Historias de perdedores: los anarquistas españoles

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Historias de perdedores: los anarquistas españoles
Juan Luis Conde
Universidad complutense de Madrid
Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que salí de España, a los quince años. Estamos
en verano de 1974, el mes de julio, y voy camino de Suiza. Viajo en un autocar repleto de
emigrantes que conduce mi padre. Es de noche cuando llegamos a la frontera francesa. Casi
treinta años después, a la luz del día, con sus tejadillos de pagoda oxidados y sus cabinas
desiertas, puede que parezca la entrada a un parque natural, pero ese verano todavía era una
frontera de verdad y exige trámites interminables. Primero pasan los guardias civiles, con
sus tricornios, a asegurarse de que nadie se escapa de la ratonera sin permiso. Dan las luces,
la gente se sacude la modorra, les cuenta lo triste que es dejar la familia y el pueblo y nadie
se permite bromas. Detrás suben los gendarmes franceses, todo narices. Celosos de nuestra
chacina, según creemos, registran uno por uno los equipajes y escudriñan hasta los bajos
del vehículo con linternas, como si esperasen encontrar la peste porcina pegada al chasis.
Luego, nos dejan marchar por una autopista de lujo.
Yo no he visto nunca en mi vida una carretera así. Desde Salamanca, quinientos
kilómetros y diez horas de viaje más atrás, todo han sido las carreteras estrechas y mal
asfaltadas de siempre: esos costurones de brea que, a mediados de los años setenta,
remiendan la meseta castellana y por donde camiones, autocares y vehículos particulares
hacen lo posible por no aplastarse unos a otros.
Llevo muchas horas sin dormir. La noche anterior la he pasado en vela a cuenta de
los nervios y, en el autocar, los cambios de marcha te quitan el sueño a porrazos. Mi padre
me ha explicado muchas veces cómo, cuando el embrague está estropeado y pisarlo a fondo
ya no sirve para nada, tienen que meter las marchas "a capón", o sea, a la fuerza, y supongo
que algo así debe estar ocurriendo en esos momentos. Tengo motivos para estar muy
cansado pero sigo sin pegar ojo, como si el escay del asiento me repeliera. Es ansiedad:
nunca he estado tan lejos de casa.
Quizá es el efecto acumulado del cansancio, los nervios, el calor y la siniestra
pesadez de la frontera por lo que tengo una extraña sensación esa noche: es como si en
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lugar de un simple desplazamiento por los mapas geográficos, mi viaje discurriera a través
de capas geológicas. Tengo ganas de sacudirme el polvo… Devorando kilómetros de
alquitrán y gravilla suelta, un autocar renqueante me ha arrancado del interior del
yacimiento donde estaba enterrado. Ahora, por fin, sacábamos la cabeza a la superficie
ventilada…
El paisaje nocturno de la autopista, a la luz de los faros del viejo Setra-Seida ("el
setrina", lo llama mi padre), es la primera imagen que captan mis ojos de ese paraíso
llamado Europa: una calzada de varios carriles pulida y negra como una perla, recién
pintada con brillantes trazos fosforescentes y señalizada con cartelones llenos de gracia y
precisión; unos quitamiedos buenísimos, como si les acabasen de sacar brillo y, por encima
de ellos, unos muros de contención sin descascarillar, un lienzo blanco sobre el que alguien
ha pintado, durante un largo trecho de autopista y en grandes letras negras PUIG ANTICH,
PUIG ANTICH, PUIG ANTICH...
Ya digo que tenía sólo quince años, recién terminado el bachillerato elemental, pero
yo sabía muy bien quién era Salvador Puig Antich: era el anarquista al que habían matado
con el garrote vil en marzo. Bueno, en realidad uno de los dos ejecutados: el otro era un
polaco con nombre alemán, Heinz Chez, que no parecía tener mucha relación con la
política. Ni con la política ni con nada: nadie reclamó su cadáver… Al parecer, un poco a la
manera de Mersault, el protagonista de "El extranjero" de Camus, le había pegado un tiro
porque sí a un policía en un bar de Cataluña. De esa manera, el "extranjero" y el anarquista
compartieron un siniestro y elocuente destino: ellos son las dos últimas víctimas del garrote
vil.
