El experimentalismo en la música cinematográfica María de Arcos Capítulo 5 ‐ pp. 63‐81 El pilar de los referentes tonales en la música cinematográfica A lo largo del pasado siglo y aún en la actualidad, cuando abundan las grabaciones discográficas de bandas sonoras y millones de usuarios de Internet, saltándose la estructura comercial de mercado, acceden cada día a las mismas, podemos garantizar sin riesgo a equivocarnos que la gran mayoría de la producción de música cinematográfica se concibe, armónicamente hablando, en términos tonales. Está afirmación no resultaría tan drástica si al finalizar el siglo XIX no se hubiera producido semejante crisis del sistema tonal clásico; si al analizar las tendencias estéticas de la música del siglo XX se obviaran todos los movimientos radicales de ruptura; si no se hubiera llegado, como se llegó, a la recta final de la emancipación de la disonancia. La música cinematográfica, neófita adoptada por la autónoma no sin cierta indiferencia, halló en un lenguaje pasado y de manera natural su medio de expresión. Aferrada desde sus comienzos a un sistema tradicional y, por ende, fácilmente comprensible, hizo de la tonalidad el más firme pilar de un estilo compositivo que fue configurándose a lo largo del siglo. Víctima, por otra parte, de un racismo musical debido a su calidad de aplicada, ha seguido sin contemplaciones un camino independiente y voluntario que la ha conducido, hoy por hoy, a una creciente e imparable notoriedad, alcanzando unas cotas de difusión inimaginables en sus comienzos. Tras un siglo de cine y de música de cine, ésta no ha renunciado al lenguaje tonal como sello distintivo (aunque los progresos de las últimas décadas en el campo de la electrónica hayan dado lugar a avanzadas experimentaciones). En el presente apartado expondré las posibles causas originales o circunstanciales de este hecho, no sin antes hablar de factores determinantes en la naturaleza de la música cinematográfica, como pueden ser su carácter funcional y la conformación de un estilo propio. La música como elemento prioritariamente funcional dentro de la película Fueran o no las primeras intervenciones musicales en el cine destinadas a tapar los ruidos del proyector1, lo cierto es que la música ha sido utilizada, desde un principio, con fines estrictamente funcionales. El concepto utilitario de la música había quedado definitivamente forjado en el siglo XX bajo la filosofía de la Gebrauchsmusik, término que podría traducirse como «música para usar». La Gebrauchsmusik procedía a su vez del movimiento Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad), muy difundido en Alemania en los años veinte y treinta. Propugnaba un retorno a las formas prerrománticas, aligerando las texturas instrumentales y evitando en lo posible la complejidad. Paul Hindemith fue su principal representante2, y entre sus adeptos están Ernst Krenek, Kurt Weill, Hanns Eisler o Paul Dessau. La Gebrauchsmusik trataba dé salvar la distancia entre compositor y público, o incluso entre intérprete y público (ya que suponiendo que se pudiera apreciar la música contemporánea, el aficionado medio no la podía tocar, debido a su dificultad técnica). Se trabajaba de manera artesanal y práctica, como para entregar un encargo en un plazo previsto: Bach, con sus cantatas eclesiásticas compuestas dos siglos atrás a ritmo semanal, era tomado como modelo. Inteligible y ejecutable para la mayoría, esta música doméstica rendía tributo a los temas cotidianos y de interés general: máquinas, deportes, music‐hall, jazz, opereta, radio y, naturalmente, el cine. En efecto, la música creada para el cine comenzó a considerarse como una muestra más de Gebrauchsmusik, en la que participaban distinguidos compositores, movidos en aquel momento por tal concepto. Copland en América y Milhaud en Francia absorbieron este pensamiento; Britten desde Inglaterra lo manifestó igualmente en sus creaciones, tanto para el cine como para los programas de radio. Ello no impidió que también surgieran detractores («Basta de hacer ejecutar un trabajo de aprendices por obreros muy especializados: ¡qué conmovedor es ponerse así al alcance de las masas laboriosas!»; Boulez, 2001: 46). 1 Hipótesis formulada por Kurt London (1970: 27-28) y refutada por Siegfried Kracauer (1996: 176-177) o Noel Burch (1999: 234-235), entre otros. 28. Entre sus contribuciones a la Gebrauchsmusik, a la que también se llamaba Sing-und-Spiel- musik (Música para tocar y cantar) están su obra Lehrstück (Pieza didáctica, 1929) y su ópera infantil Wir bauen eine Stadt (Construimos una ciudad, 1930). Anteriormente y en la misma línea había compuesto la música para la película muda Felix der Kater (Félix el Gato, 1927). 