Cruzadas Las Cruzadas fueron expediciones emprendidas, en cumplimiento de un solemne voto, para liberar los Lugares Santos de la dominación mahometana. El origen de la palabra remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas. Escritores medievales utilizan los términos crux (pro cruce transmarina, Estatuto de 1284, citado por Du Cange s.v. crux), croisement (Joinville), croiserie (Monstrelet), etc. Desde la edad media el significado de la palabra cruzada se extendió para incluir a todas las guerras emprendidas en cumplimiento de un voto, y dirigidas contra infieles, ej. contra mahometanos, paganos, herejes, o aquellos bajo edicto de excomunión. Las guerras emprendidas por los españoles contra los moros constituyeron una cruzada incesante del siglo XI al XVI; en el norte de Europa se organizaron cruzadas contra los prusianos y lituanos; el exterminio de la herejía albigense se debió a una cruzada, y, en el siglo XIII los papas predicaron cruzadas contra Juan Lackland y Federico II. Pero la literatura moderna ha abusado de la palabra aplicándola a todas las guerras de carácter religioso, como, por ejemplo, la expedición de Heraclio contra los persas en el siglo VII y la conquista de Sajonia por Carlomagno. La idea de la cruzada corresponde a una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; esto supone una unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los papas. Todas las cruzadas se anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía una cruz de las manos del papa o de su legado, y era desde ese momento considerado como un soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc. De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las Cruzadas Orientales, que son las únicas tratadas en este artículo. DIVISION Ha sido habitual el describir las Cruzadas como ocho en número: primera, 1095-1101; segunda, encabezada por Luis VII, 1145-47; tercera, conducida por Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León, 1188-92; cuarta, durante la cual Constantinopla fue tomada, 1204; quinta, que incluyó la conquista de Damietta, 1217; sexta, en la que Federico II tomó parte (1228-29); así como Teobaldo de Champaña y Ricardo de Cornualles (1239); séptima, liderada por San Luis, 1249-52; octava, también bajo la dirección de San Luis, 1270. Esta división es arbitraria y excluye muchas expediciones importantes, entre ellas las de los siglos XIV y XV. En realidad las Cruzadas continuaron hasta fines del siglo XVII, la cruzada de Lepanto ocurrió en 1571, la de Hungría en 1664, y la cruzada del duque de Borgoña a Candía, en 1669. Una división más científica se basa en la historia de las colonias cristianas en Oriente; por consiguiente el tema se tratara en el siguiente orden: I. Origen de las Cruzadas; II. Fundación de estados cristianos en Oriente; III. Primera destrucción de los estados cristianos (1144-87); IV. Intentos de restaurar los estados cristianos y la cruzada contra San Juan de Acre (1192-98); V. La cruzada contra Constantinopla (1204); VI. Las cruzadas del siglo XIII (1217-52); VII. Pérdida final de las colonias cristianas de Oriente (1254-91); VIII. La cruzada del siglo XIV y la invasión otomana; IX. La cruzada en el siglo XV; X. Modificaciones y persistencia de la idea de cruzada. ORIGEN DE LAS CRUZADAS El Origen de las Cruzadas remonta directamente a la condición moral y política de la Cristiandad Occidental en el siglo XI. En aquel tiempo Europa estaba dividida en muchos estados cuyos soberanos estaban absortos en tediosas y fútiles disputas territoriales mientras el emperador, en teoría la cabeza temporal de la Cristiandad, gastaba su energía en disputas sobre Investiduras. Solo los papas habían mantenido una justa noción de unidad cristiana; Ellos veían a que grado los intereses de Europa eran amenazados por el imperio Bizantino y por las tribus mahometanas, y solo ellos tenían una política extranjera cuyas tradiciones se formaron bajo León IX y Gregorio VII. La reforma efectuada en la Iglesia y el papado bajo la influencia de los monjes de Cluny había aumentado el prestigio del romano pontífice ante todas las naciones cristianas; por tanto nadie sino el papa podía inaugurar el movimiento internacional que culminó en las Cruzadas. Pero a pesar de su eminente autoridad nunca habría podido el papa persuadir a los pueblos occidentales de armarse para la conquista de la Tierra Santa de no haber sido por que las relaciones inmemoriales entre Siria y Occidente favorecieron su plan. Los europeos escucharon la voz de Urbano II porque sus propias inclinaciones y tradiciones históricas los impulsaban hacia el Santo Sepulcro. Desde fines del siglo V no había habido ninguna ruptura en su comunicación con Oriente. Desde el primer período cristiano colonias de sirios habían introducido las ideas religiosas, arte, y cultura de Oriente en las grandes ciudades de Galia y de Italia. Los cristianos occidentales a su vez viajaron en grandes cantidades a Siria, Palestina, y Egipto, sea para visitar los Lugares Santos o para seguir la vida ascética de los monjes de la Tebaida o del Sinaí. Aun existe el itinerario de un peregrinaje de Burdeos a Jerusalén, que data de 333; en 385 San Jerónimo y Santa Paula fundaron los primeros monasterios latinos en Belén. Ni siquiera la invasión bárbara pareció desalentar el ardor por las peregrinaciones a Oriente. El Itinerario de Santa Silvia (Etheria) muestra la organización de esas expediciones, que eran dirigidas por clérigos y escoltadas por tropas armadas. En el año 600, San Gregorio el Grande hizo erigir un hospicio en Jerusalén para el alojamiento de los peregrinos, envió sus designios a los monjes del Monte Sinaí ("Vita Gregorii" in "Acta SS.", marzo 1I, 132), y, aunque la condición deplorable de la Cristiandad Oriental después de la invasión árabe hizo esta comunicación más difícil, de ninguna manera ceso. Ya desde el siglo VIII anglosajones sufrieron las más grandes dificultades para visitar Jerusalén. El viaje de San Willibaldo, obispo de Eichstädt, tomó siete años (722-29) y proporciona una idea de las variadas y severas tribulaciones a las que los peregrinos eran sometidos (Itiner. Latina, 1, 241-283). Después de su conquista de Occidente, los Carolingias trataron de mejorar la condición de los latinos establecidos en Oriente; en 762 Pipino el Breve entró en negociaciones con el Califa de Bagdad. En Roma el 30 de noviembre de 800, el mismo día en el que León III invocó el arbitraje de Carlomagno, embajadores de Haroun al-Raschid entregaron al rey de los Francos las llaves del Santo Sepulcro, el estandarte de Jerusalén, y unas preciosas reliquias (Einhard, "Annales", ad un. 800, in "Mon. Germ. Hist.: Script.", I, 187); esto fue un reconocimiento del protectorado franco sobre los cristianos de Jerusalén. Que se edificaron iglesias y monasterios pagados por Carlomagno es certificado por una especie de censo de los monasterios de Jerusalén de 