También a Salvador Puig Antich lo acusaron de haber disparado a quemarropa a un
policía. Nadie en su sano juicio se creía ni el grueso ni el detalle de las informaciones
oficiales de la época, que pretendían hacer del libertario catalán un pistolero desalmado - y
yo tampoco. Pero, si he de ser sincero, no pretendo presentarlo como un héroe, sobre lo
cual habría mucho que discutir, sino como algo sobre lo que no queda ninguna duda - como
un perdedor.
Salvador era un militante del Movimiento Ibérico de Liberación, el MIL. Los "mil",
en resumidas cuentas, eran tres: Salvador y dos hermanos suicidas, a quienes seguía por
fidelidad, sin demasiado amor por las armas que los otros habían decidido utilizar. Para
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costearse la carísima vida en la clandestinidad atracaban bancos, mientras planeaban sin
mucho éxito algún atentado político. Fue en uno de aquellos atracos cuando se cruzaron
con la policía...
A poco de su detención, ETA asesinó al almirante Carrero Blanco y Salvador Puig
Antich se encontró atrapado en las siniestras líneas de la mensajería política: se podría decir
que ETA le dejó sin indulto. De no ser así, la Amnistía de 1977 le habría puesto
seguramente en la calle y hubiera podido ser testigo de la abolición de la pena de muerte en
1978. Mala suerte… Apenas pasó cinco meses en prisión: su grado de infortunio lo
comprendemos mejor quienes vivimos en países donde los procedimientos judiciales se
eternizan. Pero, por una vez, la justicia tenía prisa.
El horror que las autoridades habían cometido al asesinarlo de la forma en que lo
hicieron liquidaba cualquier esperanza de que el régimen pudiese corregirse, aunque sólo
fuera por la vejez del dictador. A pesar de su presencia casi catatónica, Franco o quien
manejara el títere conservaba intacta su brutalidad. "Odint dum timeant" era una vieja
máxima latina que se aplicaba sin melindres y cuyo significado a buen seguro el propio
tirano ignoraba, pero Puig Antich sin ninguna duda entendía a la perfección. Hoy sé de él
algo más que allá en 1974: sus últimos días en la cárcel Modelo de Barcelona han sido
recogidos recientemente en un libro, Cuenta atrás, por el periodista Francesc Escribano1.
Entre las páginas de ese libro2, un facsímil atrae especialmente mi atención. Bajo el
epígrafe "Relación de objetos y libros pertenecientes a Salvador Puig Antich" y en un folio
bien aprovechado, un funcionario ha mecanografiado una lista. Es la relación de lo que
quedó de aquel anarquista catalán de apenas veinticinco años. Con minucia se registran
cantidades, tamaños, colores e incluso, en mayúsculas, las marcas de cada producto - un
detalle enfermizo para una época en la que a nadie le importan. Ese legado es también un
extraño paseo por la edad oscura: asomémonos con respeto y contemplemos el otoño del
franquismo en ropas de condenado a muerte...
En una celda de tres por dos, Salvador Puig Antich fuma. Se ensucia los pulmones
con tabaco negro ("Ducados", y eso le hermana a ratos con sus verdugos). En cambio, cuida
metódicamente su higiene exterior: se lava las manos con jabón "Rexona", el cuerpo con
gel "Moana" y, para la melena morena, usa champú "Geniol". Come chocolate "Dolca", un
humilde sucedáneo, y después se cepilla los dientes con "Neodens". De noche duerme con
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un "skijama" morado y durante el día combina camisa gris oscura, a cuadros azules o
blanca, con un "suéter" (gris, azul o gris claro). Alterna pantalones de pana (negros) o
vaqueros. Debajo lleva un "meyba" rosa o celeste o de cuadros… Combine lo que combine,
sus calzoncillos son siempre la prenda más alegre.
El listado de los libros que la prisión devolvió a su familia (todos en mayúsculas) no
es, sin embargo, nada representativo de la sociedad española de la época. Incluye obras de
Freud, Wilhelm Reich o Proust (en francés). Que yo sepa, Reich era un autor prohibido:
probablemente es en la cárcel donde se podía leer con más libertad... Encerrado entre cuatro
paredes, el condenado a muerte lee "La incomunicación", "Viaje a Cotiledonia" o "La
filosofía como liberación humana". ¿No es suficiente esa imagen para tocar sus corazones?
