JEAN-ALBERT VINEL LA "LECTIO DIVINA" La «Lectio divina», Vie consacrée 54 (1982) 288-303 Desde siempre la tradición monástica ha tenido en gran estima la lectura frecuente de la Escritura para alimentar la comunión con Dios. Hoy día esta lectura está adquiriendo una nueva actualidad. Quisiéramos responder a una pregunta muy precisa: ¿De qué modo ha sido considerada la Escritura como instrumento, como mediación, como alimento de la unión mística? ¿Cómo la familiaridad con la Escritura desemboca en la "contemplación"? Para la Iglesia medieval esta familiaridad con la Escritura fue la lectio divina, que constituía ya desde la edad patrística un bien común de la Iglesia. Veremos, siguiendo sobre todo a autores monásticos de la edad media, en primer lugar el sentido preciso de la "lectio divina". En segundo lugar, después de analizar las diferentes fases que la constituyen, intentaremos mostrar cómo éstas se armonizan y se unifican alrededor del fin último de la lectio. La noción de lectio divina Este término, que no debemos traducir demasiado rápidamente por "lectura espiritual", nos remite a un tipo de lectura-audición orante de la Biblia. La palabra divina, que nos llega a nosotros por escrito, es una palabra que debe ser escuchada. Al principio la expresión "lectio divina" designa el texto mismo (el adjetivo "divina" indica el origen: que viene de Dios). Más tarde, al estudiarse la Biblia fuera del marco litúrgico, este mismo estudio tomó el nombre de "lectio divina". Los comentadores, los Padres, todo estudio que ayudara a comprender la Escritura fue acogido bajo esta misma noción. En los autores de la edad media podemos descubrir bajo el término de "lectio divina" una aproximación a la Escritura en completa armonía con el conjunto de la vida cotidiana y sobre todo directamente orientada a la "experiencia de Dios". A partir del siglo XIII, cuando surgen formas no-monásticas de vida religiosa, la lectio se distingue del estudio profesional y se convierte en una de tantas prácticas a observar. Conocimiento y progreso espiritual llegarán a oponerse, se disociarán el aspecto intelectual y el aspecto afectivo. La unión con Dios será ahora posibilitada por la oración y la lectura no podrá ser ya más que un trampolín, un instrumento para edificar el alma, para alimentarla, para ayudarla a recogerse. Las diferentes frases de un único proceso Entre los autores de la edad medía, en nada amigos de sistematizar la meditación o la oración, hacemos mención del cartujo Guigues II que hacia 1150 en su Carta sobre la vida contemplativa distingue cuatro agrados" que expresan de manera esquemática las cuatro fases de una experiencia vivida desde los orígenes de la Iglesia por los cristianos que frecuentaban asiduamente la Escritura: lectio, meditatio, oratio, contemplatio, JEAN-ALBERT VINEL considerados por los antiguos como actitudes de un proceso único, actos unidos entre ellos por un lazo tan íntimo que muchas veces estos términos parecen haber sido empleados indiferentemente unos por otros. El mismo Guigues II precisa que no se trata de cuatro compartimentos estancos, sino de un dinamismo único donde estos cuatro grados se interfieren y se influencian mutuamente. Me parece indispensable describirlos brevemente para intentar captar el fin contemplativo de la lectura frecuente de la Escritura. Con los Cistercienses y otros muchos autores seguiremos un esquema en tres etapas: la lectio, la mediatio y la oratio. (Es, no lo olvidemos, una reconstrucción, abstracta y esquemática, del itinerario que va de la lecho a la contemplación). a) La lectio La Escritura suministra primordialmente la materia de la lectio en el mundo monástico. Se interpreta la Biblia desde la misma Biblia, sin intentar esconder el misterio de la fe bajo un montón de "cuestiones" interminables, al estilo de la naciente escolástica de las escuelas catedralicias. Al lado de la Biblia, la lectura de los Padres ocupa un lugar importante: no sólo porque sus enseñanzas iluminan el contenido de la Escritura, sino porque la citan frecuente y ampliamente y porque su vocabulario está totalmente impregnado de la Escritura. Para los Padres antiguos (de san Gregorio a san Bernardo) la Escritura no es en primer lugar una fuente de conocimientos o de principios dogmáticos o morales, sino un medio de salvación, el medio ofrecido para llegar a esa experiencia espiritua l, a esta "vida en Cristo", cumbre para ellos de todo esfuerzo ascético o místico. La Biblia es considerada, no como un libro, sino como