DEUCALIÓN Y PIRRA (Ovidio, Metamorfosis) Parte de los dioses

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DEUCALIÓN Y PIRRA (Ovidio, Metamorfosis)
Parte de los dioses aprobaron la resolución de Júpiter de exterminar al género humano. Unos
declararon con nuevas razones la conveniencia de demorar el bárbaro, aun cuando justo,
castigo. Algunos se dolieron del fin próximo de la más perfecta criatura. Se pregunta a Júpiter
el destino del mundo y quién lo habitará. Y se le pregunta quién velará para que el culto no se
extinga. El soberano de los dioses procuró calmar esta inquietud e hizo cesar sus demandas
prometiendo que los nuevos terrícolas serían bien diferentes de aquellos que les precedieron
y que su origen seria realmente maravilloso.
Preparado para lanzar sus rayos contra la Tierra, temió que la hoguera llegase hasta el mismo
Cielo, profanándolo. Se acordó que estaba escrito en el libro del destino el que llegase el día
en el cual mar, tierra y cielo no serían sino una brasa y todo el universo como una pira
inmortal. Tomó nueva resolución. Abrió los odres acabados de hacer por los cíclopes, y para
castigar al género humano dejó lanzarse al torrente de las aguas desde todas las cataratas del
Cielo. Dio libertad, desde sus antros, para que arrasaran los campos, al Aquilón y a los demás
ventarrones que fraguan las tempestades. El viento impetuoso trae las alas mojadas. El gesto
del mundo se transforma en visaje. Los nubarrones siéntanse en su frente. Sus cabellos canos
escurren la lluvia ya formidable. Aplaude la tormenta con truenos de bambalinas. El
mensajero de Juno, Iris de mil colores, apunta con vana esperanza para el labrador; Y como
las aguas del Cielo no parecen suficientes al irritado Júpiter, Neptuno, su hermano, le presta
sus violentas ondas, a las que agitan más aún los concurrentes ríos desbordados, así
conminados por el del tridente: “ Por un momento os hago salir de vuestros cauces.
Abalanzaos. Arrastrad cuanto halléis a vuestro paso. Que nada os detenga.” Y apenas el dios
de los mares ha proferido tales palabras, cuando todas las corrientes se hinchan y descauzan
en busca del océano. El mismo Neptuno, a golpes de tridente, fue rompiendo el seno de la
Tierra para que brotasen los chorros de los profundos manantiales. Las riadas arrastraron
árboles, ganados, hombres, casas y templos. Y si algún formidable monumento resistía el
ímpetu, pronto era cubierto, sumergido.
Se fundieron mar y tierra. No encontró riberas el océano, y el ojo únicamente divisó agua.
Alguno buscó asilo en lo más alto de la montaña. Otro remó sobre una barca por los lugares
en los que antes había clavado el arado y navegó por encima de su anegada mansión. Las
anclas arrojadizas se hincaron en las vigas de las techumbres. Los monstruos marinos
conocieron los lugares recorridos por las patas de las cabras. Las olas posaron a las nereidas
en los bosques y en las ciudades. Los delfines treparon por los árboles y los lobos se
zambulleron frente por frente de sus antiguas presas. ¡Arrastraba la corriente leones, tigres,
jabalís! Las aves, sin pulmón ya, buscaban inútilmente un asidero, yendo a parar al agua
tronitosa. La inundación subió con mucho por encima de las montañas más altas. Cuantos
hombres pudieron escapar de la hecatombe marina murieron estrangulados por el hambre.