808 ("Commemoratio de Casis Dei" in "Itiner. Hieros.", I, 209). In 870, al momento del peregrinaje de Bernardo el monje (Itiner. Hierosol., I, 314), esas instituciones eran todavía muy prósperas, y se ha demostrado con abundancia que se enviaban limosnas periódicamente de Occidente a Tierra Santa . En el siglo X justo cuando el orden político y social de Europa estaba más perturbado, caballeros, obispos, y abades, actuando por devoción y gusto de la aventura, estaban acostumbrados a visitar Jerusalén y orar en el Santo Sepulcro sin ser vejados por los mahometanos. De repente, en 1009, Hakem, el Califa fatimí de Egipto, en un ataque de locura ordenó la destrucción del Santo Sepulcro y de todos los establecimientos cristianos en Jerusalén. Por años después de esto los cristianos fueron cruelmente perseguidos. (Ver la relación de un testigo ocular, Iahja de Antioquía, en la "Epopée byzantine" de Schlumberger, II, 442.) En 1027 el protectorado Franco fue derrocado y reemplazado por el de los emperadores bizantinos, a cuya diplomacia se debió la reconstrucción del Santo Sepulcro. Incluso se cercó el barrio cristiano con un muro, y unos comerciantes Amalfi, vasallos de los emperadores griegos, construyeron hospicios para peregrinos en Jerusalén, ej. el Hospital de San Juan, cuna de la Orden de los Hospitalarios. En vez de disminuir, el entusiasmo de los cristianos occidentales por el peregrinaje a Jerusalén pareció más bien aumentar durante el siglo XI. No solos príncipes, obispos, y caballeros, sino aun hombres y mujeres de las más humildes clases emprendieron la jornada santa (Radulphus Glaber, IV, vi). Ejércitos enteros de peregrinos cruzaron Europa, y en el valle del Danubio se establecieron hospicios donde podían completar sus provisiones. En 1026 Ricardo Abad de Saint-Vannes, condujo 700 peregrinos a Palestina con gasto de Ricardo II, duque de Normandía. En 1065 más de 12,000 alemanes que cruzaron Europa bajo el mando de Günther, obispo de Bamberg, en su camino a Palestina tuvieron que buscar refugio en una fortaleza en ruinas, donde se defendieron contra una banda de beduinos (Lambert de Hersfeld, en "Mon. Germ. Hist.: Script.", V, 168). Así es evidente que a fines del siglo XI la ruta de Palestina le era bastante familiar a los cristianos occidentales que tenían al Santo Sepulcro como a la reliquia más venerada y estaban listos a afrontar cualquier peligro para visitarlo. El recuerdo del protectorado de Carlomagno aun vivía, y un rastro de él se encuentra en la leyenda medieval del viaje de este emperador a Palestina (Gaston Paris in "Romania", 1880, pág. 23). El ascenso de los turcos seleúcidas, sin embargo, comprometió la seguridad de los peregrinos e incluso amenazó la independencia del imperio bizantino y de toda la Cristiandad. En 1070 Jerusalén fue tomada, y en 1091 Diógenes, el emperador griego, fue derrotado y hecho cautivo en Mantzikert. Asia Menor y toda Siria se volvieron la presa de los turcos. Antioquía sucumbió en 1084, y para 1092 ni una de las grandes sedes metropolitanas de Asia permanecía en posesión de los cristianos. Aunque separados de la comunión de Roma desde el cisma de Miguel Cerulario (1054), los emperadores de Constantinopla suplicaron por la ayuda de los papas; en 1073 se intercambiaron cartas sobre el asunto entre Miguel VII y Gregorio VII. El papa seriamente contempló el liderar una fuerza de 50,000 hombres a Oriente para restablecer la unidad cristiana, repeler a los turcos, y rescatar el Santo Sepulcro. Pero la idea de la cruzada constituía sólo una parte de este magnífico plan. (Las cartas de Gregorio VII están en P. L., CXLVIII, 300, 325, 329, 386; cf. discusión crítica de Riant in Archives de l'Orient Latin, I, 56.) El conflicto sobre las Investiduras en 1076 obligó al papa a abandonar sus proyectos; los emperadores Nicéphoro Botaniates y Alejo Comneno eran desfavorables a una unión religiosa con Roma: finalmente la guerra estalló entre el imperio bizantino y los Normandos de las Dos Sicilias. Fue el Papa Urbano II quien asumió los planes de Gregorio VII y les dio una forma más definida. Una carta de Alejo Comneno a Roberto, conde de Flandes, registrada por los cronistas, Guibert de Nogent ("Historiens Occidentaux des Croisades", ed. por la Académie des Inscriptions, IV, 13l) y Hugues de Fleury (in "Mon. Germ. Hist.: Script.", IX, 392), parece dar a entender que la cruzada fue instigada por el emperador bizantino, pero esto se ha probado falso (Chalandon, Essai sur le règne d'Alexis Comnène, appendix), Alejo sólo había querido enrolar quinientos caballeros flamencos en el ejército imperial (Anna Comnena, Alexiada, VII, iv). El honor de iniciar la cruzada se ha atribuido también a Pedro el Ermitaño, un solitario de Picardía, quien, después de un peregrinaje a Jerusalén y una visión en la iglesia del Santo Sepulcro, fue a ver a Urbano II y fue comisionado por él para predicar la cruzada. Sin embargo, aunque testigos oculares de la cruzada mencionan su predicación, no le atribuyen el papel tan importante que le asignan mas tarde varios cronistas, ej. Alberto de Aix y sobre todo Guillermo de Tiro. (Ver Hagenmeyer, Peter der Eremite Leipzig, 1879.) La idea de la cruzada se atribuye principalmente al Papa Urbano II (1095), y los motivos que lo llevaron actuar son claramente mostrados por sus contemporáneos: "Observando el enorme daño que todos, clero o pueblo, causaron a la fe cristiana. . . a la noticia de que las provincias rumanas habían sido tomadas de los cristianos por los turcos, conmovido con compasión e impulsado por el amor de Dios, cruzó las montañas y descendió en la Galia" (Foucher de Chartres, I, in "Histoire des Crois.", III, 321). Por supuesto es posible que para aumentar sus fuerzas, Alejo Comneno haya solicitado ayuda en Occidente; sin embargo, no fue él sino el papa quien incitó al gran movimiento que llenó a los griegos de ansiedad y terror. FUNDACION DE LOS ESTADOS CRISTIANOS DE ORIENTE Después de viajar a través de Borgoña y el sur de Francia, Urbano II convocó un concilio en Clermont-Ferrand, en Auvernia. Asistieron catorce arzobispos, 250 obispos, y 400 abades; también un gran número de caballeros y hombres de todas condiciones vinieron y acamparon en la llanura de Chantoin, al este de Clermont, del 18 al 28 de noviembre de 1095. El 27 de noviembre el papa se dirigió a las multitudes congregadas, las exhortó a ir adelante y rescatar el Santo Sepulcro. Entre un entusiasmo maravilloso y gritos de "¡Dios lo quiere!" todos corrieron hacia el pontífice a obligarse por voto a partir para Tierra Santa y recibir la cruz de material rojo que llevarían en el hombro. Al mismo tiempo el papa envió cartas a todas las naciones cristianas, y el movimiento rápidamente avanzó en toda Europa. Predicadores de la cruzada aparecieron por dondequiera, y por todos lados surgieron desorganizas, indisciplinadas, hordas sin dinero, casi sin equipo, que, saliendo hacia el este por el valle del Danubio, pillaron a lo largo del camino y asesinaron a los judíos en las ciudades alemanas. Una de esas bandas, encabezada por Folkmar, un clérigo alemán, fue asesinada por los húngaros. Pedro el Ermitaño, sin embargo, y el caballero alemán, Walter Sin-un-cinco (Gautier Sans Avoir), llegaron por fin a Constantinopla con sus desorganizadas tropas. Para preservar la ciudad del pillaje Alejo Comneno los mandó llevar a través del Bósforo (agosto, 1096); en Asia Menor volvieron a saquear y fueron casi todos masacrados por los turcos. Entretanto se organizaba la cruzada regular en Occidente y, según un bien concebido plan, los cuatro ejércitos principales debían reunirse en Constantinopla. Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena a la cabeza del pueblo de Lorena, los alemanes, y los franceses del norte, siguió el valle del Danubio, cruzó Hungría, y llegó a Constantinopla el 23 de diciembre de 1096. Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia, Roberto Courte-Heuse, duque de Normandía, y el conde Esteban de Blois, llevaron bandas de franceses y normandos por los Alpes y echaron vela de los puertos de Apulia para Dyrrachium (Durazzo o Durrës), de donde tomaron la "Via Egnatia" hacia Constantinopla y se reunieron allí en mayo de 1097. Los franceses del sur, bajo la dirección de Raimundo de San-Gilles, conde de Tolosa, y de Ademar de Monteil, obispo de Puy y legado papal, empezaron a avanzar batallando por los valles longitudinales de los Alpes Orientales y, después de conflictos sangrientos con los eslavos, llegaron a Constantinopla a fines de abril de 1097. Por último, los Normandos de Italia del sur, atraídos por el entusiasmo de las bandas de cruzados que pasaban por su país, embarcaron para Epiro bajo el mando de Bohemundo y Tancredo, uno era el hijo mayor, el otro el sobrino, de Roberto Guiscardo. Cruzando el imperio bizantino, consiguieron llegar a Constantinopla el 26 de abril de 1097. La aparición de los ejércitos cruzados en Constantinopla creó la más grande inquietud, y provocó los futuros e irremediables malos entendidos entre los cristianos griegos y los latinos. La invasión no pedida de estos últimos alarmó a Alejo, quien trató de prevenir la concentración de todas esas fuerzas en Constantinopla transportando a Asia Menor cada ejército occidental en el orden de su llegada; además, él trató de arrancar de los jefes de la cruzada la promesa de que restaurarían al imperio griego las tierras que iban a conquistar. Después de resistir a las súplicas imperiales durante el invierno, Godofredo de Bouillon, confinado en Pera, aceptó al fin tomar el juramento de fidelidad. Bohemundo, Roberto Courte-Heuse, Esteban de Blois, y los otros jefes cruzados sin dudar hicieron la misma promesa; Raimundo de St-Gilles, sin embargo, permaneció firme. Transportados a Asia Menor, los cruzados sitiaron la ciudad de Nicea, pero Alejo negoció con los turcos, que le entregaron la ciudad, y prohibió entrar a los cruzados (1 de junio de 1097). Después de vencer a los turcos en la batalla de Dorilea el 1 de julio de 1097, los cristianos entraron en las mesetas altas de Asia Menor. Sin cesa hostigados por un implacable enemigo, agobiados por el extremo calor, y abatidos bajo el peso de sus armaduras de cuero cubiertas de placas de hierro, sus sufrimientos eran casi intolerables. En septiembre 1097, Tancredo y Balduino, hermanos de Godofredo de Bouillon, dejaron el grueso del ejército y entraron en territorio armenio. En Tarsus una pelea casi estalla entre ellos, pero afortunadamente se reconciliaron. Tancredo tomó posesión de las ciudades de Cilicia, mientras Balduino, llamado por los armenios, cruzó el Eufrates en octubre, 1097, y, después de casarse con una princesa armenia, fue proclamado Señor de Edesa. Entretanto los cruzados, reaprovisionados por los armenios de la región de Taurus, fueron a Siria y el 20 de octubre, 1097, llegaron a la ciudad fortificada de Antioquía, que estaba protegida por una pared flanqueada de 450 torres, abastecida por el ámel Jagi-Sian con inmensas cantidades de provisiones. Gracias a la ayuda de carpinteros e ingenieros de una flota genovesa que había llegado a la boca del Orontes, los cruzados pudieron construir arietes e iniciaron el sitio de la ciudad. Por fin, Bohemundo negoció con un jefe turco que entregó una de las torres, y en la noche del 2 de junio, 1098, los cruzados tomaron Antioquía por asalto. Al mismo día siguiente fueron sitiados dentro de la ciudad por el ejército de Kerbûga, ámel de Mosul. Plaga y hambre cruelmente diezmaron sus rangos, y muchos de ellos, entre otros Esteban de Blois, escaparon bajo cubierto de la noche. El ejército estaba al borde del desaliento cuando de repente se reanimó su valor por el descubrimiento de la Lanza Santa, resultado del sueño de un sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé. El 28 de junio de 1098, el ejército de Kerbûga fue efectivamente rechazado, pero, en lugar de marchar sin retraso a Jerusalén, los jefes gastaron varios meses en disputas por a la rivalidad entre Raimundo de SanGilles y Bohemundo, ambos exigiendo el derecho a Antioquía. No fue sino hasta abril, 1099, que empezó la marcha hacia Jerusalén, Bohemundo quedo en posesión de Antioquía mientras que Raimundo tomó Trípoli. El 7de junio los cruzados empezaron el sitio de Jerusalén. Su dificultad habría sido seria, en efecto, de no haber sido por la llegada de otra flota genovesa a Jaffa y, como en Antioquía, suministró los ingenieros necesarios para un sitio. Después de una procesión general que los cruzados hicieron descalzos alrededor de las murallas de la ciudad entre insultos y encantamientos de hechiceros mahometanos, el ataque comenzó el 14 de julio, 1099. Al día siguiente los cristianos entraron en Jerusalén por todos lados y asesinaron a sus habitantes sin consideración de edad ni sexo. Habiendo cumplido su peregrinaje al Santo Sepulcro, los caballeros eligieron como señor de la nueva conquista a Godofredo de Bouillon, quien se llamó a sí mismo "Defensor del Santo Sepulcro". Tuvieron entonces que rechazar un ejército egipcio, que fue derrotado en Ascalón, el 12 de agosto, 1099. Su situación era sin embargo muy insegura. Alejo Comneno amenazó el principado de Antioquía, y en 1100 Bohemundo mismo fue hecho prisionero por los turcos, mientras que la mayor parte de las ciudades en la costa estaban todavía bajo control mahometano. Antes de su muerte, el 29 de julio, 1099, Urbano II una vez más proclamó la cruzada. En 1101 tres expediciones cruzaron Europa bajo la dirección del conde Esteban de Blois, del duque Guillermo IX de Aquitania, y de Welf IV, duque de Baviera. Los tres lograron llegar a Asia Menor, pero fueron masacrados por los turcos. A su salida de prisión Bohemundo atacó al imperio bizantino, pero fue rodeado por el ejército imperial y forzado a aceptar ser el vasallo de Alejo. A la muerte de Bohemundo en 1111, sin embargo, Tancredo