hasta el momento, las conclusiones obtenidas en el C. Elegans no son del todo aplicables para la
generalidad de los hombres y las mujeres.
No encontré ninguna investigación sobre patrones
genéticos de la población de Vilcabamba pero hay algunos datos para tener en cuenta. La gente del valle viene
de diferentes lugares, no son una raza ni una comunidad
cerrada que se preserva manteniéndose ajena a los demás. Los extranjeros mejoran al llegar y los que nacieron
en Vilcabamba, cuando se van, viven mucho menos que aquellos que se
quedan. Hay varios ejemplos porque es común que los ecuatorianos se vayan a trabajar fuera del país. El dinero que les envían a sus familiares es una
importante fuente de divisas.
Todo inclinaría a pensar que la longevidad, al menos la de la zona, no
es hereditaria, tampoco genética, sino la consecuencia de algo que ocurre
en el valle. Y en el valle, más allá del poco visitado doctor Correa, no hay
un sistema médico como en las ciudades. La gente subsiste sin necesidad
de aferrarse a los medicamentos, sin internarse en clínicas para tratarse
enfermedades terribles (no las tienen). Más que certezas sobre técnicas sofisticadas para vivir mucho, hay evidencias de una vida sencilla, austera.
Mucho más no hay para averiguar.
12.
¿Por qué será que las fotografías que saqué no me convencen? Probablemente porque son nada más que fotos de gente mayor. La foto de un
hombre de ciento quince años en Vilcabamba es igual a la de alguien de
setenta y cinco de cualquier otro país. Por eso genera desconfianza. No es
un documento, no es irrebatible. Con las entrevistas pasa algo parecido.
Nada de lo que cuentan los ancianos es revelador. Hace falta estar atento y
traer algo pensado para que, al escucharlos hablar, lo que digan cobre significado. La experiencia sin elaborar es un conocimiento precario. Prueba
de ello es que los centenarios que entrevisté llevan una vida tan dura, que
muchos estarían dispuestos a regalar los últimos cuarenta años de su vida
para mejorar los primeros ochenta.
Ahora, en el bar La Terraza, un anciano bebe cerveza. Es diferente
a los demás. No está trabajando la tierra. Está descansando y ocupa una
mesa y dos sillas. Una para sentarse y otra para apoyar la pierna derecha.
Es el primer longevo que veo con jeans gastados y buzo de algodón. Demora cada trago mientras se entretiene con una de las distracciones preferidas
de la gente mayor: mirar pasar a otra gente. Puede ser una buena fotografía. Estoy a poca distancia.
Cuando me parezca el momento oportuno, podré levantar la cámara
y retratarlo de cerca.
El hombre mira de reojo. Saca un teléfono móvil. Escucho que da una
orden. Lo hace en inglés, acento británico. En un minuto una camioneta
ultramoderna aparece en la plaza. El hombre sube y un chofer demasiado
corpulento baja del vehículo y paga la cuenta. Luego desaparecen por la
avenida Eterna Juventud. Cerca del bar había estacionada una segunda camioneta. Recién me doy cuenta cuando arranca para seguirlos de cerca. No
distingo a sus ocupantes, los vidrios están polarizados. Miro en el visor de
la cámara la foto digital que acabo de tomar. Un hombre mayor bebiendo
una cerveza en el bar de un pueblo.
Extractos del libro ETERNA JUVENTUD. Planeta
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Algo pasa en
Vilcabamba.
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Algo que le permite a
su gente vivir ciento
diez, ciento veinte y
hasta ciento cuarenta años. No sólo
viven mucho. Viven mucho con una
salud envidiable y sin prestarle atención a los consejos médicos. Los
habitantes de Vilcabamba, una provincia pequeña y oculta en Ecuador,
tienen inclinación por los excesos
insalubres: fuman como escuerzos y
beben como cosacos. Sin embargo, a
la edad en que cualquiera de nosotros
muestra signos de deterioro, ellos están listos para seguir otros cuarenta
años más. ¿Cómo hacen?