La Focia, que está entre el Ática y la Beocia, fue en tiempos tierra ubérrima. El diluvio la
convirtió en un mar. Pero en ella hay una montaña cuyas crestas melladas rasgaban los cielos
y cuyo nombre es el de Parnaso. Sobre esta altura inaccesible casi quedó anclada la barca que
conducía a Deucalión y a su esposa, únicos seres exceptuados del tremendo castigo. Apenas
Deucalión llegó al Parnaso, ofreció oraciones a las ninfas Corícidas y a las demás divinidades
de aquellos lugares, sin exceptuar a Temis, que entonces era el oráculo infalible; porque no
hubo nunca un hombre más justo y comprensivo que Deucalión ni jamás una mujer más
virtuosa y más digna de respeto para los dioses que Pirra. Júpiter, viendo todo el universo
sumergido y que de tantos hombres y mujeres no quedaba sino una pareja, ordena al Aquilón
que recoja sus tempestades. Calmado el tiempo, la tierra empieza a emerger; se calma el
irritado mar. Neptuno, abandonado el tridente, aquieta las corrientes y ordena a Tritón que
peine a las olas con tinte de púrpura y que suene su concha sonora para obligar a que los
mares acaten sus riberas y los ríos se encaucen nuevamente. (La concha ecoica de Tritón era
una especie de trompeta recubierta cuyo sonido llegaba a todas partes.) Después que Tritón
dio la señal, todas las aguas del mar que se habían extendido sobre la tierra firme se
recogieron y suavizaron. Ya se marcaron las playas y las costas. El agua parió de nuevo las
montañas. Y el mundo terrícola creció a medida que se abismaba el liquido elemento. De
nuevo los árboles mostraron sus hojas y sus frutos. Deucalión, ante el espectáculo de la
desierta perspectiva, impresionado por el absoluto silencio, cargados sus ojos de melancolía,
habló así a su mujer: “¡Oh hembra mía! ¡Oh hermana mía! ¡Tú, la única salvada de las
mujeres! La sangre y el vínculo nos unieron en otro tiempo: ahora nos debe unir aún más la
desgracia. Por cualquier parte que el Sol mire no debe encontrar sino a nosotros dos; los
demás quedaron sepultados por las aguas; y todavía no están seguras ni nuestras vidas.
Porque los nubarrones cercan los horizontes. ¡Qué desdichada hubieras sido de salvarte sin
mí! ¡Nadie habría podido calmar tus excitaciones, ni consolar tus desgracias! De mi parte
puedo asegurar, ¡oh amada esposa!, que no habría sobrevivido a tu pérdida y a las mismas
aguas que te hundieran me arrojara sin titubeos. Si yo tuviera el poder de mi padre
Prometeo, sustituiría al género humano animándole dentro de un poco de barro. Únicamente
nosotros permanecemos en el universo: los dioses así lo han querido. De nosotros depende
que vuelvan a existir hombres y mujeres sobre la Tierra”.
Este discurso arrancó lágrimas a Deucalión. Resuelto a implorar el auxilio del Cielo y a
consultar a los oráculos, se dirigen por las riberas del río Cefiso , cuyas aguas, todavía
tronitosas y espesas de barro, corren ya por su lecho de siempre. Después de purificarse las
cabezas con las aguas del río, parten hacia el templo de Temis. En él, techumbres y altares
aparecen cubiertos de viscoso limo, y, desde luego, todas las luces se apagaron. Apenas
penetran en él, se postran, y llenos de respeto y de fervor, juntas en el suelo las caras,
sollozantes, elevan sus plegarias a la divinidad: “Si los dioses se acuerdan aún de las plegarias
de los mortales, si ya depusieron su inexorabilidad, dinos, ¡oh Temis!, cómo podríamos
restituir otro género humano y acabar con la desolación en la que el universo está preso”. Tal
vez movida y removida por este humilde ruego, el oráculo respondió así: “Salid del templo,
desnudaos: buscad los restos de vuestra madre y los iréis arrojando a vuestras espaldas”.
Sorprendidos por el oráculo y después de guardar un profundo y largo silencio, Pirra habló
asegurando que ella se resistiría a obedecer a la diosa. Temis la perdonaría si no cometía el
sacrilegio de esparcir los despojos de su madre. Largo rato estuvieron buscando el sentido
ambiguo de las palabras divinas y al fin creyeron hallarlo. Intentó Deucalión con sus palabras
calmar la inquietud de Pirra. Él bien sabía que las palabras de Temis no tenían el sentido que
ella había creído darles. Un oráculo no podía ordenar nada criminal. Nuestra madre podía
interpretarse: la Tierra. Y los huesos de ésta, las piedras, eran los que debían dejar atrás. Aun
cuando las viriles palabras levantaron su espíritu, aun no quedó muy convicta la hembra.
Mas, ¿qué se perdía siguiendo la interpretación del esposo? Salieron del templo, se cubrieron
las cabezas y arrojaron piedras hacia atrás según les había mandado Temis .
Estas piedras - y hay que creer en los prodigios de las edades pretéritas- comenzaron a
mostrarse flexibles y blandas, a reunirse por grupos, de suerte que lograban la vaga figuración
de hombres y mujeres: algo así como estatuas de mármol empezadas por la mano del artista,
aún insegura. Las partes más blandas fingieron la carne. Las duras, el hueso. Las venas aún no
lo parecían ni de forma ni de nombre. Y fue así cómo las piedras que Deucalión y Pirra habían
arrojado, por la voluntad de los dioses, se convirtieron en hombres y en mujeres
respectivamente. De esto quizá se entiende el porqué de la dureza característica de los
mortales.
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