FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO José Luis COMELLAS. Historia de España Moderna y Contemporánea. Madrid, 1985, pp. 279-8; 329-33; 367-69; 369-73. El siglo de las reformas [XVIII] Las formas propias del siglo XVIII... son: a) En lo político, el absolutismo racional... el despotismo ilustrado, o concepto de un Poder benefactor, al servicio del pueblo... y una administración frondosa, pero más funcional y eficaz que en los siglos anteriores (...); b) en lo social-económico... el crecimiento de la población de Europa... un fenómeno social, el desarrollo de la clase media o burguesía... a fines de siglo lo será todo... se habrá transformado en el eje y nervio de la sociedad; c) Y un fenómeno económico: el mercantilismo, el fomento del comercio interior y exterior por un Estado proteccionista, que busca fomentar las exportaciones y restringir las importaciones a fin de favorecer los recursos propios. El pacto colonial o explotación racional de las posesiones ultramarinas buscará la extracción de materias primas en las colonias, a cambio del envío de productos manufacturados de la metrópoli. Un nuevo afán económico invade a los pueblos de Occidente; aumentan los beneficios, los movimientos, el tráfico; nacen grandes asociaciones mercantiles y se multiplica la banca. Se ponen las bases del gran capitalismo del siglo XIX. ...España sigue la corriente general. La mentalidad de las clases dirigentes españolas estaba... dispuesta a un cambio radical... y sólo desde el siglo XVIII, al amparo de una dinastía nueva y reformista, cobró aquella mentalidad de cambio formas concretas de aplicación (...) El siglo XVIII es el siglo de las reformas (...) En el aspecto internacional, la recuperación de España fue también muy clara, y la llevó a contar de nuevo entre las potencias europeas... (...) La historia interna de España durante el siglo XVIII es, en el fondo, la historia de esta lucha: lo nuevo y lo viejo; lo de afuera y lo de adentro. Durante un tiempo, todavía pareció posible la síntesis, una renovación del país sin necesidad de romper con las tradiciones (...); luego, el proyecto de erigir una modernidad tradicional se vio condenado al fracaso, y sobrevino la ruptura definitiva, con ella, una disolución del alma española (...). Aspectos socio-demográficos (pp. 334-338) [En el reinado de Carlos III] ...tienen lugar una serie de transformaciones de todo tipo ideológicas, institucionales, sociales, económicas que resultan decisivas... (...) Revolución burguesa y revolución ideológica son dos hechos distintos e independientes... pero íntimamente unidos... El siglo XVIII registra un incremento general en la población de Europa. España, sin alcanzar índices de los más elevados, experimenta un auge demográfico indiscutible, que la lleva poco más o menos, entre 1700 y 1800, de los ocho a los casi doce millones de habitantes… aumenta la población urbana sobre la campesina... España se revitaliza. Pero es en la estructura de esa población donde encontramos los cambios más notables, respecto de los siglos anteriores. La época de los Austria estaba dominada por el estilo de la nobleza; la de los Borbones lo está cada vez en mayor grado por el estilo burgués (...). Efectivamente, la clase que ahora da el salto es la burguesía, si se quiere, el conjunto de clases medias. La nueva estructura económica activo y cada vez más fácil comercio, revalorización de las Indias lo mismo que la coyuntura aumento del consumo, alza de precios favorecen al comerciante, al industrial, al banquero, al fletador de buques. Circula el dinero, se fundamenta el crédito y se multiplican las inversiones... aparece un nuevo tipo humano: el nuevo rico (...) la elevación del nivel medio de la burguesía es un hecho. Laboriosa, llena de iniciativas, con inquietudes intelectuales el burgués enriquecido manda invariablemente a su hijo a la Universidad, divertida también a la hora de los toros... la clase media del siglo XVIII da una impresión de prosperidad y de fuerza. A las clases medias pertenecen también los empleados de la administración o los profesionales: abogados, médicos, universitarios... El influjo social del burgués dedicado a profesiones intelectuales es... el máximo: lo que él escribe u opina pasa a ser ideología de moda. ...sin alcanzar el nivel económico del negociante, sea el intelectual el personaje típico de la burguesía dieciochesca. La revolución liberal del siglo XIX predispuso a la confusión entre “burguesía” y “Estado llano”, es decir, pueblo. La “burguesía sigue siendo, en tiempos de Carlos