Las últimas referencias de la lista son la Eneida, la Odisea, un diccionario de griego clásico
y otro de latín. Puedo verlo allí sentado debajo del ventanuco, bolígrafo en ristre, pasando
pacientemente las páginas del diccionario en busca de la palabra que completa un
hexámetro - y al darme cuenta de que el principal pasatiempo de Salvador Puig Antich,
durante la desesperante cuenta atrás, consiste en traducir a Homero y a Virgilio, yo al
menos no puedo evitar emocionarme…
Es posible que platear una ponencia sobre el "pensamiento", sea el que sea, a través
de una visión personal de un ejecutado no sea muy convencional. Pero, en primer lugar, no
pretendo presentarme aquí como una autoridad sobre el anarquismo, capaz de tratar el
asunto de una manera más erudita. Mucho menos como un militante: soy muy aprensivo y,
tratándose con el pensamiento del anarquismo español, resulta difícil evitar una dolorosa
conexión entre la razón y la sangre…
"Escribir en España es llorar", escribió Larra. A ciertos efectos podría decirse, más
sencillamente, "pensar en España es llorar". No digamos ya "pensar en la revolución"…
Mucho se ha hablado —hasta convertirlo en un tópico manido— del carácter anarquista de
los españoles y muy poco de la ideas de los anarquistas españoles, asunto éste tan diferente,
y en cierto modo tan opuesto. Cuando uno vive prácticamente toda su vida en un mismo
país, la idea que tiene de la humanidad tiende a parecerse mucho a la que tiene sobre sus
compatriotas. Es comprensible: frente al resto, suele uno percibir en ellos un rasgo extra de
humanidad... Con ello en mente y, si se me permite formular de forma provisional mi
propia experiencia, yo diría que ese célebre carácter anárquico -ya que no anarquista- ha
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sido y es semillero del fascismo: son precisamente quienes sienten dentro de sí el bullebulle de un carácter ingobernable o incontrolable (el tramposo, el pícaro, el arrimado, el
chorizo, el energúmeno y mala sangre en general), quienes más apego suelen mostrar por
las formas del poder, quienes más reclaman "mano dura" para el mundo… En cambio, no
soy yo el único que subraya el temple estoico de los anarquistas: y es posible que esa moral
ascética, esa aspiración al autocontrol, al dominio de uno mismo, y la confianza en el
propio instinto para respetar a los demás vayan de la mano con la exigencia innegociable de
libertad.
Pues bien, esas ideas libertarias surgidas en espíritus sometidos a un severo
autocontrol han corrido peor suerte que las ocurrencias totalitarias de los caracteres
anárquicos… Esa me parece una prueba de que la subsistencia o extinción de las ideas, a
diferencia de las especies animales, no demuestra un arbitraje natural sobre su adaptación a
la verdad. La justicia mundana no es ciega con las ideas. No triunfan necesariamente las
ideas mejor adaptadas a las condiciones del mundo, ni es el mundo el que "elige" las ideas
triunfadoras: son las ideas triunfadoras las que conforman y construyen el mundo,
convenciéndonos de paso de que son inevitables.
Las ideas de los anarquistas españoles no han sido afortunadas. Podría decirse con
justicia que, en general, no han tenido siquiera la oportunidad de ser deportivamente
superadas por otras más ajustadas a la verdad, sino que han sido históricamente, de forma
harto antinatural, reprimidas, perseguidas, pasadas por las armas o estranguladas por el
torniquete. Cuando no se las asesinaba, sencillamente se las olvidaba. No se trata, pues, de
ideas superadas, sino derrotadas - y una especie de colmo de esa derrota es el hecho de que
el propio término "anarquía" se haya convertido en sinónimo de "caos"…
De poco consuelo pudo servir a Puig Antich saber que, años atrás, en la misma
prisión, otro anarquista había sido juzgado por una corte marcial. Esta vez, como no
pudieron acusarle de empuñar una pistola, le cargaron el mochuelo de instigar los
sangrientos acontecimientos de la llamada "Semana Trágica" de Barcelona. Lo fusilaron a
las pocas horas del juicio, todavía más aprisa que a Salvador. Ese era el fin que tuvo, el 13
de octubre de 1909, el llamado "Dreyfuss español", Francisco Ferrer y Guardia, el hombre
que puso en marcha la Escuela Moderna, pionero de la pedagogía racionalista, mixta y
laica. Podría decirse que, como a Sócrates, en realidad lo eliminaron por sus enseñanzas,
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por sus ideas pedagógicas, por su activismo intelectual. Él mismo refiere cómo su mentor
político, Manuel Ruiz Zorrilla, le llamaba "anarquista" cada vez que -cito- "me veía
exponer una solución lógica y, por tanto, radical"3.
