CUANDO MUERE LA EXTREMA-UNCION Ensayo

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HENRI DENIS
CUANDO MUERE LA EXTREMA-UNCION
Ensayo sobre la renovación de la unción de los
enfermos
El Vaticano II quiso una reforma de la extrema-unción devolviéndole su sentido de
unción de los enfermos. Pero ya se reconocía entonces que la misma extrema-unción
estaba moribunda. Una verdadera renovación de la unción de los enfermos supone un
afrontar realmente la muerte, un cuidado por poner signos de esperanza, una auténtica
presencia de la comunidad cristiana junto a los enfermos, en fin una renovación del
simbolismo.
Quand meurt l'extrême-onction. Essai sur le renouveau de l'onction des malades,
Lumière et Vie, 138 (1978) 67-79.
Para comenzar este esbozo de reflexiones, sobre un tema tan amplio y difícil, haremos
dos consideraciones que constituyen las coordenadas de nuestro plan. Recordemos
primeramente las grandes líneas del concilio Vaticano II sobre la unción de los
enfermos (SC 73-75) : esta unción no es el sacramento de los que se encuentran en las
últimas. Se ha de proponer a aquellos que están en peligro de muerte, a consecuencia de
su debilitamiento físico o de su vejez. El texto pide, por otra parte, que se componga un
ritual continuado en el orden siguiente: confesión, unción de los enfermos y viático,
adaptándolo a las diversas situaciones de los enfermos.
I. LOS SIGNOS DE LA MUERTE DE LA EXTREMA UNCIÓN
Recordemos la insistencia en ciertos comunicados de fallecimiento de la mención:
"habiendo recibido los últimos sacramentos". Estos sacramentos eran decisivos, por ser
los "últimos". Pero, desde hace ve inte o treinta años, asistimos a una especie de
retroceso de esta solemne necesidad de los sacramentos que acompañaba la muerte del
cristiano.
Un sacramento que parece menos urgente de recibir
Es preciso notar primeramente el retroceso de la urgencia del sacramento con vistas a la
salvación en el otro mundo. Todos conocen los relatos de los predicadores sobre la
angustia de la conciencia cristiana ante la muerte trágica de los que no habían podido o
querido encontrarse con el sacerdote, incluso aunque la teología clásica diese lugar a
suplencias extraordinarias.
Hoy ciertamente los sacramentos no han perdido su relación a la salvación adquirida por
Jesús para todos los hombres. Pero ellos no han sido dados principalmente para el otro
mundo, sino que son más bien signos eficaces para este mundo, para testimoniar la
gracia universal del Salvador. La Iglesia, y por lo tanto la Iglesia de los sacramentos, es
esta parte de la humanidad que acoge, celebra y anuncia la salvación universal.
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Un desplazamiento de la escatología
Los teólogos contemporáneos tienen cuidado de enraizar la dimensión escatológica de
la fe cristiana en el mundo presente, como fermento de la transformación del mundo y
de las sociedades. El más allá no debería de servir de pretexto a la aceptación de las
opresiones y de las sumisiones pasivas. El Reino de Dio, que sobrepasa los horizontes
terrenos, está ya allí bajo la forma de germen. Se comprende que, en estas condiciones,
los últimos instantes de la vida humana deberán manifestar una cierta coherencia con las
opciones tomadas en el curso de la existencia.
Un cambio del marco ambiental de la muerte
En nuestras sociedades occidentales el marco, ambiental de la muerte cambia con
rapidez. Raros son los casos en los que el padre de familia morib undo organiza el ritual
de su partida, en el marco del dormitorio conyugal. En nuestras sociedades tecnificadas,
la muerte debe ser tratada en un marco desacralizado. La enfermedad grave y la muerte
escapan al sujeto y a su entorno. Se trata de la "muerte prohibida".
El escamoteamiento de la defunción
La muerte es un proceso síquico y biológico más o menos lento, pero es también un acto
humano que el sujeto debe asumir. Antiguamente, el cristianismo había "sacralizado" de
algún modo la muerte, pero lo hacía en el marco de una Alianza, de un sacramento
cristiano. Hoy no sólo la defunción da miedo, sino que nos podemos preguntar a veces
si el conjunto del tratamiento de la enfermedad y de la muerte no tiende a suprimir pura
y simplemente la prueba de la defunción. ¡"No se ha dado cuenta de que moría"! La
expresión llega a ser a veces el símbolo del "éxito" (?) de la muerte. Evidentemente en
tal contexto el ministerio de los últimos sacramentos es algo incongruente.
Cambio de la figura social del sacerdote
El vestido negro de antes era visto por muchos como símbolo de pájaro de mal agüero.