III, una minoría muy reducida respecto de la gran masa popular: obreros, pequeños artesanos, campesinos (...) Uno de los descubrimientos más importantes del siglo fue, justamente, el de que los intereses de la monarquía y de la burguesía eran comunes, y de aquí la natural alianza entre los dos elementos (...) Lo que ocurre es que el nuevo monarca le dio [a la política social] un carácter más oficial, con sus ordenanzas... y aceleró el movimiento hasta convertirlo en una verdeara revolución burguesa (Rodríguez Casado). Revolución, hay que precisado, no violenta, sino programática y encauzada, pero acorde con el significado que comúnmente suele atribuirse a esa palabra: muchos cambios en poco tiempo. La revolución burguesa representa una de las transformaciones más activas y trascendentes de nuestra historia moderna... en el fondo, lo que buscaba la política de nuestro absolutismo ilustrado era la sustitución de los estamentos sociales por una sociedad clasista con igualdad ante la ley (García Pelayo) (p. 340). Política internacional Desde 1725... se advierte ya un equilibrio entre la preocupación italiana y la preocupación americana. España refuerza sus medios navales y aumenta las decaídas relaciones con América; la explotación de las Indias va cobrando un sentido nuevo, pero que a la larga puede hacerse tan lucrativo como la extracción de metales preciosos, de que tanto se había aprovechado la dinastía anterior. Por supuesto, el reforzamiento de la política americana habría de endurecer las relaciones entre España e Inglaterra (...). Desde mediados de siglo, la aventura italiana queda prácticamente liquidada, y la política de nuestros gobernantes se preocupa ante todo de América y de las rutas que conducen a ella. El choque con Inglaterra se hace decisivo; y ante aquella eventualidad, los españoles han de ocuparse, por un lado, de seguir una amplia política naval, a fin de hacer frente al poderío marítimo de los británicos, y por otro, a buscar alianzas continentales para no aparecer nunca solos ante el coloso inglés. España consigue así enfrentarse con éxito a Inglaterra, al tiempo que procura hacer de las Indias base sustancial de su resurgir económico (p. 288). Carlos III (1759-1788) Pero de momento, lo que más preocupó a Carlos III fue la situación de la política exterior (...) Cuando el bailío Arriaga pasó a América, en 1760, se echó las manos a la cabeza al comprobar el estado de abandono en que se encontraban las defensas de nuestro Imperio. De aquí, que apenas llegado a Madrid, se iniciara una política de actividad a dos vertientes: por un lado, militar, especialmente en lo que concernía al rearme naval, adoptando también medidas económicas para que el país pudiera hacer frente en su día a una eventualidad difícil; por otro lado, diplomática, tratando de frenar las ambiciones británicas. (...) No fue el supuesto belicismo de Carlos III, sino el imperativo de las circunstancias lo que obligó a estipular con Francia, en 1761, el Tercer Pacto de Familia (Palacio Atard)... como un recurso defensivo frente a la expansión británica... (...) La intervención de España en 1756 hubiera podido decidir la inclinación de una balanza todavía en equilibrio. En 1762 el peso de la Gran Bretaña era ya tan grande, que la participación española no podía contrarrestarlo... Portugal se unió a los ingleses, y nuestras tropas ocuparon varias plazas del país vecino, así como la colonia del Sacramento, a la entrada del estuario del Plata. La creciente energía española no pudo cambiar el signo de la guerra, pero acabó frenando un poco a los ingleses. (...) Los Borbones siguieron estrechando sus relaciones en busca de la revancha, que llegaría al fin por lo menos en parte en 1783 (pp. 329-333). En 1776, las colonias británicas de Norteamérica declararon su independencia de la metrópoli (...) Casi todo el mundo daba por descontado que Inglaterra conseguiría imponerse fácilmente a sus colonias rebeldes; los mismos norteamericanos comprendían que no les sería posible alcanzar la independencia sin ayuda exterior, y de aquí su propósito de implicar en la guerra a las potencias europeas ...convencer a las dos potencias continentales de la oportunidad de aquella coyuntura para declarar la guerra a la Gran Bretaña. El primer ministro [Floridablanca] comprendía que si aquella sazón era excelente para expulsar a los ingleses de América, ello sería a costa de la aparición de una fuerte república en las propias costas americanas y un ejemplo peligroso para nuestras posesiones (...) Una vez en la guerra, España