Miles de mujeres marchan atravesando las fronteras de Europa buscando una vida mejor, para sí y los suyos. En su recorrido se convierten, en muchos casos, en madres de desconocidos y desconocidas, de niños y ancianos que necesitan ayuda. Huyen de la espiral de guerra y terrorismo que asola Siria, Iraq o Afganistán, de poderes opresivos conocidos como Al Assad, o que se afirman más recientemente como el ISIS. Y huyen además de una violencia más específica, aquella patriarcal. Porque el ISIS, en su afirmación y crecimiento, hace gala de una furia patriarcal casi sin precedentes en relación a otros poderes patriarcales. Sus hombres pueden violar, comprar, vender, esclavizar a mujeres a su antojo, es parte del botín de guerra y motivo de atracción para quienes se unen a sus filas y de emulación para otros grupos. Por eso estamos con las mujeres kurdas e iraquíes que lo combaten con las armas. Por eso la acogida a las que huyen de aquellas tierras es una prioridad. Pero esta violencia no las abandonará durante la marcha ni en los lugares de llegada, asoma en los cuatro ángulos del planeta. También en este país, como testimonian las más de 10.000 denuncias de mujeres al año por violación y abuso sexual o el asesinato de entre 50 y 80 mujeres al año en los últimos diez por violencia machista. Porque la del ISIS es la normalidad patriarcal llevada al extremo, nada ajeno a lo que vivimos en otras partes del mundo. Se trata de una violencia de proporciones inmensas, que involucra a toda la humanidad: desde quien la ejerce (hombres) hasta quien la sufre (mujeres y niños y niñas), pasando por quien es cómplice (hombres y mujeres, Diversamente). Es tal su envergadura que no verla implica taparse los ojos. Nos dicen que debe ser una cuestión de Estado, y comprendemos que es justo y legítimo exigir a los Estados leyes que contribuyan a frenar esta barbarie patriarcal. Pero, ¿pueden hacerlo los mismos Estados que cierran la entrada a aquellas mujeres refugiadas, que reglamentan sobre nuestra decisión de ser o no madres, que tienen la violencia como norma y razón de ser? Delegar y mirar a los Estados distorsiona la realidad, ocultando que es la solidaridad entre personas la que más vidas de mujeres salva. Pero a menudo es una solidaridad que parte de la emergencia, necesaria, pero no suficiente. Necesitamos una solidaridad entre mujeres que parta de nuestro deseo no sólo de defender nuestra vida sino de transformarla, de aprender a pensarnos mejor, antes que nada como protagonistas, tomando conciencia de lo que nuestro género representa para la humanidad aún bajo el patriarcado y puede representar si se libera de éste, rompiendo la competitividad que es una potente arma del mismo porque nos divide. Es una construcción tenaz y paciente, que requiere autosuperarnos. Necesitamos que los hombres se pongan a nuestro lado, rompiendo con sus privilegios sin temor a cuestionarse y sin hacerlo con victimismo. Es un camino que requiere lealtad y humildad por su parte, disposición a aprender y a dejarse guiar por nosotras. Por eso decimos que la violencia patriarcal es una cuestión humana, literalmente, que concierne a ambos géneros: en primer lugar porque está en juego la vida de todas las mujeres y, porque responsabilizarse, dejar de mirar para otro lado o delegar en otros y otras, es una inmensa posibilidad de humanizarse, de dignificarse. Anika Lardiés 31 de octubre de 2015