La desaparición de Veruschka Un retrato a lápiz de Kate Moss sirve para anunciar el BCN Fashion Week del 2004. Una vez más el cuerpo de la modelo es el depósito de otra cosa. Por ello nos hemos propuesto analizar su rol dominante en la confección del deseo Veruschka, Vera Lehndorff en la vida real, la modelo de los años sesenta que protagonizó la famosa sesión fotográfica que aparece en la película de Antonioni ‘Blow up’, quiso coronar su condición de artista llevando hasta las últimas consecuencias la pintura del cuerpo. En su libro ‘Veruschka: Transfigurations’ (Vera Lehndorff y Holger Trülzsch, 1986), la modelo pinta su cuerpo desnudo para mimetizarse en el entorno, sea frente a una casa, dentro de una fábrica o en un bosque, y hacerse desaparecer, actuando según ella misma “en contra de mi carrera de modelo”. Algunas de estas imágenes desarrollan el presente tema Modelos de seducción PATRÍCIA SOLEY-BELTRAN La engañosa apariencia Desde sus inicios a mediados del siglo XIX, la historia cultural de las modelos de moda muestra una progresiva sofisticación en cuanto a la construcción de su imagen pública y a su puesta en escena. Los primeros desfiles distaban mucho de ser espectáculos mediáticos (01) y, aunque algunas modelos alcanzaron cierta celebridad, nunca fueron recibidas en sociedad. El ‘glamour’ de 01 02 los años treinta recreó las diosas de la antigüedad clásica grecorromana, seres por encima de las necesidades terrenales (02) que contrastaban con el estilo de mujer más sencillo y accesible que dominó durante la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar la contienda imperó la sofisticación y el cosmopolitismo de modelos de mediana edad como Lissa Fonssagrives (03) hasta que, en los sesenta, la generación de la posguerra produjo una imagen más ‘natural, realista, inocente y joven’ como la de Twiggy (04), primera en explicitar su origen humilde. Aparecen entonces las primeras mujeres no blancas, como Naomi Sims (05), pero todavía hoy se 03 En el imaginario social una prostituta es una mujer ‘caída’ mientras que una modelo es una mujer ‘ascendida’ indefensa ante el culto a la imagen como forma de dependencia y control. Actualmente un número creciente de jóvenes recurren a la cirugía estética para asemejarse a los patrones de belleza imperantes, corregir rasgos étnicos y modificar el color de la piel. La uniformización racial de los patrones de belleza conlleva un neocolonialismo visual que exporta un estilo de vida y unos determinados valores culturales, que en ocasiones pueden chocar violentamente con otros sistemas, como se dio en la organización de Miss Mundo 2002 en Nigeria. Los patrones de belleza son prácticas reguladoras de la identidad de género, Patrícia Soley-Beltran Trabajó como modelo profesional y actriz durante diez años. Doctorada en sociología del género por la universidad de Edimburgo, actualmente es investigadora asociada en la Science Studies Unit de dicha universidad y miembro del grupo de investigación ‘Multiculturalismo y género’ de la Universidad de Barcelona TEMA clase y raza que generan ansiedad e inseguridad. Las disciplinas corporales que se requieren para acercarse al ideal exigen una considerable inversión de dinero, energía y tiempo. El proceso de construcción de la belleza femenina pone de relieve los mecanismos sociales para estimular la obediencia: en tanto que la celebridad y el éxito económico premian la conformidad a las normas de género, clase y raza, la imagen pública de las modelos parece establecer los límites positivos de dichas normas, actuando así como el reverso de las trabajadoras sexuales que simbolizan los límites negativos. Podría decirse que en el imaginario social una prostituta es una mujer caída mientras que una modelo es una mujer ascendida. Coexisten dos mitos respecto al modelaje como opción profesional para mujeres: la modelo que mejora su posición social a través de un matrimonio ventajoso –en el que se reitera una noción de la mujer como un objeto cuya belleza es instrumental para fundamentar su ascensión social– y el mito de la profesional independiente y dueña de sí misma: una ficción sostenida por