Si de algo se puede acusar a sus ideas, como a muchas otras compartidas por la
lógica y el radicalismo anarquista, no es precisamente de belicosidad, sino -ya se ha hecho4de ingenuidad. Del carácter del personaje y la integridad de sus convicciones pueden dar
una idea estas líneas extraídas de su testamento, redactado a la carrera horas antes de su
ejecución5:
“Protesto ante todo, con toda la energía posible, de la situación, por mí inesperada, y del
castigo que se me ha impuesto, declarando que estoy convencidísimo de que antes de muy
poco tiempo será públicamente reconocida mi inocencia.
Deseo que en ninguna ocasión ni próxima ni lejana, ni por uno ni otro motivo, se
hagan manifestaciones de carácter religioso o político ante los restos míos, porque
considero que el tiempo que se emplea ocupándose de los muertos sería mejor destinarlo a
mejorar la condición en que viven los vivos, teniendo gran necesidad de ello casi todos los
hombres.
En cuanto a mis restos, deploro que no exista horno crematorio en esta ciudad,
como los hay en Milán, París y tantas otras, pues habría pedido que en él fueran
incinerados, haciendo votos para que en tiempo no lejano desaparezcan los cementerios
todos en bien de la higiene, siendo reemplazados por hornos crematorios o por otro sistema
que permita mejor aún la rápida destrucción de los cadáveres.
Deseo también que mis amigos hablen poco o nada de mí, porque se crean ídolos cuando se
ensalza a los hombres, lo que es un gran mal para el porvenir humano. Solamente los
hechos, sean de quien sean, se han de estudiar, ensalzar o vituperar, alabándolos para que se
imiten cuando parecen redundar al bien común, o criticándolos para que no se repitan si se
consideran nocivos al bienestar general.”
Como ven, ni siquiera en circunstancias tan terribles pierde Ferrer y Guardia
ocasión de comportarse como un educador, como un maestro que debe dar ejemplo. Ningún
miedo a morir, pero a la vez un vitalismo profundo que es radical enemigo de la necrofilia.
Se diría que la vida no se opone a la muerte, sino a la suciedad, y que en ésta hay que ver
una especie de imagen freudiana de la esclavitud: el bienestar de los hombres es, pues, la
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cara espiritual de su "higiene". "En lo tocante a higiene", escribió Ferrer, "la suciedad
católica domina España"6: parece la frase un patriota, pero el patriotismo está proscrito de
su Escuela Moderna - la razón y la lógica son incompatibles con las supersticiones y los
mitos. La fe que se enseña es el valor de los hechos por encima del mérito y el recuerdo de
las personas. El destino, tan adverso, sólo ofrecería a los anarquistas esa complicidad:
quizás ese deseo de anonimato haya sido el único que les permitiría satisfacer.
En cierto modo, mi modesto propósito aquí es contrariar ese destino y, de paso,
también la última voluntad de Francisco Ferrer y Guardia: hacer justicia a una larga
tradición de personajes anónimos (a medias por voluntad propia y por el peculiar
darwinismo del poder: la fortuna de las ideas no se juega en un escenario selectivo en el
que sólo sobreviven los más poderosos, pero es posible que la de los idealistas, sí).
