Un análisis comparativo: Los personajes femeninos de La última

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Un análisis comparativo:
Los personajes femeninos de La última niebla
y La amortajada
de María Luisa Bombal y Susana San Juan de
Juan Rulfo
Antonella Marchiselli
Universidad de Salamanca
mejiperu@gmail.com
Localice en este documento
Resumen: El propósito del presente trabajo es ofrecer un análisis
comparativo de la creación literaria entre dos autores relevantes de la
literatura hispanoamericana: la escritora chilena Maria Luisa Bombal y el
mexicano Juan Rulfo. Las obras tomadas en consideración son La última
Niebla, La Amortajada y Pedro Páramo. La idea nace de la supuesta teoría
de quienes ven en la obra de Bombal, rasgos y características retomadas por
Rulfo. La hipótesis de una influencia de la escritora chilena en la obra del
maestro mexicano es muy significativa y resulta interesante comprobarlo,
sobre todo por el hecho de que una mujer haya influenciado a un autor
masculino. Aparentemente podría resultar un discurso sin sentido, pero
resulta relevante en la perspectiva de la existencia de una literatura
femenina. Una mujer que incide en la escritura de un hombre devuelve
importancia al discurso de la literatura de mujeres, considerada a menudo
como un género inferior. Consciente de penetrar en un terreno resbaladizo,
evidenciaré los puntos de contactos entre las protagonistas de Bombal con
Susana San Juan de Rulfo. De todas maneras, creo indispensable brindar un
cuadro general sobre la existencia o no de un género y un lenguaje
femenino.
Palabras clave: Bombal, Rulfo, literatura femenina, 'La última niebla',
'Pedro Páramo'
¿Qué es la literatura femenina?
El
feminismo tiene múltiples matices, pero todas parten de la consideración de
que la opresión de las mujeres es un hecho histórico, social y cultural imprescindible.
Toda la investigación feminista tiende hacia el cambio de los preconceptos de lo
femenino impuesto por la cultura masculina. Durante los años sesenta, surge el
movimiento feminista en lucha por mejores condiciones a nivel, social, laboral y
humano; pero el gran paso, desde el punto de vista teórico, se cumple en los años
setenta donde se propone un análisis de las relaciones de subordinación de las
mujeres a los hombres en el patriarcado, lo que lleva a la creación del término género.
El género es la identificación de una diversidad biológica que lleva a una diversidad
social y, por lo tanto, a los conceptos de feminidad y masculinidad. Esta
diferenciación presupone una jerarquía de valores y de actividades donde se atribuye
más importancia a las masculinas que a las femeninas. Sin embargo, el género no se
caracteriza sólo en la base de una diversidad biológica o sexual, sino que los sexos
asumen su propia representación mediante el hecho socio-cultural, o sea, una
condición generada por la cultura.
Simone de Beauvoir (1908-1986), una de las primeras teóricas del género, se
encarga de describir un territorio completamente nuevo abogando por el
reconocimiento de una diferencia que marca el género y de una política sexual [1]
como principio fundacional del patriarcado (Suárez Briones 2000: 37).
La liberación de la mujer pasa, pues, por la destrucción de la familia y la entrada
de todas las mujeres en el mundo del trabajo. Una vez "liberada" del yugo marital y
de la carga de la maternidad, la mujer ocupará su lugar en una sociedad de
producción. Simone de Beauvoir nos da una visión de esto:
Es fácil imaginar un mundo en que hombres y mujeres sean iguales,
pues es exactamente lo que había prometido la revolución soviética: las
mujeres, educadas y formadas exactamente como los hombres, trabajarían
en las mismas condiciones y con los mismos salarios; la libertad erótica
sería admitida por las costumbres, pero el acto sexual ya no sería
considerado como un "servicio" que se remunera; la mujer estaría
obligada a asegurarse otro modo de ganarse la vida; el matrimonio se
fundaría en un libre compromiso al que los esposos podrían poner término
cuando quisieran; la maternidad sería libre, es decir, se autorizaría el
control de la natalidad y el aborto, que por su parte daría a todas las
madres y sus hijos exactamente los mismos derechos, estén ellas casadas
o no; las bajas por maternidad serían pagadas por la colectividad, que
asumiría la carga de los niños, lo cual no significa que les serían retirados
a sus padres, sino que no se les abandonaría (Le deuxième sexe II 1949:
13).
Estas feministas defienden la idea de una categoría llamada “mujer”, una nueva
voz histórica que habla de la marginalidad, desde el silencio, y que se une en la
comunión de una misma experiencia de vida. Un nuevo sujeto que demuestra como
los preceptos humanistas, promotores de una universalidad humana y neutralidad de
diferencias, en realidad, excluyen a las mujeres en la defensa constante del sistema
patriarcal. Sin embargo, en los años ochenta las nuevas feministas consideran que
postular el concepto de género implica una nueva diferenciación excluyente porque
se marginan las mujeres negras y lesbianas, dirigiendo el discurso sólo a las mujeres
occidentales, blancas, burguesas y heterosexuales. La sexualidad no es sólo una
identidad biológica, sino que se crea en el espacio del encuentro social y cultural; por
lo tanto, es necesario destacar que la sociedad es también multicultural y lesbiana.