las industrias de la moda, las agencias de modelos y los medios que a menudo desmienten las propias profesionales. Las declaraciones de las niñas revelan un notable desequilibrio entre su imagen de absoluta autoconfianza y su realidad profesional: precariedad laboral, constante competencia, inseguridad personal y objetificación, con la consiguien- > Miércoles, 8 septiembre 2004 ral exige la capacidad de adaptarse a nuevos entornos y de adquirir nuevas habilidades profesionales. Asimismo, patrones estéticos como la delgadez denotan el distanciamiento de las preocupaciones de este mundo y el control del deseo. Se promueve así un sujeto ideal sin restricciones materiales y en perfecta posesión de sí mismo que se asocia con la aristocracia y el ocio acaudalado. Presuntamente la belleza tiene su máxima expresión en la juventud, halagada socialmente pero a la que se deja 3 S truido a través del consumismo mediante el glamour, un estado de riqueza, excitación, belleza, sexualidad y fama alcanzable con la condición de dejarse guiar por las revistas de moda y la publicidad. Las modelos son sus mejores embajadoras, ya que supuestamente demuestran que es posible alcanzar el estado ideal que promete dicha industria. La historia cultural desvela la progresiva construcción de la persona pública de la modelo como contenedor simbólico de una serie de valores propios de un sistema capitalista que rigen interseccionalmente clase social, género y raza, entre otros vectores. Los cuerpos de las modelos son perchas cuya delgadez no interfiere en la visibilidad de las prendas que nos muestran. ¿Se imaginan fijarse en la ropa que luce Marilyn Monroe en lugar de en sus curvas? Los cuerpos flacos, su estandarización y la disipación de la personalidad a través del maquillaje u otros detalles uniformadores son mecanismos para centrar la atención en el producto a vender. Las niñas, como se las conoce en la profesión, presentan un ideal simbólico de hiperfeminidad: son accesibles, maleables, intercambiables, fluidas y sin discurso propio. La destreza en mudar apariencia y personalidad en función de las demandas del producto, el codiciado camaleonismo, no es sólo una cualidad muy preciada en la modelo sino que simboliza también una ventajosa característica de cualquier profesional, dado que la actual inestabilidad del mercado labo- Culturas La Vanguardia i, como nos dice Stendhal en Del Amor, “la belleza no es más que la promesa de la felicidad”, quizá merezca la pena reflexionar sobre la construcción de los estándares de belleza y deseo que promociona la industria de la moda y el lujo. Así pues, aceptar la efectividad de la belleza como mito y acercarse al verdadero backstage –no al que muestran las banales fotografías de las bambalinas de un desfile sino al de los mecanismos sociales para la constitución del deseo– puede ser un interesante ejercicio en la búsqueda del propio bien-estar. Aprender a controlar el cuerpo y su aspecto exterior es la primera escuela de corporización simbólica de la identidad y de la conducta que rige a todos los miembros de la sociedad. A medida que nuestra noción de identidad ha pasado de estar basada en el rol que jugamos en la comunidad a la apariencia que ofrece nuestro cuerpo, nos sentimos responsables de desarrollar nuestra propia identidad y de expresarla en nuestro aspecto. Para servir esta necesidad ha aparecido una industria que suministra identidades prefabricadas que se venden como estilos de vida. La identificación del ser con la superficie visible del cuerpo permite a éste actuar como una percha en la que colgar dichos estilos. El cuerpo se muestra así como signo de identidad personal, clave para la comprensión de la construcción simbólica del yo. Se accede al cuerpo como objeto cons- 04 07 05 06 prefiere la imagen de la población blanca en los países ricos: cabello rubio y ojos azules. Coincidiendo con la crisis económica de los setenta los honorarios de las modelos pasaron a formar parte de su imagen. Esta tendencia, iniciada con los contratos millonarios de Lauren Hutton (06), culminó con las Supermodelos y prosigue en la actualidad. A finales de los ochenta