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UN CAMINO… TRES PASOS…
FUNDAMENTOS PARA LA ESPIRITUALIDAD DE LA MISIÓN CONTINENTAL EN LA
DIÓCESIS
Espiritualidad es lo que más caracteriza la vida humana en todas sus dimensiones; sin
ella una persona no podría vivir. Es el dinamismo vital que hace referencia a la fuerza,
la tensión, al ánimo; en una palabra, a la razón de ser que sostiene todas las acciones
dentro de una propia forma de vivir.
Por eso, la espiritualidad se refiere a la mística y a la profundidad personal, es lo que da
consistencia y continuidad a la vida en todos sus momentos, facetas y procesos,
dándole a todo el ser una norma de conducta que lo caracteriza de una manera
normal, específica y extraordinaria.
Para el creyente cristiano, la espiritualidad se fundamenta en ser discípulo misionero,
es decir, en determinarse definitivamente por el seguimiento a Jesús de Nazaret para
ser su pregonero universal. Es una relación vital con Jesucristo dada por el Espíritu
Santo que es la fuerza y el dinamismo todopoderoso que hace que la persona viva
adherida a Cristo. Espiritualidad es vivir para siempre en la vida del Espíritu Santo, (cf.
Rom 8,1-17) que tiene tres características esenciales, ya que nace y vive
verdaderamente de la búsqueda sincera y constante de la identidad con Cristo:
+ Ser cada día más conscientes de ser “hijos en el Hijo” (cf. Ef, 1,5), de tal manera que
se experimente que “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (cf. Gal. 2,19).
+ Esta filiación realiza progresivamente la conciencia de pertenecer a la Iglesia como
cuerpo de Cristo. (cf. I Cor 12, 12-30).
+ Convierte a la persona en el “hermano universal”, solidario con toda la humanidad,
sin fronteras, o si se quiere más allá de las fronteras. Es el amor universal por el “otro”
por el diferente: el excluido, el pecador….
En el Plan Diocesano de pastoral se encuentran todos los elementos para reforzar la
espiritualidad personal y la propiamente diocesana de una manera procesual, dinámica
y armónica, que traerá insospechados beneficios evangelizadores dentro y fuera de
nuestras propias fronteras.
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1. La experiencia religiosa.
Dentro de los ejes para reforzar la vida eclesial, como primer proceso está la
experiencia religiosa (Ex – peri – ens // re – ligare). Es que una cosa es la idea de Dios y
otra cosa es Dios mismo. Cuantas ideas, imágenes o conceptos pueden tener de Dios
personas muy religiosas, pero otra realidad es el ser mismo de Dios. Una cosa es tener
la idea del amor, pero otra cosa es la experiencia de ser amado y de amar. Dios no es
una teoría, ni una teología, ni un rito, ni siquiera una moral: El es una persona concreta
y a una persona se le conoce solamente por medio del trato personal, amistoso,
sencillo y sincero. Este trato personal produce aquel conocimiento experimental “que
supera todo conocimiento”. Adentrarse en la realidad personal de Dios, meterse
dentro de su “misterio” es conocerlo y adorarlo.
Aquí está la gran diferencia entre una persona religiosa, bien puede ser catequista,
profesor de religión y hasta de teología, con un profeta. El catequista o profesor enseña
lo que estudia en libros, lo que aprende, lo que le enseñan; el profeta, en cambio,
comunica lo que ha experimentado en sus encuentros profundos, “cara a cara”, con su
Señor.
De hecho, nadie podría hablar de Dios, si antes no ha hablado con Él, porque de otra
manera sería una especie de bronce que resuena o un brillante orador, pero no un
auténtico profeta.
Para lograr el encuentro con Dios hay que viajar hacia la propia interioridad. Solamente
una persona que aprenda y sepa interiorizar puede entrar en comunicación con Dios.
Quienes viven en la periferia de lo externo difícilmente llegarán a posesionarse del
misterio viviente de Dios presente en uno mismo y en el mundo.
Así se irá encontrando y profetizando el auténtico sentido de la experiencia religiosa
que no se queda en lo exterior, sino que se adentra en las profundidades de las
personas, centradas en el amor de Dios. Este es el primer eje que presenta el Plan
Diocesano de Pastoral, basado en el número 226 del Documento de Aparecida, para la
ejecución de la Misión Continental.