¿Qué pasa en el ámbito literario? El canon de la “gran literatura” impone el hecho
de representar experiencias universales, pero desde la incorporación de las mujeres y
de distintos grupo étnicos, el principio de universalidad desvela sus carencias. En
realidad, ese concepto se refiere más bien a las vivencias de los varones blancos y
burgueses que dominan la escena literaria desde siempre. La entrada de la mujer en la
escritura supone un derrumbe del canon masculino y el planteamiento de una nueva
forma de releer la historia literaria. ¿Qué se le pide a una mujer? ¿Qué requiere esta
nueva reescritura? ¿Las mujeres que entran en la literatura tienen que asimilar los
temas masculinos adoptándolos como modelos estéticos? En los años setenta, la
crítica literaria feminista llamada “Imágenes de la mujer” estudia la representación de
la mujer en la novela, y establece dos puntos fundamentales: por un lado, el personaje
femenino debe ser ligado a la realidad y basado en la experiencia cotidiana; por otro
lado, la novela debe ofrecer “papeles ejemplares”, inculcar un sentido positivo de la
identidad femenina retratando mujeres “liberadas e independientes de los hombres”
(Toril Moi 1995: 59). Estas aserciones chocan entre sí porque la primera requiere a la
creación literaria también la reinterpretación ofrecida por el artista y su manera de
percibir el mundo real, mientras que la segunda propone la idealización de los
personajes sugiriendo modelos de realidad casi utópica. En el siglo XX, cuando la
mujer empieza a participar con mucho esfuerzo en la actividad pública y literaria, se
cuestionan los asuntos masculinos y se representan dos tipos de personajes
femeninos: las mujeres sumisas y obedientes al poder masculino, y las rebeldes
activas y orgullosas de su feminidad. Entonces, algunos críticos estadounidenses
hablan de tres tipos de literatura:
— La novela femenina, donde se respeta el papel femenino tradicional;
— La novela feminista, caracterizada por la rebeldía, el intento polémico y el afán
de reivindicación del papel intelectual de la mujer en la sociedad;
— La novela de mujer, descubrirse y apreciarse como ser femenino (Caballero
Wangüemert 1998: 56).
Sin embargo, el cuestionamiento es mucho más complicado ya que el valor
estético y las temáticas propuestas no son algo universal, ni eterno, sino el producto
de condiciones históricas y sociales que se refieren a la experiencia personal. La
literatura feminista no busca únicamente rellenar los huecos dejados por la
historiografía oficial exaltando lo femenino y ofreciendo modelos alternativos, sino
que aspira a reconocer un conflicto de discursos de los textos culturales.
De aquí llegamos al eje fundamental del problema: ¿Existe una escritura
femenina? Virginia Woolf, en su obra Una habitación propia (Ed. 2004), reconoce
una tradición de la escritura femenina que tiene gran auge en el siglo XVIII, cuando
las damas de la alta sociedad combaten el ocio escribiendo novelas de carácter
epistolar y leyendo narraciones, mientras los escritores tienen la exclusividad en la
publicación de obras. En el siglo XIX, en la época victoriana, algunas escritoras
escriben para aspirar a una independencia que amenaza el orden social y la
autocensura. Hacia finales del siglo XIX, las mujeres que escriben encuentran un
territorio más fértil y libre, proponen una literatura femenina que denuncie la
condición de inferioridad de la mujer y ofrezca una alterativa al mundo patriarcal.
Según Woolf, la presencia de las mujeres en la escritura avanza en relación con el
avance de los derechos sociales y políticos y, sobre todo, con la independencia
económica junto al logro de “a room of one’s own”, un contenedor de la propia
libertad, de la imaginación y del pensamiento.
Sin embargo, la postura de la escritora inglesa me parece un tanto reductora. Este
debate incluye dos planteamientos más complejos evidenciados en el feminismo
norteamericano y francés. El primero reconoce la existencia de una tradición de
escritura femenina que espera ser sacada a la luz mientras el francés pone en duda
esta afirmación, porque es posible sacar a la luz textos escritos por mujeres sin
considerar que esas obras representen la escritura femenina (Suárez Briones 2000:
44-45).
Desde los ochenta, la crítica feminista afirma que la verdadera voz de las mujeres
en la escritura es la que dice lo que no se puede decir. Lo que ha sido ocultado y
prohibido durante mucho tiempo por el falocéntrismo. Luce Irigaray, en Speculum de
l’autre femme (1974), habla de la especularización como necesidad de plantear un
sujeto masculino capaz de reflejarse en otro. Así, la diferencia sexual entre hombre y
mujer se reduce a hacer de esta última “el negativo” del reflejo masculino (Guerra
1994: 158). La escritora reivindica una “cultura del sujeto sexuado”, o sea la escritura
femenina debe escribir el cuerpo femenino que es lo que falta en el sistema literario.
“No contribuir a sexuar la lengua y sus formas escritas significa perpetuar la
pseudoneutralidad de las leyes y tradiciones que privilegian las genealogías
masculinas” (Guerra 1994: 47). Hélène Cixous, feminista francesa, aboga por una
reivindicación del deseo femenino en la escritura, reprimido por mucho tiempo en las
sociedades masculinas. La representación de la mujer en la obra literaria ya no puede
realizarse mediante los tópicos de la belleza que escritores, e incluso escritoras, han
trasmitido a lo largo de la historia de la literatura: “Las bellas duermen en sus
bosques, esperando que los príncipes lleguen para despertarlas. En sus lechos, en sus
ataúdes de cristal, en sus bosques de infancia como muertas. Bellas, pero pasivas; por
tanto, deseables” (Cixous 1995: 17). El objetivo es destruir esta imagen y anularla en
su semblante físico. Los personajes de Cixous no presentan rostro ni nombre, sólo se
manifiestan en la pluralidad. Esta deconstrucción de lo femenino y su multiplicidad
pasan por la reivindicación del cuerpo de la mujer: “Cuando la mujer deje su cuerpo,
de mil y uno hogares de ardor- cuando hayan fracasado los yugos y las censurasarticule la abundancia que lo recorren en todos los sentidos, en ese cuerpo repercutirá,
en más de una lengua, la vieja lengua materna de un solo surco” (Cixous 1995: 58).