la inseguridad económica convirtió a las Supermodelos en ‘marcas’ que supusieron un uniformizador ideal global de belleza y ‘glamour’ dirigido al mercado mundial (07). Como reacción a la artificialidad de los años ochenta, en la década de los noventa Kate 08 Moss (08), segunda en explicitar su origen trabajador, inicialmente ejemplificó el ‘nuevo realismo’ que la fotografía documental aportó a la industria del lujo y que no tardó en ser absorbido como una tendencia más. Actualmente, las ‘nuevas Cenicientas’ de la Europa del Este, como Natalia Vodianova (09), la humilde frutera rusa convertida en modelo de éxito, feliz esposa de un rico aristócrata inglés y joven madre, encarnan un ‘cuento de hadas para mayores’ sobre las posibilidades de ascensión social de la migración económica femenina muy alejado de la realidad P. S.-B. 09 TEMA Miércoles, 8 septiembre 2004 Culturas La Vanguardia 4 > te fragmentación y alienación corporal y psíquica. En un contexto de disparidad en opciones profesionales, oportunidades, prestigio y remuneración con respecto a los hombres, la obligatoriedad y valorización de la belleza femenina conduce a muchas jóvenes a tratar de rentabilizarla. Por parte del feminismo deberían superarse las posturas dogmáticas y los prejuicios: ni todas las modelos profesionales son siempre víctimas de la explotación, ni son las únicas responsables de la tiranía de la imagen que nos acosa. Más aún, un análisis riguroso de la construcción de la belleza femenina nos permitiría conocer mejor la objetificación de la mujer que subyace en la violencia de género. El interés por la moda y la apariencia se ha entendido tradicionalmente como una frívola actividad femenina en Las modelos presentan un ideal simbólico de hiperfeminidad: son accesibles, maleables y sin discurso propio contraste con el serio y masculino mundo del trabajo. Sin embargo, con la aceleración de la des-industrialización y el desarrollo del sector feminizado de los servicios, la masculinidad se hace cada vez más visible. Últimamente han aparecido revistas y productos dirigidos a hombres que colocan al cuerpo masculino bajo los focos y lo construyen como objeto de consumo sexual. Esta tendencia, lejos de constituir un paso hacia la igualdad hombre-mujer, obedece a una estrategia para promover el consumo y no a un cambio de actitud con respecto a la belleza externa como mecanismo tramposo de valorización de las personas y de las mujeres en particular. En lugar de extender las exigencias aspectuales a los hombres, sería deseable acabar con la belleza como estrategia de valorización de la mujer, con el fin de dignificarla y mejorar su autoestima. En suma, los modelos de belleza y deseo que nos muestran la moda y la publicidad reflejan y constituyen a la vez los valores culturales de la sociedad que los produce. Las modelos se han convertido en la encarnación física de nuestras identidades ideales, son iconos de belleza y perfección social que ejemplifican el éxito que premia a la conformidad. Asociadas a ciertos productos se convierten en fetiches de éxito social y económico. Dicha asociación puede llegar a límites grotescos, como el caso de las turistas japonesas llorando de emoción al ver a la modelo Inès de la Fressange entrar en la Maison Chanel de París, tal como ella misma relata. En inglés antiguo el término glamour, etimológicamente relacionado con grammar (gramática), indicaba magia, encantamiento, hechizo y conjuro, dado que el glamour era el aura que rodeaba a aquellos que, por virtud de su alfabetismo, detentaban el prodigioso poder económico y social. En la era de la comunicación visual, el glamour todavía hechiza mediante el conjuro del poder. A pesar de sus pretensiones progresistas, la moda sólo será radical si logra escuchar los discursos críticos y modificar sus propias estructuras y sistema de producción. Quizás ha llegado el momento de que los consumidores empecemos a romper encantamientos, que no dudaríamos en tachar de primitivos si se hallaran en culturas que no fueran la propia, y dejáramos de creer que la apariencia puede devenir sustancia. | El cuerpo y la vida de las modelos ¿Ejemplo