LOS CUATROCIENTOS GOLPES (1959)

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VIERNES 4
21’30 h.
Aula Magna de la Facultad de Ciencias
Día del Cine Club
LOS CUATROCIENTOS GOLPES
(1959)
Francia
93 min.
Título Orig.- Les quatre cents coups. Director.- François Truffaut. Argumento.- François Truffaut.
Guión.- François Truffaut y Marcel Moussy. Fotografía.- Henri Decae (Dyaliscope – B/N).
Montaje.- Marie-Josèphe Yoyotte, asistida por Michèle de Possel y Cécile Decugis. Música.- Jean
Constantin. Productor.- Jean Lavie y Robert Lachenay. Producción.- Les Films du Carrosse /
SEDIF. Intérpretes.- Jean-Pierre Léaud (Antoine Doinel), Albert Rémy (el padrastro), Claire Maurier
(la madre), Patrick Auffay (René Bigey), Georges Flamant (sr. Bigey), Yvonne Claudie (sra. Bigey),
Robert Beauvais (director del colegio), Pierre Repp (el profesor de inglés), Richard Kanayan (Abbou),
Jeanne Moreau (la joven del perro). v.o.s.e.
Premio al mejor director y película candidata a la Palma de Oro del Festival de Cannes
1 candidatura a los Oscars: Guión Original
Música de sala:
“Anthologie”
Michel Legrand
“Siempre estamos influidos por las cosas de la infancia porque nos devuelven a nuestros
orígenes y a los orígenes de la vida. Todo lo que hace un niño en la pantalla, parece que lo hace por
primera vez y es precisamente eso lo que convierte tan valiosa la película dedicada a filmar jóvenes
rostros en transformación. (...) El niño inventa la vida, se golpea pero desarrolla al mismo tiempo
todas las facultades de resistencia.”
“Quizá mi infancia ha sido en muchos aspectos igual a la de Antoine Doinel en LOS
CUATROCIENTOS GOLPES. Realmente no puedo hacer diferencia entre vida y cine, en lo que a mí
se refiere. Y en LOS CUATROCIENTOS GOLPES había poco engaño y mucha sinceridad: era mi
primer film”.
“Antoine Doinel no es lo que se llama un personaje ejemplar, es astuto, tiene encanto y abusa
de él, miente mucho y disimula más, solicita más amor que el que está dispuesto a dar; no es el
hombre en general, sino un hombre en particular.”
“Hace tiempo una mañana de domingo, la televisión emitió en el programa ‘La secuencia del
espectador’ una escena de Besos robados, en la que participaban Jean-Pierre Léaud y Delphine
Seyrig. Al día siguiente entré en una taberna en la que nunca había estado antes, junto a la estación
de Saint-Lazare, y me dijo el dueño: Yo le conozco a Vd... ayer le vi en la televisión. Es, por supuesto,
evidente que no fue a mí a quien vio en la pequeña pantalla, sino a Jean-Pierre Léaud, interpretando
el personaje de Antoine Doinel. Pedí un café muy concentrado, el hombre me lo sirvió y, estudiando
más de cerca y más atentamente mi rostro, añadió: Esa película la hizo hace tiempo, ¿no? Era Vd. más
joven. Cuento esta anécdota porque ilustra bastante bien la ambigüedad (y al mismo tiempo la
ubicuidad) de Antoine Doinel, ese personaje imaginario que es la síntesis de dos personales reales:
Jean-Pierre Léaud y yo.”
El auténtico arte ha nacido siempre de una vivencia personal. Y el mejor arte narrativo suele
tener un origen autobiográfico. François Truffaut no podía soñar, cuando rodó éste su primer
largometraje, que su protagonista, su “alter ego”, Antoine Doinel, le fuera a ir acompañando a través de
toda su vida cinematográfica, como un espejo del hombre frágil, perdido en la sociedad, idealista y en
busca de un amor imposible que era él mismo. Entonces Truffaut era sólo conocido en los círculos
minoritarios de cinéfilos que leían “Cahiers du cinema”, por sus críticas sencillas y directas, que se
atrevían con un trío intocable, el formado por Autant Lara, Bost y Aurenche. Tras realizar Les
mistons, estaba preparando otro corto de veinte minutos que iba a títularse La fugue d' Antoine,
cuando determinados cambios de su vida le permitieron realizar lo que con el tiempo se convertiría en
un clásico de la Nouvelle Vague, LOS CUATROCIENTOS GOLPES.
