La catedral de la narrativa de Ken Follet

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La catedral de la narrativa
de Ken Follet
Por Juan Ramón Rojas
jrrojasp@yahoo.com
Diseño Alonso Urbina
Los pilares de la tierra (1989) es una voluminosa novela, como
otras de la amplia producción del galés, radicado en Londres,
Ken Follett (1949). Esta fantástica obra, que comienza con un
ajusticiamiento en la horca de un inocente, se desarrolla en
plena Edad Media, entre 1135 y 1174, en Inglaterra, con unas
cortas incursiones en Santiago de Compostela (España) y París
(Francia). Además de su abundante producción literaria, con
obras como La isla de las tormentas y La caída de los
gigantes, Follett también ha ejercido el periodismo. Su
producción literaria ha sido traducida a muchos idiomas y en
algunos países ha resultado un verdadero best seller.
Aunque es presentada como de acción y suspenso, esta novela se
puede leer también como una novela histórica, como casi toda
su narrativa. Es posible que para los ingleses eso sea. Un
poco menos para nosotros, que es probable que bien la podamos
leer como una narración fantástica, que también lo es, por la
distancia en el tiempo y en el espacio. Su acción central gira
en torno a la construcción de una catedral gótica, con
evocaciones a ciudades amuralladas, castillos y pugnas
feudales.
Durante gran parte de la historia, Inglaterra se debate en una
guerra civil entre el emperador Stephen y la aspirante al
trono, la emperatriz Maud, que termina siendo derrotada. La
Iglesia Católica, los condes y los caballeros se mueven entre
uno y otro bando, dependiendo de quién sea el favorito en cada
momento, luego de batallas sangrientas, asesinatos atroces y
saqueos a pueblos y hogares indefensos de parte de los
vencedores. La crueldad, incluso al margen de la guerra civil,
alcanza límites insospechados, al igual que las encendidas
pasiones amorosas.
Por ambiciones territoriales, un perverso conde, William
Hamleigh en este caso, es capaz de incendiar todo un poblado y
dar muerte sin piedad a la población indefensa, incluyendo
mujeres y niños. Celebra victorioso su fechoría con su secuela
de sangre y muerte con la ciudad y fortunas arruinadas.
Después, pérfidos obispos aliados, el otro poder paralelo a la
monarquía, se encargarán de darle las indulgencias que
solicita para liberarlo de algún temor al poder divino por los
crímenes cometidos. Libre y con el marcador nuevamente en
cero, volverá, cuantas veces considere necesario, a sus
acciones de terror, convencido de que recibirá clemencia y sus
asesinatos quedarán impunes.
Destruidos poblados y cosechas, llegan las hambrunas, que
arrasan con poblaciones enteras. Quienes sobreviven, deambulan
como “proscritos”, hordas de hambrientos desarrapados
dispuestos a asaltar graneros y fincas y matar para robar
todo lo que encuentren a su paso: trigo o ganado, para
sobrevivir, o morir atravesados por las espadas de los
caballeros defensores de propiedades de condes o de obispos,
que esquilman a sus vecinos, por las buenas y, si no aceptan,
por las malas.
El poder de la Iglesia Católica es abrumador y, generalmente,
perverso en este siglo XII de Los pilares de la tierra, inicio
de la construcción de majestuosas catedrales góticas. Obispos
glotones, insaciables acumuladores de riquezas en tierras,
castillos, joyas y hombres a su servicio. La autoridad
monárquica, supersticiosa y temerosa del fuego del infierno,
no escapa a su juego de poder. La descomulgación es un arma
que se ejerce con perversidad.
Las descripciones son sumamente crudas, hasta las nauseas en
algunos casos. “Un segundo golpe dio en el mismo lugar que el
primer y desprendió la parte superior del cráneo. Llevaba tal
fuerza que la espada se partió en dos contra el pavimento (…)
Un tercer caballero cometió un acto que quedaría grabado a
fuego en la memoria de Philip por el resto de su días.