de qué? MANUEL ASENSI La revista Man dedicaba en noviembre de 2001 un número especial a las Nuevas tops models, 80 páginas y póster interior –se leía en la portada– con los desnudos de las chicas más sexys de ese año. En una de las fotos, que muestra una chica cubierta sólo por un pareo mínimo, el texto que la acompaña dice: “Es perfecta. Cristina está pensada para servir de ejemplo”. Más allá de que esta frase sea irónica, cínica, retóricamente hueca, ideológica y no sé cuántas cosas más, todas ya bien estudiadas por pensadores como Roland Barthes y Jean Baudrillard, lo que más me llama la atención en ella es eso de que Cristina sea un ejemplo. Un ejemplo, ¿de qué? Sea sobre una pasarela, en una revista, en la televisión, en internet o en cualquier otro soporte, una modelo o un modelo exhiben una ropa que marca la tendencia de la moda de la temporada que viene. Y no cabe duda de que muchísima gente está interesada en esa tela, esa manga, ese tiro, esa transparencia, o ese frac acompañado de unos deportivos sucios y zaparrastrosos. Pero, ¿recordáis aquel famoso poema de Yeats que acaba con el verso “How can we know the dancer from the dance?” (¿cómo distinguir la bailarina de la danza?)? Del mismo modo, podemos preguntar: ¿cómo distinguir el o la modelo de la ropa que viste? Podríamos decir que deberíamos tratar de establecer las distinciones oportunas para protegernos del error de identificar lo que no puede ser identificado. Porque está claro que la ropa es una cosa y el modelo otra, aunque, no obstante, lo más fácil es identificarlos. A fin de cuentas, una modelo o un modelo calificados de guapo/as, bella/os y atractivo/as, percibidos como tales, son el reclamo publicitario que carga de índice fantasmagórico una mercancía, una pieza de ropa por ejemplo. De la definición del modelo como un maniquí andante, sin más valor del que pueda tener una percha, mero portador de unos tules, hemos pasado a otra definición en la que el sentido del poema de Yeats se hace realidad: de repente, la modelo es más importante que la ropa que viste y calza, ésta es un accesorio en su cuerpo. O, por lo menos, ropa y cuerpo de la modelo se sitúan en un mismo nivel de importancia. De ahí que Claudia Schiffer, Naomi Campbell o Eva Herzigova alcanzaran el rango y el glamour de las estrellas de cine de Hollywood. El GQ de enero de 2000 traía unas fotos en blanco y negro de Herzigova, figura de la portada, cuya estampa y plasticidad no eran diferentes de las de Lauren Bacall, Marilyn Monroe o Uma Thurman. Ya no se trataba únicamente de vender ropa, sino también coches, joyas, perfumes. Ahí se dibujan dos situaciones y estrategias diferentes: en una, la ropa se vende en la medida en que el cuerpo del o de la modelo construye la dimensión del fantasma que el espectador mira y desea; en la otra, lo que se vende es el cuerpo de la modelo misma en la medida en que Gaultier, Versace, Modesto & Lomba, Carolina Herrera o Stella McCartney halagan sus formas y sus carnes. La lúcida expresión artística de esta segunda opción nos la dio Robert Altman en su filme Prêt-à-porter. En la pasarela de París, una diseñadora exhibe una colección basada únicamente en los cuerpos desnudos de las modelos, las cuales van caminando por la pasarela a un ritmo pausado, dando a entender que lo que ha de ser mirado con todo lujo de detalles es su cuerpo y nada más. Los críticos hablan, de inmediato, de un retorno a lo natural, de una gran lección sobre lo que nos espera en el futuro, es decir, que la modelo es modelo de sí misma. En este sentido, la pregunta con la que empezábamos, “¿de qué es ejemplo Cristina?”, obtiene una respuesta: es un ejemplo de sí misma. Por cierto, que en el filme de Altman, el personaje que representa Rupert Everett le está diciendo a una periodista que un diseñador-hombre viste a la mujer con la que quiere estar o, lo que es más frecuente, a la mujer que querría ser. Al decir que la modelo es ejemplo de sí misma, lo que quiero decir es que ella se postula como el punto de origen que delimita mi deseo. Desde hace un tiempo, en diferentes medios de comunicación, en la publicidad, se ha empezado a hablar