La llegada del sacerdote, en la familia de un enfermo, era signo inequívoco de que se
habían agotado todos los medios humanos de curación. Por eso se esperaba a menudo a
que el enfermo estuviese ya moribundo. Tal situación es cada vez menos aceptada tanto
por los que rodean al enfermo como por el sacerdote mismo. El pájaro de mal agüero
quiere ser lo primero de todo mensajero de vida, incluso en medio de los sufrimientos
más intolerables.
II. LAS TRAMPAS DE LA RENOVACIÓN DE LA UNCIÓN DE LOS
ENFERMOS
Una reforma litúrgica tiene el riesgo a veces de ser demasiado corta en su inspiración o
desviada de su sentido en su aplicación. La unción de los enfermos puede convertirse en
algo insípido, y eso sin hablar de los riesgos de que desaparezca. Aceptemos el reto y
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recordemos que toda reforma es una vuelta a las fuentes en profundidad y no una
"sumisión al espíritu del mundo, como dice la Escritura.
La eliminación de lo trágico
La unción de los enfermos no encontrará su verdadera función pastoral si llega a ser
cómplice del olvido de lo trágico. Es imposible ocultar la gravedad de la enfermedad,
signo de la gravedad (es decir del peso) del destino humano. Suscitamos aquí el temible
problema de la verdad que es debida al enfermo, donde pueden conjugarse la
complicidad del médico y de las personas que rodean al enfermo. No hay nada que pida
más delicadeza: hay confesiones densas que pueden ser destructoras del ánimo, mientras
que ciertos silencios dicen mucho más que un veredicto objetivo. Además parece que
una cierta forma de disimula es poco compatible con el combate pascual de la muerte
cristiana.
La muerte robada
La muerte no se hace solamente olvidar, llega a ser cada vez más difícil aproximarse a
ella. ¿Quién no se ha sentido angustiosamente desarmado, cerca del lecho de un
enfermo, preguntándose si iba a poder franquear la barrera de máscaras, aparatos
respiratorios y ampollas desuero? Recíprocamente se puede uno preguntar si el mismo
enfermo no está privado de la capacidad de encontrar su propia muerte y de asumirla.
Una aproximación a la muerte demasiado tranquilizante
También sería preciso desconfiar de un cristiano que se acercara a la muerte con
sacramentos tranquilizadores. La alegría de vivir no es forzosamente un insulto para el
enfermo, pero parece que el paso un poco rápido a celebraciones comunitarias puede a
veces dar la impresión de una festividad carente de gravedad. Desde este punto de vista
concreto estaríamos reticentes frente a las celebraciones de tercera o más bien de cuarta
edad. Todavía es preciso discernir la distancia que hay entre una ceremonia eufórica y cl
sacramento de la confortación espiritual ante la inminencia del Encuentro supremo. El
Evangelio no nos dice nada de enfermedades de Jesús, ni ¡y con razón! nada de su
vejez. Pero todo sacramento nos habla de la proximidad de la Cruz, bienaventurado
desgarrón que se abre sobre la luz del Reino.
III. LAS CONDICIONES DE UNA RENOVACIÓN SACRAMENTAL
Evitar trampas es una cosa, y otra llevar una acción pastoral. No se logrará en un día
adecuar nuestra civilización a las exigencias imprescriptibles del Evangelio. Tampoco
se podrá contar con una sana evolución pensando sólo en el sacramento y su
celebración. Para que una Iglesia celebre de verdad un sacramento, es preciso que viva
esta dimensión sacramental fuera del sacramento (sin olvidar, evidentemente, lo
recíproco).
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1. El cuidado de los enfermos, fuera del sacramento
Para celebrar bien el sacramento de la unción de los enfermos, nuestra Iglesia debe
cuidarse habitualmente de ellos. En los evangelios no encontramos un texto explícito
sobre la institución de un sacramento de la unción por parte de Jesús, mientras que los
relatos de curación son muy numerosos.
Más que nunca en una sociedad a presión e inquieta por su rendimiento, los enfermos
arriesgan ser los grandes olvidados (con todos los "improductivos"). Las comunidades
cristianas no pueden esperar a que llegue el acontecimiento de una sociedad perfecta,
sin enfermedad ni sufrimiento. En todo tiempo, una de las tareas de la asamblea de los
cristianos ha sido el cuidado de los ausentes, de los "cautivos", de los que tienen que
depender de otros a causa de su inmovilidad relativa. Nuestro siglo no invalida esta
exigencia. Incluso puede uno preguntarse si tal cuidado de los enfermos no es uno de
los tests evangélicos del estado de salud de las comunidades: ¿sufre un miembro? ¡todos
los miembros sufren con él!