1 Junto con la Musique d'Ameublement acuñada por Satie y Milhaud en 1920, la Gebrauchsmusik afinaba la característica esencial de la joven música cinematográfica: su funcionalidad. Pero hay que advertir que en la Musique d'Ameublement se potenciaba una funcionalidad de tipo inconsciente con respecto al espectador, mediante una noción aparentemente decorativa de la música y la ubicación de ésta en un plano secundario, casi inaudible. Sin embargo, desde el espíritu de la Gebrauchsmusik, el espectador es consciente ‐en la mayoría de los casos y a un nivel práctico— de la propia utilidad de la música, ya que ésta es empleada por los responsables del film con el fin de facilitar el entendimiento (describiendo, ornamentando, subrayando, suavizando errores) y hacer más agradable el visionado. En cualquier caso, no hay que olvidar que ambos movimientos ‐Gebrauchsmusik y Musique d'Ameublement‐ dimanan del ámbito de la música autónoma en Francia y Alemania, y que ésta a su vez se vio influenciada por la innovadora actitud que adoptaron otras corrientes artísticas, ya en los últimos años de la Primera Guerra Mundial. Las flamantes tendencias arquitéctónicas lideradas por Walter Gropius en Alemania y Le Corbusier en Francia estaban enfocadas hacia la objetividad, la claridad y el orden, otorgando gran importancia al papel práctico y Social del arte: Si el objetivo de los monumentos arquitectónicos anteriores fue el de resaltar la belleza sobre la utilidad, resulta innegable que siguiendo un orden mecánico, el objetivo principal actual sea el de la utilidad, estrictamente la utilidad (Fernand Léger, 1924; cit. por Morgan, 1994: 177). La comunión entre conceptos artísticos y funcionales, destinada a sufragar las necesidades de una sociedad, rechazó en consecuencia la tradicional diferenciación entre artes puras y aplicadas. La música se contagió de manera natural de estas tendencias, dando luz a los movimientos antes mencionados para atajar una accesibilidad elitista, reservada tan sólo a los más instruidos. La aparición del cine, como vehículo de expresión para una música heteróno‐ ma, ofrecía la configuración idónea para el cumplimiento de todas estas premisas. La música cinematográfica acogió, sin reparos y a perpetuidad, el trasvase de esta cualidad funcional. La música de cine como lenguaje musical independiente Vistos los caminos recorridos por la música autónoma y cinematográfica a lo largo del pasado siglo, con trayectorias diferenciadas y básicamente antagónicas (trazadas por su propia concepción y por el destino final que les es adjudicado), es interesante observar que la música cinematográfica ha adquirido en su evolución un estilo propio, perfilado por sus cometidos funcionales. Al utilizar el término estilo me refiero a la utilización genérica de una serie de procedimientos técnicos compositivos y no a una estética de la música de cine, que es más bien lo que parece indicar Michel Chion al negar la existencia de un estilo: Atrevámonos a decirlo sin la menor intención crítica ni expresión de reproche: no existe un estilo de música cinematográfica propiamente dicho. Esta música bebe de todas las fuentes, del mismo modo que un compositor de músi‐ ca de concierto o de ópera. La diferencia está en que este último, en principio, puede escoger con toda libertad cómo crear su estiló personal, no sólo a partir de lo que inventa, sino también de lo que toma de otros (1997: 252). Despojada de la aspiración a ser obra de arte en sí misma, la música cinematográfica necesita, no obstante, estrategias que eleven a rango artístico su actual estado de dependencia. Estas tácticas se amoldan a los requerimientos impuestos por el cine hasta tal punto que la música parece distanciarse de su propia naturaleza: La forma de la música de cine no es puramente musical, sino que es la del propio film. Nos enfrentamos a una forma literaria, no musical (Leonard Rosenman, cit. por Burt, 1994: 5). En consecuencia, teóricos como Sergio Miceli ponen en entredicho cualquier aproximación de esta música al arte puro, partiendo de su carácter estrictamente funcional: Dado que la música aplicada es un típico producto nacido de una praxis artesanal, sólo se debería preguntar, en cada caso, si funciona, si cumple dignamente con el papel que se le ha asignado. La búsqueda de otros valores, más allá de la mera eficacia de su aplicación, puede verse como el fruto de un malentendido de fondo, que tiende, por una especie de vicio histórico, a dar al objeto de estudio un valor absoluto, atribuyéndole responsabilidades y objetivos a los que no quiere ni puede responder (1997: 352). Pero lo cierto es que la música cinematográfica, supeditada a las exigencias cronométricas y a las obligaciones funcionales para con la imagen, ha desarrollado de manera natural un lenguaje compositivo particular, propiciando 2 además su valoración estética. Sus restricciones temporales, establecidas en el spotting3, constituyen ya una distinción sustancial respecto a la concepción de la música autónoma. El compositor se ve obligado a crear fragmentos muy cortos de música, sin perder de vista en todo momento la consideración del film en su globalidad, así como la relación de todos sus elementos aislados. Sobre este tema sugieren Eisler y Adorno algunas pautas: Lo que es realmente «cinematográfico» en las formas breves, esquemáticas, rapsódicas o aforísticas, es la irregularidad, la fluidez y la ausencia de repeticiones internas y de codas. [...] La limitación a formas musicales breves afecta también a sus elementos constitutivos. Todo debe ser independiente o ha de ser rápidamente desarrollado; la música del cine no puede «esperar» (1981: 118‐119). Esta supuesta «cortapisa» compositiva puede llevar a pensar en la destrucción del talante artístico al no dar cabida, como piensan Valls Gorina y Padrol, a «la inspiración musical propalada por los tópicos del romanticismo» (1990: 17). Más allá de eso, los autores, que hablan de una «música marginal (en sentido socioconcertístico) al no tener entrada en el mundo de la composición en alto sentido cultural ilustrada», concluyen que «la música cinematográfica no aspira a la perennidad de la obra de arte y limita su contenido a las múltiples funciones subalternas que se le pueden asignar en el film» (1990: 19). Pero si bien es cierto que la grabación del trabajo realizado por el compositor cinematográfico