se negó a respetar el tratado y retuvo Antioquía. Godofredo de Bouillon murió en Jerusalén el 18 de julio, 1100. Su hermano y sucesor, Balduino de Edesa, fue coronado rey de Jerusalén en la Basílica de Belén el 25 de diciembre, 1100. En 1112 con la ayuda de Noruegos bajo el mando de Sigurd Jorsalafari y el apoyo de flotas genovesa, pisana, y veneciana, Balduino inició la conquista de los puertos de Siria, que completó en 1124 con la captura de Tiro. Solo Ascalón mantuvo una guarnición egipcia hasta 1153. En ese período los estados cristianos formaban un territorio extenso y continuo entre el Eufrates y la frontera egipcia, e incluían cuatro principados casi independientes: el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli, el principado de Antioquía, y el condado de Rohez (Edesa). Estos pequeños estados eran, por así decir, la propiedad común de toda la Cristiandad y, como tal, estaban subordinados a la autoridad del papa. Además, los caballeros franceses y comerciantes italianos establecidos en las recientemente conquistadas ciudades pronto predominaron. La autoridad de los soberanos de estos diferentes principados estaba restringida por los dueños-de-feudos, los vasallos, y los sub-vasallos que constituían la Corte de Lieges, o Suprema Corte. Esta asamblea tenía total autoridad en asuntos legislativos; ningún estatuto ni ley se podía proclamar sin su acuerdo; ningún barón podía ser privado de su feudo sin su decisión; su jurisdicción se extendía por encima de todos, incluso el rey, y también controlaba la sucesión al trono. Una "Corte de Burgueses" tenía jurisdicción similar sobre los ciudadanos. Cada feudo tenía un tribunal igual compuesto de caballeros y ciudadanos, y en los puertos había policía y cortes mercantiles (ver ASSIZES DE JERUSALÉN). La autoridad de la Iglesia también ayudaba a limitar el poder del rey; las cuatro sedes metropolitanas de Tiro, Cesarea, Bessan, y Petra estaban sujetas al Patriarca de Jerusalén, de la misma manera siete sedes subordinadas y un número de abadías, entre ellas el Monte Sión, el Monte de los olivos, el Templo, Josafat, y el Santo Sepulcro. A través de ricas y frecuentes donaciones el clero se volvió el más grande dueño de propiedades del reino; también recibió de los cruzados importantes propiedades en Europa. A pesar de las antes mencionadas restricciones en el siglo XII el rey de Jerusalén tenía un gran ingreso. Los impuestos aduanales establecidos en los puertos y administrados por nativos, los peajes impuestos a las caravanas, y el monopolio de ciertas industrias eran una fecunda fuente de ingresos. Desde un punto de vista militar todo vasallo debía un servicio de tiempo ilimitado al rey, aunque éste estaba obligado a indemnizarlos, pero para llenar las líneas del ejército era necesario enrolar nativos que recibían una anualidad a vida (fief de soudée). De esta manera se reclutó la caballería ligera de los "Turcoples", armados a la manera Sarracena. En total estas fuerzas eran poco mas de 20,000 hombres, y aún así los vasallos poderosos que las comandaban eran casi independientes del rey. Fue la gran necesidad de tropas regulares para defender los dominios cristianos la que provocó la creación de una institución única, las órdenes religiosas de caballería, a saber: los Hospitalarios, que al principio cumplían su deber en el Hospital de San Juan fundado por los antes citados comerciantes de Amalfi, y fueron organizados luego por Gerardo du Puy como una milicia que podía luchar contra los Sarracenos (1113); y los Templarios, nueve de quienes en 1118 se congregaron con Hugues de Payens y recibieron la Regla de San Bernardo. Estos miembros, ya sea caballeros de la nobleza, alguaciles, empleados, o capellanes, pronunciaron los tres votos monacales pero era sobre todo para la guerra contra los Sarracenos a lo que se comprometían. Siendo favorecidos con muchos privilegios espirituales y temporales, fácilmente ganaron reclutas entre los hijos más jóvenes de casas feudales y adquirieron tanto en Palestina como en Europa una considerable propiedad. Sus castillos, construidos en los principales puntos estratégicos, Margat, El Krak, y Tortosa, eran ciudadelas fuertes protegidas por varios cercos concéntricos. En el reino de Jerusalén estas órdenes militares virtualmente formaron dos comunidades independientes. Finalmente, en las ciudades, se dividió el poder público entre los ciudadanos nativos y los colonos italianos, genoveses, venecianos, pisanos, y también los marselleses a quienes, a cambio de sus servicios, se les dio poder supremo en ciertos distritos en pequeñas comunidades autogobernadas que tenían sus cónsules, sus iglesias, y en las orillas sus granjas, utilizadas para el cultivo de algodón y caña de azúcar. Los puertos sirios eran visitados regularmente por flotas italianas que obtenían allí las especias y sedas traídas por caravanas de Extremo Oriente. Así, durante la primera mitad del siglo XII los estados cristianos de Oriente estaban completamente organizados, y aun eclipsaron en riqueza y prosperidad a la mayor parte de los estados occidentales. PRIMERA DESTRUCCION CRISTIANOS (1144-87) DE LOS ESTADOS Muchos peligros, por desgracia, amenazaban esa prosperidad. En el sur los Califas de Egipto, en el este los ámeles seleúcidas de Damasco, Hama y Alepo, y en el norte los emperadores bizantinos, ávidos de realizar el proyecto de Alejo Comneno de tener a los estados latinos bajo su poder. Además, en presencia de tantos enemigos los estados cristianos faltaban de cohesión y disciplina. La ayuda que recibían de Occidente era demasiado dispersa e intermitente. Sin embargo esos caballeros occidentales, aislados en medio de mahometanos y forzados, debido al tórrido clima, a llevar una vida muy diferente de aquella a la que estaban acostumbrados en casa, desplegaron valentía y energía admirables en su esfuerzo por preservar las colonias cristianas. En 1137 Juan Comneno emperador de Constantinopla, se presentó delante de Antioquía con un ejército, y obligó al Príncipe Raimundo a rendirle homenaje. A la muerte de este potentado (1143), Raimundo trato de quitarse ese molesto yugo e invadió el territorio bizantino, pero fue encerrado por el ejército imperial y obligado (1144) a humillarse en Constantinopla delante del emperador Manuel. El Principado de Edesa, completamente aislado de los otros estados cristianos, no pudo resistir a los ataques de Imad-al-Din Zangi, el príncipe, o atabek, de Mosul, que forzó su guarnición a capitular el 25 de diciembre de 1144. Después del asesinato de Imadal-Din Zangi, su hijo Nur-al-Din continuo las hostilidades contra los estados cristianos. Ante estas noticias, Luis VII de Francia, la reina Leonor de Aquitania, y un gran número de caballeros, conmovidos por las exhortaciones de San Bernardo, se enrolaron bajo la cruz (Asamblea de Vézelay, 31 de marzo de 1146). El Abad de Claraval se convirtió en el apóstol de la cruzada y