Si decimos “ca u d i l l o”, ¿de quién hablamos?

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TEMA CENTRAL
cartóNPiedra → domingo 29 de enero del 2012
Si decimos “caudillo”,
¿de quién hablamos?
→¿Es
este un fenómeno exclusivo de América Latina?
¿Se funda en las luchas independentistas del siglo XIX?
¿Es parte de un discurso oficial también caudillista?
Ilustración recreada de la portada del libro “rePublicanos”, de Fernando Iwasaki
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cartóNPiedra → domingo 29 de enero del 2012
TEMA CENTRAL
DIEGO CAZAR BAQUERO
L
a palabra “caudillo” proviene del latin capitellus,
y según la Real Academia
Española significa, en su
primera acepción, “hombre que, como cabeza,
guía y manda la gente de guerra”.
En su segundo significado se refiere al “hombre que dirige algún
gremio, comunidad o cuerpo”.
Desde la perspectiva de la psiquis social, y en el contexto actual, cuando se habla de la figura
de un caudillo se intuye la existencia de una relación implícita
entre alguien que lidera y alguien
que se somete a ese liderazgo. Es
decir, la referencia esencial a la
cual nos conduce este vocablo es
aquella en la que reconocemos a
unos y a otros. En términos políticos, diríamos, al caudillo y a la
masa, cada uno con sus rasgos
sicológicos históricos correspondientes. En estas figuras contrapuestas que nos permiten interpretar la idea del “caudillismo” perviven elementos del pasado (la memoria histórica, los
estereotipos, los valores simbólicos, las tradiciones, los mitos),
también se registran aspectos
provenientes del instante presente, escenario sobre el cual se
realiza el acto interpretativo del
término y, finalmente, de las proyecciones hacia la construcción
de escenarios futuros.
Para el psiquiatra Pablo Jiménez, quien defiende esta idea
de relación “complementaria”
(es decir, una relación entre alguien que lidera y alguien más
que es dirigido) como punto de
partida para analizar el concepto,
una relación es algo vivo y tiende
a reproducir procesos rígidos en
su evolución, “lo que polariza las
características emocionales de
las dos partes”.
Desde su perspectiva, la relación entre el caudillo y aquel que lo
sigue se establece sobre la base de
arquetipos históricos sicológicos y
se tiene que adaptar a un contexto
en el que sea posible la representación de un paradigma que sea
útil en nuestro tiempo.
En el siglo XIX, por ejemplo, la
figura del caudillo respondía a las
necesidades impuestas por las
luchas independentistas. Era necesario para el personaje de marras mostrarse respaldado por las
armas, por un ejército fiel que
estuviera detrás de todas sus decisiones respaldándolo, por un
atuendo que le otorgara autoridad militar y le diera la potestad de decidir por la masa.
Entonces, ¿qué cualidades sirven
ahora para describir a un caudillo
contemporáneo?
Jiménez asegura que las características del caudillo de principios del siglo XIX, además, re-
producían valores o cualidades como la fuerza física, “era semianalfabeto, impositivo, elementos
que ahora no son los que la comunidad reconocería”, dice.
Quizás esa fuerza física, ese
aspecto viril heredado de las sociedades europeas y afincado como ingrediente fundamental de
comportamientos machistas, racistas, xenófobos y -en sumaexcluyentes, son reemplazados en
la actualidad por una solvencia
intelectual-técnica. El nuevo modelo debe satisfacer las necesidades sicológicas del seguidor,
debe responder a un afán colectivo modernizador que busca
aceleradamente insertarse en un
tren de progreso y vanguardias
sucesivas, mientras que antes los
afanes se circunscribían a la expansión territorial, a la separación de las monarquías europeas,
al mantenimiento de hegemonías
políticas y morales, a la negación
de ciertas posturas dogmáticas.
Es curioso notar que en el
discurso oficial se le ha atribuido
realidad emocional y sicológica
que hace que vean siempre al
poder como excluyente, maltratador y abusivo.
“Mi sicología requiere e identifica las cualidades reivindicativas de esperanza, mesiánicas, en
algunos casos, en una figura”, explica, pues en una sociedad en la
que se ha instalado a lo largo de la
historia una sensación de desamparo, de inseguridad y de desencanto, se torna indispensable
creer en algo que nos aglutine y
nos haga sentir más fuertes para
enfrentar ese discurso nacido de
las instancias de poder y de las
élites de turno.
Así nos sentimos mínimamente
identificados ante tanto sabotaje
en contra de nuestros propios procesos de construcción de identidades, y ante la segregación a la
que nos han sometido.
