multi-2009-09-10.

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LETRILLAS
Año II No. 4
Septiembre - Diciembre 2009
pp. 109
Seis cuentos
Carmen Cano Gordon
Demasiada prisa
Día: sábado. Hora: 11 de la mañana. Lugar: autopista
a Cuernavaca.
Ernesto, 27 años, en su inevitable bmw color plata,
ése que hace en apariencia iguales a los jóvenes maduros de cierta posición social, pasa, literalmente, comiéndose la carretera, rebasando a todos.
Cristina, de 22, sólo puede ver su perfil, pero es
suficiente. Decide alcanzarlo. ¡Tiene un Audi nuevo!
Acelera. Entra la sobre marcha. La distancia se acorta. Ahora se empareja. Él voltea a ver a quien se atreve
a retarlo. Le sorprende que se trate de una “aquella” y
sonríe sin dejar de acelerar, como queriendo demostrar
algo.
Siguen así, jugando y riendo por un espacio sin
tiempo, corto y largo, como la vida. Parecen estar ansiosos por llegar al encuentro con el destartalado Studebaker lleno de rancheros, estacionado en la curva.
El impacto, contundente. El golpe, seco. Todo sucede en un instante: el automóvil estacionado cae al
abismo; Ernesto y Cristina quedan, sin vida, a la orilla de la carretera. También para morir se apresuraron.
¿Quién habrá llegado antes a la cita?
confianza en que con el olvido vendrán tiempos mejores que, aunque se parezcan a los de antes, no serán los
mismos.
Es dif ícil despedirse, todavía la ama, aunque de diferente manera, por eso no puede encararla. Sabe que
no basta con una separación corta, que lleve implícita
la promesa de volver. Se necesita una curación a profundidad, extirpar el mal de raíz.
Rafael llega al departamento a dejar el sobre con la
misiva. Sabe que a esa hora ella no está. Le sorprende
encontrar todo extrañamente arreglado, cada cosa en
su lugar, ya que el orden no es una de las cualidades
de Nora. Sólo faltan las fotos, los marcos permanecen.
Junto a uno de ellos un sobre. Lo abre y lee: “Te dejo sólo mi ausencia. Voy a un encuentro con mi pasado en el
que tú no tienes cabida. Hay que acabar con lo nuestro
desde adentro, extirparlo de raíz. Hasta nunca”. Nora.
Dos palomas
Las toqué sin pensar. Aquellas dos palomas entraron
veloces por la ventana del estudio y se posaron sobre
el escritorio. Me acerqué a ellas y, de verdad, sólo las
toqué y al hacerlo sentí en mis dedos sus plumas despeinadas y grisáceas que, seguro, alguna vez fueron
negras, pero ahora estaban llenas de polvo, sin color
definido. Cuando quise separarlas de mí, no pude; mis
dedos estaban firmemente adheridos a ellas; agité los
brazos con fuerza, sus movimientos se hicieron lentos.
Siguieron pegadas a mí durante un lapso que me pareció eterno, tanto que llegué a pensar en ellas como una
parte inseparable de mi cuerpo.
De pronto las dos dejaron de moverse, pude sentir
cómo el corazón se les detuvo y el plumaje sucio y grisáceo transmutó en negro y brillante, y del rosado pico
de cada una de ellas se desprendió una bellísima mariposa color naranja. Ambas volaron hacia el cielo y allí
arriba se unieron en una cópula interminable, mientras
de mis manos se desprendieron sus cuerpos inertes que
cayeron lentamente, desintegrándose antes de alcanzar
el suelo.
Coincidencias
Rafael ha tomado una decisión: no la verá más. Su relación ya no resiste el desgaste. Han sido años de reproches, de rabia contenida, de silencios que han logrado
minar su amor. No obstante todas estas razones, válidas en si mismas para orillarlo a una separación, prefiere no enfrentarla, no darle explicaciones que quizá
no comprendería. Se inclina por dejarle nada más un
mensaje, aunque esta cobardía le duele en lo profundo:
“Te dejo sólo mi ausencia… no volverás a verme ni a
saber de mí”. Eso es todo. Así, escueto y claro, es más
convincente, no admite reclamos.
No le dirá de su regreso a París con Andrea y su hijo. No quiere lastimarla, sería peor para ella, lo tomaría
como una traición. Para él este paso significa la ilusión
renovada de que pase lo que pase no debe perder la
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Revista Multidisciplina
Tercera Época
Gracias a la vida
Tania no puede soñar. Todas las noches se lo propone
y lo intenta, pero es inútil. Le encantaría poder hacerlo,
vivir como en una especie de sueño permanente. No
le gusta su vida y soñar con otra cambiaría las cosas:
dejaría de ser tímida y dependiente. Podría enfrentar
el dolor y la alegría con la misma objetividad. Aunque
no, la objetividad no le agrada, crea una distancia que
separa y aniquila, rompe con el compromiso que acerca
a las personas, o las deja ser y ella quiere ser ella misma,
no la que otros creen que es.
