MÚSICA SACRA INGLESA DE NUESTRO TIEMPO Sería largo y

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ORQUESTA Y CORO DE LA COMUNIDAD DE MADRID
4 DE MARZO DE 2015
AUDITORIO NACIONAL DE MÚSICA, SALA DE CÁMARA, 19:30 HORAS
MÚSICA SACRA INGLESA DE NUESTRO TIEMPO
Sería largo y complejo tratar de explicar aquí las razones de por qué en
Inglaterra existe una tradición coral tan deslumbrante. El modo de plantear sus
oficios religiosos, la propia dinámica de su sistema educativo, su capacidad para
absorber la esencia de repertorios extranjeros, o el respeto casi patriótico con el
que cuidan y aprenden de sus músicas pretéritas, son algunas de las causas de este
hecho fácilmente perceptible por cualquier aficionado al canto colectivo, muy
especialmente, al canto coral religioso.
Inglaterra (por emplear el término más usual aunque erróneo –lo correcto
sería hablar de Reino Unido-) ha mantenido siempre una singularidad en el contexto
musical europeo. Hasta bien entrado el siglo XVII, la polifonía prima prattica (esto
es, el contrapunto clásico que llevó a la cima el italiano Giovanni Pierluigi da
Palestrina) fue cultivada sin complejo alguno por los grandes compositores ingleses,
como Orlando Gibbons, James Wilbye o Thomas Tomkins (algo muy semejante
ocurrió en Portugal con Fray Manuel Cardoso o Duarte Lobo), mientras por Europa
corría afianzado, proveniente de Italia, el espíritu revolucionario del recitativo y la
melodía acompañada, ¡la ópera! Precisamente este género, la ópera, carecería de
interés para los ingleses del XVII, para quienes la música nunca podría reemplazar en
su totalidad el texto hablado en los teatros; mucho menos si era en idioma italiano
(resulta significativo que el gran Henry Purcell –el máximo compositor de las Islassólo compusiera una única ópera en sentido estricto, Dido y Eneas, y fue en inglés).
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Sorprende así por ello cómo todo cambió abruptamente en los primeros años del
siglo XVIII, cuando las audiencias londinenses se convirtieron en devoradoras
entusiastas de óperas en italiano y de sus espectaculares castrati, atrayendo a
compositores como el alemán Haendel (una fiebre, eso sí, que duró tan sólo cuatro
décadas).
Pero esta singularidad británica también se ha traducido históricamente en
un extraordinario espíritu coral. Cantar en grupo, y hacerlo en un oficio religioso
tiene otros componentes que los ingleses parecen haber comprendido en su más
profunda dimensión. Es la hermandad de las almas, la victoria del todo frente a las
partes, el cuerpo más poderoso que la suma de los miembros. No es casualidad que
Inglaterra fuera el primer país en traducir estos conceptos a la política y someter al
rey a sus principios cien años antes de que lo hicieran los burgueses franceses de
1789. La Música –y en particular el canto- como hecho colectivo es perceptible en
lugares y situaciones de toda naturaleza en Inglaterra, desde los colegios hasta las
universidades, pasando por los pubs o los estadios de fútbol.
El primer compositor que escucharemos esta noche, James McMillan
(Kilwinning, Escocia, 1959) es un firme defensor del espíritu primigenio de la música
litúrgica. Como católico fervoroso, aunque de la rama más progresista, observa con
preocupación la frivolización de la música en la liturgia actual, denuncia que
cristaliza en su música religiosa, donde la espiritualidad es traducida de forma
compleja y dramática. “Cantos sagrados” (1989) no es en realidad una obra
litúrgica, pero respira en la senda de la música que podemos denominar sacra. Su
idea parte del sentimiento de solidaridad hacia las injusticias de América Latina,
continente en el que en las últimas tres décadas del siglo pasado prendió con fuerza
una corriente muy admirada por McMillan: la Teología de la Liberación. Ahora bien;
esta obra no se centra en el aspecto económico y social de esas injusticias, sino en
vertientes más políticas y, en cierto modo, culturales. De un lado la fractura
generada por una dictadura, la ocurrida en Argentina entre 1976 y 1983, y que bajo
el nombre de Proceso de Reorganización Nacional, secuestró, torturó y ejecutó sin
proceso alguno a decenas de miles de ciudadanos. Y de otro, la manifiesta
contradicción que supone la unión de plegarias hacia la Virgen de Guadalupe,
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protectora del indígena tanto como del conquistador. Así, “Cantos sagrados” reúne,
cuando no fusiona, a través de la música, dos poemas del argentino Ariel Dorfmann
(autor de la obra teatral “La muerte y la doncella”, llevada al cine por Roman
Polanski) sobre la impotencia de las víctimas de la dictadura (Identidad y Sol de
piedra) , y otro de Ana María Mendoza, sobre la conversión del azteca Juan Diego
de Cuauhtlatoatzin (1474-1548) y la subsiguiente imposición del catolicismo a su
pueblo chichimeca, combinadas con citas de la liturgia latina como el Libera me (del
Oficio de difuntos), el himno Salve Mater caeli porta, y el Et incarnatus est del Credo,
perteneciente al ordinario de la misa latina.