concibió la idea de instar toda Europa a atacar a los infieles simultáneamente en Siria, en España, y más allá del Elba. Al principio encontró una fuerte oposición en Alemania. Finalmente el emperador Conrado III accedió a su deseo y adoptó el estandarte de la cruz en la Dieta de Spira, el 25 de diciembre de 1146. Sin embargo, no había el entusiasmo que predominó en 1095. Al mismo tiempo que los cruzados comenzaban su marcha, el rey Roger de Sicilia atacó al imperio bizantino, pero su expedición sólo frenó el progreso de la invasión de Nur-al-Din. Los sufrimientos soportados por los cruzados mientras cruzaban Asia Menor les impidió el avanzar a Edesa. Se contentaron con acosar Damasco, pero fueron obligados a retirarse al cabo de varias semanas (julio, 1148). Esta derrota causó gran descontento en Occidente; además, los conflictos entre los griegos y los cruzados sólo confirmaron la opinión general de que el imperio bizantino era el obstáculo principal al éxito de las Cruzadas. Sin embargo, Manuel Comneno trató de fortalecer los vínculos que unían el imperio bizantino a los principados italianos. En 1161 se casó con María de Antioquía, y en 1167 dio la mano de una de sus sobrinas a Amaury, rey de Jerusalén. Esta alianza dio por resultado el frustrar el progreso de Nur-al-Din, que, habiendo llegado a ser amo de Damasco en 1154, se abstuvo desde entonces de atacar los dominios cristianos. El rey Amaury aprovechó esa tregua para intervenir en los asuntos de Egipto, puesto que los únicos representante restantes de la dinastía fatimí eran niños, y dos visires rivales se disputaban el poder supremo en medio de condiciones de anarquía absoluta. Uno de esos rivales, Shawer, siendo desterrado de Egipto, se refugio con Nur-al-Din, que envió a su mejor general, Shírkúh, a reinstalarlo. Después de su conquista del Cairo, Shírkúh trató de poner Shawer en desgracia con el califa; Amaury, aprovechándose de esto, se alío con Shawer. En dos ocasiones, en 1164 y 1167, forzó Shírkúh a salir de Egipto; un cuerpo de caballeros francos fue estacionado en una de las puertas del Cairo, y Egipto pagó un tributo de 100,000 dináres al reino de Jerusalén. En 1168 Amaury hizo otro intento de conquistar Egipto, pero falló. Después de ordenar el asesinato de Shawer, Shírkúh se proclamó a sí mismo Gran Visir. A su muerte el 3 de marzo de 1169, su sucesor fue su sobrino, Salah-al-Din (Saladino). Durante ese año Amaury, ayudado por una flota bizantina, invadió Egipto una vez más, pero fue derrotado en Damietta. Saladino tuvo total control de Egipto y no nombró ningún sucesor al último califa fatimí, que murió en 1171. Además, Nur-al-Din murió en 1174, y, mientras sus hijos y sobrinos se disputaban la herencia, Saladino tomó posesión de Damasco y conquistó toda Mesopotamia excepto Mosul. Así, cuando Amaury murió en 1173, dejando el poder real a Balduino IV, "el Leproso", un niño de trece años, el reino de Jerusalén estaba amenazado por todos lados. Al mismo tiempo dos facciones, conducidas respectivamente por Gui de Lusiñan, cuñado del rey, y Raimundo, conde de Trípoli, competían por el poder. Balduino IV murió en 1184, y fue pronto seguido a la tumba por su sobrino Balduino V. A pesar de una viva oposición, Gui de Lusiñan fue coronado rey, el 20 de julio de 1186. Aunque la lucha contra Saladino estaba ya en marcha, fue desgraciadamente conducida sin orden ni disciplina. A pesar de la tregua concluida con Saladino, Renaud de Châtillon, un poderoso señor feudal de la región transjordanica, que incluía al dominio de Montreal, el gran castillo de Karak, y Aïlet, un puerto en el Mar Rojo, buscó desviar la atención del enemigo atacando las ciudades santas de los mahometanos. Navíos sin remos fueron traídos a Aïlet a lomo de camello en 1182, y una flotilla de cinco galeras recorrió el Mar Rojo por un año entero, asolando las costas hasta Adén; un cuerpo de caballeros incluso intentó tomar Medina. Al fin esa flotilla fue destruida por Saladino, y, al gran júbilo de los mahometanos, mataron a los prisioneros francos en la Meca. Atacado en su castillo en Karak, Renaud por dos veces rechazó las fuerzas de Saladino (1184-86). Una tregua se firmó entonces, pero Renaud la rompió de nuevo y se apoderó de una caravana en la que iba la propia hermana del sultán. En su exasperación Saladino invadió el reino de Jerusalén y, aunque Gui de Lusiñan reunió todas sus fuerzas para rechazar el ataque, el 4 de julio de 1187, el ejército de Saladino aniquiló el de los cristianos en las orillas del Lago Tiberíades. El rey, el gran maestro del Templo, Renaud de Châtillon, y los hombres más poderosos del reino fueron hechos prisioneros. Después de matar a Renaud con sus propias manos, Saladino marchó sobre Jerusalén. La ciudad capituló el 17 de septiembre, y Tiro, Antioquía, y Trípoli fueron los únicos lugares en Siria que permanecieron en poder de los cristianos. INTENTOS DE RESTAURAR LOS ESTADOS CRISTIANOS Y LA CRUZADA CONTRA SAN JUAN DE ACRE Las noticias de estos eventos causaron gran consternación en la Cristiandad, y el Papa Gregorio VIII se esforzó en poner fin a todas las disensiones entre los príncipes cristianos. El 21 de enero de 1188, Felipe Augusto, rey de Francia, y Enrique II, Plantagenet, se reconciliaron en Gisors y tomaron la cruz. El 27 de marzo en la Dieta de Mainz, Federico Barbarroja y un gran número de caballeros alemanes hicieron un voto para defender la causa cristiana en Palestina. En Italia, Pisa hizo la paz con Génova, Venecia con el rey de Hungría, y Guillermo de Sicilia con el imperio bizantino. Además, una armada escandinava de 12,000 guerreros navegando por las costas de Europa, al pasar por Portugal, ayudó a recuperar Alvor de los mahometanos. El entusiasmo por la cruzada era de nuevo de un alto nivel; pero, en cambio, la diplomacia y los planes de reyes y príncipes tenían cada vez más importancia en su organización. Federico Barbarroja inició negociaciones con Isaac Angelus, emperador de Constantinopla, con el sultán de Iconium, y aun con el mismo Saladino. Era, además, la primera vez que se unían bajo un solo jefe todas las fuerzas mahometanas; Saladino, mientras se predicaba la guerra santa, organizó contra los cristianos algo así como una contra cruzada. Federico Barbarroja, que fue el primero en prepararse para la empresa, y a quien los cronistas atribuyen un ejército de 100,000 hombres, salió de Ratisbona, el 11 de mayo de 1189. Después de cruzar Hungría tomó los estrechos balcánicos por asalto y trató de flanquear los movimientos hostiles de Isaac Angelus atacando Constantinopla. Finalmente, después del saqueo de Adrianópolis, Isaac Angelus se rindió, y entre el 21 y el 30 de marzo de 1190, los alemanes consiguieron cruzar el Estrecho de Gallípoli. Como de costumbre, la marcha a través de Asia Menor fue muy difícil. Con la idea de reabastecerse en provisiones, el ejército tomó Iconium por asalto. A su llegada a la región de