El dilema esencial que surge en
el debate es si en verdad el ser
humano es democrático o es capaz de alcanzar ese estado de
convivencia concebido como lo
“...me refiero a
que los humanos
no somos
democráticos,
emocionalmente
no lo somos”
el calificativo de caudillo a un
grupo numeroso de líderes políticos que, en su inmensa mayoría, han provenido del campesinado o de las clases menos
favorecidas por el sistema ordenador de turno, de tendencias
e ideologías opuestas a los regímenes hegemónicos.
Han sido los líderes hegemónicos, casi siempre aupados por las
fuerzas políticas de la Iglesia católica y de otras instituciones religiosas con amplia injerencia en
procesos de colonización, de represión o incluso de guerra abierta, quienes han construido un discurso tendiente a favorecer la
creación de las imágenes de sus
enemigos, a los cuales han dado en
bautizar con este apelativo.
“Las cualidades psíquicas de
los líderes y de quienes terminan
siendo caudillos son excepcionales, tienen habilidades comunicacionales especiales, solvencias particulares en la oratoria,
que decantan en un gran carisma.
Son esos con quienes los seguidores quieren establecer esta
relación”, afirma Jiménez, pero
aclara que estos mismos seguidores tienen, a su vez, su propia
fue en el siglo XXI.
Para Jiménez existe una imposibilidad natural: “Yo creo que
esta evolución es una evolución
sicológica y humana muchísimo
más consistente y coherente con
nuestra condición… me refiero a
que los humanos no somos democráticos, emocionalmente no
lo somos, entonces, que haya formas de organización siempre reguladas por el poder, por la toma
del poder, es una contradicción”.
Cita como alternativas a ciertas
acciones que en el mundo se han
constituido en respuestas al sistema, renegando de él y alterando su esquema de vida, por
ejemplo, el comunitarismo cristiano, el movimiento hippie de
los sesenta, los movimientos de
los Sin tierra, en Brasil, los Okupas europeos.
Si el hombre no es democrático por esencia, y si cualquier
intento social de construir sistemas “justos”, que garanticen la
convivencia pacífica a través de
una figura de poder que guíe sus
pasos hacia el progreso o hacia la
satisfacción de sus necesidades,
es una contradicción en sí misma, ¿qué nos queda?
Desde el punto de vista de las
emociones, las sociedades buscan una sensación de seguridad
sobre la base de un sistema, tal
como ocurre con la configuración
de la familia, en la que se procura
el orden, la garantía de que todos
sus miembros gocen de los mismos derechos, por lo tanto, el
reconocimiento de que el padre y
la madre son dos autoridades
democráticas que nos permiten
participar, y que pueden ser considerados “reguladores de un sistema más igualitario”, siguiendo
a Jiménez.
Pero ocurre que, en escalas mayores, lo que ha sucedido en el
mundo es, en términos generales,
un crónico desencanto en medio
del cual ese sistema proclamado
como “democrático” se ha mostrado como un fracaso, pues no
garantiza derechos sino que es
abusivo, polariza el poder, lo concentra en pocas manos y queda
reducido a un simple discurso epidérmico, mientras los mismos poderes fácticos toman decisiones
por nosotros.
Jiménez profundiza en la reflexión y plantea que aquellas
élites que en un momento fueron
las figuras más representativas
de las luchas por los derechos
comunes, por el bien colectivo y
por las libertades, terminan
convirtiéndose, al cabo de ciclos, en las responsables de la
falta de educación, del servilismo, de la opresión sobre las
mismas masas que dijeron defender. Las señales: el culto a la
personalidad, el hecho de que
las mayorías no se sientan identificadas con sus líderes porque
consideran que sus necesidades
ya no son atendidas sino que el
objetivo del nuevo orden es
atender las necesidades exclusivamente del “n e o ca u d i l l o ”.
El uso del término, la transformación de sus significados o
su adaptación al cambio de los
tiempos, deja ver que ese concepto original merece una revisión profunda. El tiempo histórico pone sobre la misma mesa
al duque europeo, al cacique indígena, al jinete militar independentista, al tirano nazi y al
dictador setentero o al caudillo
sudaca, junto con esos neocaudillos sin rostro.