La música para el primero de estos poemas, Identity, tiene todos los
elementos de un grito, un grito desgarrador, los cambiantes compases que reparten
los acentos de modo casi violento y los silencios abruptos que los salpican, son
síntoma inequívoco de la furia de quien asiste impotente al terror del Estado. Las
preguntas del texto son planteadas con la exigencia de la intensidad. Furia recogida
y calmada a partir de un momento, casi sometida a la fuerza, por la cita antes
mencionada de la misa de Réquiem: Líbrame, Señor, de la muerte eterna...
El segundo movimiento, Virgen de Guadalupe, tiene un carácter
marcadamente interior y mucho más melódico. Las sílabas de las palabras son
extendidas en una prolongada serie de disonancias amargas que el órgano, con un
comportamiento muy emancipado, parece querer enmarcar en la más absoluta
irracionalidad: la que hace incomprensible que la religión ampare a la vez al
castigado y al castigador. Al dominado y al dominador. Cerrando el tríptico, una
meditación. Un prisionero va a ser fusilado por un soldado que le susurra “perdona,
compañero”. Mc Millan renuncia a la agitación rítmica del primer canto, salvo para
recrear una recitación del texto, mientras las voces y el órgano presencian y acogen,
con una calma casi espiritual e inmóvil, la trágica escena.
Bien distinta a los “Cantos Sagrados”, por planteamiento e intención, es
“Svyati” de John Tavener (Londres, 1944). Este compositor, que dice ser
descendiente directo del renacentista John Taverner (c.1490-1545), formó parte de
la Iglesia Ortodoxa durante veinte años, vivencia que marcó profundamente su
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obra. Tras esta etapa, su vinculación con la iglesia oriental se ha mantenido en lo
esencial, aunque matizada y enriquecida por la exploración de otras creencias como
el Hinduisimo o el Islam. Este crisol de espiritualidades es seña de identidad de la
música de Tavener y tuvo su más monumental concreción en 2003, con su obra “El
velo del templo”, donde se integran textos de diversas religiones, y que exige para
su interpretación el concurso de varios coros, varias orquestas, solistas. Su duración
es de aproximadamente siete horas.
Con “Svyati” estamos ante una obra con texto enteramente litúrgico, escrito
en eslavo antiguo, usado aquí con una finalidad de carácter funerario. Su significado
no es otro que el Trisagio, fórmula empleada en las liturgias católica y ortodoxa,
aunque de manera mucho más profusa en ésta última: Santo Dios, Santo y Poderoso,
Santo e Inmortal, ten piedad de nosotros. El violonchelo solista representa al
sacerdote en diálogo con la asamblea, que es el coro. Tavener comenzó su
composición en el año 1995. Al enterarse de que el padre de su editora, Jane
Williams, estaba muriéndose, redibujó el perfil de la obra hacía la atmósfera sombría
de la liturgia de difuntos, y le dedicó la pieza a ambos: padre e hija. El oyente
encontrará en “Svyati” el eco de una paz serena, aunque en la sección central
también sonora y amplia. La melodía que abre y concluye la obra, con intervalos
breves que se amplían hacia contornos orientales, aportan a todo el tríptico un aura
de misterio que invita a una escucha inmóvil, recorrida por el dolor de la fugacidad
de la vida.
John Rutter (Londres, 1945) es también un autor manifiestamente implicado
en el desarrollo de la música sacra. Su vinculación con Cambridge lo llevó a fundar a
principios de la década de los ochenta los Cambridge Singers, una agrupación vocal
de cámara en la línea de los conjuntos de música antigua a capella tan habituales en
Inglaterra. El “Himno al Creador de la Luz” está dedicado a la memoria del
compositor y organista Hebert Howells (1892-1983) y fue presentado con motivo de
la inauguración de la vidriera que sobre él y su música hizo en la Catedral de
Gloucester la artista Caroline Swash. La obra presenta un planteamiento antifonal,
esto es, en dos coros opuestos que dialogan y se funden por momentos. Al tratarse
de una obra a capella, la sonoridad de las voces no encuentran distracción alguna y
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el aire termina por doblegarse totalmente a los requerimientos del texto y sus
inflexiones. La retórica hace continuas apariciones, fundamentalmente en torno a
las palabras “Luz” o “Creador”. La entonación en unísono que abre la obra
solemniza enormemente el mensaje, apela nuestra atención para, acto seguido,
deslumbrarnos con los acordes más cegadores aunque quebradizos. No es difícil
pensar en la fragilidad soleada de las vidrieras de Gloucester. La homofonía también
está presente en este himno, como es lógico, tratándose del carácter casi lapidario y
admirativo de las palabras. Pero resulta llamativo y sugerente el modo en que
Rutter recoge lentamente el aparato sonoro exhibido y concluye la obra con una
sobriedad casi monacal, sobre las mismas palabras “Luz” y “Creador” que antes
impactaron nuestros tímpanos como una llama.