La desmembración del cuerpo femenino y la alusión a sus diferentes partes regalan
una nueva conciencia de la mujer que implica la necesidad de recuperar un cuerpo
que le han confiscado y rechazado a gozar. La desnudez, los senos, los órganos
sexuales se inscriben en la recuperación de la “jouissance”. Entonces, la mujer como
la escritura es abierta, vacila, reivindica lo reprimido y busca la novedad, en
contraposición a una escritura masculina, centralizada, constante y breve (Guerra
1994: 154). La diferencia sexual no está determinada tanto por la anatomía, cuanto
con su relación con el goce.
Monique Wittig, teórica francesa feminista y lesbiana, ataca estos planteamientos
porque poner en el centro de la búsqueda de la identidad femenina al cuerpo
femenino es reafirmar la otredad de la mujer, justamente en lo que nos diferencia de
los hombres, el cuerpo biológico. La crítica lesbiana se opone rotundamente a la
moral sexual acuñada por el patriarcado. El feminismo hetero y el lesbiano presentan
divergencias, ya que las lesbianas sufren opresiones sociales que no afectan a las
mujeres heterosexuales. Las lesbianas pasan de definirse como nuevas y verdaderas
mujeres a presentarse como “no mujeres”. Se estallan contra un sistema que exige ser
hombre o ser mujer y que no reconoce el amor y el sexo entre mujeres. Sin embargo,
el lesbianismo no se considera como una simple oposición al patriarcado (Guerra
Palmero 2001: 142-146). Si lo que hace una mujer es tener relaciones con hombres,
las lesbianas no son mujeres pero, como afirma Wittig, existen otras categorías que
no se relacionan con los hombres, por ejemplo las madres solteras, las vírgenes, sin
considerar que éstas no sean mujeres. Así, se afirma lo queer, una teoría sobre el
género que plantea la orientación y la identidad sexuales o de género de las personas
como resultado de una construcción social donde no existen papeles sexuales
esenciales o biológicamente inscritos en la naturaleza humana, sino formas sociales
variables de desempeñar uno o varios papeles sexuales. Esto es lo que propone la
profesora estadounidense Judith Butler, en su libro Gender trouble (1990), donde
plantea un rechazo a la esencialización de las identidades de género, lo que no
significa que la identidad sea algo que uno pueda cambiar o escoger a su gusto. En
cambio, ya no es posible apoyarse en categorías como “mujer” o “gay”, sino
justamente ir en contra de éstas porque producidas por esa economía de sentido en
donde mujeres y gays se sienten oprimidos.
Concluyo este breve excursus teórico con Rosario Ferré, la novelista, ensayista y
poeta puertorriqueña, la cual promueve una teoría que no mide la calidad literaria
según el sexo del autor, sino según el valor intrínseco del texto considerando la
literatura feminista como extensión de la buena literatura. En 1980, en su ensayo La
cocina de la escritura, describe el proceso de escribir paralelo a la sabiduría de ser
buena cocinera. La única diferencia entre la literatura femenina y masculina es el
tema que desarrolla. Ferrer afirma que la escritura nace de la experiencia
contradiciendo, así, las teorías de Cixous e Irigaray que abogan por dos tipos de
lenguajes: femenino y masculino. En realidad, el creador de la escritura escoge las
palabras según la temática que presenta y todo se resuelve con la irónica frase final:
“el secreto de la escritura, como el de la buena cocina, no tiene absolutamente nada
que ver con el sexo, sino con la sabiduría con la que se combinan los ingredientes”
(Ferré 1984: 133-154).
La última niebla y Pedro Páramo
El hecho de que un escritor tome a ejemplo la obra de una mujer desmitifica, en
cierto sentido, el cuestionamiento de la existencia de una literatura femenina. Sería
posible considerar que los recursos literarios de Bombal sean válidos en todo proceso
literario sin denunciar las huellas “femeninas”, así, la creación femenina llegaría a
niveles tan novedosos hasta alcanzar a ser modelo de referencia. Arturo Uslar Pietri
habla de la escritora chilena: “Ha escrito breves novelas de intenso subjetivismo y de
limpio y sugerente estilo. La acción se disuelve en un tono apasionado de ansiedad
ante el misterio y de avidez sensual. Ha utilizado, en cierto modo, la técnica del relato
policiaco, pero con un sentido mágico de la vida y de la realidad” (Uslar Pietri 1979:
147). La última niebla se publica en 1935 [2], cuando entra en vigencia la generación
superrealista con la que inicia la literatura contemporánea en Chile. Las influencias
del naturalismo francés van en crisis y Bombal se mueve hacia la exigencia de una
nueva sensibilidad literaria. Surge la necesidad de explorar a sí mismo, autoconocerse
en la soledad y superar los límites domésticos impuestos por el patriarcado (Orozco
Vera 1995: 68). A nivel literario, Bombal representa un verdadero cambio en los
cánones del proceso de escritura que se dirigen hacia la novela moderna
estableciendo una narración objetiva, desprovista de comentarios y de elementos
explicativos (Goic 1991: 169). La obra rulfiana se acerca mucho a estos
planteamientos ya que Pedro Páramo no tiene una construcción lineal, más bien es
un conjunto de voces que se entremezclan. A veces un personaje habla en primera
persona y otras veces aparece como narrador. En La última niebla el narrador no dice
lo que su conciencia todavía no ha conocido, se limita al conocimiento actual y a la
interioridad personal. No existe una introducción a los hechos, la narración es rápida
como el tiempo que se detiene para luego correr hacia el pasado. El verdadero
protagonista es el mundo de la mujer, todo lo que sucede en el mundo narrativo
sucede en la conciencia, en el mundo de los sueños y las creaciones sensoriales. La
ansiedad de una mujer que busca su identidad en el hecho de sentirse amada y
apreciada por un hombre. Mira a su desnudez para redescubrirse como ente
femenino. Si las convenciones sociales y la estabilidad de un matrimonio pasivo no
satisfacen sus inquietudes, se abandona al encuentro amoroso: un amante la descubre
completando su realización. La mirada del hombre parece darle existencia y cobrar su
razón de ser todas las partes del cuerpo. Cuando el instante termina, la mente vuelve a
reproducir ese recuerdo constante, ese anhelo al pasado se convierte en una manera
para vivir el presente y soportar el futuro. Así, el utilizo desgastado de la memoria
produce un efecto engañador porque alimenta la imaginación distorsionando la
realidad (Kostopulos- Cooperman 1988: 17).
