Del amor y las castañas Benigno quería saber lo que había en el corazón del hombre. Cuarto le había dicho que era la maldad. Benita insistía en que eran castañas. Así las cosas, decidieron buscarse un hombre y sacarle el corazón para mirar adentro. Francisco Oppenheimer vivía en Nueva York. Un atardecer se sentó en un banco de Central Park y allí fue donde lo encontraron Benigno, Cuarto y Benita. --¿Ves? Es una castaña: oscura y blanda por dentro. --Oscuro, como la maldad. La maldad es oscura. --Te equivocas. --Basta. Así no vamos a descubrir nada. Tenemos que mirar dentro de un hombre vivo. Manuel Gómez Prado pescaba en el golfo. Antes del amanecer tiraba al agua sus redes y se sentaba a pensar. Por poco se cae al agua cuando se le aparecieron Benigno, Cuarto y Benita. --¡Jesú!-- y se quedó mudo. --No tengas miedo, hombre. Sólo venimos a ver qué tienes en el corazón. Pasaron unos instantes. Los tres se dieron cuenta de que, en vez de tranquilizar al hombre, lo habían asustado más con la pregunta. Ahora sí que no tendrían la más mínima posibilidad de averiguar qué tenía el hombre en el corazón. Levemente preocupados por las consecuencias, decidieron ayudarlo. Como para desagraviarlo por haberle espantado los peces y el resuello, le convirtieron la barca en un buque de guerra y lo dejaron flotando a cien millas al sur de la Florida. Fue entonces que el abuelo intervino en el asunto, porque Manuel despertó de su ensueño y, viéndose capitán sin conocer sus responsabilidades, comenzó a destrozar todo lo que se le cruzaba en frente. --No debí dejarles tanta libertad cuando los eché afuera-- tronó el abuelo en dirección a Benigno, Cuarto y Benita. --Debí encerrarlos, como quería la abuela, pero pensé que con el tiempo aprenderíais a ser buenos. Y los castigó a vivir en la tierra. Puso a Benigno de guardia en un cruce de fronteras. Mandó a Cuarto a dirigir una cárcel en Turquía. A Benita le dio un uniforme blanco y un estetoscopio para que se confundiera con las enfermeras en una clínica para envejecientes. Un día, muchos siglos después, la abuela estaba sirviéndole al abuelo el café de la mañana. --Me pregunto que será de Benigno-- dijo como quien no quiere la cosa. El abuelo la miró tratando de adivinar sus pensamientos, pero se tuvo que dar por vencido. --¿De qué te has enterado? --Me parece que deberías llamarlos— le evadió la abuela, --a ver qué se traen. Benigno, Cuarto y Benita no habían cambiado. Se pararon frente al abuelo con las piernas abiertas y los puños en las caderas. Él los miró. --¿Qué tiene el hombre en el corazón?-- Los miró otra vez, esta vez con más insistencia. --¿No era ésa la pregunta? --Miedo-- dijo Benigno. --Duda-- dijo Cuarto. --Reproches-- dijo Benita. Al lado del fogón siempre encendido, la abuela suspiró. Abrió la puerta del horno y sacó los moldes preñando el mundo con el olor a azúcar y harina tibia. --Olvídate de éstos-- le dijo al abuelo sin tan siquiera mirar a los tres diablos. --Por más que quieras, no serán como tú. Aquí te equivocaste. Para ver en el alma del otro hay que tener el valor de mirar en la propia. Y éstos son unos cobardes.