“En cualquier proceso se procura el bien común, pero siempre
la finalidad es acceder al poder. Es
un círculo vicioso, irresoluble, por
eso los sistemas terminan siendo
utópicos, pero yo vivo aquí y vivo
ahora y sé que va a ser así, y esta
situación de ninguna manera me
entristece. Yo entiendo que la naturaleza humana y su psiquismo es
mucho más potente y potenciador,
y ahora el camino es la toma de
conciencia individual, más bien
simbólica”, manifiesta Jiménez.
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TEMA CENTRAL
ORLANDO PÉREZ
L
a historia lo marcó: Rafael
Carrera es considerado
por la historiografía liberal como un gobernante
despótico. Suprimió la libertad de expresión, cerró
una universidad, etc. Y sobre él
pesa algo que no se borra fácilmente: habría sido el causante de
la desintegración de la Federación
Centroamericana. Como ya la historia lo ha dicho, era “analfabeto”,
que no tenía conocimiento para
gobernar, entre otras cosas, que no
siempre se han identificado como
reales y certeras.
Pero ahora hay estudios que
reivindican la figura de este personaje y señalan que “el levantamiento popular que Carrera encabezó fue un exitoso movimiento
de las masas campesinas contra la
élite de la capital. Que una vez en el
poder, el caudillo atendió a las
reivindicaciones de dichos sectores pobres, protegiendo sus tierras
contra los abusos y las adjudicaciones a extranjeros”. Y para ello
apuntan que, en su gestión, Guatemala, a mediados del siglo XIX,
gozó de crecimiento económico estable y expansión de sus exportaciones. Incluso, algunos indican
que desde ahí ese país tuvo un eje
productivo que luego fue explotado por la oligarquía y las empresas transnacionales para intensificar el modelo capitalista, precario para entonces, que marcó
todo el siglo XX de esa nación.
Pero así como con Carrera hay
esa mirada “crítica” y prototípica
de lo que es un caudillo, sobre
otros más conocidos (pasando por
Bolívar, Zapata, Rosas, Páez, Velasco Ibarra, Alfaro, etc.) hay también una conceptualización atribuida desde Occidente y solo para
América Latina. O sea: el caudillismo es un problema de los
latinoamericanos, en ellos está el
bicho de ese “mal” y desde Europa
y Estados Unidos se hacen análisis
para determinar por qué estos países y naciones engendraron estos
personajes que le han hecho daño
al “modelo democrático anglosajón y occidental”.
Lo que hicieron con Carrera y
otros caudillos revela ese comportamiento, académico e histórico, de
ciertas élites pensantes del mundo
para situar sellos y adjetivos a lo
que no entienden como parte de
una masa extraña y ajena de seres
humanos que se comportan de forma “salvaje” frente al modelo por
ellos edificado y al cual no hay
cómo cuestionar y menos adecuar
desde las propias dinámicas.
Y si eso ocurrió por muchos
años, también es cierto que se ha
permeado de tal modo que hasta
ahora, para hablar de caudillismo
seguimos adoptando ese modelo,
Rafael Carrera, un caudillo
olvidado o el prototipo de
nosotros mismos
sin criticidad alguna y sin abundar
u observar otras posibilidades de
entendimiento y exploración científica. Si es un “fenómeno latino” y
no se comprende por qué ocurre y
se “sostiene”, ¿no estaría por demás asumir otras formas de análisis para verificar si eso corresponde a un proceso con resortes y
explicaciones distintas a las que
desde Occidente se nos ha dado?
De hecho, hay un modelo: el
caudillo nace de una élite, es un
tipo acaudalado que pone su fortuna al servicio de una causa, se
caracteriza por un talento militar,
se rebela ante su propia clase y
eleva la lucha contra el orden establecido para imponer el suyo.
Para eso también contribuyó la
literatura. Grandes obras y autores
han retratado, desde nuestra región, a ese modelo, bajo esa perspectiva. Por ello también los cien-
tugal y Francia. Lo paradójico es
que en Estados Unidos hubo unos
“caudillos” que, por haberse sometido a la Constitución, por no
haberla modificado y también por
ser, aparentemente, respetuosos
de un orden inamovible por casi
tres siglos, quedaron por fuera del
esquema y del estigma.
De hecho, todos esos “caudillos”
son señalados como tales desde el
presente. Los identificados como
tales propiamente y los que no han
sido clasificados así. O sea: es desde
este presente (con sus otras formas
de analizar la historia, cargados de
una influencia anglosajona) que se
fija ese estereotipo y todo aquel
personaje político, que de algún
modo se parezca o sintonice con él,
es estigmatizado como caudillo.