Cuando entra en juego la duda, gracias al marido Daniel que destruye el sueño y
cumple con la ley social, sobresale la necesidad de comprobar si ese encuentro
realmente se ha producido, lo que hace que la mujer vaya en busca de pruebas. La
conciencia de que quizás todo haya ocurrido en el sueño desata, como única defensa
contra el embate de lo real, el hallazgo de algo concreto (Méndez Rodenas 1994: 940941). Sin embargo, su búsqueda termina en fracaso. No verifica nada. Ningún
testimonio de la experiencia amorosa se le presenta, sólo el desengaño la cubre
definitivamente. Admira la valentía de su amiga Reina que intenta suicidarse por la
imposibilidad de seguir disfrutando del amor. En cambio, la protagonista desea y
espera la muerte, no la busca (Goic 1991: 176).
La relación entre el personaje principal de La última niebla y Susana San Juan de
Rulfo es muy estrecha. A pesar de que Pedro Páramo se centre en la figura del
cacique, Rulfo nos explica que “Susana San Juan fue siempre el personaje central.
Susana San Juan era una cosa ideal, una mujer idealizada [...]” (Roffe 1992: 30). Al
aparecer por primera vez, percibimos “el agua que goteaba de las tejas hacía un
agujero en la arena del patio” (Rulfo 2004: 73) y así en Bombal, “el vendaval de la
noche anterior había removido las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos,
la lluvia goteaba en todos los cuartos” (Bombal 1998: 9). El agua es el elemento de
unión entre los personajes. Un elemento purificador, la lluvia, que brota como
lágrimas reparadoras evidenciando una clara referencia a la seguridad de la cueva
maternal. Susana San Juan es la proyección de la figura materna a la cual anhela
Pedro Páramo, así en La última niebla Daniel, el marido de la protagonista, sustituye
a su mujer con la imagen imborrable de su primera esposa. La inseguridad filial
regresa al elemento generador de vida y significativos son, al respecto, los pasajes de
la inmersión de las mujeres en el agua:
Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del
mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así desnuda y dorada, me
sumerjo en el estanque. No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua
alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví
antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen
diminutas corolas suspendidas sobre el agua. Me voy enterrando hasta la
rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y
penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el
torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el
aliento fresco del agua (Bombal 1998: 14-15).
El baño en el estanque ofrece la experimentación del goce de la caricia olvidada y
el reconocimiento de la propia belleza y gracias corporales negadas por la mirada
indiferente del esposo. El agua se presenta como un elemento personificado, dotado
de vida propia que envuelve en sus brazos la etérea figura de la protagonista. Es el
espejo que reproduce una imagen trascendental del ser donde se establece una
comunicación con el propio doble; en el estanque se cumple la fusión panteísta con la
naturaleza y empieza a generarse el sueño. Allí se produce la ensoñación que lleva a
una felicidad ficticia donde la laguna protege y enriquece de significación el mundo
de lo onírico proporcionando a los objetos un valor que desvanece a la luz ordinaria
del día: “Todo a mi alrededor estaba saturado de mi sentimiento, todo me hacía
tropezar contra un recuerdo. El bosque, porque durante años paseé allí mi melancolía
y mi ilusión; el estanque porque, desde su borde, divisé, un día, a mi amigo, mientras
me bañaba” (Bombal 1998: 34-35).
Susana San Juan también se deja llevar por el alivio del agua, que le trae recuerdos
del amor vivido con Florencio:
Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena…en el mar sólo
me sé bañar desnuda- le dije. Y él siguió el primer día, desnudo también,
fosforescente al salir del mar […] El mar moja mis tobillos y se va; moja
mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta
sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces
me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave
poseer, sin dejar pedazo (Rulfo 2004: 152).
Susana, al igual que la figura femenina de Bombal, se hunde en el elemento
natural, experimenta el goce amoroso en medio del agua que bendice la unión. La
escena se envuelve de un profundo estremecimiento en la relación de las mujeres con
la naturaleza. El componente natural devuelve a las obras pasajes de pura poesía,
evidente en la parte final de Pedro Páramo donde los fragmentos dedicados a Susana
se colorean de un asombroso lirismo: “Había una luna grande en el medio del mundo.
Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No
me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca
abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua
de la noche. Susana, Susana San Juan” (Rulfo 2004: 177). Existe una apelación a
múltiples componentes de la naturaleza, al igual que en Bombal, donde la niebla es la
verdadera protagonista.