Y, ¿por qué los anarquistas y no otros? Admitiré que, de manera un poco irónica,
me encuentro interesado en el tema por orgullo nacional. Mi reciente interés se debe sobre
todo al hecho de que personalidades a quienes la imprevisible marcha de las corrientes del
pensamiento concede hoy cierta resonancia internacional, como el lingüista y politólogo
estadounidense Noam Chomsky o el líder agrario francés José Bové, admiten francamente
la influencia del "anarquismo español" en sus ideas. Muy posiblemente el drama de la
Guerra Civil está detrás de ese contagio: es probable que Bové trabase contacto con los
exiliados anarquistas de Toulouse, y que Chomsky escuchase historias de revolución social
y colectividades agrarias de boca de brigadistas norteamericanos retornados de la derrota.
En cualquier caso, sería difícil, si no imposible, buscar otras influencias españolas en
personajes educados en culturas hegemónicas como la estadounidense y la francesa y con
una proyección mundial comparable a la de los mencionados. Y, sin embargo, ¿quién sabe
algo de los anarquistas españoles? Quiero decir: ¿quién sabe algo - aparte de las viejas y
nuevas historias de asesinatos y ejecuciones?
Hubo, desde luego, nombradas personalidades que se dejaron contaminar en algún
grado por el anarquismo, o coquetearon en algún momento con sus ideas, como Rusiñol,
Benavente, Gómez de la Serna, Blasco Ibáñez, Eduardo Marquina, Azorín o el propio
Unamuno. Pero los verdaderos personajes de la historia que les cuento no son fáciles de
identificar: lo que les caracteriza precisamente es que cuesta trabajo ponerles nombre
propio…
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En las "Palabras preliminares" a su estudio titulado Musa Libertaria. Arte,
literatura y vida cultural del anarquismo español (1880-1913)7, escribe Lily Litvak:
"Muchos libros se han escrito sobre escritores y artistas famosos cuyo nombre aún perdura.
Muy pocos sobre los que yacen perdidos o en el anonimato. Este libro quiere ser uno de
esos pocos. En él me propongo estudiar las manifestaciones culturales, artísticas y literarias
de un grupo de hombres, en su mayoría olvidados y hasta desconocidos, que se enfrentaron
a la sociedad en que vivieron, haciendo del arte y la literatura armas revolucionarias para
lograr la sociedad perfecta; aquélla basada en la paz, la libertad, el bienestar, la igualdad, la
felicidad…"
El paciente trabajo de Litvak nos permite escuchar un buen número de esos
nombres, que parecen extraídos de alguna novela de Eduardo Mendoza: Tarrida del
Mármol, Teobaldo Nieva, Anselmo Lorenzo, Ricardo Mella, Enrique Lluria, Fermín
Salvochea, José Llunas. Otros se ocultan bajo pseudónimos (Soledad Gustavo, Federico
Urales) o, sencillamente, se niegan a firmar. Eran biólogos, sociólogos, pedagogos,
maestros o simples empleados que, colocando a la naturaleza en el centro de su discurso,
asumían como un sacerdocio el imperativo fáustico de combinar el pensamiento y la
acción: "En vez de encerrarnos en torres de marfil, hagamos navegar nuestra barca de
ensueño por la vida tumultuosa y sin límites. La belleza durable no es más que un producto
de la inteligente sinceridad", escribió Manuel Ugarte, aventajado lector de Horacio,
formulando quizá la poética anarquista8...
Con todo, más que de personajes individuales, éste y otros trabajos sobre el
anarquismo nos dejan la sensación de que su historia es la de un peculiar personaje
colectivo. Por si quedaba alguna duda, en su obra de referencia La ideología política del
anarquismo español (1868-1910)9 , el profesor José Álvarez Junco habla de la anarquista
como de una "ideología anónima"10. A la postre, más que de una ideología prefiere hablar,
efectivamente, de una "mentalidad colectiva (…) en la que (…) adquieren mayor
importancia las ideas en sí, probablemente no por su profundidad e innovación, sino por ser
compartidas por un amplio sector social".