Aunque los censos internacionales
señalan que la mayor expectativa de
vida se da en lugares como el Principado de Andorra, en
Europa, o la isla de Okinawa, en Japón –sitios de alto
nivel económico y estilo sosegado–, Vilcabamba les saca
varias décadas de ventaja sin demasiado esfuerzo. Lo
hace con una población que cuenta con pocos ingresos,
malas condiciones sanitarias y trabajo duro de por vida.
A pesar de eso, en el pueblo hay diez veces más centenarios que los que se puede encontrar en cualquier otro
lugar. Es el misterio del valle.
2.
Voy a ver qué pasa en Vilcabamba siempre y cuando la salud de
mi padre me lo permita. Entro al cuarto de la clínica donde él está internado. Veo sus pies tapados por una sábana y a la mujer que lo cuida
sentada en un sillón:
–Viste, te vinieron a visitar.
Desde que mi padre se internó, hace menos de una semana, lo visito
dos veces por día. A la mujer es la primera vez que la veo. Por haber pasado
la noche con él –cambiándolo de posición, dándole de comer y llamando
al médico–, parece que obtuvo con mi padre una familiaridad varias veces
superior a la que yo pude lograr siendo el hijo.
Me acerco a saludarlo. No es tan fácil darle un beso en la frente. Tengo
que pasar por encima de la baranda de metal de su cama ortopédica. Me
paro en puntas de pies, me sostengo sobre la baranda y cuando estoy sobre
él, me doy cuenta de que por debajo de las sábanas él está atado.
Hay dos zonas del cerebro y tres del corazón que ya no le funcionan. A los ochenta y seis, ya tuvo varios infartos. Perdió la visión de uno
de sus ojos y hubo que sacarle las paratiroides. Es diabético, hipertenso
y se dializa. Aunque nadie estuvo dispuesto a escucharlos, sus riñones
dijeron basta. Tuvo cuatro hemorragias digestivas, dos altas y dos bajas.
Una cirugía de próstata y una arritmia cardiaca que responde bien a la
medicación. Dejó de caminar. Intuyo que al principio fue por propia decisión. Ahora se le atrofiaron las piernas. Además tiene pie diabético. En
el derecho, una lesión muy chica que nunca termina de curarse. En el
izquierdo, un dedo menos.
¿Cómo harán los hijos de los ancianos en Vilcabamba? Si pueden vivir
más de ciento veinte años significa que tienen hijos de noventa. Mi padre,
por ejemplo, en el estado de salud en que se encuentra, tendría que atender
a mi abuelo –no hace falta aclarar que mi abuelo estaría vivo–. Sería un
desastre. Después de los noventa es poco decoroso no ser huérfano.
3.
Viajo. Buenos Aires. Quito. Loja. Vilcabamba. A la entrada del pueblo hay dos carteles. En uno se le da la bienvenida al viajero que acaba
de llegar y en el otro se le informa que el pueblo está a mil quinientos
metros de altura sobre el nivel del mar, tiene unos cuatro mil doscientos
habitantes y una temperatura promedio de veinte grados. Un poco más
DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. N o: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y
PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. Tomar preferentemente
después de las comidas y a la hora de acostarse. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Para información médica o de producto, por favor contacte
el número de información médica de BMS al número 001 609 897 6633.
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TERRORISTAS
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A los ochenta y seis, mi padre ya tuvo varios infartos. Perdió la visión de uno de sus ojos. Es
diabético, hipertenso y se dializa. Dejó de caminar. ¿Cómo harán los hijos de los ancianos en
Vilcabamba? Si pueden vivir más de ciento veinte años significa que tienen hijos de noventa. Mi
padre en el estado de salud en que se encuentra, tendría que atender a mi abuelo –y mi abuelo
estaría vivo–. Sería un desastre. Después de los noventa es poco decoroso no ser huérfano
adelante hay otro cartel mucho más colorido y atractivo. «Welcome Vilcabamba». Allí se la cabeza de uno de
sus habitantes. Un centenario. Un hombre tranquilo,
listo para salir a trabajar.