Más que argumento propiamente dicho, el film contiene lo que ya es habitual en el cine
contemporáneo, pero que suponía entonces un descubrimiento; una sucesión de escenas, tomadas de
forma libre e informal, donde el interés reside más en la propia vida que en la trama argumental.
Truffaut demostró lo que defendía en sus artículos: no hace falta mucho dinero para hacer cine. En
efecto, con sólo treinta y siete millones de francos antiguos -menos de cuatro millones de pesetas- se
lanzó a la aventura de contar por las buenas la vida de un niño. El niño no era otro, en gran parte, que
el mismo Truffaut, que sufrió en propia carne una infancia infeliz. El otro niño, el que interpretaría el
personaje de la película, no iba a ser tampoco una anécdota, un actor no-profesional más en la
filmografía del realizador francés. Jean-Pierre Léaud se convertiría en una continuidad, un ser vivo en
el que plasmar sus propias transferencias fílmicas, en el que conjurar los mundos de su subconsciente
estético.
Para ello Truffaut saca su cámara a la calle, a veces encaramada en un elemental ‘dos caballos’;
otras, simplemente, ‘al hombro’; mira cómo puede ser un París distinto, un París rutinario, gris,
provinciano, como sus propios padres, atrapados en la gran ciudad. Nace así el film-testimonial, que
luego sería una constante de todo su cine posterior. Un cine que constata, en franca continuidad con el
neorrealismo italiano y el cinema verité; que mira desde fuera, sin dejar de captar el alma, gracias a la
identificación estética.
LOS CUATROCIENTOS GOLPES se convirtió enseguida en la típica película de cine-club,
pasto de mil interpretaciones intencionadas y, en no pocos círculos católicos, en materia ‘de
apostolado’ de los años sesenta, cuando el cine se dividía siempre en forma y fondo, expresión y
contenido y las películas eran ocasión para dialogar sobre temas morales.
Sin embargo, vista actualmente, la película tenía fuerza precisamente por carecer de moralina,
por ser el reportaje recreado de una soledad. Los componentes psíquicos y sociológicos que llevan a
ese estado a Antoine son casi vulgares, responden a la ficha tópica de un niño de correccional: familia
rota, experiencias de falta de amor de sus padres, ensimismamiento, timidez y consecuente fuga
vindicativa, que le lleva a cometer diversos menudos delitos. El valor de LOS CUATROCIENTOS
GOLPES va más allá: es la puesta ahí de unos hechos vitales desde la sensibilidad del niño, de un
niño grande y solitario llamado François Truffaut.
Antoine es demasiado normal sin embargo como para ser encasillado. Es la pequeña víctima,
casi rutinaria, de la mentira. Truffaut reconocía que su personaje padecía una enfermedad demasiado
frecuente, la del ‘descuido’, emparentada con la que caracteriza a los padres de un film de Duvivier,
Pelo de zanahoria (Poil de carrotte).
Quizás entre las fugas de Antoine hay que destacar una que caracterizará también la obra
posterior de su padre cinematográfico: el pequeño altar que el niño improvisa en su casa a una foto de
Balzac. El amor por el libro, que tantos planos ocupa en las películas de Truffaut aparece ya aquí como
otras muchas constantes posteriores. El pequeño Antoine, como seguramente el adolescente François,
encuentra en los libros, y más en concreto en la literatura, una maravillosa liberación sin dogmas
atávicos. Es un primer momento de culto sagrado al verdadero Dios de Truffaut, la libertad. Este plano
de Balzac me parece clave para comprender el famoso travelling final en el que el niño corre
desesperadamente huyendo de la sociedad que no le permite vivir, hasta que la imagen queda
congelada frente al mar de la playa, persistente símbolo cinematográfico de lo absoluto. La denuncia
es, como siempre será en Truffaut, no una idea preestablecida de un film, sino una consecuencia de
una verdad testimonial, vivida a la vez desde el dentro y el fuera, tal como hacía uno de sus grandes
maestros, Roberto Rossellini, inventor de la “crónica interiorizada”.
Todo está hecho con sencillez. Hoy diríamos que con la elementalidad de un reportaje para
televisión. Entonces, una película así de gris contrastaba con la perfecta iluminación de Carné o René
Clair. El fluir narrativo, la utilización del plano secuencia, rompe el encasillamiento del cuadro y el
plano medido en función del montaje. Los recursos y las puntuaciones del viejo cine brillan por su
ausencia. Truffaut inicia sus famosos planos fijos que golpean, sin distraer con el juego de planocontraplano, como cuando Antoine es sometido al interrogatorio del psicólogo. Él es el que realmente
importa de la historia. La cámara se mueve, sale a la calle, angula con frecuencia su óptica para entrar
en el mundo del niño y para enfatizar la fuerza de su denuncia dentro de un entorno. La película
comienza con un París sin Antoine y termina con una panorámica -anterior al primer plano congelado
del rostro del muchacho- también sin él. Son los paisajes interiores, trasuntos siempre de la situación
anímica de los personajes en la obra de Truffaut.