Tarik O’Regan es el más joven de los compositores que escucharemos esta
noche. Con tan sólo treinta y siete años, O’Regan se ha convertido en uno de los
referentes más conocidos, interpretados y grabados de la música inglesa actual.
También londinense, sus influencias lo convierten en un feliz ejemplo de
eclecticismo militante, conciliador de estilos tan dispares como el rock, el jazz, la
polifonía renacentista, el minimalismo o el poderío rítmico del mundo africano y
demás repertorios étnicos. Heredero del más amplio abanico de técnicas y recursos
compositivos del pasado siglo, sus creaciones apuestan por un uso de materiales
convencionales, pero explorados hasta las fronteras mismas que el legado del siglo
XX nos ha dejado.
El “Magnificat” (Cántico de María) y el “Nunc Dimittis” (Cántico de Simeón)
son dos cantos muy frecuentemente emparejados. Conforman, junto con el
“Benedictus” (cántico de Zacarías) y el “Gloria in excelis Deo” (cántico de los
ángeles) los llamados Cantos evangélicos, sacados del relato de San Lucas. El
“Magnificat” es el canto mariano por antonomasia, ya que reproduce las palabras
de regocijo y entrega a Dios de la Virgen después del anuncio de su maternidad,
ante su prima Isabel, embarazada del que será Juan el Bautista: Proclama mi alma la
grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador... Se trata de una de
las citas más veces puestas en música, al menos hasta el Barroco. Los compositores
renacentistas solían componer versiones de esta oración en cada uno de los modos
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gregorianos (conformando auténticas series y colecciones). Ya en los siglos XVII y
XVIII, momento del fervor mariano propio de la contrarreforma, encontramos
magnificats en numerosos autores, destacando Monteverdi o Charpentier.
Curiosamente en el mundo protestante, donde se niega la virginidad de María, el
canto del “Magnificat” tuvo una enorme importancia (autores alemanes como
Schütz, Pachelbel o el propio Bach le pusieron música con gran devoción). Por su
parte, el Nunc Dimittis, recoge las palabras de Simeón, anciano judío que realiza la
circuncisión a Jesús en su presentación en el templo: Ahora, Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo ir en paz.
La primera mirada perceptible en la partitura del “Magnificat” y “Nunc
Dimittis” de Tarik O’Regan es retrospectiva y lejana, con la inclusión del canto llano
a la manera de las obras renacentistas, aunque, lógicamente, más que como
argumento creativo, como testigo de un desarrollo tímbrico que podríamos calificar
de orgiástico. Subtitulado “variaciones para coro”, nuevamente escucharemos al
violonchelo conversando con el conjunto, pero, a diferencia del “Svyati” de
Tavener, donde la voz del instrumento aportaba la serenidad madura de una
meditación sacerdotal, aquí se suma a la vivencia por momentos delirante en el
“Quia fecit mihi magna” (Porque Él ha hecho obras grandes en mí). El instrumento
parece, en algunos momentos, querer independizarse de las texturas vocales, pero
pronto es atrapado –tal vez seducido, o arrastrado- por el alma del canto llano, y
emula su interválica. La sección final del Magnificat “Sicut erat in principio” arranca
con una rítmica lúdica atravesada por el cantus firmus de la melodía gregoriana
medular (un manifiesto homenaje a la escritura in stilo antiquo). Todo ello conduce a
un arrebatado tutti, dirigido, sino lanzado, hacía un explosivo Amén que regala a
nuestros oídos su propio eco, con dinámica en ppp y pintado en un acorde final
inestable e inquietante.
El “Nunc Dimittis” por su parte, comienza con un soliloquio instrumental. Las
voces ocupan luego su espacio y el violonchelo se mueve en un plano rítmico
distante, independiente. O’Regan concluye con la doxología Gloria al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo. Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén, permitiendo al violonchelo exponer sus últimos argumentos sobre la última
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de estas palabras. Cerrando coherentemente la obra, y confirmando su perfil
díptico, el último Amén es construido con el mismo acorde que en el “Magnificat”
precedente.
Raúl Mallavibarrena
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