En Vilcabamba dividen a los ancianos en dos
grandes grupos: longevos y centenarios. Longevos
son los que superan los noventa años y centenarios
los que pasan los cien. Voy rumbo a la finca de uno
de los centenarios que viven en la zona alta. El conductor es el mismísimo Lenin.
–¿Lenin te llamás? ¿Tu papá era del partido
comunista?
–No, el nombre me lo puso mi abuelo que vivió
hasta los ciento veintiséis años.
Bajamos del vehículo en casa de José Medina, habitante de Vilcabamba, ciento doce años.
–No contesta nadie.
–Es que el hombre está un poco sordo, pero tiene
una hermana que oye bien.
–¿Qué edad tiene la hermana?
–Ciento cuatro.
Como nadie responde, suponemos que la mujer
salió para hacer las compras. Pasamos el portón y entramos en la finca. Una casa humilde, de campo.
En el fondo hay un terreno donde los Medina cultivan parte de su alimento: lechuga, maíz y poroto. No se
ve a nadie. Lenin se aleja por detrás de un monte y desde
allí nos llama.
José Medina está trabajando con su azada. Nos
mira un segundo, luego baja la cabeza y continúa
como si nuestra presencia no le implicara la necesidad de detener la labranza. Víctor Carpio, el guía,
me dice que me fije bien en lo que hace Medina. Él
separa la hierba buena de la mala. Un trabajo para
el que se necesita precisión en el golpe y buena vista. A los ciento doce años eso no le resulta un problema. Ni siquiera necesita anteojos. Usa la misma
ropa que la mayoría de la gente de campo en Vilcabamba: pantalón
de vestir y camisa blanca. En cambio yo, que vengo de visita, tengo
un pantalón cargo con tratamiento impermeable y una camisa outdoor con tecnología dry fit.
Le pregunto si puede sentarse para conversar un poco. Se queda
parado, apoyando el peso del cuerpo sobre el mango de la azada. Hace
dos semanas el guía le trajo un grupo de canadienses que querían conocerlo y el mes pasado vinieron a entrevistarlo de la televisión de
Hong Kong.
–Claro, ahora no me contesta porque está cansado de que lo vengan a
molestar. Aunque yo hable en español, para él sigo siendo un extranjero.
–No te contesta porque no te escucha. Prueba de hablarle más alto.
Medina decide sentarse. Debajo del sombrero se le nota el pelo todavía negro. Le llega hasta la mitad de la frente.
El guía le hace una pregunta para viejos. No le dice «¿cómo está?» le
pregunta cómo se siente.
–Bien, cuando fumo me mareo un poco.
–¿Cómo es eso que fuma? –le pregunto al guía.
Fuma chamico, una hierba que comenzó a ser utilizada en la
antigüedad por los chamanes. Ahora es una costumbre de la gente
del pueblo. Sus primeros efectos pueden ser comparados con los
de la marihuana, después de algunas pitadas se le suman los de la
cocaína. Trae alucinaciones, pensamientos fantásticos, pérdida de
memoria, excitación y furia. También se le adjudican propiedades
afrodisíacas, lo que es una lástima: el chamico es de las plantas más
tóxicas. En síntesis, José Medina, el primer centenario con el que
me encuentro en el valle, se droga. Es más, según cierta manera de
pensar, se drogó toda la vida. Además de chamico, le gustan los cigarrillos que venden en los negocios. El tabaco común y corriente.
Últimamente se marea pero no lo suficiente como para abandonar
el vicio.
–Cuando era más joven –a los setenta años– fumaba mucho más.
–¿Le gusta beber?
–Ahora no. Desde los ciento seis que no bebo. De vez en cuando me
vuelve la costumbre y me tomo un puro. No más de una vez por día.