Cuidado también del "mundo sanitario"
En un mundo cada vez mayor y que pide más gastos, pero que plantea también muchos
problemas, p. Ej. el sentido o sin sentido del consumo médico o la ignorancia en que se
deja al enfermo, hay que preguntarse: ¿es alcanzado el mundo sanitario por el
Evangelio, tanto desde el punto de vista antropológico como propiamente "espiritual"?
Creemos que para poder ejercer su ministerio sacramental al lado de los enfermos, la
Iglesia debe tener algo que decir sobre la muerte. ¿Muerte rechazada o muerte
cotidiana? Sabemos que el lenguaje cristiano ha podido ser justamente acusado de
masoquismo. Pero se puede preguntar uno hoy si nuestras sociedades occidentales no
han rechazado el "muero cotidianamente" (quotidie morior), hasta tal punto que se
encuentran desprovistas ante las pruebas y dispuestas a técnicas de ascesis bastante
sospechosas. La ascesis cristiana no es un ejercicio de virtuosos, sino la presencia
humilde del misterio pascual de muerte y de vida en nuestras actividades y
compromisos más triviales. Esta alegría específicamente cristiana, ¿no es el regalo con
el que los sanos deberían gratificar a los enfermos?
2. La celebración de la unción de los enfermos
Si es verdad, como nos lo recuerda la introducción del ritual (n. 6) que todo sacramento
es un acto de Cristo por su Iglesia, es claro que el sacramento de los enfermos no podría
ser el de la enfermedad o de la muerte: ¡Cristo no da ni la enfermedad ni la muerte!
Estamos comprometidos en un camino de comprensión positiva del sacramento.
La muerte mirada cara a cara
De hecho, la proposición -o más bien la aceptación- del sacramento de los enfermos ¿no
es -a su manera- la confesión de una debilidad, la acogida realista de un afrontamiento,
el rechazo animoso de una muerte repentina? "De la muerte repentina, líbranos, Señor"
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decía la letanía de antes. ¿No es fundamentalmente cristiano pedir de todo corazón la
gracia de una buena muerte? La gracia del sacramento, ¿no sería darse una buena
muerte que sólo se puede recibir de manos de Aquél que ha franqueado la muerte?
Escándalo o locura, quizá. Pero no es inútil empaparse de esa sabiduría y tropezar con
esa piedra angular, mientras que nuestra buena salud nos dé fuerza.
La oferta de una esperanza apoyada sobre el precio de la vida
La unción de los enfermos es el sacramento de la esperanza ofrecida, una esperanza que
se atreve a apoyarse sobre el precio de la vida. Pues bien, he aquí la paradoja: en el
momento en el que es preciso afrontar la eventualidad del "paso", las palabras del
Evangelio están llenas de curación y de vitalidad. Nuestro Dios no es de muertos, sino
de vivos. Y cuando se trata de imaginar el Reino, se oye hablar de festín de carnes y del
fruto de la viña. Si verdaderamente la unción de los enfermos no se da en el último
extremo, entonces no debe temer las palabras de la vitalidad, únicos soportes de nuestra
esperanza. Al curar a los enfermos, Jesús nos ha dado a entender que él también amaba
la vida, tierna y carnalmente, como lo recordaba Bernanos. Curiosa conjunción-sin
confusión- con el esfuerzo médico para triunfar sobre la muerte. En un mundo donde los
hombres - los viejos a veces tanto como los jóvenes- están llenos de proyectos, la
esperanza se hace ternura. Ella no puede apoyarse -incluso cuando es producida por
Dios- más que sobre esa bondad de los seres y las cosas, como sobre un frágil indicio
donde desborda la vida ante sí.
Una iglesia presente al enfermo
La unción de los enfermos no puede encontrar su sentido y su eficacia más que si revela
la presencia de una Iglesia. Ciertamente se muere uno solo, pero nadie querría morir sin
la presencia de otros. De este modo ya no se trataría de una furtiva unción de aceite,
sino de una comunidad de intercambio. Intercambiaríamos la gracia de Cristo, al mismo
tiempo que intercambiábamos algo de nuestras vidas: la salud de los vivos parecería
trasladarse al que está menos vivo. Estaríamos lejos de la magia y el masoquismo. La
Iglesia no es comunión de santos más que en la comunión de los muertos, en la
comunión eucarística de la Muerte de Jesús.