no trasciende del área de la sala de proyección (salvo contadas excep‐ ciones y refiriéndonos sólo a que forme parte del repertorio concertístico), también lo es que dicho trabajo, cuando puede alcanzar una valía imperecedera a nivel artístico es precisa y únicamente en su estado definitivo de integración con la imagen y el sonido. La recreación posterior de esta música como autónoma, grabada o en concierto, supone otra cuestión (equivalente, por ejemplo, a la lectura de un guión cinematográfico publicado). Y en cualquier caso, la contemplación individual de estos medios de expresión fuera del contexto para el que han sido creados no tiene por qué eximir de un gratificante placer (en contra de lo que puedan pensar tantos «puristas»)4. La resolución de problemas planteados en el curso de la elaboración de una banda sonora, aunque sean dictados por las necesidades del film y no por el libre albedrío compositivo de su autor, supone siempre una búsqueda selecti‐ va de recursos que conlleva una expresión personal creativa. En una entrevista realizada por Joan Padrol, el mismo Valls Gorina admite a este respecto: Uno de los problemas que tiene el compositor es poner fragmentos brevísimos que no duran ni un minuto; intento que lo que hago tenga suficiente consistencia para que tenga una unidad estructural en el curso de ios 50 ó 60 segundos que dura, es decir, que sea una música que sacada del contexto de la película tenga un interés, aunque sólo dure un minuto (1998: 272). El carácter funcional de esta música contribuye claramente a la conformación del estilo compositivo. Por poner un ejemplo: Las exigencias dramáticas pueden implicar que varios movimientos deban sucederse al mismo ritmo, pero que, como en las antiguas suites, se diferencien entre sí a través de sus caracteres (Adorno/Eisler, 1981: 128). Por otra parte, aunque Adorno y Eisler opinen con un gesto displicente que muchas de las formas tradicionales han de ser pura y simplemente excluidas, la cuestión rió estriba aquí en el arsenal compositivo utilizado, sino en el enfoque sistemático de este material. Es obvio que los procedimientos, sean tradicionales o contemporáneos, varían en cuanto a su uso en la música autónoma. Esto puede dar lugar a veces a una cierta confusión entre los composi‐ tores que abordan los dos campos profesionalmente: Para el compositor de música de conciertos, el cambiar al medio del celuloide le tiende ciertas trampas especiales. Por ejemplo, la invención melódica, tan apreciada en la sala de conciertos, a veces puede constituir sólo una distracción en ciertas situaciones cinematográficas. Aun frasear a la manera del concierto, lo que normalmente subraya la independencia de las distintas líneas contrapuntísticas, puede ser toda una distracción si se aplica al acompañamiento de la pantalla. En la orquestación hay muchas sutilezas de timbre ‐distinciones que, se espera, serán escuchadas por su propia cualidad expresiva en una sala‐, que resultan un desperdicio en la banda de sonido (Copland, 1992: 193‐194). El propio Copland nos habla en su libro Cómo escuchar la música, partiendo de su experiencia personal, acerca de nuevas posibilidades «como compensación por estas pérdidas», que incluyen procedimientos «inimaginables» en el campo de la composición autónoma, tales como la superposición de dos orquestas, una de cuerdas y otra normal, con el 3 Procedimiento por el cual se establecen las entradas y duraciones exactas de los distintos «bloques musicales» que componen la banda sonora de la película. 4 Carmelo Bernaola, por ejemplo, durante una conferencia en el marco del I Curso de Composición de Bandas Sonoras en Zarautz (Guipúzcoa, julio 2000) declaró estar en contra de las ediciones discográficas de música de cine. 3 fin de obtener una textura más expresiva y conveniente a la imagen (1992: 194; el ejemplo se refiere a la película de William Wyler La heredera, de 1949). La adecuación del lenguaje musical ‐ya preexistente— al entorno cinematográfico no sólo ha dado origen a un nuevo estilo, sino también a una nueva especialización profesional (aunque esta sea, en teoría, una ramificación más del oficio compositivo). La posibilidad de adaptación a este estilo de ciertos procedimientos propios de la música autónoma, insuficientemente explorados en la cinematográfica, es lo que se tratará en el capítulo II de este estudio. 4 Clichés y estandarización Dentro del estilo «concertado» para la música cinematográfica y a raíz precisamente del carácter funcional de ésta, se presenta un aspecto característico a observar: el uso sintomático de clichés musicales, vehículo de estandarización y blanco de numerosas críticas entre los compositores de música autónoma. Afortunada o desafortunadamente, el cliché ha pasado a formar parte de la composición cinematográfica desde sus comienzos. Ya en la era del cine mudo se catalogaban las emociones, para poner a disposición de los pianistas de turno y directores de orquesta un ramillete musical de prácticas traducciones anímicas en concordancia con la imagen. Kurt London nos habla en su ensayo Film Music sobre las compilaciones de la Kinothek (abreviatura de Kinobibliothek o biblioteca cinematográfica) de Giuseppe Becce, publicada en Berlín en 1919 (v. Apéndice, fig. 4). Se trataba de un conjunto de piezas breves, arregladas de los clásicos u originalmente escritas, que contenían «todos los estados del hombre y de los elementos, todas las reacciones al destino humano; descripciones musicales de la naturaleza y de los animales, de gentes y de