El puro es un aguardiente similar al ron. Lo que queda en la punta del
alambique. Se prepara con el desecho de la caña de azúcar y es de las bebi-
das más fuertes. De alta graduación alcohólica y despiadada con el hígado de quien la consume.
Explicaciones de que en Vilcabamba haya tantos centenarios: el ambiente natural, la alimentación
orgánica, el aire puro, el agua no contaminada. En el
valle, la naturaleza logró librarse de la mano nociva
del hombre, de su capacidad destructiva. Por eso premió a sus hijos con buena salud y un bonus de cuarenta años de vida. Una recompensa por portarse bien
y mantenerse dentro de los límites de la moral y las
buenas costumbres.
Sin embargo, los representantes de la salud y de
la vida sana mienten sobre Vilcabamba. En el valle se
consume alcohol, tabaco y droga. A los amantes de la
virtud les resulta insoportable que los vilcabambenses
subsistan más tiempo y en mejores condiciones que
los que no tienen vicios. Les parece injusto. ¿Qué es
lo que está ocurriendo? ¿Por qué las prevenciones son
tan ciertas fuera del valle y no tanto para los habitantes de la zona? ¿Cuál es la diferencia?
José Medina debe ser el hijo malcriado de la naturaleza, al que se le permite todo y no se le dice nada.
Tiene ciento doce años, el pelo negro, la vista aguda y ca-
pacidad para trabajar. Pero, para decir la verdad, no escucha del todo bien.
Finalmente pagó por sus «excesos» y se quedó un poquito sordo.
4.
Hay algo que vale la pena tener en cuenta: la diferencia entre longevidad y expectativa de vida. La longevidad es como una calle larga que
mide ciento veinte años. Es a lo máximo que se supone podemos aspirar
si somos aplicados con la prevención de enfermedades, vivimos en un sitio
de máxima pureza y no salimos nunca de nuestras casas salvo para ir al
médico. Claro, si nuestros genes nos ayudan y no hay ningún accidente.
Al menos era lo que la ciencia pensaba. A esa edad las células, por mejor
calidad que tengan y por mucho que las hayamos mimado, dicen basta y
se detienen. Es la teoría científica que corrobora una creencia popular: en
algún momento, todos vamos a morir.
La expectativa de vida, en cambio, se refiere a cuánto de esa calle podremos alcanzar a transitar. Salvo que se viva en Vilcabamba, la gran mayoría nunca llega hasta el final. Pareciera que la longevidad fuera fija y que
en la expectativa de vida es donde funcionan los consejos médicos. Si nos
detenemos en las vidrieras de las grasas, la sal, el estrés y los tóxicos, menos
expectativa de vida. En cambio, si nos paramos para que cada tanto nos
evalúen, si la calle permanece limpia y además tenemos suerte, es probable
que podamos avanzar una buena cantidad de años.
20_ SECRETOS
Tenemos una idea inconmovible sobre la vejez y la
muerte: son inexorables. Pero si la vejez fuera considerada una enfermedad, una que padecemos todos, una
enfermedad por mala calidad de los mecanismos biológicos, podría haber sistemas de reparación. Sería posible
pensar en ellos.
Lo cierto es que el tiempo, en el organismo, no es el
cronológico. La edad que nos indica el calendario no funciona exactamente igual con todos. Por eso dos personas
de cincuenta parecen de edades diferentes. Hay un tiempo particular para cada organismo, una edad biológica
que hasta ahora es imposible medirla con la precisión de
un reloj de muñeca.
etiqueta negra
A B R I L
2 0 0 9
5.
Al centenario Manuel Picoita no se lo ve en su
chacra pero se oye el golpe de un machete contra
el cuerpo verde de una caña. Guiados por el ruido
entramos en la plantación. Picoitia está agachado,
las piernas flexionadas, sacando la maleza a golpe
de machete. El movimiento del brazo no coincide
con la fuerza o la resistencia de un anciano. Da diez
o doce golpes seguidos. Lleva la hoja a la altura del
hombro y luego la deja caer a toda velocidad hasta
alcanzar su objetivo. Entonces se detiene, mira lo
que hizo y reinicia la serie.