No importa, para esos occidentales, que el “caudillo” se coloque
en el poder por las vías demo-
¿Cómo se entiende la existencia de
Lenin, Mao, Bonaparte, Mussolini,
Hitler, Franco, entre otros europeos y
asiáticos, y otros “caudillos” africanos?
tistas sociales dicen que la literatura ha expresado mejor que nadie el fenómeno de los caudillos.
Lo que no dicen es que en esas
novelas, por muchos citadas, también hay unas descripciones narrativas de las masas que están
“debajo” de los caudillos y de las
condiciones que los generan.
Y ese modelo, desde esa visión
occidental, construyó una historiografía que empieza desde el siglo XIX. Sobre ella, además, sustenta las causas de nuestra “no
democracia”.
Se olvidan de que para contrarrestar el dominio colonial de
las grandes potencias, las masas y
organizaciones espontáneas de la
gente latinoamericana tuvieron líderes que afrontaron esos retos
independentistas, anticoloniales,
libertarios y -no está por demás
subrayarlo- revolucionarios. Y
esos liderazgos sintonizaron con
muchas demandas y afrontaron
esos retos a costa de sus vidas.
Como procesos sociales tuvieron
detonadores personales y “caudillescos” para enfrentar a otros
“caudillos” que no necesariamente
estaban en América, como ya sabemos con el caso de España, Por-
cráticas que ellos defienden y hasta
imponen. No les basta con que esos
“caudillos” acudan a las urnas, insisten en que utilizan medios antidemocráticos para ejercer el poder. Aseguran que su comportamiento, aunque tenga reconocimiento popular en un medio forjado
por esas élites occidentales, destruye las bases de la democracia y
de la sana convivencia.
Entonces, hace falta una mayor
profundidad en el reconocimiento de
esta realidad latinoamericana, y no es
menos cierto que no se trata de un
“patrimonio” de esta región. ¿Cómo
se entiende la existencia de Lenin,
Mao, Bonaparte, Mussolini, Hitler,
Franco, entre otros europeos y asiáticos, sin contar con la cantidad de
“caudillos” africanos? ¿Son todos
ellos otra especie humana que no
cuenta ni se sintoniza con la realidad
política del planeta?
Por lo pronto, podríamos aventurar una sugerencia: miremos si la
misma condición humana genera
liderazgos en grupos pequeños,
grandes, en naciones y regiones,
empresas y hasta en la familia. Si
eso está más allá de la política y
desde esta se desatan otras posibles
y hasta alejadas interpretaciones,
algo no está funcionando en el análisis científico para entender mejor
cómo nos relacionamos los seres
humanos. Y también cabe apuntalar otra duda: las superestructuras se construyen y se expresan
porque hay condiciones y factores
propios del ser humano que están
“favoreciendo” la existencia de
caudillos, en el peor y en el mejor
término.
Si Rafael Carrera y Turcios fue,
desde el punto de vista de la ciencia
política, un gobernante sin criterio
ni capacidad para dirigir un país
como Guatemala, a mediados del
siglo XIX -y eso se ha sostenido en
esa región como un factor de la
llamada desestabilización e ingobernabilidad-, no es menos cierto
que su imagen solo se explica ahora
así por las etiquetas que se imponen a personajes de esa naturaleza. Y no se han contemplado los
resortes y dinámicas internas que
llevaron a esos políticos a encumbrarse en sus sociedades como factores detonantes de procesos políticos que transformaron, para
bien y para mal, sus propias estructuras.
Quizá alguien pueda plantear
también que ese caudillismo del
siglo XIX y parte del XX no puede
subsistir con los mismos rasgos
ahora y que se expresa esencialmente igual. Sí. Y entonces, ¿dónde
queda el factor dinámico, dialéctico
e histórico de los procesos sociales
y políticos? ¿Estaríamos diciendo
que en dos siglos no hemos cambiado y que, como no nos sometemos al modelo anglosajón, no nos
hemos desarrollado y seguimos en
cierta barbarie?
En algo sí tienen razón esos historiadores occidentalizados: los
caudillos, por lo general, han sido
esos personajes que inyectan dinámica a los momentos de transición de las naciones, fomentan un
largo período de cambios, basados
en ordenamientos jurídicos e institucionales que se van midiendo
con el tiempo. ¿Por qué? Sobre
todo, porque tradicionalmente esos
sistemas se dan por una imposición,
generalmente colonial, que no se
ajusta a las realidades concretas de
nuestros países.
