EMMA ZUNZ. JL Borges. - Escuela Superior de Comercio

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EMMA ZUNZ. J L Borges.
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal,
halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había
muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida.
Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había
ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital
de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas;
luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto
continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que
había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que
en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de
Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron,
recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los
anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su
padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba
el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la
profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal
no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba
perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en
la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis,
concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma
hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi
patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó
y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar
en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la
simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche
del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran
las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz;
el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma
trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo.
Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó
que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la
victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain.
Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo
de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez.
¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese
breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la
calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio
multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más
razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos
o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella
y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y
después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que
había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y
después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el
pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las
partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí
que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no
pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo
pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no
hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el
goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de
luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes
había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió,
apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo,
en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su
plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el
insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios
decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de
Warnes. Pardójicamente, su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los
pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los
altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio
de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver.
Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le
trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía
menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un
pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo,
corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana,
el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer
un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de
quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de
morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella
se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la
miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar
de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser
castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el
ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco
tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a
fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y
se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había
sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se
desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la
miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras
no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán
castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si
alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó
el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el
teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa
que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo
maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también
era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres
propios.
La casa de Asterión. J L Borges.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo
de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están
abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No
hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la
soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los
que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay
un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo
demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias
de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos
se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno,
creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme
con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura.
Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado
para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia
generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las
noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por
las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe
o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo
caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado
el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de
otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en
otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se
llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos
buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes
de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios,
aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza
de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y
he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la
noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una
sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y
la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de
su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad,
porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los
rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y
menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?
¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de
sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
Axolotl. J Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des
Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real
después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los
verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero
nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las
rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los
acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora
mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales,
provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos
lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del
acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los
períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré
su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría
que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardín des Plantes. Empecé a
ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al
recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos.
No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos
vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había
bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el
agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y
mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la
cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi
avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles
aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada
de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las
estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros,
terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro
cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me
obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas
minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de
alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose
penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano
misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la
piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban
una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el
plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina
hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido
estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias
supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban
rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos
posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan
mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros;
surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl.
Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una
inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas
patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del
cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas
enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos
peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos
de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando
mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos
áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil
golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de
oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad
insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que
me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de
lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de
los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en
analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos
parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro.
Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que
no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo,
infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el
diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un
mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo
pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las
branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían,
captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero
en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como
testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una
pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y
también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad
implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me
hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el
guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los
que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía
mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de
noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto
encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos
indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme
sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese
sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío
aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que
una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de
piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido
que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl
una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que
ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el
misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil
junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara
contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y
yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el
primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara
volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los
axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él
estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo,
siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo
momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento
de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas
insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome
apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin
comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros
pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de
nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró
largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que
obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me
ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al
misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su
obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de
volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo
axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto
alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final,
a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo
imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
La noche boca arriba.
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina
vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre
los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombremontó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la
calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle
larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta
las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha
como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas
empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la
mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las
soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la
mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo
de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no
podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras
suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta
una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las
piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; opiniones,
recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de
beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible,
dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja
goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien,
era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la
motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los
dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea
volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero
lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y
vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera.
Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del
estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre
el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado,
se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que
lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo
que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde
no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la
noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los
aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas,
conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de
lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no
era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la
noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo
fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido
como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón
de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas,
agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos.
Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en
tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó
desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba
de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.
La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al
lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una
gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico
joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa.
Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un
relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan,
más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y
solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser
difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y
calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado
de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus
pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los
arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad
y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba
a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el
mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el
amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas
felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo
tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad
del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y
llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando
la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó
en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su
número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable,
y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en
pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces,
y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte,
a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir
pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del
brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de
agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de
la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la
cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la
moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que
fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada,
había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los
hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión
en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio
hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto
se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en
cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en
un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el
mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las
piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las
mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él
que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de
lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y
en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía
abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo
derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse
la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el
taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con
desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió
alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y
techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el
final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo
de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de
repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la
penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían
arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche,
la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los
ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían
pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se
enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo
protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin
imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él.
Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca
tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo
iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la
altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la
sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con
la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo
perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies
del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última
esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo
de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como
todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad
asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal
que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a
él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/nocheboc.htm
Cortázar por Cortázar (Entrevista)
México, Universidad Veracruzana, Cuadernos de Texto Crítico. 1978.