países» (1970: 54‐55). Becce no fue el primero: en Norteamérica ya se había publicado, en 1913, The Sam Fox Moving Picture Music Volumes, por J. S. Zamecnik (v. Apéndice, fig. 3). En su catalogación, Zamecnik establecía sorprendentes distinciones: El Volumen I de Sam Fox Moving Picture Music clasifica tres tipos diferentes de escenas de guerra: En el Campamento Militar; Fuera de la Batalla; y La Batalla. Hay cuatro tipos de Música Apresurada: Música Apresurada, Música Apresurada (para combates), Música Apresurada (para duelos) y Música Apresurada (para multitudes o escenas de fuego) (Kalinak, 1982: 44). La forma musical de estas pequeñas piezas no podía tener complejidad alguna, ya que cualquier atisbo de sofisticación corría el riesgo de dejar en el camino su esencia emotiva. Ni siquiera la sencilla forma ternaria de canción (A‐B‐A), como refiere London, era recomendable. El autor nos habla de un carácter uniforme, con un llano y único tema y una tonalidad homogénea, como configuración apropiada para estas piezas. Durante la época del cine mudo fueron también publicados diversos manuales para pianistas qué acompañaban la pantalla, entre los cuales destaca el de George Benyon: Musical Presentation of Motion Pictures (1921). Benyon dictaminaba, implacable: «Nunca describas musicalmente una emoción contraria a la representada en la pantalla» (cit. por Kalinak, 1982: 44). Ante esta rigidez de ideas y con un sistema tan estandarizado, poco le restaba por hacer a la figura incipiente del compositor cinematográfico, cuya aportación se limitaba a elegir las piezas entre las distintas posibilidades y someterlas, si acaso, a ligeras variaciones. Las hojas de entrada o cue sheets de Max Winkler, aparecidas en 1912, aparte de ofrecer un inventario de variadas piezas, desarrollaban un rudimentario sistema para delimitar los bloques musicales (sistema que sentaría las bases de ciertos aspectos técnicos y estructurales del oficio). Pero lo cierto es que tanto Becce como Benyon, Zamecnik o Winkler, además de hacer negocio, estaban instaurando una estética que repercutiría en la era del sonoro, y se trataba de una estética basada en el estereotipo. El hecho era reconocido y tácitamente aprobado, en pro de su funcionalidad. Kurt London, refiriéndose a estos procedimientos, sostiene: No es de extrañar que un catálogo elaborado sobre tales líneas esquemáticas pudiera volverse fácilmente estereotipado; esta desventaja, desde el punto de vista artístico, estaba más que compensada por su aplicación, rápida y muy efectiva (1970: 57). El catálogo de clichés empleados en música de cine, en especial los que persiguen una respuesta emocional en el espectador, proviene en realidad de convenciones largamente aceptadas en el lenguaje de la música autónoma occidental. Como indica Russell Lack a partir del trabajo realizado en este campo por Lehrdal y Jackendoff (A Generative Theory of Tonal Music, 1983), «estas reglas profundamente arraigadas pueden explicar por qué, como oyentes, no necesitamos aprender una gramática musical desde cero. Muchos conceptos musicales parecen estar ya cableados dentro de nosotros» (1999: 240). Los protocolos aceptados en música cinematográfica son extensibles a prácti‐ camente todos los parámetros de la técnica compositiva. Pierre Boulez, autónomo, explica que «cuando nos ponemos a componer, nos entregamos a un acto que supone una gran cantidad de convenciones establecidas, convenciones mentales, estéticas o puramente prácticas» (2001: 35). Se trata de asociaciones de tipo rítmico, melódico, armónico o de instrumentación, que a fuerza de un uso reiterado han devenido estereotipos musicales dentro de la cultura occidental. Es lo que Leonard B. Meyer denomina connotación: Las connotaciones son el resultado de las asociaciones que se producen entre ciertos aspectos de la organización musical y la experiencia extramusical. Dado que son interpersonales, no sólo debe ser común el mecanismo de la asociación al grupo cultural dado, sino que el concepto de imagen debe estar hasta cierto punto estandarizado en el pensamiento cultural [...]. En Occidente, por ejemplo, la muerte aparece descrita generalmente por medio de tempi lentos y registros graves, mientras que en ciertas tribus africanas se retrata por medio de una actividad musical frenética (2001: 263). Si escuchamos, por ejemplo, una melodía construida sobre la escala pentatónica*, nos suscita de inmediato el lejano Oriente. Los ritmos asimétricos del tipo 5/8 ó 7/8, agrupados según una acentuación irregular (3 + 2/8; 3+4/8, etc.), evocan la Europa Balcánica. El ritmo de vals inspira ambientes relativos a la decadente aristocracia en general, mientras que él de tango sugiere escenarios latinos. España, en particular, se reserva el flamenco como cliché honorífico (a través de la explotación de la escala arábigo‐andaluza*). De la misma forma, una armonía por cuartas* o quintas paralelas puede servir de comodín para secuencias medievales o de la antigüedad clásica. Guy Maneveau realiza un interesante experimento en su ensayo Música y educación (1993: 72‐74), cuyo objetivo es mostrar hasta qué punto las tradiciones culturales arraigan en el individuo medio, condicionando su respuesta. El autor interpreta al piano a un grupo de alumnos el siguiente fragmento melódico (se trata de un modo mayor, tono de «re» o de «sol» para los oídos occidentales) : A continuación les pregunta si esta melodía les sugiere algo, a lo que los oyentes contestan ‐ unánime pero algo dudosamente‐ que «nada concreto». Maneveau les interpreta