Luego Doinel-Léaud crecerán. Sus ulteriores historias se rodarán en color. Truffaut tendrá
éxitos internacionales, será apreciado como un maestro. Pero su cine nunca dejará de conservar el sello
de este adolescente triste que roba una máquina de escribir por las calles de un París de cielo plomizo.
Nunca dejará de ser este niño acorralado que ama a los niños y busca la libertad del amor, la aventura
y el mar. Su famosa frase ya estaba en cada imagen de LOS CUATROCIENTOS GOLPES y en la
última vuelta que dio a su manivela: Hago películas para realizar mis sueños de adolescente, para
hacerme bien a mí mismo, y, si es posible, a los demás. La propia vida de Truffaut es la historia de un
niño solitario y golpeado por la sociedad que se encuentra, sin dejar de ser niño, con la belleza, la
libertad, el mar.
Texto:
Pedro Miguel Lamet, “Los cuatrocientos golpes”, en François Truffaut, cineasta, Mensajero, 1985.
Veinte años acaban de cumplirse de la desaparición de François Truffaut y el tiempo se ha
cuidado de amortiguar el testimonio beligerante que sobre su obra hicieron algunos colegas, mientras
descansa ahora en el panteón de los llamados “clásicos”. También la Nouvelle Vague y sus cuitas
internas forman parte del rico anecdotario del movimiento, y como ellos en su momento, otra
generación está preparada para ocupar el lugar de los que les precedieron, dentro de un movimiento
pendular consubstancial a cualquier seísmo cultural.
Considerada LOS CUATROCIENTOS GOLPES casi un film manifiesto de la Nouvelle
Vague y su primer éxito de público -curiosamente este mismo público volvería la espalda a su
siguiente obra, Disparen sobre el pianista (1960), y a las sucesivas de Godard, Chabrol, o las óperas
primas de Rivette y Rohmer, dentro de una resaca que alcanzó a los 162 nuevos directores que
debutaron por aquellos años-, todavía hoy se sigue referenciando el debut de Truffaut a la luz de un
trasfondo biográfico, de la continua dicotomía entre vida y cine, de las películas y los libros como
tabla de salvación de un niño esquivo, reservado y doliente, de un padre y una familia ausentes.
Es un secreto a voces que el París recreado en LOS CUATROCIENTOS GOLPES está más
próximo a la infancia del director, en 1945, cuando éste tenía la misma edad que su “alter ego”
ficcional Jean-Pierre Léaud, que de la fecha de su rodaje, a finales de 1958, como si las imágenes
hubieran quedado suspendidas en el recuerdo de su creador y estuviéramos hablando de un relato en
primera persona.
Tampoco es un film que beba del modernismo de los sesenta, de la irrupción de los nuevos
cines en Europa, ni convoque afanes rupturistas sobre la pantalla; muy al contrario, y el propio
Truffaut cuidó de dejar claro que sus referentes estaban más cerca de Cero en conducta (Zéro de
conduite, 1933), de Jean Vigo, o Alemania año cero (Germania, anno zero, 1948), de Roberto
Rossellini, que de cualquier intento de transgredir el lenguaje fílmico.
Cineasta evasivo, huidizo y nostálgico, apegado a su particular concepción del mundo y no
exento de un desaforado romanticismo, a veces escasamente comprendido, hace de la serie de Antoine
Doinel (Jean-Pierre Léaud), compuesta por un mediometraje y tres largometrajes, un particular carnet
de notas, mucho más hiriente en LOS CUATROCIENTOS GOLPES, y que pasa por ser un retrato
de la mezquindad de la pequeña burguesía francesa.