Por Evelyn Picon Garfield
-Hay dos maneras de influir en la gente joven. La manera que no les gusta, de enseñar con textos
y teorías y hay otra manera, la que tú describiste una vez: poner una película de Buster Keaton
en vez de enseñar. Esto es lo que es Rayuela para los jóvenes. Les acompaña; no están tan solos,
tienen compañía.
-Claro. Te puedo dar un ejemplo muy patético. Un día recibí una carta de los Estados Unidos, de
una niña, una chica de diecinueve años, encantadora, que escribía muy bien, poeta. Me decía:
«Dear Mr. Cortázar, le escribo para decirle que su libro Hopscotch me ha salvado la vida». Cuando
leí esa primera frase, me quedé..., porque es terrible sentirse responsable de la vida de los demás,
¿no? Me decía: «mi amante me abandonó hace una semana. Yo tengo diecinueve y es el único
hombre que había conocido, lo amaba profundamente y cuando me abandonó, decidí suicidarme.
Y no lo hice en seguida porque tenía algunos problemas prácticos que resolver» (tenía que
escribirle a su madre, en fin, ese tipo de cosas de los suicidas, ¿no?). «Pasé dos días en casa de una
amiga y encima de una mesa había un libro que se llamaba Hopscotch. Y entonces empecé a
leerlo. Yo me iba a matar al día siguiente y había comprado ya las pastillas. Leí el libro, lo seguí
leyendo, lo leí toda la noche y cuando lo terminé, tiré las pastillas porque me di cuenta de que mis
problemas no eran solamente los míos sino los de mucha gente. Y entonces quiero decirle que Ud.
me ha salvado la vida. Y que ahora, a pesar de lo triste que estoy, pienso que tengo diecinueve
años, que soy joven, que soy bonita—es una carta muy ingenua—, que me gusta bailar, que me
gusta la poesía, que quiero escribir poesía, que ya he escrito para mí poemas y voy a tratar de
vivir.» Fíjate la impresión que me hizo a mí esta carta. Fue increíble. Entonces yo le contesté dos
líneas diciéndole, «mira me haces muy feliz al pensar que la casualidad ha hecho que yo haya
podido ayudarte como un amigo, porque si a lo mejor hay mucha gente que piensa matarse y un
amigo está allí, y lo toma así, lo convence de que es una tontería». Bueno, el libro era el amigo
porque fue como si yo estuviera allí. Y desde entonces, hace cuatro años de esto, nos escribimos;
ella me escribe, me manda poemas y le va bien. Supongo que tiene otro amigo y que está viviendo
muy bien, ¿comprendes?
-Cuando tú llegas al final de una novela, al contrario de tener que buscar un fin —porque a
muchos novelistas les es muy difícil empezar una novela y terminarla, están muy a gusto
durante toda la intriga pero al final y al principio les es difícil—para ti no es difícil el final.
-Para mí lo único que es difícil es el comienzo. El comienzo es siempre muy difícil y la prueba es
que algunos de mis libros no comenzaron verdaderamente allí donde ahora está el comienzo para
el lector. Rayuela, por ejemplo, comenzó por la mitad. Lo primero que yo escribí de Rayuela fue el
capítulo del tablón sin tener la menor idea de todo lo que iba a escribir, antes y después de esa
parte. Para mi empezar un libro es muy difícil. [...] En cambio los finales no solamente no son
difíciles sino que se escriben ellos solos. Allí hay una especie de marcha. El final de Rayuela yo lo
escribí todo en el manicomio, en cuarenta y ocho horas, realmente en un estado—allí yo lo puedo
decir—casi de alucinación.
-¿Prefieres cierto ambiente para trabajar, algún tipo de música o alguna silla preferida, una
pipa?
-No, no soy muy maniático ni muy sistematizado para eso, pero tengo que decirte que a medida
que voy envejeciendo, necesito cada vez más ciertas condiciones. Yo podía trabajar en condiciones
incluso físicamente incómodas. Por ejemplo—esto tampoco le gustaría saberlo al Director General
de la UNESCO—muchos capítulos de Rayuela y muchos capítulos de 62 fueron escritos en la
oficina entre dos "baches" de traducciones. Es decir, cuando yo estaba aburrido de mi trabajo,
pues ponía una hoja de papel en la máquina; bueno, la gente circulaba, entraba y salía. En las
secciones de traducción española todo el mundo grita, porque si los españoles no gritan, se
ahogan.
-Como Gato Barbieri con el saxo.