Hoy se acostó muy temprano, a las 21:30; dos horas
antes de lo acostumbrado ya estaba acurrucada en su
cama, con la compañía espiritual de García Ponce, encarnada en El libro. Una hora después seguía leyendo y
soñando ¿despierta?
Ahora ella es la protagonista. Nuevamente los pasillos de la Facultad y la compañía íntima y cercana
de Luis, su amor de siempre que hoy parece quererla
como nunca antes. Terminada la última clase deciden
cumplir con la cita postergada tantas veces. Sin hablar,
tomados de la mano, penetran en el saloncito asignado
a los seminarios.
—¿Y si cierran la escuela? —dice Tania.
—Mejor —responde él en un susurro—. Por favor,
quítate todo, también las telarañas de la cabeza, tenemos una larga noche sólo para nosotros, toda una vida
por delante.
—Pero yo, no puedo, no debo —musita ella mientras, en automático, desabotona su blusa de blanca e
inmaculada seda; después, el cinturón rojo y los apretados jeans que acaba de estrenar, tan ceñidos a su cuerpo que no permiten destreza en la acción.
—No hay prisa —dice él—, déjame gozar de este
momento, tranquila, aún no pasa nada, lo que nos falta
es vivirlo. Tranquila, es nuestro tiempo.
Se acuestan en la alfombra; sin dejar de mirarse,
se acarician, están conociéndose y, tal vez, reconociéndose. La noche es larga y ellos la disfrutan al máximo
hasta caer rendidos por el sueño el uno junto al otro.
Por la ventana de su cuarto entra la claridad del día.
Tania comienza a despertar y a enfrentarse a su realidad cotidiana. A su lado está abierto El libro en la última página. Se tapa los ojos, no quiere despertar del
todo, tiene miedo, pero la cálida mano de Luis sobre su
vientre interrumpe suavemente sus pensamientos. La
toma entre las suyas y vuelve a dormirse.
acomodan de dos en dos las tres parejas. El piloto toma
su lugar, enciende los motores, la hélice inicia su rutina
y el aparato comienza a elevarse como un gran insecto,
como la enorme libélula de acero que es.
Allá abajo corre enloquecido el hombre del overall, el mecánico experto. Parece angustiado. Mueve los
brazos con desesperación mientras le grita al piloto:
—Sergiooo, aterrizaaa, no puedes volar ahoraaa,
falta el tornillo, el tornillo maestrooo…
Sigue gritando, pero es inútil, nadie en el helicóptero lo oye.
Su voz se apaga con el estruendo que produce la
caída, unos metros adelante. Ya no importa nada, ni siquiera el tornillo.
Preguntas sin respuesta
Alina, 19 años, tan joven, tan rubia, se encontró de
pronto enfundada en uniforme militar y con una metralleta en la mano derecha. En medio de la nada, en
un lugar desconocido, cubierto por la niebla, húmedo y
frío, rezumando pobreza, expulsado vapores malolientes entre podredumbre, miasmas y orines.
Estaba como clavada en la tierra mojada, sus botas
hundidas en el fango. No lograba reaccionar; paralizada por la sorpresa, sin reconocer nada en el entorno, se
preguntaba: ¿qué hago aquí?, ¿dónde estoy?, ¿por qué
tengo una arma?, y este traje verde ¿de dónde salió?,
¿quién me lo puso?
Ensimismada, con los ojos cansados de tanto vacío,
notó la presencia de alguien, se frotó los ojos y entre la
espesa niebla vio pasar a su lado a dos hombres andrajosos, cabizbajos y en silencio; uno de mediana edad, el
otro un chiquillo, seguidos por una mujer que cargaba
un gran bulto de leña, arreando a un burro, igual o más
cargado que ella. Era una mujer muy joven, casi niña;
su vientre acusaba un embarazo avanzado.
Alina los dejó pasar, distraída, no alcanzaba a comprender su misión en ese lugar. Una aguda punzada le
hizo fijar la vista en su mano izquierda, en el anular
brillaba un anillo plateado con una pequeña turquesa. Verlo y retroceder su mente un año atrás, fue casi
simultáneo. Empezaba a recordar, pero los recuerdos
le dolían. En su aletargada memoria apareció el amado
rostro de Richard, pero distinto: ahora corría un delgado hilillo de sangre junto a su sien. Esta inesperada
visión la dejó perpleja. Un disparo seco, sordo, la sacó
de su estupor; el segundo la sacó de la vida, al penetrar
la bala en medio de su frente.
Alina ya no pudo resolver sus dudas, ni dar respuesta a sus preguntas. Su tiempo y sus posibles evocaciones se desvanecieron.
Viaje corto
Se han dado cita en el helipuerto. Cinco de la tarde.
Horario de verano, un sol radiante. Sólo seis pasajeros
y el piloto. Nadie se retrasa. La cita es importante. Se
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