de las modelos y de las ropas alternativas, se reclama la mujer y el hombre reales, las medidas que quedan lejos del 90-58-89. Es como una especie de gesto desesperado ante lo insoportable que resultan los límites marcados por esos cuerpos de diseño, a veces anoréxicos, a veces con un equilibrado reparto de la no excesiva grasa. Una semanas atrás, veía en una valla publicitaria la fotografía enorme de unas mujeres cuyas caderas y redondeces no eran un impedimento para posar con unos pantalones y unas faldas extras. La lógica capitalista me dice que ese es otro recurso más, Decir que la modelo es ejemplo de sí misma significa que ella se postula como el origen que delimita mi deseo otra vía más, para lograr vender la mercancía. Como si hubieran pensado: puesto que muchos hombres y muchas mujeres van cayendo en la neurosis de sentirse cada vez más lejos de esas y esos modelos platónicos que ven pasearse ante sus narices, por qué no aprovecharse de esa sensación de lejanía y convertirla en incentivo mercantil. Parodiemos un poco: no me cabe duda de que eso es cierto, pero como al deseo no le queda otro remedio más que transcurrir por ciertos límites, da la impresión de que, además de ese reclamo publicitario (decir yo es el principio de toda publicidad, decía Beckett), hay ahí una pelea entre modelos de deseo: entre el modelo ideal platónico (belleza, proporción, etcétera) y el modelo real aristotélico (el pelo, el sudor, lo excesivo). Tengamos en cuenta que el hecho de que la modelo sea modelo de sí misma, presupone que ello forma parte de un proceso de programación de nuestros cerebros, de nuestros sentidos y de nuestra sensibilidad. Podemos tomar la alternativa no del prêt-à-porter, sino del prêtà-revolter, intentando boicotear esa programación, saboteándola, atacándola, pero eso no evitará que sigamos diciendo con Luis Cernuda que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe. | Dolores Juliano Corregido Profesora de Antropología Social en la universidad de Barcelona. Entre sus obras destacan ‘La prostitución: el espejo oscuro’ (Icaria, 2002) y ‘Excluidas y marginales’ (Cátedra, 2004) “Yo no soy buena moza / yo no soy buena moza / ni lo quiero ser // porque las buenas mozas / porque las buenas mozas / se echan a perder.” La cancioncilla infantil alertaba a las niñas del peligro de ser bellas. ¿Pero cuáles eran las opciones alternativas? A ellas no las amparaba el dicho: “El hombre, como el oso, cuanto más feo más hermoso”; no disponían de opciones de aceptación social independientes de su aspecto físico. Si querían ser tenidas en cuenta tenían que ser consideradas hermosas, pese a las sospechas que la sociedad tradicional reservaba a las bellas, y la asignación general según la cual las bonitas tendían a ser tontas. Más aún, el mandato de ser hermosas no por ambiguo dejaba de ser obligatorio. Las contradicciones de este imperativo se entienden mejor si analizamos desde dónde se realizaba la mirada y la demanda, y este lugar era la perspectiva masculina sobre las mujeres. Así los hombres sólo las tenían en cuenta si les resultaban atractivas, pero temían que ese atractivo lo sintieran también los demás varones, por lo que sus recelos ponían en duda la virtud de las bellas y consideraban que debían estar sometidas y controladas por los miembros masculinos de sus familias. Para hacer que este propósito pareciera legítimo y necesario, venía muy bien atribuirles tontería. Consejos de viejas, cuentos de antes, batallitas pasadas, se burlarán las jóvenes generaciones, ahora las cosas han cambiado y los modelos de belleza y atracción son autónomos y funcionan tanto desde el ángulo de la mirada masculina, como desde la mirada femenina. Resulta agradable pensar que esto es así pero ¿hemos realmente superado los antiguos encuadres, o nos debatimos aún entre la lucha contra ellos y su aceptación? (lo que constituiría dos formas de mantenerse atadas al pasado). Si miramos la aceptación de algunas de las pautas del modelo, como mantenerse delgada, y el rechazo de otros ámbitos de construcción del atractivo femenino, como es poseer curvas insinuantes que realizan las anoréxicas, parece