Taurus, Federico Barbarroja trató de cruzar el Selef (Kydnos) a caballo y se ahogó. En seguida, muchos príncipes alemanes regresaron a Europa; los otros, conducidos por el hijo del emperador, Felipe de Suabia llegaron a Antioquía y prosiguieron luego a San Juan de Acre. Fue delante de esta ciudad que al fin todas las tropas cruzadas se reunieron. En junio de 1189, el rey Gui de Lusiñan, que había sido liberado de cautividad, se presentó allí con el resto del ejército cristiano, y, en septiembre del mismo año, llegó la armada escandinava, seguida por las flotas inglesa y flamenca, comandadas respectivamente por el Arzobispo de Canterbury y Jacques d'Hvesnes. Este heroico sitio duró dos años. En la primavera de cada año llegaban refuerzos de Occidente, y una verdadera ciudad cristiana surgió fuera de las murallas de Acre. Pero los inviernos fueron desastrosos para los cruzados, cuyas líneas eran diezmadas por enfermedades traídas por las inclemencias de la estación lluviosa y la falta de comida. Saladino vino a ayudar a la ciudad, y comunicó con élla por medio de palomas mensajeras. Máquinas lanza misiles (pierrières), impulsadas por poderosas maquinarias, fueron utilizadas por los cruzados para demoler las murallas de Acre, pero los mahometanos también tenían artillería poderosa. Este sitio famoso había durado ya dos años cuando Felipe Augusto, rey de Francia, y Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, llegaron a la escena. Después de largas deliberaciones habían salido juntos de Vézelay, el 4 de julio de 1190. Ricardo embarcó en Marsella, Felipe en Génova, y se reunieron en Messina. Durante su estancia en ese lugar, que duró hasta marzo, 1191, casi se pelean, pero finalmente concluyeron un tratado de paz. Mientras Felipe llegaba a Acre, Ricardo naufragó en la costa de Chipre, entonces independiente bajo Isaac Comneno. Con ayuda de Gui de Lusiñan, Ricardo conquistó esta isla. La llegada de los reyes de Francia e Inglaterra delante de Acre provocó la capitulación de la ciudad, el 13 de julio de 1191. Pronto, sin embargo, la disputa de los reyes francés e ingles estalló de nuevo, y Felipe Augusto dejó Palestina, el 28 de julio. Ricardo fue entonces el jefe de la cruzada, y, para castigar a Saladino por no cumplir con las condiciones del tratado dentro del tiempo estipulado, mandó matar a los rehenes mahometanos. Luego, pensó atacar Jerusalén, pero, luego de engañar a los cristianos durante las negociaciones, Saladino trajo muchas tropas de Egipto. La empresa falló, y Ricardo compensó sus reveses con brillantes pero inútiles hazañas que hicieron su nombre legendario entre los mahometanos. Antes de partir vendió la Isla de Chipre, primero a los Templarios, que fueron incapaces de establecerse allí, y después a Gui de Lusiñan, que renunció al reino de Jerusalén en favor de Conrado de Montferrat (1192). Después de una última expedición para defender Jaffa contra Saladino, Ricardo declaró una tregua y embarcó para Europa, el 9 de octubre de 1192, pero no llegó a su reino inglés hasta después de haber sufrido una humillante cautividad en las manos del duque de Austria, quien vengó de esta manera los insultos que se le hicieron frente a San Juan de Acre. Mientras Capetos y Plantagenets, olvidando la Guerra Santa, arreglaban en casa sus disputas territoriales, el emperador Enrique VI, hijo de Barbarroja, tomó a su cargo la dirección suprema de la política cristiana en Oriente. Coronado rey de las Dos Sicilias, el 25 de diciembre de 1194, tomó la cruz en Bari, el 31 de mayo de 1195, y preparó una expedición que, pensó, recuperaría Jerusalén y arrebataría Constantinopla al usurpador Alejo III. Ansioso de ejercer su autoridad imperial hizo a Amaury de Lusignan rey de Chipre y a León II rey de Armenia. En septiembre de 1197, los cruzados alemanes partieron para Oriente. Desembarcaron en San Juan de Acre y marcharon sobre Jerusalén, pero fueron detenidos delante del pequeño pueblo de Tibnin de noviembre, 1197, a febrero de 1198. Al levantar el sitio, supieron que Enrique VI había muerto, el 28 de septiembre, en Messina, donde había reunido la armada que iba a llevarlo a Constantinopla. Los alemanes firmaron una tregua con los Sarracenos, pero su futura influencia en Palestina fue asegurada por la creación de la Orden de los Caballeros Teutónicos. En 1143 un peregrino alemán había fundado un hospital para sus compatriotas; los religiosos que lo servían se trasladaron a Acre y, en 1198, se organizaron imitando el proyecto de los Hospitalarios, su regla siendo aprobada por Inocencio III en 1199. LA CRUZADA EN CONTRA DE CONSTANTINOPLA (1204) En los muchos intentos hechos para fundar los estados cristianos los esfuerzos de los cruzados se habían dirigido solo hacia el objetivo por el que la Guerra Santa había sido instituida; la cruzada contra Constantinopla muestra la primera desviación del propósito original. Para quienes trataban de lograr sus fines arrancando la dirección de las cruzadas de las manos del papa, este nuevo movimiento era, por supuesto, un triunfo, pero para la Cristiandad fue una causa de confusión. Apenas había sido elegido papa Inocencio III, en enero, 1198, cuando inauguró una política para el Oriente que siguió a lo largo de todo su pontificado. Subordinó todo lo demás al rescate de Jerusalén y a la reconquista de la Tierra Santa. En sus primeras Encíclicas convocó a todos los cristianos a unirse a la cruzada e incluso negoció con Alejo III, el emperador bizantino, tratando de convencerlo de reintegrar la comunión con Roma y utilizar sus tropas para la liberación de Palestina. Pedro de Capua, el legado papal, motivó una tregua entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León, en enero de 1199, y predicadores populares, entre otros el cura párroco Foulques de Neuilly, atrajeron grandes multitudes. Durante un torneo en Ecry-sur-Aisne, el 28 de noviembre de 1199, el conde Teobaldo de Champaña y un gran numero de caballeros tomaron la cruz; en Alemania del sur Martín, Abad de Pairis, cerca de Colmar, atrajo muchos a la cruzada. Parecía, sin embargo, que, desde el principio, el papa perdió el control de esta empresa. Sin ni siquiera consultar a Inocencio III, los caballeros franceses, que habían elegido a Teobaldo de Champaña como su jefe, decidieron atacar a los mahometanos en Egipto y en marzo, 1201, concluyeron con la República de Venecia un contrato para el transporte de tropas en el mediterráneo. A la muerte de Teobaldo los cruzados eligieron como su sucesor a Bonifacio, Marqués de Montferrat, y primo de Felipe de Suabia, entonces en conflicto abierto con el papa. Justo en ese momento el hijo de Isaac Angelus, el destronado emperador de Constantinopla, buscó refugio en Occidente y le pidió a Inocencio III y a su propio cuñado, Felipe de Suabia, el reintegrarlo en el trono imperial. Se ha planteado la cuestión de si fue un acuerdo previo entre Felipe y Bonifacio de Montferrat para desviar