Introdujo la punta de su espada en la cabeza del arzobispo y
espació la masa encefálica por el suelo” (p. 1022). Esta
escena se refiere al asesinato del arzobispo Thomas Becket,
convertido en mártir de la Iglesia y luego en Santo, según el
relato.
Pero la crueldad y la corrupción tienen su contraparte
también. Un ejemplo es el prior Philip, a cargo de un
monasterio en Kingsbridge, que de una aldea pequeña y
miserable la convierte, con su buena administración, en una
ciudad próspera con una de las mejores catedrales góticas del
poderoso imperio, pese la destrucción y constante asedio del
conde William. Allí se desarrolla gran parte de la acción de
la novela. Pero Philip, no solo es un buen administrador, sino
también un hombre piadoso y austero, hasta el extremo. El
también, junto con su hermano dos años menor, vio morir
asesinados cruelmente a sus padres, cuando solo tenía seis
años.
Un sacerdote, Remiguis, que había abandona el priorato luego
de traicionarlo tratando de Philip fuera llevado a la hoguera,
luego cae en desgracia. El prior se lo encuentra descalzo y en
harapos, casi muerto de hambre, buscando algo de comer en un
basurero de un pueblo cercano a Kingsbridge. Desoyendo la
protesta de sus dos acompañantes que no perdonan la traición
de Remiguis, Philip lo absuelve, le da de beber vino y comer
pan del que lleva en sus alforjas, lo sube a su caballo y él
continúa a pie hasta el priorato, donde le da hospedaje hasta
el resto de sus días. El prior se niega su montar uno de los
caballos que le ofrecen sus colaboradores, más jóvenes que él,
para que termine de llegar al priorato.
Otro elemento destacable es el papel que desempeña la mujer,
en una época patriarcal, de abusos indescriptibles contra las
mujeres, quienes carecían de las mínimas instancias a qué
acudir en defensa de sus derechos, derechos que tampoco
tenían. Las violaciones y otros ultrajes contra ellas son
repetidos, salvajes y sangrientos, como debió ser en esa época
oscurantista, de la que aún heredamos las secuelas. La
alternativa para vencer a la fuerza de desalmados varones era
la inteligencia. Mujeres apasionadas en el amor, al que no
renuncian aún en las condiciones más adversas, y fuertes,
capaces de derrotar agresores poderosos con todos sus
arsenales y sus caballeros. Eran las mujeres, al fin, como
incluso sucede ahora, quienes debían sacar adelante a sus
familias cuando sus esposos se iban a la guerra, con la alta
probabilidad de no regresar nunca más. “La Iglesia medieval
era sexista, pero también las mujeres contribuyeron a la
construcción de catedrales”, afirma el autor en la
introducción de esta novela, quien asegura que no cree en Dios
ni es un “espíritu atormentado”.
Ejemplo de ello es Aliena, uno de los personajes centrales de
la novela. Violada, abusada y despojada de sus bienes en
varias ocasiones, termina venciendo a su implacable agresor y
perseguidor, el conde William, de escasas luces mentales pero
con mucho poder político, militar y económico, que ejerce con
toda su maldad. Aliena hace que su hermano Richard, un
pusilánime que vive bajo el alero de ella y dedicado a la
guerra en uno de los bandos, recobre su condado. Pero no solo
esta mujer es ejemplo de fortaleza. Ellen, cuyo esposo fue
asesinado por intrigas del poder político y eclesiástico
cuando aún estaba embarazada de su único hijo, el talentoso
pelirrojo Jack, es
muestra de irreverencia ante el poder
absoluto de la Iglesia, al que desafía resueltamente, y de
lucha por la supervivencia. En la selva sobrevive dignamente
con su soledad como una “proscrita”, pero con una destacada
figuración en el relato.
Los pilares de la tierra es una novela apasionante,
considerada una de las mejores del escritor gales. Vale la
pena el intento. Eso sí, tener claro que hay que dedicarle
muchas horas de lectura. Tuve el inconveniente de que la leí
en una versión “debolsillo”, con una letra menuda difícil para
mí vista a esta altura de la vida. Pero valió la pena el
intento.
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