mostró una decisión superior a sus aliados franceses (...) El Tratado de Versailles (1783) fue la confirmación del poderío español, y significó el momento culminante de su imperio territorial y económico en la otra orilla del Atlántico (...) En Europa, Inglaterra... conservaba la escuadra más poderosa del mundo. En América, el peligro británico subsistía, aunque más atenuado, de momento (...) (pp. 369-373). Hasta 1763 el centro fundamental de la atención española en América parecía localizado sobre el seno antillano. De allí venían las principales producciones revalorizadas en el siglo XVIII café, cacao, azúcar, tabaco, y allí radicaba también la principal tensión político-militar, porque era aquella zona donde los ingleses solían poner sus ojos y su contrabando. Pero a partir de la paz de París, el centro de gravedad de la atención americana se desplazó espectacularmente hacia el sur. Se revaloriza con rapidez el sector del Río de la Plata; la producción agrícola cereales y ganadera carnes y cueros de aquella zona no era de tipo tropical, pero podía superar a la europea en cantidad y baratura. Buenos Aires triplicó su población durante el gobierno de Carlos III, y se convirtió en un importante emporio comercial. Por otra parte, aumentaba el interés estratégico del extremo sur de América, al mejorar los medios náuticos e incrementarse la navegación por el cabo de Hornos. Al interés económico siguió simultáneamente la atención política, y a ésta la tensión militar. En 1765, los ingleses ocuparon una base estratégica de privilegiada situación y en la que, sin embargo, los españoles no habían reparado: las islas Malvinas, frente a la Patagona y a un paso del estrecho de Magallanes. En 1766, una segunda expedición, ésta ya colonizadora, fundaba en la isla principal una ciudad, Port Egmont. En Madrid hubo el revuelo consiguiente. Se enviaron al Gobierno británico las más violentas protestas, basadas en los derechos españoles a la virtual soberanía sobre aquellas tierras, y sobre todo, en el principio del equilibrio mundial (...). El gobernador de Buenos Aires, Bucarelli, reconquistó las islas en 1770, operación que fue desautorizada por Madrid, ante el peligro de un conflicto general. Pero pronto, mediante negociaciones, se llegó a la neutralización de las Malvinas, y a la retirada de unos y otros. Eso sí, nuestros políticos comprendieron su error de antes, y desde entonces fomentaron la colonización de Patagonia y la vigilancia de la zona de Cabo de Hornos. El centro de interés siguió en los años sucesivos localizado en la zona del Plata, pero más al norte. Volvía a ponerse en el tapete la cuestión de la Colonia del Sacramento, la estratégica base a la entrada del estuario platense, que por la paz de París había sido preciso devolver a Portugal. España no estaba dispuesta a quedarse sin aquella especie de Gibraltar americano, a la entrada de una zona que se estaba revalorizando tanto política como económicamente, por su parte, los „bandeirantes‟ portugueses se expansionaban por el país de Moxos y se acercaban peligrosamente a zonas consideradas como dependientes del virreinato peruano. No es extraño que se registrasen incidentes y que detrás de la intransigencia y las susceptibilidades portuguesas se escondiese la diplomacia británica (...) Las hostilidades comenzaron desde entonces, pero fue en 1776 cuando se organizó la expedición definitiva. Carlos III concedió al gobernador de Buenos Aires, Cevallos, el título de virrey del Río de la Plata y le facilitó toda clase de medios para la ofensiva sobre el Brasil. En breve plazo cayeron Sacramento, Santa Catalina y todos los territorios reclamados por España. Los portugueses tuvieron que avenirse a la paz de 1777, maravillosamente oportuna en vísperas de una guerra con la Gran Bretaña. Así fue como nació el virreinato del Río de la Plata. El alto cargo conferido a Cevallos no fue un simple título honorífico. Nacía de hecho un nuevo reino en el Nuevo Mundo, en reconocimiento a la importancia de aquellos territorios suramericanos, para mejor vigilancia de la zona del Cabo de Hornos y para guardar la espalda del Perú y de todas las ricas posesiones del Pacífico (Rodríguez Casado, Gil Munilla). En un plazo de pocos años se operaron las más grandes reformas americanas del siglo: creación del virreinato platense (1776), libertad de comercio (1778), organización administrativa en intendencias (1782) (...) De momento, lo que fomentaron fue una prosperidad sin igual. América parecía concentrar como nunca todo el interés de España (pp. 367-369). * * *