2. Formación de Discípulos Misioneros.
Anhelando el progreso integral de la comunidad, el Plan Diocesano presenta el proceso
de la formación de los discípulos misioneros, basado en el número 278 del Documento
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de Aparecida. Este proceso que se ha llamado de evangelización, ya es muy conocido,
pero que siembre es bueno recordarlo y profundizarlo.
“La evangelización constituye la misión esencial de la Iglesia: la gracia y la vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda: Ella existe para evangelizar” (E.N. 14).
Se debe tomar conciencia profunda de que la misión personal y comunitaria es el
primer paso para lograr lo que Dios quiere hacer en la humanidad: salvarla en medio de
las diversas circunstancias históricas, que desde el acontecimiento de Jesús ha pasado
la historia de sus discípulos misioneros congregados en Iglesia. Siempre es tan hermoso
ser creativos, buscar nuevos caminos, lograr mejores respuestas a las inquietudes e
interrogantes de los hombres y mujeres, atraerlos hacia la experiencia de Cristo. Esta
ha sido la tarea eclesial durante más de veinte siglos y hoy, como siempre, es necesario
también utilizar toda la capacidad de iniciativa para lograr que la acción salvadora de
Dios llegue hoy a este mundo, comenzando por esta Iglesia particular.
El ministerio evangelizador es un proceso con diversas etapas o formas: en primer lugar
la evangelización o predicación misionera que se propone suscitar la fe. Sigue la
catequesis. Luego la liturgia, la comunitaria y la misionera. Este es el proceso que
propone el Plan para la ejecución de la misión continental en los próximos cinco años.
Empecemos con el primero:
 Evangelización Kerigmática
Con mucha frecuencia “la primera evangelización no se está realizando y por eso, cierto
número de niños, por ejemplo, bautizados en su infancia, llegan a la catequesis
parroquial sin haber recibido alguna iniciación en la fe, sin tener todavía una adhesión
explícita y personal a Jesucristo” (Ch. Tr. 19). Por esto, el “Primer anuncio se está
volviendo cada vez más necesario para un gran número de personas que recibieron el
bautismo pero viven al margen de toda vida cristiana” (E.N. 52).
El primer anuncio o KERIGMA suscita la fe, abre el corazón, lleva a la conversión y
prepara la adhesión total a Jesucristo (cf. Ch. tr. 19). Por esto el primer anuncio de
Jesucristo o kerigma debe tener la prioridad en toda la actividad de la Iglesia, ya que
tiene una misión central e irreemplazable. Solamente después que el primer anuncio se
ha realizado, se puede pasar a la catequesis y a otra actividad formadora. Nunca se
puede dar por supuesto que todos ya han sido evangelizados.
“El anuncio tiene la prioridad permanente en la misión… En la realidad compleja de la
misión tiene una función central e irremplazable, porque introduce al amor de Dios,
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que llama a iniciar relaciones personales con Él en Cristo y abre el camino de la
conversión. La fe nace del anuncio y toda comunidad eclesial toma su origen de la
respuesta personal de cada fiel a este anuncio” (R. Ms. 44).
El Kerigma produce frutos:
- La Conversión que consiste en romper, rechazar el pecado como situación de
vida en contra, o a lo menos, diferente al amor de Dios. Es renunciar a toda
situación personal y social que vaya en contra de la voluntad amorosa del Padre.
- Aceptación y adhesión profunda y sincera de la persona de Jesús, como salvador
personal y de todos, experimentando profundamente su liberación y recibiendo
la vida nueva por medio del encuentro progresivo, íntimo, personal y
comunitario con Él.
- Reconocer de Corazón a Jesús como Señor, rechazando cualquier otro señorío.
- Recibir el don del Espíritu como poder de Dios para asumir la misión. Todo
evangelizado posee un “ardor incontenible” para evangelizar.
Toda la Iglesia, con sus estructuras, sus instituciones, sus trabajos, sus organizaciones
apostólicas, etc., debe tener como prioridad absoluta el ofrecimiento procesual y
sistemático del kerigma, de tal manera que en toda la humanidad renazcan personas
nuevas, según el corazón de Dios.