Las dos mujeres sufren grandes frustraciones y se refugian en el consuelo del
sueño. Susana se entrega a la locura para purificarse del pecado incestuoso y
escaparse de una realidad violenta (Joset 1993: 23). Recorre caminos oníricos, erige
un mundo idealizado donde consuma un amor inexistente. Inventa a Florencio y con
él sueña con recuerdos ilusorios: los días en la playa inmergiéndose en el agua
purificadora. Proyecta su vida en el vanaglorioso recuerdo de un amor apasionado, un
amor que probablemente nunca ha vivido y que, sin embargo, le produce inquietud y
desesperación. Al enterarse de la muerte de su amado: “Susana se revolvía inquieta,
de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel
nuevo sueño que ya duraba mucho” (Rulfo 2004: 151), y luego Justina le dice: “Ves
visiones Susana. Eso es lo que pasa” (Rulfo 2004: 145). El abandono a un amor
postizo o simplemente al deseo de amar es el medio para curar los traumas del pasado
y la violencia paterna. Intenta crear ese mundo interior propuesto por los surrealistas,
lo que en palabras de Breton sería: “la verdad contenida en el sueño y en el estado de
vigilia son como dos vasos comunicantes unidos por una fuerza, el deseo de
búsqueda” (Rabago 1961: 31-40).
Así en la protagonista de Bombal, la imaginación vuela hacia la producción de un
amante ideal como compensación psíquica a la represión de su deseo por un marido
indiferente y tiránico (Méndez Rodenas 1994: 936). Un hombre que conoce desde la
infancia experimentando una pasión que acaba bajo el peso de la rutina: “nos bañaron
a un tiempo en la misma bañera [...] de ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de
apendicitis”. [3]
La mujer se siente frustrada al ser comparada constantemente con la primera
esposa y la aventura le dona la posibilidad de sentirse deseada, ser mirada con ojos
penetrantes y de romper con las imposiciones (Agoni Molina 1980: 623-626). Vive
reproduciendo en su mente ese recuerdo pero, con el pasar del tiempo, la ansiedad de
volver a realizar otra vez ese encuentro se transforma en la toma de conciencia de que
todo ha sido producto de un sueño, “salto del lecho, abro la ventana y el silencio es
tan grande afuera como en nuestro cuarto cerrado. Me vuelvo a tender y entonces
sueño […] me ahogo, necesito caminar…no me mires así: ¿Acaso no he salido otras
veces, a esta misma hora? -¡Estás loca! Debes haber soñado. Nunca ha sucedido algo
semejante […]” (Bombal 1998: 31-32). La pérdida del amante es la pérdida de la
propia imagen; es la confirmación de que la mujer sólo existe como proyección del
hombre, de la mirada masculina que se refleja en ella. Perder el amor es querer la
muerte; esa combinación de Eros y Thanatos en donde la muerte del deseo conduce a
un deseo de muerte, como en Romeo y Julieta, la existencia del uno tiene valor sólo
con la presencia del otro. Así afirma la protagonista: “Por primera vez me digo que
soy desdichada, que he sido siempre, horrible y totalmente desdichada” (Bombal
1998: 38).
El paisaje sigue el perfil caracterial de los personajes. Como afirma Dámaso
Alonso, el papel estructural de lo accesorio y su descripción sirven sólo en función de
lo emocional (Campbell 1961: 415- 419). En La última niebla, el viento, la lluvia y la
niebla acosan aquella “vieja casa de campo”. La neblina representa ese estado de
incertidumbre, la frontera entre lo real y lo onírico, la imaginación capaz de juntar
realidades contrastantes (Kostopulos- Cooperman 1988: 11), el frío y el fuego, la luz
y la oscuridad, en una condición de brumosa inseguridad. La niebla es una enemiga
junto al silencio y a la muerte, y la mujer emprende una lucha ciega contra una fuerza
dominante que oculta la verdad y ensalza la fantasía. Es el elemento inicial que
reaparece al final cerrando la historia de la protagonista en un círculo preciso. La
niebla preanuncia la tragedia, es un callejón sin salida, diluye lo real, se estrecha
contra la casa y hace desaparecer árboles y el color de las paredes. Todo se esfuma,
nada escapa a su poder funesto. Sólo el amor desplaza la presencia de lo hostil, pero
la niebla vuelve a avanzar inexorable, “alrededor de nosotros, la niebla presta a las
cosas un carácter de inmovilidad definitiva” (Bombal 1998: 43).
También en la novela de Rulfo el paisaje cambia según los acontecimientos de los
protagonistas. Cuando la tragedia aún no se aproxima, “el cielo era todavía azul”;
mientras Pedro Páramo se rinde al desconsuelo por la partida de su amada, el espacio
se carga de melancolía y desolación: “el día que te fuiste entendí que no te volvería a
ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del
cielo” (Rulfo 2004: 82). El antiguo paraíso de Comala se convierte en infierno al no
lograr el amor de Susana. Este amor fracasado e irrealizado arrastra el protagonista a
la muerte y, con él, a la desaparición del pueblo. La muerte de la muchacha, y por
consiguiente la irrealización del plan amoroso, hunde Pedro Páramo en la
desesperación interior. Pierde definitivamente lo que más deseaba en la vida y la
ilusión del poder ya no le sirve de consuelo. Se estalla indefenso y paralizado frente a
la tumba de su amada, mientras la lluvia purificadora lo acompaña en su lamento
fúnebre: “Me cruzaré los brazos y Comala se morirá de hambre” (Rulfo 2004: 171).
La amortajada y Pedro Páramo
El lector que se acerca a esta novela de la autora chilena necesita de un mayor
esfuerzo, liberándose de toda racionalidad para enfrentarse a una obra que muestra
más radicalmente el principio de la verisimilitud (Kostopulos- Cooperman 1988: 21).
Bombal explora el mundo interior de sus protagonistas con la yuxtaposición de
elementos antitéticos, secuencias temporales y espaciales que se distribuyen sin
lógica para acrecer el misterio. La construcción del mundo de La amortajada se basa
en la asociación de imágenes y recuerdos que sobresalen de manera espontánea desde
el subconsciente. Por medio de un narrador anónimo que, a veces es la protagonista
Ana María, otras veces la de los demás personajes, penetramos en la vivencia de una
mujer que desde el principio aparece muerta. La voz de Ana María se eleva desde la
tumba, una muerta nos habla y recorre junto a nosotros los hechos fundamentales de
su existencia. Otra vez es la voz de un anónimo, en palabras de Bombal, “es una
mujer que contempla a otra mujer y siente compasión por lo que le ocurrió en vida y
sólo comprende en la muerte” (Kostopulos- Cooperman 1988: 22).