un "tabernáculo", un lugar privilegiado del encuentro con el Amado. Se trata de una lectura lenta, admirativa sin curiosidad, que no llega a ser una actividad puramente intelectual ni busca un fin científico. Se busca el sabor del texto, saborear, gustar el contenido de la letra. Pero no nos imaginemos que esta lectura queda abandonada al azar o al capricho, sino que pide una formación (la gramática) y un método. Para penetrar el asentido espiritual" del texto se hace necesario ajustarse a la letra, con la ayuda de la filología, de las etimologías y del contexto. Tiene también gran importancia captar la unidad de la Escritura y la relectura del Antiguo Testamento a la luz de Cristo, comprendiendo el texto en el movimiento de la historia de salvación. No puede ser leída con prisas en función de las propias preocupaciones o haciendo abstracción de la economía de la Encarnación. Esta lectura se desarrolla en un clima de plegaria (comprendida en el sentido general de recogimiento, de atención a Dios). Antes y durante la lectio se pide la luz, se desea a Dios. Se reza en primer lugar porque sólo el Espíritu permite descubrir el sentido de las palabras inspiradas, pero la misma lectura despierta y mueve a la plegaria. Se recomiendan las "aspiraciones" hacia Dios que cortan la lectura y aumentan la disponibilidad ante aquel que guarda, de hecho, la total iniciativa de este encuentro. JEAN-ALBERT VINEL b) La meditatio Es la etapa intermedia entre la lectio y la oratio y constituye la prolongación necesaria de la lectio. Meditar es, para los antiguos, ceñirse a la frase leída o recitada, sopesar cada una de las palabras y llegar así a la plenitud de su sentido. Este sentido es propiamente "asimilado", por la reflexión ciertamente, pero también por la repetición material, por un ejercicio muscular de la boca que provoca así una intervención del cuerpo. Lo leído es confiado a la memoria por una especie de "masticación" que extrae el sabor de lo leído in ore cordis (en la boca del corazón). La meditatio es, pues, una explicación, una penetración del texto: es una lectura bien hecha. Como en un paseo, la meditatio permite pararse más detenidamente, con gran libertad, sobre esta o aquella palabra. "Cuando leo las Santas Escrituras es Dios quien se pasea conmigo por el Paraíso" (San Ambrosio). De esta aplicación al texto proviene esta mentalidad bíblica que nos llama tanto la atención en los Padres de la Iglesia. c) la oratio El término oratio, al menos para los autores anteriores a Guigues II, significa a la vez contemplación y oración de petición, designando esta actividad del espíritu que se dirige a Dios, se une a El, sin mediación de palabra alguna. De la meditatio se pasa a la oratio, y ésta es la meta del recorrido, el fin de la lectio divina : experimentar el Espíritu del Señor, "ser tocado" por Dios en nuestro afecto, en nuestra potencia afectiva. La palabra "experiencia", que ha llegado a ser equivoca, no evoca nada de esotérico; expresa simplemente que, en la búsqueda y en la reflexión, se reserva un lugar a esta luz interior de la que Orígenes y san Gregorio han hablado frecuentemente, a esta gracia de la oración intima, a esta manera de saborear y de gustar las realidades divinas, constantemente enseñada por la tradición patrística. La experiencia no es nunca visión de Dios, ya que se realiza en la fe. Es una captación de la presencia de Dios a través de su acción en el alma, a través de los efectos transformadores que revelan los rasgos de su ser. Esta experiencia está constituida por una red de relaciones personales con Cristo y, por él, con el Padre y el Espíritu Santo. Evidentemente no sabemos nada de la manera como el alma se une a Dios. Sólo conocemos las condiciones -que son las del proceso de la lectio- y los frutos. Los antiguos no se mostraban muy prolijos cuando se trataba de este grado elevado de oratio normalmente asimilada a la contemplación. A lo más se lamentaban de su brevedad. El fin último de la lectio divina El fin de este proceso consiste en buscar a Cristo en la letra del texto inspirado para descubrir el amor de Dios, gustarlo y unirse a El. Los términos referentes al gusto, al sabor, abundan en las fuentes. Utilizando el vocabulario de un san Bernardo, el alma busca "saborear el meollo de las Escrituras", la "miel" que la Interpretación espiritual hace gotear de la letra. Este "gusto" es a la vez medio y resultado. En una exhortación anónima a un novicio, leemos: "Cuando lea, que busque sabor, no la ciencia. El