-Exactamente. Y sin embargo he podido trabajar muy bien. Tengo dudas de que ahora pudiera
hacer eso. Necesito estar solo e incluso a veces cierro mi puerta. Y Ugné se ríe de mí además
porque ella se ha dado cuenta de que yo me pongo lo más posible contra la pared y en un rincón.
Por ejemplo, si yo trabajara en esta habitación, pondría una mesita en aquel ángulo con una silla lo
más cerca de la pared posible. Nunca podría trabajar aquí en el medio, jamás.
-¿Por qué? ¿Porque te sientes más solo?
-No sé, es difícil explicártelo. Me siento más como el caracol dentro de su casa. Estoy más conmigo
mismo en un pequeño ambiente. Yo no necesito grandes lugares.
........................................................................
-Tú mencionaste una vez que corriges muy poco los cuentos, en cambio no es así con las
novelas. ¿Puedes hablar un poco de esta diferencia?
-Es bastante natural, viene de la diferencia obvia y central entre un cuento y una novela. Para mí el
cuento es un texto, continuo y cerrado sobre sí mismo, que exige un alto grado de perfección para
que sea eficaz. No quiero decir perfección artificial hecha desde afuera, sino perfección interna.
Ahora esa perfección interna del cuento, el escritor tiene que ayudarla y completarla con una
versión idiomática perfecta; es decir, el lenguaje tiene que ser implacablemente justo. No puede
haber adjetivos de sobra en un cuento. No puede haber indecisiones a menos que eso forme parte
de la intención del cuento. Es decir, el cuento tiene que ser un poco como el soneto en la poesía.
Tiene una especie de definición formal, muy justa, muy precisa, en mi opinión. La novela es todo lo
contrario. La novela permite bifurcaciones, desarrollos, digresiones. Lo sabemos de sobra.
Entonces, curiosamente, la novela es un género mucho más peligroso que el cuento porque facilita
todas las indisciplinas, todas las negligencias; tú te dejas ir escribiendo una novela. Hay que tener
mucho cuidado después en el ajuste final. En cambio yo pienso que en mi caso con un cuento,
cuando yo veo con claridad por lo menos el comienzo del cuento, hay algo que hace que al irlo
escribiendo sea ya casi perfecto. Hay realmente muy poco que cambiar después en mi caso. En la
novela, no. En la novela yo he tirado al canasto cantidades de capítulos que me parecían
importantes en el momento y que luego, al leer la totalidad del libro, o eran repetitivos o eran
inútiles y distraían al lector. En Libro de Manuel hay unas cincuenta o sesenta páginas que tiré al
canasto porque repetían situaciones ya dadas o frases ya dadas.
....................................................................................
-Tú tienes un símbolo de la pared de ladrillos al principio del Libro de Manuel que corresponde a
la pared de los cronopios.
-Exactamente, sí, sí. Es en realidad el mismo símbolo. En el Libro de Manuel—será quizás un signo
de vejez o de cansancio—, pero hay varias repeticiones. La pared de ladrillo como una especie de
metáfora del sistema que nos ata y nos envuelve y que habría que romper, estaba ya en los
cronopios. Otra recurrencia es el símbolo de los insectos en torno a la lámpara porque es un poco
el final de 62, con la idea también de las figuras que forman los insectos. Y luego no sé si te diste
cuenta, estoy seguro de que sí, el Libro de Manuel como atmósfera, como clima, se parece muchas
veces bastante a Rayuela. Yo me dejé ir de nuevo al viejo clima de Rayuela, que en el fondo es el
que me es más natural a mí. Pero como tú sabes, y yo lo he dicho muchas veces, nunca me gusta
repetir lo que ya he hecho. Pasaban muchos libros y diez años entre Rayuela y Libro de Manuel
pero cuando empecé a escribir el Libro de Manuel, como los problemas que me planteaba —esa
convergencia de lo político y lo literario era muy difícil, muy angustiosa—en vez de crear una
nueva experiencia de estilo como en 62, yo mismo me dije: «No, por lo menos tengo que darme la
facilidad de escribir realmente a mi manera, que la gente hable como en Rayuela y entonces yo
me concentro en los otros problemas. Fue una cuestión técnica, ¿comprendes? Y me interesa
decírtelo porque creo que tiene alguna significación.
-También aparece el símbolo del puente otra vez.
-Ah, sí.
-En otro sentido.
-No había pensado en eso.
............ .........................................
-¿Sabes por qué lo pregunto? En Rayuela, Oliveira siempre está pensando en cruzar un puente o
llegar al absoluto, al centro, al kibutz, pero la persona que lo puede hacer muy fácilmente es una
mujer, la Maga. En el Libro de Manuel parece que otra vez es la mujer, es Ludmilla yendo con la
Joda que tiende el puente a Andrés.