Ana María, al igual que la protagonista de La última niebla, es una mujer frustrada
en el amor. Después de una pasión correspondida con su primo Ricardo y viendo la
imposibilidad de realización, al recibir la noticia de un compromiso con Antonio, lo
acepta como signo de una fatalidad irremediable y acto de resignación extremo. El
matrimonio no es el evento que culmina un proyecto de amor, sino una elección
estratégica de vida para alcanzar bienestar social y económico. Como dice Beauvoir,
para el “segundo sexo” la institución conyugal constituye la única posibilidad de
lograr la felicidad (Orozco Vera 1995: 182); lo mismo ocurre en la novela anterior
donde la protagonista acepta casarse por temor a quedarse soltera. Sin embargo, ante
la sociedad hay que respetar un protocolo impecable, aparentar una felicidad que
oculta la soledad humana. La mujer tiene que cumplir con las leyes sociales, y
también en lo privado debe cumplir con el sexo como un acontecimiento inevitable.
La amortajada dice: “[...] Permanecía inmóvil, anhelando primero detener, luego
desalentar con su pasividad el asalto amoroso; y permanecía inmóvil hasta durante el
último, el definitivo beso… ¡El placer! ¡Con que era eso el placer! ¡Ese
estremecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en la misma vergüenza!”
(Bombal 1998: 134). Por el contrario, Susana San Juan se deja besar, seducir y
conquistar por Pedro Páramo ensoñada en un mundo de visiones.
Sin embargo, lo que sobresale de las protagonistas de Bombal es la búsqueda de la
libertad sexual negada mediante la contemplación del cuerpo y la realización del
deseo femenino. Ana María experimenta el amor con Ricardo, lo vive, y a pesar de
que luego termine, su relación ha sido real. No consigue olvidarse de él: “¡Ah, qué
absurda tentación se apoderaba de mí! ¡Qué ganas de suspirar, de implorar, de
besar!...esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura”
(Bombal 1998: 104). Es el mismo amor carnal que retuerce a Susana San Juan en su
cama, cuando afirma: “Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio. Y se volvió a
hundir entre la sepultura de sus sábanas” (Rulfo 2004: 165-167). Sin embargo, aquí el
amor es producto de un proceso imaginativo que lleva a la joven hasta la locura, al
apagamiento gradual de su ser en la pérdida de alguien que nunca ha poseído. Susana
sólo se alimenta de una sensualidad desarrollada en la visión y, además, el trauma del
incesto le impide tener relación física con otro hombre, sólo el subconsciente la
ayuda a aliviar sus heridas interiores.
La infidelidad femenina, real o imaginaria, parece ser la única solución para
escaparse de un matrimonio desgraciado llegando, incluso, a utilizar al hombre como
fiel compañero, como en el caso de Fernando, amigo de Ana María, el cual escucha
sus quejas, elogia su belleza e inteligencia sin conseguir su amor. Otro elemento
importante que asemeja el personaje de La amortajada con Susana San Juan es la
fuerte relación con el espacio natural. Como ya evidenciado anteriormente, Susana se
purifica por medio del agua, el mar es regenerador de vida, cura las manchas del
pecado y recuerda la pasión amorosa. En la novela de la escritora chilena, la lluvia
vuelve a aparecer ya que la protagonista endulce su oído escuchando la caída del
agua. Además, la mujer se relaciona con la tierra reproponiendo el vínculo primordial
de la creación como origen del hombre, y como madre fértil y acogedora. Su camino
hacia la sepultura eterna no le crea tormento porque anhela a la paz en la naturaleza y
a “ser abandonada con el corazón de los pantanos para escuchar hasta el amanecer el
canto que las ranas fabrican de agua y luna, en la garganta; y oír el crepitar
aterciopelado de las mil burbujas del limo” (Bombal 1998: 153). La protagonista se
funde con el elemento telúrico en una metamorfosis donde pierde su semblante
humano: “sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una
pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del
universo” (Bombal 1998: 162). Se convierte en una nueva Aracne [4] porque pasa su
vida “arqueada, tejiendo, tejiendo con furia, como si en ello me fuera la vida”
(Bombal 1998: 111). Tejer es apoderarse del pasado, del amor perdido dibujándolo
con los hilos. Su vida se convierte en un tapete pictórico donde se deslizan las fuerzas
del bien y del mal y donde vierte sus emociones, así narra: “Si hubieras deshecho mi
tejido...a cada una se enredaba un borrascoso pensamiento y un nombre que no
olvidaré” (Kostopulos- Cooperman 1988: 26-30). Regresar a la tierra es concluir el
ciclo vital, volver al punto de partida, al espacio natural donde la existencia del
hombre es regida por las fases lunares.