Adolescente de anacrónicos modales, Doinel se ve enfrentado a una escuela de patriotas
proclamas y pusilánimes compañeros, si exceptuamos a su amigo René (Patrick Auffay); una madre
(Claire Maurier) amiga de efímeras aventuras adúlteras -la silueta de su amante es la del crítico Jean
Douchet, aparte de contar el film con las amigables colaboraciones de Jeanne Moreau, Jean-Claude
Brialy, o el director Jacques Demy- y un padre no biológico (Albert Remy) que semeja un títere, hasta
terminar el bucle de desventuras en el test de la psicóloga del correccional de menores que invita al
mayor de los desesperos; según algunos biógrafos, Truffaut intentó suicidarse en dos ocasiones a lo
largo de su turbulenta juventud. Siempre en constante huida, el fragmento final de Doinel al encuentro
de la utópica imagen del mar de la costa de Normandía ha pasado a ser un icono de su autor y del cine
europeo de los sesenta.
Filmada en seis semanas y treinta y cinco escenarios, LOS CUATROCIENTOS GOLPES
está lejos de ser el proyecto de un debutante, pese a su natural precariedad económica, y cuenta con un
solvente equipo técnico, empezando por el operador Henri Decae, colaborador de Melville y de las
primeras cintas de Chabrol y Malle, con una contrastada experiencia en la utilización del dyaliscope,
sucedáneo francés del scope. Truffaut utiliza la horizontalidad del formato para sentar las bases de su
particular concepto del plano-secuencia, de la recreación de un hábitat angosto y opresivo, de un
blanco y negro de grises tonalidades, con una particular vocación realista por captar el París de Pigalle,
Montmartre, Saint Lazare o la Place Clichy, deudora del trazo costumbrista del dialoguista Marcel
Moussy, y que nunca abandonó las siguientes inclusiones de Doinel. Por otro lado, la cámara de LOS
CUATROCIENTOS GOLPES es menos encorsetada, académica y rígida cuando sigue a Léaud en
sus correrías urbanas; desde la clase de gimnasia en plena calle, guiño al Vigo de Cero en conducta,
al robo de los fotocromos de Un verano con Mónica, de Ingmar Bergman, de la cartelera de cine y
repetido con intenciones narrativas distintas en La noche americana (1973), pasando por el plano del
torno giratorio de las atracciones de feria, con Truffaut de figurante, reproducido en El amor en fuga,
último capítulo cinematográfico del personaje.
LOS CUATROCIENTOS GOLPES se encuentra impregnada de una sugerente capacidad
emotiva, de una evidente fuerza gestual para hacernos llegar los problemas de comunicación y soledad
del protagonista. Todas las secuencias corales del colegio, no por casualidad rodadas la semana final,
aportan un particular sesgo a la hora de reflejar el cosmos infantil; de captar, a la manera de un
documentalista, lo que de furtivo, imprevisible y casual tiene el comportamiento de un niño. Sin eximir
de una mirada corrosiva, hiriente, nada complaciente, en todo el grupo de escenas familiares. Desde la
madre quitándose las medias delante de un aturdido Doinel, a la entrevista de aquélla con el director
del centro, tal vez uno de los diálogos más duros de todo su cine, y seguido de la frustrada visita de
René, previo al epílogo del plano congelado de Léaud.
El desenlace de LOS CUATROCIENTOS GOLPES no presagiaba un viaje en el tiempo, de
casi veinte años, sobre las aventuras y desventuras de Antoine Doinel. Desde su primer amor
adolescente con Colette (Marie-France Pisier), episodio francés de El amor a los veinte años (1962),
pasando por su noviazgo con Christine (Claude Jade), en Besos robados (1968), que culmina en
Domicilio conyugal (1970) con su matrimonio y el nacimiento de su primogénito Alphonse.
Por el contrario, El amor en fuga (1978), cierre de la serie, es un film balance, recopilatorio de
personajes y anécdotas del resto de obras sobre Doinel, casi un caleidoscopio del personaje, después de
que éste se divorcie de Christine, y donde LOS CUATROCIENTOS GOLPES pasa a tener una
ubicación emocional muy distinta. De tal forma el episodio del encuentro de Antoine con el antiguo
amante de su madre, Lucien (Julien Bertheau) -quien substituye en el rol al ex crítico de “Cahiers du
Cinéma” (Jean Douchet)-, nos presenta a una mujer sensible, inquieta, radicalmente distinta al retrato
de Truffaut en su ópera prima. Parece que el cambio guarda relación con el hallazgo de la
correspondencia de su madre, tras su muerte, y que deja traslucir una personalidad muy distinta a la
dibujada en LOS CUATROCIENTOS GOLPES. Es otra enésima vuelta de tuerca a la biografía de
su autor y su doble en la pantalla.
Texto:
Carlos Balagué, “Los cuatrocientos golpes”, en “50 obras maestras del cine europeo”,
rev. Dirigido, diciembre 2004
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