Sentido de la unción
Querríamos añadir una palabra sobre el rito mismo. La palabra "unción" ha sido un poco
desprestigiada, y además el aceite no parece un símbolo muy inspirador. Sin embargo
nos gustaría hacer valer un aspecto esencial al rito: el rito es apaciguador, tiene una
función catártica. Este aspecto no debería ser descuidado entre nuestros
contemporáneos. En efecto somos muy sensibles a la eficacia técnica o incluso
ideológica. Nuestros proyectos de sociedad permiten pensar que se podría llegar al
extremo de todo. Y henos ahí, al mismo tiempo, bastante desamparados ante lo
inevitable. No sabemos qué hacer, sino es apartarnos de ello. El rito de la imposición de
las manos, ¿ no es entonces símbolo de una fecundidad espiritual que se nos escapa? El
Espíritu os cubrirá con su sombra, para hacer llegar lo que escapa al poder del hombre.
En cuanto al aceite, se podría mirar su huella sobre las manos o el rostro como el
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resplandor misterioso que atraviesa el sudor del sufrimiento y del absurdo. Alguien
sufre con nosotros, con un amor más inexplicable aún que el mal. "Por esta santa
Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu
Santo. Amén. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu
enfermedad. Amén". Esta palabra de "reanimación", ¿no es la palabra misma de la
resurrección?
IV. CONSECUENCIAS PASTORALES
La unción, sacramento de la enfermedad grave y no de la muerte
En la Iglesia cristiana no hay "sacramento de muerte". La muerte no es sacralizada,
porque no es sacramentalizable como tal (algunos cristianos africanos piensan, sin
embargo, que, entre ellos, los funerales deberían ser un sacramento). Todo sacramento
es digno de una Alianza con un Vivo: el sacramento de la unción de los enfermos es el
signo de la Alianza entre Cristo y el que sufre, para liberarlo del peso del pecado y para
hacer atravesar la ambigüedad temible de la situación de enfermedad.
La muerte -y los funerales- se sitúan en relación con dos sacramentos: la unción de los
enfermos y el viático. La celebración de difuntos está dentro del marco de la eucaristía,
que es siempre dada a la Iglesia para hacernos comulgar con la Muerte de Cristo, la
única que abre la Vida.
El mensaje de esperanza de la palabra de Dios
El nuevo ritual puede permitir liberar la Palabra de Dios, como mensaje de paz y
esperanza, en el corazón de un mundo siempre encorvado bajo el sufrimiento. La
introducción del ritual (n. 1) no justifica de ningún modo el sufrimiento; ve en él un
mal, pues "no hay sufrimiento bueno". Se notará que la selección de los textos - muy
numerosos- va más bien en el sentido de una creación liberada por Jesús, en los dolores
del parto, bajo el poder del Espíritu (n. 5). El hombre de nuestro tiempo tan
legítimamente orgulloso de sus descubrimientos encuentra de algún modo su
impotencia en el seno de su potencia. Dios le ofrece un apoyo, en su miseria, a partir de
los signos de esperanza tomados del mundo y de la comunidad cristiana.
Sacramento de los enfermos y esfuerzo médico
Será igualmente necesario encontrar una sana colaboración con el esfuerzo médico. No
se trataría de que hubiera competencia, ni mucho menos sustitución. La introducción del
ritual (n. 3) afirma: "Las iniciativas de la ciencia y de la técnica al servicio de la vida,
los esfuerzos y la competencia desplegados en beneficio de los enfermos, la Iglesia los
considera como una cierta participación en el ministerio de Cristo que alivia a los
enfermos, sean o no sean estos esfuerzos hechos por cristianos". Tal anotación debe
permitir también críticas lúcidas de cara al "consumo" médico e invitar a los hombres a
sentirse capaces de asumir su enfermedad.
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El servicio pastoral de los enfermos
El concilio nos invita a pensar que este ministerio se amplíe. Por una parte sabemos que
una tradición consagrada por el concilio de Trento confía al sacerdote (al presbítero de
la carta de Santiago 5,14) el ministerio de la unción. Parece difícil no tener en cuenta
esta dimensión del ministerio. El testimonio sobre este punto de ciertos capellanes de
hospitales es interesante: el encuentro con el sacerdote tiene una dimensión espiritual y
eclesial que desborda el simple poder de hacer la unción.
Por otra parte se puede hacer valer otro aspecto del ministerio, el de la comunidad. Es
de prever en los años que vienen un desarrolla de la acción de los cristianos entre los
enfermos. Lo que cuenta es la complementariedad entre el ministerio del sacerdote y el
de los cristianos. Ahí también como en otros muchos campos es todo el cuerpo eclesial
invitado a dejarse hacer por Aquél que es su Cabeza. Pues es Jerusalén, toda entera, la
que viene para oírse decir: "He aquí la morada de Dios entre los Hombres... Dios con
ellos serán su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos: ya no hay más muerte; ya no
hay más lloros, gritos o penas, pues ya no hay mundo viejo" (Ap 21,34).
Tradujo y extractó : J. M. BERNAL
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