claro que no se ha llegado a un modelo autónomo de valoración femenina del propio cuerpo. Otro tanto nos dicen las prácticas de cirugía plástica para borrar las señales del paso del tiempo –ya que el mandato exige mantenerse joven– y el recurso compulsivo a ayudas externas para mejorar la autoimagen, que ocupa el tiempo y los recursos de muchas mujeres. Hay que tener en cuenta también que el aspecto comunica, es decir, que trasmite mensajes sobre la ubicación en la pirámide social, e incluso sobre la conducta de las personas. Algunas prácticas dolorosas e invalidantes, como la costumbre china de vendar los pies de las niñas, se mantenían porque indicaban estatus social, ya que impedía los desplazamientos exigidos en el trabajo rural. Era el mismo motivo por el que los mandarines se dejaban larguísimas uñas. En nuestra cultura, el corsé de hace cien años, y los tacones altos hasta nuestros días, han cumplido parecida función. Pero, además de mostrar la colocación en el régimen de estatus, la ropa, los adornos y el maquillaje eran signos visibles a partir de los cuales se leía la conducta de las mujeres. Si en la sociedad tradicional el luto certificaba la buena conducta de las viudas, y el largo de las faldas la moralidad de las jóvenes, aún en la actualidad ciertos dictámenes judiciales juzgan a través de estos parámetros, como cuando se ha considerado un eximente en un caso de acoso sexual el hecho de que la víctima llevara minifalda, o se ha subestimado una acusación de malos tratos porque la denunciante no tenía aspecto de maltratada, ya que iba atractivamente vestida. Esto nos indica que nuestra mirada no difiere tanto de las de aquellos musulmanes que creen que son putas todas las mujeres que no visten hiyab. Estos patrones de valoración tienen género, y no se em- Los piercings o tatuajes quizá anuncien una nueva estética del sufrimiento compartida por los dos sexos plean en el caso del aspecto masculino, por lo que sería impensable que algún juez tuviera en cuenta si el acusado tenía “apariencia de ladrón” o “vestía como un delincuente”. Si bien es cierto que la industria de la belleza está tratando de ampliar su mercado, incorporando a los hombres como consumidores de cosméticos y tratamientos, también es verdad que no parece que logre con ellos la aceptación mayoritaria que consigue con las mujeres. Es que el modelo mismo no es transferible. Mientras que a las jóvenes se las educa desde temprano en agradar, sin resaltar el aspecto saludable del autocuidado, con los muchachos se sigue el camino inverso, su aspecto físico importa en la medida en que refleje su fuerza y su salud. Esto explica la subordinación que realizan algunas mujeres de su bienestar, con respecto a su apariencia. Actualmente se produce un cambio de modelo, que ya no se diferencia tanto por sexos. Los jóvenes y las jóvenes están entrando masivamente en prácticas ornamentales dolorosas como piercings y tatuajes, que obtienen su prestigio, al menos en parte, del sufrimiento que conllevan. Las opciones por estos adornos implican también cambios irreversibles en el aspecto, cosa que la antigua cosmética no pretendía (o no lograba). Es difícil saber si vamos hacia una nueva estética del sufrimiento, esta vez compartida democráticamente por los dos sexos y por los diferentes estamentos sociales. Las mujeres tenían mucha experiencia al respecto, desde la utilización de ropas ceñidas e incómodas hasta la aceptación de zapatos martirizantes y técnicas de embellecimiento dolorosas como la depilación, además de ser las usuarias preferentes de la cirugía estética, los regímenes de adelgazamiento y esos antepasados de los piercings que son los pendientes. Quizá sea una lástima que en lugar de generalizarse para ambos sexos la idea de que la salud es bella tome la forma que tome; las opciones de muchos y muchas integrantes de las nuevas generaciones se estén inclinando hacia el modelo “la belleza se consigue con dolor” y vale la pena independientemente de la salud que refleje. | TEMA Miércoles, 8 septiembre 2004 DOLORES JULIANO Culturas La Vanguardia Belleza y dolor 5 La construcción del atractivo femenino