28 de diciembre. Domingo dentro de la Octava de Navidad Evangelio de Lucas 2, 22-40 Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la Ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la Ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel. José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: — Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. ****** JESÚS ES NUESTRA PAZ Los llamados “evangelios de la infancia” (de Mateo y Lucas), más que “crónicas históricas”, son reflexiones teológicas, a través de las cuales, los evangelistas presentan, desde el inicio mismo, un semblante “completo” de la identidad de Jesús. En la narración que leemos hoy, Lucas da voz a dos ancianos –varón y mujer- que representan la tradición sapiencial del Israel fiel. Y son ellos quienes manifiestan que en Jesús se cumplen todas las promesas. Por eso…, “puedes dejar a tu siervo irse en paz”: ya ha visto al Mesías, al “Salvador”. El “pretexto” que utiliza Lucas es el cumplimiento de los cuarenta días tras el nacimiento: pasado este tiempo (la “cuarentena”), tenía lugar, tal como prescribía la ley, la “presentación” del niño y la “purificación” de la madre. El contenido que quiere transmitir, a través de aquellas figuras sabias (ancianos) y proféticas, es simple y contundente: Jesús es el Salvador definitivo, gloria de Israel y luz para toda la humanidad. Pero, al mismo tiempo –y esta es la paradoja- su existencia estará marcada por el conflicto. Se trata, por tanto, de una síntesis de lo que luego desarrollará el evangelio. Lucas compone este relato para presentar, ya desde el inicio, a Jesús como “Salvador”, tal como había sido anunciado también en la narración de su nacimiento: “Os ha nacido un salvador” (Lc 2,11). Se trata de un título muy querido para este evangelio, que habitualmente se dirige a Jesús llamándolo de esa manera. Por medio de la entrañable figura del anciano Simeón, se nos dice que la “presentación” de Jesús es ya la salvación del pueblo y luz para todos. Y también desde el principio, el autor resalta lo que será la vida del Maestro: un puro “signo de contradicción” (Lucas habla desde lo que ya había ocurrido). “Puedes dejar a tu siervo irse en paz”: cuando sabemos que todo está a salvo, recobramos la paz; cuando aceptamos incluso aquello que nos parecía inaceptable, se hace presente la paz. En la tradición cristiana, “Jesús es nuestra paz” (Ef 2,14). Eso significa que, en Jesús, más allá de las apariencias, reconocemos que todo está bien. Y eso precisamente es lo que significa “salvación”. Jesús viene a recordarnos lo que siempre ha sido: todo está a salvo; lo que somos no está amenazado. Los cristianos lo vemos a través de Jesús; quienes no son cristianos lo verán desde otra perspectiva. Pero más allá de las personas que nos hayan ayudado a verlo, la realidad es que, en nuestra verdadera identidad, somos Paz. Solo nos queda vivirnos desde ella y poner los medios que nos ayuden a reconocerla y cultivarla en nuestras relaciones.