entonces esta célula: La única modificación consiste en transformar el intervalo* de segunda mayor existente entre los sonidos 2 y 3 en intervalo de segunda aumentada, pero la totalidad de los alumnos responde sin dudar que el fragmento les sugiere «Oriente» (40%) o «el mundo árabe» (60%). Finalmente, se vuelve a interpretar la primera fórmula. Tras la misma pregunta (y en comparación inmediata con la anterior), los alumnos contestan acorde y espontáneamente: «Europa». Maneveau destaca cómo un mínimo fragmento melódico puede significar «toda una cultura, que cada auditor delimita toscamente por indicaciones de orden geográfico o étnico», ya que sus respuestas no proceden de inclinaciones personales («en ningún momento es cuestión de una idea o de un sentimiento»). El número de clichés referido al terreno de la instrumentación es igualmente extenso. La sección de cuerdas es empleada con asiduidad en las secuencias melodramáticas; los metales, vinculados al heroísmo y la solemnidad, en escenas militares o caballerescas. Los instrumentos de percusión, por su parte, para incrementar el suspense. Las técnicas de ejecución e interpretación también nos remiten a estereotipos: trémolos* sobre el puente en instrumentos de cuerda, ampulosidad en el piano, arpegios* evanescentes en el arpa, apasionados crescendi en toda la orquesta; y así podríamos seguir indefinidamente enumerando convenciones, muchas de ellas consagradas en el Hollywood de la era dorada. En su ensayo y dentro del capítulo dedicado a «Prejuicios y malas costumbres», Adorno y Eisler se pronuncian contra la utilización indiscriminada de clichés, exponiendo como principal razón la previsibilidad que ello supone en el curso de la acción dramática del film. Los autores opinan que la estandarización contribuye a un adocenamiento del lenguaje musical cinematográfico, y reivindican ciertos cambios: La exigencia más importante dentro del actual estado de cosas es la ruptura del automatismo de las asociaciones, que consiste en que para una secuencia dada se recurre siempre al mismo tipo de música ya familiar según el esquema «let's have some...» («Y ahora un poco de...»). Si uno consigue sustraerse a esta coacción, hasta la música más infame será mejor que otra más. hábil que se someta a ella (1981: 177). Stravinsky, en su Poética musical, advierte también sobre los riesgos de usar clichés: «El peligro no está, pues, en adoptar un cliché... El peligro está en fabricarlos y en imponerles fuerza de ley, tiranía que nú es sino manifestación de un romanticismo decrépito» (1981: 82). Kracauer, por su parte, está de acuerdo con Adorno y Eisler cuando se refiere al «efecto cegador» producido por «las partituras arregladas sobre la base de melodías con significados fijos», pero acepta la presencia de «esas melodías archiconocidas» cuando «pueden justificarse como breves insertos en casos en que, de no ser por ellos, serían precisas fastidiosas disertaciones para hacer avanzar la acción» (1996: 185‐186). Desde luego, partiendo de un punto de vista estrictamente funcional (y no estético), los clichés constituyen una activación de códigos culturales en. el espectador. Por consiguiente, su uso puede facilitar una respuesta acorde a las intenciones del realizador; sin olvidar, al mismo tiempo, el matiz de manipulación que ello supone: Los procedimientos musicales concretos ‐las figuras melódicas, las sucesiones armónicas o las relaciones rítmicas‐ se vuelven fórmulas que indican un estado de ánimo o un sentimiento codificados culturalmente. Para aquellos a quienes les son familiares, dichos signos pueden ser poderosos factores en el condicionamiento de las respuestas (Meyer, 2001: 271). La estandarización en la música cinematográfica no ha dejado de existir hasta nuestros días. Como indica el musicólogo Massimo Mila, hasta «el más modesto compositor de partituras posee un formulario de efectos expresivos convencionales que sirven para describir infaliblemente los más variados sentimientos» (cit. por Valls Gorina/Padrol, 1990: 29).5 Razones para una evolución ajena a la desintegración tonal Con el nacimiento del cine sonoro en los tardíos años veinte y la previa eclosión de vanguardias musicales y artísticas en general, el compositor se vio inmerso en un dilema estético: cómo expresarse con la música cinematográfica en términos nuevos sin perjudicar a la estructura narrativa del film. Dicho de otro modo, cómo adaptar sus inquietudes estéticas a las necesidades del lenguaje cinematográfico. Esta controvertida cuestión arribó, por fin, a un puerto donde prácticamente la totalidad de sus embarcaciones estaban ancladas en convencionalismos, y el ancla más pesada fondeaba sobre el sistema encargado de vertebrar un lenguaje institucionalizado con el tiempo: la tonalidad. La perspectiva era mostrada con crudeza por Adorno y Eisler: «Hasta la fecha, la música cinematográfica no ha evolucionado según una serie de reglas propias» (1981: 65). Los autores descartan, en consecuencia, la existencia de una «auténtica historia de la música cinematográfica». Su argumentación es la siguiente: Solamente se. acepta como música de cine aquello que se considera como absolutamente eficaz, es decir, aquello que ya se ha revelado como inductor de un efecto perfectamente determinado y probado en situaciones perfectamente definidas. Como, por razones económicas reales o fingidas, no se puede asumir ningún riesgo, la búsqueda se limita a lo que ya ha sido consagrado por el mercado: la dirección artística del monopolio se remite al veredicto