Bien, los mejores en cada oficio suelen ser los que sólo se dedican a eso, los
profesionales. Pero los anónimos creadores anarquistas no vivían de sus ideas. Para bien o
para mal, eran trabajadores, "proletarios", siempre tenían otra cosa que hacer… Es natural
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entonces que sus ideas sobre el arte tuvieran la autopoiesis como piedra angular (o sea, "la
suprema obra artística es el hombre mismo"11) y sobre ese rasero crítico reclamen juicio sus
obras. Litvak dice que los personajes de sus narraciones no eran precisamente modelos de
complejidad, sino que encarnaban "ideas abstractas en imágenes y símbolos"12, estereotipos
maniqueos al servicio de una determinada fórmula retórica. Pero esa fórmula coincide a fin
de cuentas, como en su día revelaron sus propios editores, con el Libro de Estilo de The
Economist: a saber, "simplifica, luego exagera"… No sería difícil encontrar otros
planteamientos parecidos, desde el arte oratorio de Goebbels a los personajes troquelados
por los guionistas de Hollywood: no son los recursos, pues, lo que se invita a juzgar, sino y de eso trata este congreso- el compromiso ético a cuyo servicio se ponen esa retórica y
esos recursos.
Esta que he enunciado podría ser la teoría del arte anarquista, si no fuera porque el
antidogmatismo precedía y condicionaba cualquier teoría: "doctrina informal", la empieza
llamando Álvarez Junco13. Luego, subraya su "escasa rigidez doctrinal" para terminar
corrigiendo de nuevo su punto de vista inicial: el anarquismo no es "una doctrina, sino una
actitud"14. Escarmentados por el presente, los anarquistas ponían su fe en el futuro.
Hablemos de "ismos": a través del naturismo y el higienismo, el ecologismo en España
debe al anarquismo su remota vanguardia. También el feminismo: siento un placer especial
al pronunciar aquí los nombres de nuestras bisabuelas, el de Guillermina Rojas, que
(adelantándose un siglo a sus congéneres suecas) ya en los años 70 del siglo XIX
denunciaba la institución matrimonial y defendía el amor libre, o el de Teresa Claramunt,
que criticaba la tibieza de los socialistas respecto a la situación de la mujer - en 1905.
Sí, todo esto en la pacata España de finales del XIX y principios de XX: del mismo modo
que Francisco Ferrer bautizó su proyecto pedagógico con el adjetivo de "moderno",
conforme al precepto rimbaldiano los anarquistas se esforzaban por ser "absolutamente
modernos". Fueron pioneros en la explotación didáctica del teatro, que mucho más tarde
daría fama a Federico García Lorca, o en la defensa del mundo marginal, de los
delincuentes y "extranjeros" como Mersault o Heinz Chez… Propagaban con fervor los
avances científicos de su tiempo: no sería falso afirmar que fueron ellos quienes de un
modo más radical se empeñaron en arrancar a España del oscurantismo medieval y
trasladarla de una vez por todas a la modernidad. Si de algo se les puede acusar en esto era
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de precocidad: el mío es un país que se las apaña solo para deshacerse siempre de sus
mejores productos, lo mismo da que sean naranjas o cerebros. Las fuerzas que se le oponían
se han resistido hasta -como trataré de ilustrar al final de esta exposición- ayer mismo…
A pesar de su modernidad exacerbada, los anarquistas no ignoraban la historia y algunas de
sus batallas tendían insólitos puentes entre la tradición y la vanguardia. Podría decirse
incluso que al abrazar viejas, rancias virtudes como la integridad, la dignidad, el espíritu de
sacrificio o la solidaridad, exhibían un compromiso si no con las virtudes reales del pasado,
sí con sus virtudes ideales… No es de extrañar, pues, que una visión política como el
iberismo, enraizada en las utopías medievales que describiera Américo Castro y puesta al
día en ropajes (para España) tan postmodernos como el federalismo, haya sido defendida
casi en exclusiva por los anarquistas e incorporada como una I latina a las siglas de la FAI,
la Federación Anarquista Ibérica - o las del MIL…
Gente capaz de aprender de Lucrecio y de Séneca, de Helvetius, Voltaire o Diderot,
de Nietzsche, de Tolstoy o de Darwin (¡y de estrellarse con ellos!), los anarquistas sólo han
puesto, tradicionalmente, una condición a sus lecturas: que sus autores fuesen rebeldes. Las
historias de muchos de sus autores favoritos son trágicas… Puestos a resumir su
epistemología, podría decirse que los anarquistas han defendido siempre la rebeldía como
método de conocimiento: dicho de otro modo, la voluntad de desenmascarar a las "ideas
triunfadoras" y su pretensión de ser ineludibles. Tal vez lo que aúne, en su disparidad, todas
las viejas y nuevas ideas anarquistas, sea el pensamiento a la contra, la invitación a desaprender para comenzar de nuevo: Contra el hombre es el título de un conocido (hasta
cierto punto) opúsculo de Agustín García Calvo, posiblemente el menos anónimo de los
ácratas españoles contemporáneos…. Y bien, ¿quién puede escribir semejante libelo
antihumanista? Respuesta: un humanista. Un profesional de la afición tardía de Puig
Antich, un latinista. (Veamos: patriotismo antipatriota, humanismo antihumanista…
Despotricar de lo que uno ama: ¿no estará en esa contradicción vivida intensamente la
naturaleza emocional de la rebeldía?)