3. Dimensiones del proceso de formación
“La formación abarca diversas dimensiones de la vida que deberán ser integradas
armónicamente a lo largo de todo el proceso formativo. Se trata de la dimensión
humana comunitaria, espiritual, intelectual y pastoral-misionera” (.A. 280).
En el fondo, todo proceso formador se propone que los discípulos misioneros,
 Sean lo que deben ser, para que logren su propia realización personal,
comunitaria y social que han de reflejar en la fidelidad a Dios, a la Iglesia, a sí
mismos y al mundo de hoy: Dimensión humana comunitaria.
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 Vivan como deben vivir, en una progresiva configuración con Cristo, insertos en
una comunidad eclesial concreta, en la cual y con la cual realizan su propio
desarrollo personal dando testimonio: Dimensión espiritual o de vida interior.
 Sepan lo que deben saber, en razón del apostolado misionero que les
corresponde. Esto requiere competencia teológica para vivir su fe y procurar
serios procesos de catequesis para ellos mismos, para su comunidad y sin
fronteras: Dimensión intelectual.
 Hagan eficazmente lo que deben hacer, según sus propios dones y carismas,
como también al apostolado que se le ha confiado: Dimensión pastoral
misionera.
Es necesario pues, poner en el centro de los esfuerzos evangelizadores de la Iglesia
particular este proceso de formación integral, como una realidad que afecta a toda la
comunidad en su vida, en su ser y en su actuar. Para esto es necesario renovar los
paradigmas y no solamente renovar los métodos y las acciones pastorales
acostumbradas. Es urgente volver a tener una nueva comprensión del discípulo
misionero que abarque la totalidad de su vida y que va realizando, procesual y
dinámicamente según su propia vocación.
Lógicamente, este bello ideal de procesos formativos tiene una base fundamental: lo
humano comunitario. El discípulo misionero es, ente todo, una persona humana en el
sentido auténtico del término. Una persona con sus potencialidades y sus limitaciones;
con sus defectos y sus cualidades; con sus logros y sus frustraciones. Sin la base
humana, se debe estar seguro, es imposible construir un discípulo misionero.
La gracia de Dios, el esfuerzo personal, la ayuda de los padres y educadores y el servicio
de los pastores, puede hacer que una persona logre el máximo desarrollo de sus
potencialidades y llegue a la plenitud de la madurez humana, querida por Dios: Es un
cristiano que se ha comprometido con Cristo a vivir las exigencias evangélicas hasta las
últimas consecuencias.
Es una persona, en todo el sentido de la palabra, llamada por Dios a la más alta
dignidad humana, dando en sus propios ambientes testimonio auténtico de la voluntad
de Dios sobre todos: la santidad.
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Aunque está dirigida a los aspirantes al ministerio ordenado, es bueno reflexionar
sobre las siguientes palabras del Concilio Vaticano II, que, sin duda, sirven para la
formación de todo discípulo misionero: “Obsérvense con exactitud las normas de la
educación cristiana, las cuales deben completarse de forma acertada con los últimos
hallazgos de la psicología y de la pedagogía sanas. Por medio de una formación
sabiamente ordenada, hay que cultivar también la necesaria madurez humana, cuyas
principales manifestaciones son la estabilidad de ánimo, la capacidad para tomar
prudentes decisiones y la rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y
personas. Habitúense a dominar bien el propio carácter; fórmense en la fortaleza de
ánimo y, en general, sepan apreciar todas aquellas virtudes que gozan de mayor estima
y avalan (al discípulo de Cristo), cuales son, la sinceridad, la preocupación constante
por la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la buena educación y la moderación en el
hablar, unida a la caridad” (O.T.11).
Tratar de estructurar la vida de la Diócesis de acuerdo a este plan diocesano, implica
para todos, presbíteros, laicos, consagrados, seminaristas y laicos, un cambio real y
profundo de mentalidad que logre crear pautas concretas que desarrollen, aun a través
de grandes esfuerzos y sacrificios, procesos que vayan progresivamente superando
costumbres “legitimadas” y derechos o privilegios adquiridos.
Por su parte, también es necesario creer que esta tarea es ardua y difícil pero posible.
La llamada y la presencia del Espíritu en toda la comunidad diocesana, como siempre
ha sido es una profunda experiencia llena de fe, esperanza y amor.
Bernardo Parra A. Pbro.
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