estético emitido por la última fase de la libre concurrencia. Esto explica el estancamiento (1981: 76). Este punto de vista sociológico es realmente determinante para justificar la evolución de la música cinematográfica, una evolución al margen de la desintegración tonal que se extendía, de manera tan inevitable como lógica, por casi todos los recovecos de la música occidental. Es necesario, en primer lugar, buscar las raíces de este hecho consumado en el alejamiento de un público mayoritario que no sintoniza con las tendencias rupturistas de la música autónoma. Este factor, cuyas razones analizaremos en el capítulo siguiente, influía claramente en un sistema de producción cinematográfica en aras de la comercialidad, por lo que Hollywood perseveró en elaborar un idioma adecuado a las exigencias de la comunicación de masas. En consecuencia, sus pasos se encaminaron hacia una apuesta segura: el entramado musical decimonónico, de múltiples adeptos entre el público. 5 En España, el ambientador musical Rafael Beltrán nos ofrece su particular tabla de asociaciones anímicas (v. Apéndice, fig. 18), o como lo llamaría Kracauer, «correspondencias psicofísicas» (1996: 99-100). Pero Adorno y Eisler no achacan esta postura convencional sólo a la desidia intelectual de la masa. Para ellos, tienen gran parte de culpa los propios músicos: Entre ellos está el ansia de gustar aun a costa de renunciar a sí mismos, y que se refleja en el traje excesivamente elegante, pero también en su excesiva complacencia con el público; el conformismo de los concertistas resulta para la producción una traba mayor que la que supone la pasividad de los espectado‐ res. [...] Son precisamente estos rasgos los que favorecen la tendencia musical de la cultura de masas [...]: los músicos saben por sí mismos qué es lo que interesa en la industria de la cultura (1981: 68). Por otra parte, el impacto de la música popular, sin requerimientos de ningún tipo para una comprensión directa, ha supuesto siempre una baza a favor del empleo del lenguaje tonal, tan arraigado en dicha música y en detrimento de cualquier experimentación que pudiera poner en la cuerda floja un fructuoso marketing. Chion incluso se arriesga a sentenciar: Desde sus principios, la historia de la música de cine está estrechamente ligada a la de las músicas populares, y lo estará en tanto que dure el séptimo arte (1997: 180). La cuestión, en suma, es que Hollywood adoptó un lenguaje musical tradicional y romántico, fiado del siglo XIX y consecuentemente anacrónico, plasmado en el Sinfonismo Clásico, que sirvió de modelo para la música cinematográfica durante décadas y que, tras un desbancamiento temporal debido a la febril irrupción de la música ligera en las pantallas, volvió con renovada fuerza en los años setenta. Caryl Flinn, que asigna una función utópica a la música cinematográfica de los años 30 y 40 («La música tiene la peculiar habilidad de optimizar la existencia social predominante y ofrece, de una u otra forma, la impresión de algo mejor»; 1992: 9) opina que, para cumplir este cometido, Hollywood se serviría del modelo institucional decimonónico, cuyas características descritas calaron profundamente en la mentalidad de la época dorada. Christopher Palmer atribuye personalmente este hecho a la importancia del teatro en el entorno hollywoodiense («El teatro musical era la cuna de la música de Hollywood, y el idioma musical del teatro siempre ha sido conservador»; 1990: 22). Pero en esta disquisición, Kathryn Kalinak propone una visión más pragmática: la adopción de este lenguaje por parte de Hollywood no tiene otro misterio que la raigambre musical de sus propios compositores. Esta hipótesis se sostiene, especialmente, por la magnitud de la influencia de Max Steiner y Erich Wolfgang Korngold en la música de cine de la época dorada hollywoodiense. Educados en una Viena de cambio de siglo que se dejaba embriagar por las operetas al estilo de Offenbach o Gilbert y Sullivan, estos compositores rechazaban de plano cualquier alejamiento del idioma tonal. Mark Evans comenta a este respecto que «ambos habían crecido escuchando las óperas de Wagner, Strauss y Puccini y las sinfonías de Mahler», así como que «los dos tenían preferencia por las grandes orquestas sinfónicas, con recargadas y exuberantes armonías, abundantes doblamientos de partes individuales y expresivas líneas melódicas» (1975: 22). De Korngold, en particular, escribe Tony Thomas: Hablaba cáusticamente sobre los giros atonales y antisentimentales de la composición moderna. Mucha gente lo contemplaba como el último maestro metodista entre tos compositores de este siglo [...]. Tenía la convicción de que el sistema tonal era inagotable, de que había infinitas melodías y combinaciones armónicas esperando ser descubiertas. Comparaba el proceso de creación artística con la naturaleza, una fuente de renovación continua; pero añadía, con un guiño en sus ojos: «No le pidas peras al olmo» (1973: 140). Por su parte, Steiner se limitaba a no opinar sobre la música contemporánea, alegando que «no podía criticar aquello que no entendía». En una línea similar se hallaban Dimitri Tiomkin, Alfred Newman o Bronislau Kaper; todos ellos en el panorama musical cinematográfico desde los dorados años treinta; todos ellos, brillantes metodistas. Junto al alemán Franz Waxman, el húngaro Miklós Rózsa podía considerarse, en formación y convicciones, algo más cercano a las corrientes europeas del temprano siglo XX. Su testimonio nos da idea del horizonte musical en el Hollywood de entonces: El lenguaje en general era conservador y meretriz en extremo. Introduje ciertas asperezas en el ritmo y una armonía que a nadie familiarizado con el mundo de la música seria habría hecho ni pestañear. Al director musical de la Paramount la partitura le pareció insoportable desde el principio, y así me lo comunicó. [...] En su opinión, el lugar para tales excentricidades era Carnegie Hall y no un estudio de cine. [...] La historia da cierta idea de lo difícil que era mantener un nivel de integridad musical mínimamente decente en el Hollywood de aquellos días (cit. por Lack, 1999: 180‐181). La intensa adicción a la melodía por parte de todos estos compositores, como vía de expresión natural del leitmotiv, supuso también una garantía de adscripción al sistema tonal. En una era ‐para muchos‐ posromántica y lírica por naturaleza, no era extraño que los compositores de una «música para las masas» (tal como la llamaba Dimitri Tiomkin) se acogieran pertinazmente a los últimos residuos de una melodía, más que en proceso de extinción, en proceso de radical transformación. La utilización de un lenguaje melódico arrastraba tras de sí una estructura armónica estrechamente ligada a la tona‐ lidad6. Nuestra tradición musical, fuertemente arraigada en los siglos XVIII y XIX, concede extremada importancia a que una melodía sea fácilmente cantable. Esta cantabilidad queda asegurada, de una manera sencilla, mediante la claridad rítmica y una armonía tonal. Ante la perspectiva, Adorno y Eisler no vacilan en puntualizar: La exigencia de lo melodioso a cualquier precio y en cualquier ocasión ha frenado más que cualquier otra cosa la evolución de la música de cine. La exigencia contraria no sería, ciertamente, lo no melódico; sino precisamente la liberación de la melodía de sus trabas convencionales (1981: 23). Pero al margen de la desestimación de estos autores por la herramienta melódica, a la que juzgan como metástasis del lenguaje musical cinematográfico, y de las teorías hasta aquí planteadas, cabe considerar además la hipótesis contraria; es decir, que este lenguaje haya adoptado rasgos melódicos clásicos como medio idóneo de discurso sobre la base de unas necesidades funcionales concretas. No en vano ha sido formulada, en un apartado anterior, la prioridad del carácter funcional de esta música. Michel Chion, por ejemplo, opina que el empleo de la tonalidad contribuye a una correcta temporalización de la secuencia cinematográfica: Una música escrita en un estilo tonal y en un cuadro de compases determinado da lugar a una anticipación sobre el momento en que ésta va a terminar o va a hacer una pausa, y dicha anticipación se incorpora a nuestra percepción de la imagen. Así, la música ayuda y contribuye a estructurar el tiempo de una secuencia cinematográfica, no sólo por las pulsaciones rítmicas, sino también por el fenómeno de expectativa de la cadencia* (1997: 212‐213). Russell Lack, a su vez, reconoce la capacidad de la música tonal para registrar «ordenadamente el presente perpetuo del tiempo cinematográfico, ya que desarrolla y define nuestra percepción del tiempo visual», y afirma que «la música tonal está orientada a un fin» (1999: 357). Sin embargo, es interesante observar ‐como veremos más adelante‐ que Chion desconfía abiertamente de las posibilidades de un lenguaje atonal, mientras que Lack manifiesta una amable transigencia al respecto7. De todos modos, la anterior hipótesis (referida a la capacidad del sistema tonal para emitir una significación que contribuya de manera enriquecedora a la temporalización de la secuencia) tiene su lógica, desde el punto de vista de que tanto la música como el cine son artes temporales, cuyo nexo común es el ritmo. El sistema tonal, que contempla un orden jerárquico de las notas sobre el pentagrama, tiene la facultad de conducir al oyente ‐a través de estructurados procesos cadenciales‐ hacia acontecimientos futuros. Si nos detenemos a observar, por ejemplo, la sonata clásica*, sus movimientos existen con el fin de espaciar los acontecimientos importantes de la composición que transcurren en el tiempo, y lo que denominamos tema no es otra cosa que el elemento que existe de forma real en el presente musical. Christopher Small lo expone de la siguiente manera: Una de las funciones de la compleja articulación temporal de la obra clásica y la compuesta en el siglo XIX es evitar que quien la escuche se pierda en el tiempo, que no sepa dónde está en relación con el comienzo y el final de la música. A tal fin se disponen las introducciones, las recapitulaciones y todas las estructuras temporales como sonata, rondó, aria da capo, que sirven para ayudar al auditor en su orientación en el tiempo (1989: 95). 6 En Berlín se había publicado en 1923 el tratado La Melodía de Ernst Toch, donde se realiza un estudio analítico de la melodía en un ámbito tonal, partiendo de conceptos tradicionalistas e incompatibles con los pensamientos de ruptura que ya germinaban (obsérvense, por ejemplo, sus referencias irónicas a Schönberg en las págs. 121-125). Emst Toch trabajó también para el cine, a partir de 1935. 