Incluso, podríamos aventurar
decir que cada día esos “caudillos”
son más democráticos en la medida
en que coinciden sus ideas y proyectos con unos mecanismos de
elección y participación que la gente legitima. Y a la vez, como ocurre
ya en la América Latina de este
siglo, esos caudillos han demostrado ser estadistas capacitados
para afrontar, con otras “fórmulas”, retos para el llamado desarrollo y proponer alternativas (como en Ecuador y Bolivia con el
Sumak Kawsay) para entender de
otro modo la relación con la naturaleza y el bienestar.
cartóNPiedra → domingo 29 de enero del 2012
TEMA CENTRAL
DIEGO CAZAR BAQUERO
H
istóricamente, en la vida política de América
Latina, el caudillismo
ha sido una realidad
que se ha constituido en
un rasgo común en medio de las tensiones originadas durante los diferentes procesos de
construcción del Estado moderno.
En estas gestas, el líder se ha erigido
como dueño de una personalidad
capaz de mantener el control personal de la violencia, por lo tanto,
como condición, se ha mostrado
armado y/o a la cabeza de un grupo
social armado que ha ejercido o ha
buscado ejercer un poder regional.
Ha enarbolado discursos diversos, dependiendo de dónde se encuentren sus bases de formación y,
por lo tanto, sus intereses. Algunos
caudillos han asumido discursos
modernos, como el nacionalismo,
otros, el indigenismo, la integración, la abolición de la esclavitud,
etcétera, y, en el escenario latinoamericano, considerado desde el
pensamiento reduccionista de Occidente como escenario exclusivo
de su aparición y desarrollo, estos
líderes han instaurado su estilo de
acción política como uno de los
primeros modelos de articulación
de la transición entre el período
colonial y el republicano. Los caudillos militares han devenido en
representantes de los intereses de
varios actores sociales por lograr
una reconfiguración de una comunidad política.
Para el autor Fernando López
Alves, el caso de Uruguay muestra
un modelo en el que las clases
populares campesinas tuvieron la
posibilidad de vincularse a un sistema de partidos políticos para
conseguir una forma de democratización de sus luchas a través de su
participación, y lo contrasta con el
caso colombiano, en el cual, en
cambio, las dos tendencias destacadas: el conservadurismo y el
liberalismo, estuvieron comandadas siempre por las figuras de caudillos regionales.
El campesino latinoamericano
entra a la arena política como seguidor de los pasos que da, a manera de guías, un personaje con
capacidad de convocatoria social y
simbólica, un mandamás, si se
quiere, que ejerce la justicia por sus
propias armas, pues representa él
mismo a la justicia, o, en ciertos
casos, cuenta con un ejército nacional ligado al propio Estado que
garantiza una condición de institucionalidad que lo legitima.
Para Valeria Coronel, coordinadora del Programa de Sociologia de
la Facultad Latinoamericana de
Ciencias Sociales -Flacso- Ecuador,
decir que el caudillismo es una
característica de un sujeto, o que
explica un fenómeno aislado, que
Los pros y los contras de
una figura caudillista en las
luchas liberales alfaristas
tiene que ver tan solo con el carisma
del líder, o que es un fenómeno
cultural, implica que “se está desconociendo que de lo que se trata es
de una competencia política por
formalizar la participación: o se
participa como subordinado a un
gran gamonal que, además, tiene las
armas y es el caudillo, o se participa
a través de consensos y programas
públicos y deliberativos…”.
Si bien el siglo XIX, por la herencia de las luchas independentistas, registra gestas nacionales
que se vincularon a las figuras de
caudillos, entre los que está Simón
Bolívar, por ejemplo -un líder que
pasó a convertirse en un héroe universal, por embanderar un discurso
nacional y por ser un emancipador-, también están aquellos caudillos “menores”, o locales, como
responde a visiones más tradicionales vinculadas con la imagen del
patriarca”. El uno, proveniente de
concepciones heredadas de la Europa monárquica, que consideraba
a la Corona como la representación
de Dios en la Tierra, aquel caudillo
que consolidaba su poder utilizando al miedo como su herramienta de
dominación; el otro, muchas veces
lleno de buenas intenciones y sentimientos altruistas, pero cada uno
de ellos, dueño de sus propias particularidades, si nos ocupamos de
ubicarlos en sus apropiados escenarios.