García Calvo representa algo así como la contracultura en la alta cultura: acaban de
publicarse sus memorias que, como no podía ser menos, llevan el subtítulo de
"Contranovela". Se trata de un raro ácrata que ha conseguido un oficio respetable y el
reconocimiento en su oficio. Pero lo que probablemente le diera mayor popularidad fue el
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hecho de ser depuesto de su cátedra, junto a López Aranguren y Tierno Galván, durante el
cutre otoño del franquismo. Depuesto y exiliado, sí - pero al menos, no asesinado… Y ,
pasado el tiempo, repuesto.
Hasta su reciente jubilación, compartí con él durante algunos años la -como dicen
en México- membresía del Departamento de Filología Latina de la Universidad
Complutense: y digo la membresía porque poco más podía compartirse con él; dudo mucho
que haya tenido siquiera noticia en ese tiempo de mi presencia allí - siempre era difícil
verle y, cuando lo veías, era difícil que él te viera a ti…
Por esta y otras razones, García Calvo añade una nueva nota a la caracteriología
anarquista: la excentricidad. El suyo es un llamativo caso de autopoiesis. El profesor
Álvarez Junco sugiere15 la posibilidad de que haya en el anarquismo dos corrientes morales
contrapuestas, y puede que Agustín García Calvo tenga la suya propia. Como su retrato
debe ir en trazos gruesos, de su personalidad diré que tiene una relación más cínica que
estoica con las tentaciones de la sociedad… Pero aunque a veces, con su singular presencia,
haya aparecido con aspecto de un Diógenes pidiendo para pagar el alquiler de su barril, me
atrevo yo a pedir que se le tome en serio: le redimen su trabajo y sus ideas. Este zamorano
militante tiene el mérito de añadir a sus estudios memorables sobre el modo verbal latino o
la prosa rítmica la denuncia incansable del peligro de la automoción, el virus del
papanatismo y la pedantería o la absurda creencia de que "el poder tiene razones que la
razón no comprende"… Es el típico aguafiestas inteligente. Original y apasionado
estudioso del lenguaje, ha llevado su rebeldía intelectual hasta la mismísima ortografía.
Aunque pueda pasar desapercibido para el gran público, publica mucho. Por coincidencias
de funciones y sin ánimo de ofender a ninguno, yo diría que García Calvo es nuestra
versión castiza de Chomsky - mutatis mutandis.
Concluyo. Además del olvido, del tamo histórico que se acumula sobre las ideas
derrotadas de esa gente precoz, ingenua, excéntrica y a veces suicida, en el caso español un
plus de desprecio y desmemoria se añade por decisión facultativa: me refiero a esa
auténtica damnatio memoriae que supuso la célebre Transición a la democracia. Se
comprenderá con un ejemplo más de las desgracias de los perdedores.
Más tarde de aquella noche de julio del 74, puede que diez o doce años tarde, me
encontraba en Toledo y, por casualidad, me entero de que está abierta al público una
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exposición que, con un adjetivo provisional, podemos llamar singular: se exponen
instrumentos de tortura de la Inquisición. ¿No sería más adecuado calificarla de histórica?