pozo de JEAN-ALBERT VINEL Jacob es la Escritura Santa de donde se sacan las aguas que se derraman enseguida en la oración. No será pues necesario ir a la capilla para comenzar a rezar, sino que en la misma lectura habrá manera de rezar y de contemplar". Coniungere Deo (aúnete a Dios"): he aquí el fin de la lectio propuesto por la misma Escritura (Si 2,3). Es ciertamente su fe inquebrantable en la Escritura como lugar de encuentro entre Dios y el hombre lo que permite a los antiguos buscar en la misma lectura el establecer un contacto espiritual con Dios. Lo más pasmoso de toda palabra inspirada es la apertura del propio corazón de Dios y es por esto que nuestro corazón puede ser tocado y transformado. Es lo que expresa san Gregorio en esta fórmula tan sabrosa como concisa: "Descubre el corazón de Dios en la palabra de Dios". Ruperto de Deutz expresa esta misma admiración: "La lectura de la Escritura Santa es el Verbo de Dios que vemos en un espejo y como en un enigma. El amor que produce en nosotros esta lectura es un símbolo de la procesión del Espíritu Santo que es el amor de Dios. El Padre nos hace don de la Escritura para que aprendamos a conocer en ella al Hijo". La lectio favorece, pues, una reciprocidad entre Dios y el hombre. El hombre se deja tocar por la Palabra y da una respuesta en forma de consentimiento. Un adagio repetido por varios Padres y que parece remontarse a san Cipriano expresa magníficamente esta reciprocidad: "Cuando lees es Dios quien te habla; cuando rezas es a Dios a quien tú hablas". Para san Bernardo, "el lenguaje del Verbo, es la infusión del don; la respuesta del alma, es la admiración mezclada a la acción de gracias". La lectio divina informa toda la existencia La lectio divina se halla profundamente inserta en la trama vital de la vida monástica. Todas las prácticas monásticas ayudan a ella: liturgia, trabajo manual, ascesis, penitencia. La lectio, a su vez, las informa y halla en aquellas prácticas un cauce de expresión del encuentro con Dios experimentado previamente. "Qué consuelo si Jesús se te une como compañero de ruta y si la alegría maravillosa de su conversación suaviza la fatiga de tu trabajo, mientras te ilumina el espíritu para que comprendas los textos de la Escritura que leías, sin comprender, sentado en casa" (Guerric d'Igny). Esta "experiencia de Dios" más allá de la lectio divina es posible por la ruminatio, una masticación interior mediante la cual se asimila mejor la Palabra y se mantiene la memoria del alma en presencia del Verbo. Sin embargo, además de esta prolongación espiritual, la lectio tiene también un impacto ético. Las aplicaciones morales de la palabra asimilada no son, es verdad, el fin supremo de la lectio, pero son una consecuencia que no puede faltar. El contacto con Cristo en el corazón de la Palabra produce de modo infalible un deseo de conformidad con el Señor y, por tanto, de transformación moral. La Escritura es espejo de Cristo y, por El, espejo de Dios. A su vez, es también espejo de nuestro ser ante Dios: ante este espejo, el lector debe examinar si su vida responde a la imagen que se ofrece a sus ojos y, si no, tratar de transformarse de acuerdo con ella. Conclusión JEAN-ALBERT VINEL Lectio, meditatio, oratio: todo ello no es el resultado de un esfuerzo exclusivamente intelectual, por muy intenso que sea, sino de una actividad esencialmente "mística" (aunque la Inteligencia tenga también su parte), ordenada a la contemplación. En los textos medievales y en la práctica reflejada por ellos, la lectio no está nunca separada de la contemplación: son inseparables y hay que darse íntegra. mente a una y a otra. "Legando oro, orando contemplor" (al leer rezo, al rezar contemplo) afirmaba Hugo de Mortagne en un adagio bien acuñado. La contemplación para un monje de la edad media no consistía en "ver", sino en "mirar": era el deseo de la visión de Dios y de su presencia sin fin, deseo suscitado y aumentado por la Escritura. Casiano, cuya influencia considerable en el desarrollo del monaquismo en occidente es conocida, definía ya la contemplación en términos de exégesis escriturística. Para él, como para todos los antiguos, la Escritura es lo que posibilita, sostiene y mantiene la vida de unión con Dios. Sin embargo nos engañaríamos si imagináramos que la lectio divina termina necesariamente cada vez en una sublime experiencia mística. La realidad es mucho más humilde. La contemplación es una gracia ofrecida que es necesario saber esperas. Tradujo y extractó: MIQUEL SUÑOL