la cruzada hacia Constantinopla, y un pasaje en la "Gesta Innocentii" (83, en Pág. L., CCXIV, CXXXII) indica que la idea no era nueva para Bonifacio de Montferrat cuando, en la primavera de 1202, la dio a conocer al papa. Entretanto los cruzados reunidos en Venecia no podían pagar la cantidad exigida por su contrato, así, a manera de intercambio, los venecianos sugirieron que ayudaran a recuperar la ciudad de Zara en Dalmacia. Los caballeros aceptaron la propuesta, y, después de unos días de sitio, la ciudad capituló en noviembre, 1202. Pero fue en vano que Inocencio III instó a los cruzados a salir para Palestina. Habiendo obtenido la absolución por la captura de Zara, y a pesar de la oposición de Simón de Montfort y una parte del ejército, el 24 de mayo de 1203, los jefes ordenaron la marcha sobre Constantinopla. Ellos habían concluido con Alejo, el pretendiente bizantino, un tratado por el cual éste prometía obtener el retorno de los griegos a la comunión con Roma, dar a los cruzados 200,000 marcos, y participar a la Guerra Santa. El 23 de junio la flota de los cruzados se presentó delante de Constantinopla; el 7 de julio tomaron posesión de un suburbio de Galacia y forzaron su entrada en el Cuerno de oro; el 17 de julio atacaron simultáneamente las murallas marinas y las murallas terrestres del Blachernæ. Las tropas de Alejo III intentaron una infructuosa salida, y el usurpador huyó, después de lo cual Isaac Angelus fue liberado de prisión y se le permitió compartir la dignidad imperial con su hijo, Alejo IV. Pero aunque éste último hubiera sido sincero habría sido incapaz de respetar las promesas hechas a los cruzados. Después de unos meses de tediosa espera, aquéllos de entre los cruzados acuartelados en Galacia perdieron paciencia con los griegos, que no sólo se negaban a respetar su acuerdo, sino que incluso los trataban con abierta hostilidad. El 5 de febrero de 1204, Alejo IV e Isaac Angelus fueron destronados por una revolución, y Alejo Murzuphla, un usurpador, emprendió la defensa de Constantinopla en contra de los cruzados latinos que se prepararon a asediar Constantinopla por segunda vez. Por un tratado concluido en marzo, 1204, entre los venecianos y los jefes cruzados, se pusieron de acuerdo por adelantado para compartir los despojos del imperio griego. El 12 de abril de 1204, Constantinopla fue tomada por asalto, y al día siguiente comenzó el cruel pillaje de sus iglesias y palacios. Obras maestras de la antigüedad, amontonadas en lugares públicos y en el Hipódromo, fueron completamente destruidas. Clérigos y caballeros, en su avidez por adquirir famosas e inestimables reliquias, tomaron parte en el saqueo de las iglesias. Los venecianos recibieron la mitad del botín; la parte de cada cruzado fue determinada según su grado de barón, caballero, o alguacil, y la mayor parte de las iglesias de Occidente se enriquecieron con los ornamentos despojados de las de Constantinopla. El 9 de mayo de 1204, un colegio electoral, constituido por prominentes cruzados y venecianos, se congregó para elegir un emperador. Dandolo, Dogo de Venecia, rechazó el honor, y no se consideró a Bonifacio de Montferrat. Al fin Balduino, conde de Flandes, fue elegido y solemnemente coronado en Santa Sofía. Constantinopla y el imperio fueron divididos entre el emperador, los venecianos, y el jefe de los cruzados; el Marqués de Montferrat recibió Tesalónica y Macedonia, con el título de rey; Enrique de Flandes fue hecho Señor de Adramyttion; Luis de Blois fue hecho duque de Nicea, y se otorgaron feudos a seiscientos caballeros. Entretanto, los venecianos se reservaron los puertos de Tracia, el Peloponeso, y las islas. Se eligió como patriarca a Tomas Morosini, un sacerdote veneciano. Ante las noticias de estos eventos tan extraordinarios, en los que no había tenido ninguna influencia, Inocencio III se plegó como en sumisión a los designios de la Providencia y, en el interés de la Cristiandad, se decidió a obtener lo mejor de la nueva conquista. Su principal objetivo fue de acabar con el cisma griego y poner las fuerzas del nuevo imperio latino al servicio de la cruzada. Por desgracia, el imperio latino de Constantinopla estaba en una condición demasiado precaria para proporcionar cualquier apoyo material a la política papal. El emperador era incapaz de imponer su autoridad a los barones. En Nicea no lejos de Constantinopla, el ex gobierno bizantino reunió los restos de su autoridad y sus partidarios. Se proclamó emperador a Teodoro Lascaris. En Europa Joannitsa, zar de los valaquitas y de los búlgaros, invadió Tracia y destruyó el ejército cruzado frente a Adrianópolis, el 14 de abril de 1205. Durante la batalla cayó el emperador Balduino. Su hermano y sucesor, Enrique de Flandes, dedicó su reino (1206-16) a interminables conflictos con los búlgaros, los lombardos de Tesalónica, y los griegos de Asia Menor. A pesar de eso, consiguió fortalecer la conquista latina, formo una alianza con los búlgaros, y estableció su autoridad incluso sobre los propietarios feudales de Morea (Parlamento de Ravena, 1209); sin embargo, lejos de conducir una cruzada en Palestina, tuvo que solicitar ayuda de Occidental, y fue obligado a firmar tratados con Teodoro Lascaris e incluso con el sultán de Iconium. Los griegos no se reconciliaron con la Iglesia de Roma; la mayor parte de sus obispos abandonaron sus sedes y se refugiaron en Nicea, dejando sus iglesias a los obispos latinos nombrados para reemplazarlos. Los conventos griegos fueron reemplazados por monasterios cistercienses, por comanderías de Templarios y Hospitalarios, y por capítulos de canónigos. Con raras excepciones, sin embargo, la población nativa permaneció hostil y tomó a los conquistadores latinos como extranjeros. Habiendo fallado en todos sus intentos por instigar en los barones del imperio latino el emprender una expedición contra Palestina, y entendimiento por fin la causa del fracaso de la cruzada en 1204, Inocencio III decidió (1207) organizar una nueva cruzada sin tomar en cuenta la opinión de Constantinopla. Las circunstancias, sin embargo, eran desfavorables. En lugar de concentrar las fuerzas de la Cristiandad contra los mahometanos, el papa los desbandó proclamando (1209) una cruzada contra los albigenses en el sur de Francia, y contra los Almorávides de España (1213), los paganos de Prusia, y Juan Lackland de Inglaterra. Al mismo tiempo ocurrieron estallidos de emoción mística semejantes a los que habían precedido la primera cruzada. En 1212 un joven pastor de Vendôme y un joven de Colonia reunieron miles de niños a quienes les propusieron conducirlos a la conquista de Palestina. El movimiento se extendió a través de Francia e Italia. Esta "Cruzada de los Niños" llegó por fin a Brindisi, donde comerciantes vendieron a muchos de los niños como esclavos a los moros, mientras que casi todos los demás morían de hambre y agotamiento. En 1213 Inocencio III había predicado