Al final de todo este recorrido, es posible afirmar que el elemento de similitud más
relevante entre las obras es la relación con lo divino. El viaje hacia la muerte sugiere
a la protagonista puntos de reflexión para cuestionar su religiosidad. El hecho de que
una mujer muerta hable y analice las diferentes etapas de su vida terrenal, mientras su
alma se perfecciona y libera de los sentimientos negativos, produce un acercamiento
a la creencia hinduista del ser humano que vive varias reencarnaciones (Orozco Vera
1995: 247). Sin embargo, Ana María es católica y este viaje representaría el momento
purgativo antes de la contemplación del reino de los cielos. La protagonista tiene una
relación muy conflictiva con Dios debida a una educación angosta y restringida. Ana
María se impone como mujer rebelde a las leyes divinas y de los hombres, frente a su
amiga Alicia, devota y temerosa de Dios, aparece repulsiva a toda forma de
espiritualidad impuesta. El cura Carlos, representante de la ortodoxia eclesiástica,
pide a Dios el perdón de los pecados recordando como la amortajada se había mofado
de cada amonestación e invitación a creer. Así, afirmaba en el colegio: “no me
importaría en absoluto no ir al Cielo porque me parecía un lugar bastante aburrido”
(Bombal 1998: 155). La protagonista ansía por un paraíso que reproduzca el terrenal:
“me gustaría que fuera como la hacienda en primavera cuando todas las matas de
rosales están en flor, y el campo todo verde, y se oye el arrullo de las palomas a la
hora de la siesta[...] Su Dios nunca me escucha y nunca me da nada de lo que le pido”
(Bombal 1998: 156-157). La mujer rehúsa cualquier contacto con lo divino, ni
siquiera en punto de muerte comulga rechazando lo que no se explica y sólo se
impone.
En Pedro Páramo, el padre Rentería se preocupa de la indiferencia de la
moribunda Susana frente al auxilio espiritual. Duda de un efectivo arrepentimiento,
pero decide suministrar la Eucaristía a la joven: “no podía entregar los sacramentos a
una mujer sin conocer la medida de su arrepentimiento…-Vas a ir a la presencia de
Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores” y Susana “¡Ya váyase, padre! No
se mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño” (Rulfo 2004: 169). La
muchacha grita contra Dios por haberle quitado el amor de su vida, Florencio:
“¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí.
Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo.
Desnudo y caliente de amor…estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos”
(Rulfo 2004: 156). En este acto se roza la blasfemia y el reto hacia lo divino; no le
importa la salvación del alma de Florencio, sino satisfacer su deseo egoísta. Así el
padre Carlos recuerda la época en que la amortajada tiene amores imposibles con su
primo y la define una adolescente ya entregada al demonio de la ira y de la carne. El
sentido del pecado es fuerte en ambas obras y los curas representan la moralidad
social, los que tienen que cumplir la tentativa extrema de redimir estos seres en punto
de muerte. Susana considera la vida como un conjunto de pecados y no cree en la
existencia del paraíso, al final comulga sólo porque está en el mundo de la
ensoñación y no se da cuenta de la solemnidad del acto.
La diferencia sustancial entre los dos personajes femeninos es que Susana se tiñe
de matices divinos no porque lo sea en los hechos, sino en la perspectiva ofrecida por
el cacique. La aparición de Susana mueve a Pedro a una atmósfera surreal, casi
divina: “A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de
todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su
Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis
palabras” (Rulfo 2004: 75). Susana es una figura etérea y celestial (Jiménez de Baéz
1990) que, a pesar del abuso sexual cometido por el padre, el autor eleva a mayor
grado. Es víctima de una violación y, por lo tanto, dispensada de culpa propia; su
pureza se queda inalterada tiñéndose de matices celestiales. [5] Aparece como una
nueva Laura petrarquesca o una Beatriz dantesca, cuya integridad conduce a quien la
admira al reino celestial. “La donna angelicata” ha bajado a la tierra para mostrar el
milagro apareciendo como un destello divino que ilumina el alma del amante; al igual
que Laura, [6] incorpora en su nombre la gracia y la belleza femeninas. De hecho, el
nombre Susana significa “bella como la azucena”, referencia explicita al blanco,
sinónimo de pureza y transparencia. Como Beatriz, musa inspiradora de Dante [7],
Susana es manifestación e instrumento de la voluntad divina, la que guía el amado
hacia la morada celeste. Es el puente que une el hombre a la divinidad y que, por su
impenetrabilidad, se queda fuera del alcance de todo ser humano. Hay que remarcar
el hecho de que Susana es criatura angelical en la mente del protagonista porque, en
realidad, la muchacha rechaza cualquier contacto con lo divino llegando a ser una
imagen celestial sin conciencia de serlo.
Conclusiones
En las novelas de la escritora chilena, las protagonistas aparecen como seres
frustrados y sin posibilidad de experimentar la felicidad. Desatan anhelos
autodestructivos como consecuencia de una vida rutinaria y carente de amor. El acto
extremo de salvación y recuperación de la dignidad son la resignación o el deseo de
muerte. Nadie puede aspirar a lograr la plenitud en la vida terrenal. Sería fácil
concluir que las mujeres vuelven otra vez a ser representadas como víctimas de un
esquema social patriarcal que no ofrece salidas. En realidad, empiezan a mostrar sus
exigencias y sus deseos intentando cumplirlos a pesar del fracaso final. Aunque haya
una tentativa de lucha interior, sobre todo en Ana María, no sobresale el poder de la
afirmación personal. La amortajada vive el amor y, una vez acabado, no consigue
conformarse a la renuncia. Se abandona a otro hombre sólo convencionalmente, pero
en lo más íntimo y profundo de su ser, la entrega se paraliza al recuerdo del primer
amor y, al no soportar la perdida del bien amado, prefiere procurarse la muerte.
Lo que me interesa subrayar es que la temática propuesta por Bombal no tiene que
ser considerada necesariamente como femenina. Sus mujeres sufren en cambio, en
Pedro Páramo, es el cacique prepotente y dominante que pasa de victimario a ser
víctima. Su debilidad sobresale cuando el amor se genera en él. Pedro ama y sufre
profundamente por Susana; es explicativo, al respecto, un comentario de Dorotea a
Juan Preciado: “Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como
a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de
sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado
al camposanto. Le perdió interés a todo…echó fuera a la gente y se sentó e su
equipal, cara al camino” (Rulfo 2004: 137). Pedro Páramo mata a su padre, la
secuestra y la retiene, pero no logra penetrar en su cuerpo ni en su mente. Ella se
escapa al reino de las alucinaciones y al final se abandona a la muerte. Sin embargo,
sólo Susana despierta sentimientos de ternura y de amor en el cacique. Para propagar
su dominio total, únicamente le falta ella: “Esperé treinta años a que regresaras,
Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera
conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”
(Rulfo 2004: 139). Pedro Páramo se estremece frente a la muerte del amor absoluto.