-Me parece una excelente hipótesis tuya pero yo no te puedo confirmar. Como pasa siempre con
las obras abiertas, es perfectamente posible.
-Fíjate también en Talita que es la que cruza el puente.
-Sí, siempre es una de las figuras femeninas la que hace el pasaje o que le muestra el pasaje a un
hombre. Sí, es cierto.
…………………………………
-¿Crees que tu largo aprendizaje como cuentista te sirvió en las escenas de la novela o atribuyes
su éxito a otras razones?
-Probablemente mi oficio de cuentista me sirvió en el sentido de poder narrar un largo episodio
que tiene una cierta unidad en sí mismo como tú acabas de citar. Pero contrariamente a
muchísimos lectores a quienes les apasiona Rayuela por esos capítulos y son los capítulos que
recuerdan, a mí son los que menos me gustan en el conjunto de Rayuela, porque Rayuela estaba
justamente destinada a destruir esa noción, luchaba contra esta noción de relato hipnótico. Yo
quería que el lector estuviera libre, lo más libre posible; se dice muchas veces, lo dice Morelli todo
el tiempo, el lector tiene que ser un cómplice y no un lector-pasivo. Y en esos capítulos, yo
traiciono un poco, me dejo llevar por el drama, por la narración y me he dado cuenta más tarde
que los lectores quedan absolutamente hipnotizados por la intensidad de ese relato. Yo preferiría
que esos capítulos no existieran así. Mi idea era hacer avanzar la acción y detenerla justamente en
el momento en que el lector queda prisionero, y sacarlo de una patada fuera para que vuelva
objetivamente a mirar el libro desde fuera y tomarlo desde otra dimensión. Ése era el plan.
Evidentemente no lo conseguí en su totalidad. Pero esos capítulos son los que menos me gustan a
mí desde ese punto de vista.
-Tú hablas en «Del sentimiento de no estar del todo» en La vuelta al día en ochenta mundos de
tu niñez y adolescencia, que te apartabas de los amigos. ¿En qué te diferenciabas de ellos
específicamente antes de la adolescencia y después?
-Antes de la adolescencia, yo me diferenciaba de los otros niños en el hecho de que yo tenía una
profunda aceptación de lo fantástico y de lo sobrenatural, y ninguno de mis amigos la tenía. He
contado el desencanto que me producía cuando les prestaba un libro de temas sobrenaturales y
me lo devolvían diciendo, «esto es demasiado fantástico». Y ellos leían cuentos de cowboys. Eso
me divorciaba, me separaba de ellos. El sentimiento de misterio que yo tuve desde el comienzo de
mi vida, no lo encontraba en ellos.
Fuente: Fragmentos tomados de la Entrevista a Julio Cortázar realizada por Evelyn Picon Garfield, publicada
en RAYUELA, Edición Crítica coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich. © Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires,México, UNIVERSIDAD VERACRUZANA. Cuadernos de Texto Crítico, 1978.
Para buscar en la web la entrevista completa u otras entrevistas, pueden consultarse los
siguientes sitios:
http://scriptoriis.blogspot.com.ar/2007/08/me-di-cuenta-muchos-aos-despus-quesi.htmlhttp://www.juliocortazar.com.ar
Un señor muy viejo con unas alas enormes.
Gabriel García Márquez.
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que
atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el
martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo
fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos.
La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado
los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo
que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en
el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus
enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el
cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición
de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias
y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por
encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de
alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y
hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a
palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y
antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero
alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días,
y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción
y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora
ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de
conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde
del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran
cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado
a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para
examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre
las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto
cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la
primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a
sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas
mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo
con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón
previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la
mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si
las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un
aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió
escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el
veredicto final viniera de los tribunales más altos. Su prudencia cayó en corazones estériles. La
noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio
un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto
que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura
de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para
ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que
pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus
alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más
desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su
corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo
atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer
dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de
aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila
de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las
velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales
de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los
ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le
llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada
más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo
en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y
hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo
entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro
de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de
aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de
pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de
rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que
su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo
de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto
tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la
punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia
habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto
término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al
ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y
examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una
tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más
desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores
de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile,
y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la
convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan
temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si
se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel
revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron
tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la
lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la
reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el
padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan
solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los
dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se
metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y
renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas
de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas
en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna
vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle
honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a
caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del
temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a
jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos
displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con
una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El
médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos
en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que
más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel
organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los
otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo
sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina.
Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se
repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se
le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de
dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron,
porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se
hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles.
Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a
principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de
pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer
la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda
estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar
se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras
tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y
estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz
y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de
cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de
cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque
entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
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