7 De hecho, el teórico francés aboga sin rodeos por el modelo hollywoodiense: «Evidentemente, una música pensada para coexistir con los diálogos debe adoptar un estilo más de fondo, En efecto, esta potestad direccional de la tonalidad, que permite al oyente seguir el discurso trazado de manera casi instintiva, puede obtener un provechoso rendimiento en la expresión cinematográfica. El film ‐como movimiento visual organizado en el tiempo‐ se serviría así de la música para facilitar, a expensas de las intenciones narrativas del director, determinadas informaciones al espectador. Sin embargo, más adelante podremos advertir que esta acción es factible también desde un lenguaje más experimental; sirva esta cita de Francisco Ramos como avance: En una composición [...] de música atonal, el compositor, al seleccionar una masa de sonidos capaces de relacionarse entre sí de muy distintas maneras, rompe el orden, el cerrado esquema de la probabilidad tonal, y nos sirve un mundo sonoro en el que propone nuevos módulos de organización capaces de generar un campo más amplio de mensajes, de significantes (1994: 14). más liviano y por ello, evidentemente, el recitativo instrumental wagneriano es el modelo privi‐ legiado» (1997: 112). Finalmente, en lo que respecta a la influencia de los compositores del sinfonismo clásico norteamericano sobre el asentamiento de un estilo tonal en la música de cine, hay que señalar un aspecto complementario: el desinterés ‐o incluso la deserción de este área‐ por parte de otros muchos compositores de música autónoma. Escépticos ante las restricciones artísticas impuestas por la composición para la imagen (o directamente desengañados por fallidos intentos en la industria del cine), grandes clásicos como Schönberg, Stravinsky, Debussy o Bartók, verdaderas puntas de lanza de las innovaciones que convulsionaron la música del siglo XX, no han vinculado sus nombres al negocio fílmico8. Cabría preguntarse, en el caso contrario, hasta qué punto habría sido alterado el curso de la historia músico‐cinematográfica. Las razones hasta aquí expuestas tienen capacidad de sostenerse por su coherencia empírica, lo que no ocurre con argumentos del tipo: Cuando yo hago cine siempre hago música al uso. El cine es reflejo de la vida y en la vida hay una música, nosotros no podemos hacer una música que esté fuera del contexto en que nos movemos normalmente (Carmelo Bemaola refiriéndose a su habitual uso de música tonal al componer para el cine, en Evolución de la Banda Sonora en España: Carmelo Bemaola; VV.AA., 1986: 163). En realidad, Michel Chion tiene parte de razón ‐admitámoslo o no— al decir que «las convenciones del cine reflejan también la evolución de nuestra escucha, de nuestra sensibilidad» (1997: 180); o cuando con cierta inquina, a propósito de Adorno y Eisler, comenta que: El tema de las convenciones, tanto en música cinematográfica como en otros aspectos del llamado cine comercial, suscita en muchos teóricos e investigadores una actitud ligeramente hipócrita, producida por una especie de bochornosa fascinación: se finge condenar, reprobar, ironizar, pero al mismo tiempo se consagra un importante número de páginas a reproducir, con deleite, los catálogos de «músicas para la imagen» de los años veinte. Los dos autores del libro a menudo citado como referencia estética y moral sobre este tema, Eisler y Adorno, tampoco resistieron a esta tentación, y en su librito la proporción de páginas consagradas a los estereotipos a evitar, en comparación con las dedicadas a las alternativas propuestas, es bastante elocuente (1997: 249). A su favor relata Kathryn Kalinak que Eisler trabajó durante una corta temporada en Hollywood y «su labor, aunque interesante, sonaba a menudo como las bandas sonoras clásicas que estaba tratando de evitar» (1992: 34). De todas formas, es sin duda en la radicalidad del punto de vista de Adorno y Eisler (pasado por el tamiz del pensamiento marxista) sobre la «ética» de los múltiples convencionalismos musicales aplicados a la pantalla donde estriba el rechazo que le suelen profesar los especialistas en la materia, aun sin dejar de ser para todos ellos punto de referencia elemental. Russell Lack ‐como es habitual en él— abre inicialmente una puerta al afirmar que, debido a los adelantos tecnológicos en la grabación del sonido a partir de los años sesenta, «la banda sonora, a través de un proceso de fragmentación tecnológica y de fusión entre sonido cinematográfico y música 8 Existe un film de Fernand Léger (en 16 mm) con música de Béla Bartók (una orquesta de percusiones) sobre los móviles de Calder, realizado en Estados Unidos entre 1943-1944, pero no se sabe a ciencia cierta si se trató de una música escrita expresamente para la película. Las tentativas (frustradas) de Schönberg y Stravinsky en cine serán comentadas en el capítulo II, apartado 6. Respecto a Debussy, su música se ha utilizado en la pantalla en infinidad de ocasiones, pero no se le conoce ninguna composición expresa para el cine, aunque sí una opinión favorable sobre éste, ya que afirmaba que «el cine permitiría la perfecta creación de poesía, visión y sueños» (Thomas, 1991: 176). cinematográfica, se ha liberado de las limitaciones de la vieja ideología romántica» (1999: 352). No obstante, él mismo asocia esta tendencia a una estética del cine revolucionaria e independiente, señalando que el cine comercial y mayoritario no ha variado sus esquemas arquetípicos desde sus comienzos. Parece ser, pues, que Kurt London erró en sus profecías al respecto cuando escribía en 1936: Muerto está el romanticismo que se cernía sobre el músico del siglo XIX. En la figura del compositor de cine, podemos ver también el prototipo del artista futuro. El desarrollo de la música de cine nos permite una profética ilustración de los tiempos venideros, con su reevaluación radical de todos los valores... (1970: 162). En los albores del siglo XXI, la música cinematográfica continúa aún cobijándose a la sombra del romanticismo.