Siguiendo a la historia, un caudillo muestra un acaparamiento
personal del proyecto social, ejerce
una forma de acción vertical ante
sus seguidores, siente que encarna
la voluntad social y, sobre todo, no
“Alfaro pudo verse
como un caudillo
tradicional, pero su
legado consiguió
superar el caudillismo
en el Ecuador”
Juan José Flores, un militar venezolano que ocupó la primera presidencia del recién formado Ecuador y que se mostró siempre muy
vinculado a las familias terratenientes de Quito, fue parte del círculo aristocrático de la época y
representó el poder militar de la
lucha por la independencia y, al
mismo tiempo, el poder personal de
la élite terrateniente. Su perfil respondía a las necesidades coyunturales de consolidar el modelo de
Estado-nación terrateniente de la
época.
Y frente a Flores, en los años
siguientes, aparecieron figuras
opuestas, los enemigos necesarios
de la tendencia, entre ellos José
María Urvina, cuadros liberales
que, a su vez, aparecían como héroes de la lucha contra un poder
establecido, también como figuras
militares, comandantes directos de
una movilización armada. Coronel
hace una aclaración: “Es necesario
diferenciar entre el caudillo que se
muestra como el individuo que está
iluminado, y el otro caudillo que
es un ciudadano elegido de entre los
ciudadanos, tiene el poder simbólico (de acuerdo a los contextos,
este poder simbólico está anclado a
respaldos de carácter militar, económico o territorial). Evidentemente el Ecuador no es un país
donde el caudillismo haya perdurado durante los últimos 500 años,
“esa es una imprecisión que no
permite analizar las condiciones”,
dice Coronel, sin dejar de recordar
el caso de Ignacio de Veintimilla, un
caudillo de finales del siglo XIX que
inició su presencia política de lucha
por los ideales liberales y accedió al
poder como resultado de esa lucha,
sin embargo, fue víctima de la ceguera que le provocó el poder. Empezó a procurarse beneficios personales y a tomar decisiones que
perjudicaron a su propio partido.
Olvidó aquellos postulados por los
cuales había emprendido su gesta y
a través de los cuales se había
convertido en un representante de
las masas. “Los límites del caudillismo se pueden ver en esta figura que representaba un proyecto
de construcción partidista liberal y
que termina ahogado dentro de los
propios límites personales del caudillo como el gran consumidor -dice-; Eloy Alfaro es de esa época, sin
embargo, construye un ejército nacional”. En efecto, Alfaro pudo haber mostrado la imagen de un caudillo tradicional pero, en cambio, su
proceso militar y estatal posterior
consiguió superar el caudillismo en
el Ecuador e instauró el Estado
liberal como un aparato distribuidor de justicia, generador de un
sistema educativo, capaz de codificar las nociones de propiedad y de
derecho, de reconocimiento a los
actores sociales como las comunidades indígenas, vinculadas incluso a los ejércitos campesinos
liberales.
El proceso liberal ecuatoriano es
anticaudillista porque amplía la
arena política e institucionaliza la
política y genera condiciones para
que los grupos sociales como el
artesanado, los obreros, etcétera,
tengan instancias para hacer oír su
voz; no obstante, las luchas y conflictos posteriores, que terminaron
con el derrumbamiento del ideal
liberal, dejaron trunco un proceso
iniciado, aunque no íntegramente
en la praxis, sí en el plano simbólico y de una manera indirecta en
la inserción del tema de “lo indio”
en el discurso público. Cuando el
Estado liberal entra en crisis, surgen organizaciones sociales, el sindicalismo, se politiza lo popular
como una antípoda del caudillismo, pero frente a la carencia de
claros cuadros de liderazgo, los
pactos por conveniencias momentáneas llevan a Velasco Ibarra al
poder, una nueva forma de caudillo
no proveniente de las bases a las
cuales decía representar. Para acceder al poder, Velasco Ibarra generó una crisis de liderazgo dentro
del PC y en el resto de organizaciones políticas; se proclamó liberal, pero se construyó como alguien que estaba por encima de las
ideologías, era un poco de todo, “y
así los neutralizó”. Entre los cuarenta y cincuenta las opciones políticas se amplían y surgen más
tendencias.
“Yo no creo que sea muy útil
usar el concepto ‘caudillismo’ para
todas las figuras que se destacan en
un proceso histórico político -continúa Coronel-, yo diría que León
Febres-Cordero sí quiso ser un
caudillo, pues andaba a caballo y
tenía una pistola, era un gamonal
con poder personal sobre sus aliados, pero se puede acusar de caudillo a cualquiera para decir que
está destruyendo el Estado (…).
Entonces, lo que queda por hacer
es evaluar si el liderazgo político de
alguien ayuda a construir o a corroer la estructura estatal y la representación que el Estado tiene…”, concluye.
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