La organización corre a cargo del Ministerio de Cultura socialista y suena a ajuste de
cuentas con la España Imperial: es una gran noticia. La democracia parece dispuesta a
airear los trapos sucios, por lo menos los de algunos siglos atrás... El lugar y la ocasión me
parecen perfectos (algo une tétricamente a Toledo con la Limpieza de Sangre y la
Inquisición), así que vuelo. Está instalada en un viejo palacete recién restaurado, de los
muchos que están siendo rehabilitados en la ciudad, y la visita es guiada. Por grupos y en
buen orden, circulamos por salas encaladas, entre formas del tormento convenientemente
etiquetadas adornando las paredes y los rincones. Jaulas, potros, arneses, yugos, varas,
cucañas de empalar, látigos, aros de metal. Todo lo miramos con curiosidad desinhibida: es
la historia de nuestro país. Un guía nos ilustra muy profesional sobre detalles funcionales:
agarra con confianza los grilletes para explicarnos cómo se cerraban en las muñecas y los
tobillos de los prisioneros y, ocasionalmente, con idea de romper el hielo que cristaliza
rápidamente tras sus explicaciones, añade un comentario humorístico. Los visitantes
sonríen aliviados. A pesar de su juventud, está claro que el hombre conoce su oficio.
Lo mejor llega ya al final del recorrido, cuando entramos en un pequeño habitáculo
que aloja, solitario, un garrote vil. Es la primera vez que yo veo uno de verdad.
Inevitablemente me acuerdo de Puig Antich y, a remolque, de Heinz Chez. Confío en que el
guía haga una mención, por respeto, pero el guía no puede ser más escueto: "Esto es un
garrote vil, un instrumento de tortura medieval", dice. Y se acabó. Todo el mundo se queda
callado y asintiendo muy serios con la cabeza. Yo me quedo mudo también, pero de
asombro. ¿Es posible que ninguno se acuerde? Me entran ganas de protestar: "¡El garrote
vil no era un instrumento de tortura, sino de ejecución!"
Pero, ¿para qué? ¿Quién se acuerda del garrote vil, quién quiere acordarse? Ese
sillón de desnucar, efectivamente, ni siquiera parece un aparato contemporáneo: es
precisamente su extemporaneidad lo que lo vuelve más brutal. Mi paisano Basilio Martín
Patino nos ha enseñado a verlo: la intemperie, la rusticidad, la falta de asepsia, la cercanía
del verdugo, arremangado, echando el bofe encima de la nuca que quiere romper, la
perversidad de la idea de una ejecución así ... ¡Basta escuchar su nombre, garrote vil, para
perderse en el tiempo!
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Así que, después de todo, me pregunto: ¿y si el guía tenía razón? Por lo menos en
parte… ¿Y si aquello era la Edad Media? Aceptémoslo: digan lo que digan los libros de
texto, la Edad Media ha durado en España, por lo menos, hasta 1974 - el año en que
ejecutan al último anarquista.
Quizá por eso, pienso ahora, durante aquel primer viaje al extranjero era tan real la
sensación de recorrer, más que kilómetros, siglos. Igual de real e intensa que, al pasar la
frontera, el alivio de la liberación (a punto estaba de decir "exhumación"). No era para
menos: estaba saliendo del pasado. Sí, aunque cueste creerlo, por primera vez en mi vida
estaba en el presente.
13
Historias de perdedores
1
Ediciones Península, Barcelona 2001.
P. 150.
3
La Escuela Moderna, ZERO, Bilbao 1976, p. 13.
4
Fernández Alonso, R., "Ferrer i Guàrdia: la ingenuidad de un viaje platónico", Revista Interuniversitaria de
Formación del Profesorado, 19 (1994), pp. 161-168.
5
El texto completo puede consultarse en la página de la Fundació Ferrer i Guàrdia:
http://www.laic.org/cat/fig/testament/testament2.htm.
6
Op.cit., p. 51.
7
Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2001.
8
Íbid., p. 295.
9
Siglo XXI, Madrid 1991.
10
Íbid., p. 8.
11
Litvak, L., op. cit., p. 322.
12
Íbid., p. 84.
13
Op. cit., p. 9.
14
Íbid., p. 10.
15
Íbid., p. 124.
2
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