Susana es la luna, las estrellas, el mar, la hermosura del cosmos; la visión celestial, el
alma de la tierra y la fuerza vital que el páramo infecundo necesita (Jiménez de Baéz
1990: 197). Dirige la mirada al cielo y la luna plena le anuncia que un ciclo está a
punto de terminar acabando solo, incomunicado, aislado en el fracaso amoroso
(González Boixo 1983: 73). Susana ha ganado. Ha sido el único personaje que ha
conseguido dominar al cacique en lo más íntimo (González Boixo 1983: 112), en la
interioridad de su ser logrando humanizarlo. Pedro Páramo se ha entregado a un amor
fiel, continuativo, a un amor que jamás amengua con el paso de los años; por el
contrario, vive en la espera del regreso de su amada. Escoge un amor unilateral e
incondicionado sin obtener nada a cambio, sólo las profusiones divinas que la criatura
sobrenatural emana.
Esta entrega total al sueño amoroso lo aleja de la realidad. Pedro pierde conciencia
de su condición y abraza el mundo de la ilusión. Cuando despeja su mente y entiende
que ya no queda remedio para recuperar ese amor, se ensaña contra Comala. No
abomina a Dios ni al destino, echa su furor contra la tierra por la que había luchado.
Sin embargo, es necesario señalar que las novelas de los dos autores se generan en
circunstancias históricas diferentes. Pedro Páramo demuestra el drama de la orfandad
mexicana y el fracaso de la revolución pero, a pesar de todo, es relevante y posible el
hecho de que Rulfo se haya inspirado a María Luisa Bombal. Este breve estudio
demuestra, más que nada, las múltiples posibilidades de la escritura. Sin preguntarse
si la influencia ha sido cierta o no, la literatura deja campo abierto a la
reinterpretación de hechos universales. A pesar del género, cada uno devuelve a la
obra literaria una originalidad indiscutible en el marco receptor abierto a todo tipo de
creación artística. Personalmente creo que la literatura femenina ha necesitado, en un
determinado momento histórico, expresar lo no dicho y lo escondido, pero la
evolución de los acontecimientos sociales consienten afirmar que, como Rosario
Ferré, la literatura femenina es nada más que la extensión de la buena literatura.
Notas:
[1] Término acuñado por Kate Millet, escritora feminista americana, que expresa
todo el sistema de relaciones estructuradas de manera que un género (las
mujeres) queda subordinado a otro género.
[2] Es posible comprobar que hasta 1941 las obras de Bombal no se publican en
Chile. Por mucho tiempo su literatura es considerada “de salón”, puras
divagaciones que no reflejan la realidad contemporánea de su país. En M.
Jesús Orozco Vera, La narrativa femenina chilena (1923- 1980): escritura y
enajenación, Zaragoza, Anúbar, 1995, p. 68.
[3] M. Luisa Bombal, op. cit. p. 10. También en Pedro Páramo encontramos una
versión infantil del amor. Para escaparse de la opresión de la madre y de la
abuela, Pedro se refugia en el excusado donde, entregado al consuelo del
dulce éxtasis amoroso, explora su sexualidad diciendo: “Pensaba en ti
Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del
aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente de pueblo mientras estábamos
encima de él…el aire nos hacía; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras
el hilo corría entre los dedos detrás del viento…y allá arriba, el pájaro de
papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho…tus labios estaban
mojados como si los hubiera besado el rocío” (p. 74). El recuerdo de los
juegos de infancia, puros e inocentes, esconden la pasión amorosa que
empuja la vida de Pedro Páramo. El hilo del papalote, símbolo del amor
espiritualizado, corre entre sus dedos y los une simbólicamente en una
atmósfera celestial; pero el pájaro de papel también presagia la fragilidad de
este amor. En Nicolás E. Álvarez: Análisis arquetípico, mítico y simbológico
de Pedro Páramo, Miami, Ediciones Universal, 1983, pp. 71-72.
[4] Aracne, hija de Idmón, un tintorero, nace en Lida. El mito cuenta de su
habilidad en el arte de tejer hasta llegar a retar a la diosa Átenea. Durante el
reto Palas le rompe la tela por haber representado los amoríos deshonrosos de
los dioses. Aracne se siente humillada y quiere ahorcarse, pero Palas Atenea
no le permite morir y la convierte en araña para que siga tejiendo por la
eternidad.
[5] Es relevante que Rulfo escoge como fecha de muerte para Susana, el día 8 de
diciembre, fiesta católica de la Inmaculada Concepción, como claro
paralelismo entre la pureza virginal de María y el candor de Susana.
[6] Laura deriva de laurel, planta sagrada procedente de la India, símbolo de
inspiración y victoria, gentileza y éxtasis intelectual.
[7] El paralelismo arriesgado con Dante Alighieri (1265- 1321) se sustenta no
sólo en la comparación de Susana con Beatriz, sino también en el tema del
viaje a la ultratumba de Juan Preciado y Comala como purgatorio terrenal. El
viaje al más allá es un tópico literario, se recuerda por ejemplo en la Eneida
de Virgilio, donde Enea baja al Averno para hablar con su padre y
preguntarle sobre sus antepasados. Así, Juan Preciado sería un nuevo Enea en
busca de su identidad.
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© Antonella Marchiselli 2008
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