El guía lo llama y Manuel Picoitia se da vuelta, se
saca la gorra de béisbol y la agita en el aire. Parece que
estuviera festejando algo. Está contento porque, como a
la mayoría de los ancianos del planeta, le gusta que vengan a visitarlo. Usa un pantalón oscuro de vestir y camisa
blanca de manga larga.
–Vamos para la casa –dice, y empieza a ascender.
Se mueve rápido, como si el terreno fuera plano.
Picoita es un hombre ágil. Es evidente que se cansa poco.
Mi caso es diferente, no nací en Vilcabamba.
–¿Qué edad tiene, don Manuel?
–Un siglo tengo.
Una de sus bisnietas se acerca y le dice que diga la
verdad. Me cuenta en voz baja que tiene la costumbre de
quitarse años.
–Ciento cuatro tengo.
–Diga la verdad.
Manuel Picoita insiste con los ciento cuatro y de allí
no se mueve, no hay forma de hacerlo confesar.
Tuvo diez hijos, el triple de nietos y también bisnietos y tataranietos.
Le gusta ir a bailar. Mañana tiene una fiesta pero se va a quedar nada
más que hasta la medianoche. Ya no tiene resistencia para aguantar hasta
la madrugada. Últimamente le molesta la espalda.
Hace poco enviudó y dice que extraña a su mujer, en especial por sus
dotes de cocinera.
En la entrada de la casa hay un banco de madera donde Picoitia se
sienta y acomoda la gorra. Le pregunto qué hace todo el día y me cuenta
que ya no trabaja.
–Cuando llegamos estaba en el monte, con el machete en la mano,
en plena tarea.
Picoitia entiende que trabajar es trabajar para otros. Ganarse un jornal además de cuidar su finca. Ahora se quedó con una sola de las actividades. Para llevarla a cabo, se levanta a las seis de la mañana y no se detiene
hasta la tarde.
–Hasta el año pasado lo tenía que encerrar con llave –dice su tataranieta–. A las tres de la madrugada venía para mi casa y me despertaba para
que le preparara el café. No me dejaba dormir, lo único que quería era salir
temprano para el monte.
–¿Toma mucho café?
–Todos los días.
–¿Y qué come?
–Verduras, pescado, frutas. Mucha fruta.
Se nota que la tataranieta lo quiere. Tiene conciencia de cada cosa que
hace, los gustos en las comidas y lo que necesita para el día. A cada momento le acaricia la cabeza. Sin embargo, tengo la impresión de que todos
vemos al anciano como una mascota. Una criatura en el mejor de los casos.
Querible, graciosa y con mañas. Incluso el guía, que es muy apreciado entre
los centenarios, intentó con José Medina y luego con Manuel Picoitia, que
recitaran una poesía o cantaran una canción.
La tataranieta tiene una teoría que explica la longevidad de Manuel Picoitia. Para ella es el resultado de lo que come. Todo natural, plantado en casa y sin pesticidas. De la cocina de los Picoitia,
se despachan, para toda la familia, azúcares, grasas y proteínas y,
de paso, también veinte, treinta o cuarenta años más de vida. Ella
está orgullosa y Picoitia le cree. Además de sus propios intereses, lo
apoya la cultura gastronómica con sus partidos y movimientos, los
naturistas y los macrobióticos. Lamentablemente, los vegetarianos
quedan proscriptos porque Manuel Picoitia y José Medina comen
carne de res. A decir verdad, tampoco los naturistas y los macrobióticos quedan bien parados, porque ambos ancianos fuman «chamico»
y beben «puro». De paso ni la sociedad internacional de cardiología
ni la comisión mundial contra la hipertensión arterial tienen cabida
en este asunto. No hay comida a la que no le agreguen sal en buena
cantidad. Por suerte nos quedan los orgánicos. Alimentos sin pesticidas ni químicos. El problema es que en infinidad de otros sitios,
¿Caída
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