una cruzada en todas partes de Europa y enviado al Cardinal Pelagius a Oriente para obtener, si posible, el regreso de los griegos al seno de la unidad romana. El 25 de julio de 1215, Federico II, después de su victoria sobre Otón de Brunswick, tomó la cruz en la tumba de Carlomagno en Aquisgrán. El 11 de noviembre de 1215, Inocencio III inauguró el Cuarto Concilio De Letrán con una exhortación a todo los fieles para participar en la cruzada, cuya salida se fijó para 1217. Al momento de su muerte (1216) el Papa Inocencio pensó que se había iniciado un gran movimiento. LAS CRUZADAS DEL SIGLO XIII (1217-52) En Europa sin embargo, la predicación de la cruzada encontró gran oposición. Los príncipes temporales se oponían fuertemente a la perdida de jurisdicción sobre los súbditos que tomaban parte en las cruzadas. Absortos en intrigas políticas, eran reacios a enviar tan lejos las fuerzas militares en las que dependían. Rápidamente, en diciembre, 1216, se le concedió a Federico II la primera moratoria en el cumplimiento de su voto. La cruzada tal como se predicó en el siglo XIII ya no fue el gran movimiento entusiasta de 1095, sino una serie de empresas irregulares e intermitentes. Andrés II, rey de Hungría, y Casimiro, duque de Pomerania, se hicieron a la vela de Venecia y Spalato, mientras un ejército escandinavo pasaba por Europa. Los cruzados llegaron a San Juan de Acre en 1217, pero se limitaron a incursiones en territorio musulmán, después de lo cual Andrés de Hungría regresó a Europa. Recibiendo refuerzos en la primavera de 1218, Juan de Brienne, rey de Jerusalén, se decidió a ejecutar un ataque en Tierra Santa pasando por Egipto. Los cruzados en acuerdo llegaron a Damietta en mayo, 1218, y, después de un asedio marcado por muchos actos de heroísmo, tomaron la ciudad por asalto, el 5 de noviembre, 1219. En lugar de aprovechar esta victoria, desperdiciaron más de un año en disputas inútiles, y no fue sino hasta mayo de 1221, que salieron para el Cairo. Rodeado por los sarracenos en Mansura, el 24 de julio, el ejército cristiano fue derrotado. Juan de Brienne fue obligado a comprar la retirada con la entrega de Damietta a los sarracenos. Entretanto el emperador Federico II, que debía ser el jefe de la cruzada, se había quedado en Europa y continuaba a importunar al papa con nuevos aplazamientos de su salida. El 9 de noviembre de 1225, se casó con Isabel de Brienne, heredera del reino de Jerusalén, la ceremonia se produjo en Brindisi. Ignorando completamente a su suegro, asumió el título de rey de Jerusalén. En 1227 sin embargo, no había salido todavía para Palestina. Gregorio IX, elegido papa el 19 de marzo, 1227, exigió a Federico el cumplir con su voto. Por fin, el 8 de septiembre, el emperador embarcó pero pronto regresó; por consiguiente, el 29 de septiembre, el papa lo excomulgó. Sin embargo, Federico se hizo a la vela de nuevo el 18 de junio, 1228, pero en lugar de conducir una cruzada solo ejecutó un juego diplomático. Persuadió a Malek-el-Khamil, sultán de Egipto, que estaba en guerra con el príncipe de Damasco, y concluyó un tratado con él en Jaffa, en febrero, 1229, según el cual Jerusalén, Belén, y Nazaret serian regresadas a los cristianos. El 18 de marzo de 1229, sin ninguna ceremonia religiosa, Federico asumió la corona real de Jerusalén en la iglesia del Santo Sepulcro. Al volver a Europa, se reconcilió con Gregorio IX, en agosto, 1230. El pontífice ratificó el Tratado de Jaffa, y Federico envió caballeros a Siria a que tomaran posesión de las ciudades y obligar a todos los señores feudales a rendirle homenaje. Una lucha ocurrió entre Ricardo Filangieri, el mariscal del emperador, y los barones de Palestina, cuyo jefe era Juan d'Ibelin, señor de Beirut. Filangieri vanamente intentó obtener posesión de la isla de Chipre. Y, cuando Conrado, hijo de Federico II e Isabel de Brienne, llegó a la mayoría de edad en 1243, la Suprema Corte, antes descrita, nombró como regente a Alix de Champaña, reina de Chipre. De esta manera se abolió el poder alemán en Palestina. Entretanto el conde Teobaldo IV de Champaña había conducido una infructuosa cruzada en Siria (1239). De la misma manera el duque de Borgoña y Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra, que había emprendido el recuperar Ascalón, concluyeron una tregua con Egipto (1241). Europa estaba ahora amenazada por un desastre más doloroso. Después de conquistar Rusia los mongoles bajo la dirección de Gengis Kan se presentaron en 1241 en las fronteras de Polonia, derrotaron al ejército del duque de Silesia en Liegnitz, aniquilaron el de Béla, rey de Hungría, y llegaron al Adriático. Palestina sufrió las consecuencias de esta invasión. Los mongoles habían destruido el imperio musulmán de Kharizm en Asia Central. Huyendo delante de sus conquistadores, 10.000 kharizmianos ofrecieron sus servicios al sultán de Egipto, y entre tanto se apoderaron de Jerusalén cuando pasaban por allí, en septiembre, 1244. Las noticias de esta catástrofe crearon un gran revuelo en Europa, y en el Concilio de Lyon (junio-julio, 1245) el Papa Inocencio IV proclamó una cruzada, pero la falta de armonía entre él y el emperador Federico II predestinó el pontífice a la desilusión. Excepto por Luis IX, rey de Francia, que tomó la cruz en diciembre, 1244, nadie mostró ninguna buena voluntad para conducir una expedición a Palestina. Informado que los mongoles estaban bien dispuestos hacia la Cristiandad, Inocencio IV les envió Giovanni di Pianocarpini, un franciscano, y Nicolás Ascelin, un dominicano, como embajadores. Pianocarpini estuvo en Karakorum el 8 de abril, 1246, el día de la elección del gran khan, pero nada resultó de este primer intento de crear una alianza con los mongoles contra los mahometanos. Sin embargo, cuando San Luis, que salió de París el 12 de junio de 1248, había llegado a la Isla de Chipre, recibió allí a una embajada amical del gran khan y, en retorno, le envió a dos dominicanos. Alentado, quizás, por esta alianza, el rey de Francia decidió atacar Egipto. El 7 de junio de 1249, tomó Damietta, pero fue sólo seis meses más tarde que marchó sobre el Cairo. El 19 de diciembre su avanzada, comandada por su hermano, Roberto de Artois, empezó imprudentemente a combatir en las calles de Mansura y fue exterminado. Al rey mismo le cortaron la comunicación con Damietta y lo hicieron prisionero el 5 de abril de 1250. Al mismo tiempo, la dinastía Ayubí fundada por Saladino fue derrocada por la milicia mameluca, cuyos ámeles tomaron posesión de Egipto. San Luis negoció con éste último y fue puesto en libertad a condición de entregar Damietta y pagar un rescate de un millón de besantes de oro. Se quedó en Palestina hasta 1254; negoció con los ámeles egipcios por la liberación de prisioneros; mejoró el equipo de las fortalezas del reino, San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa, y Sidón; y envió a fray Guillermo de Rubruquis como embajador al Gran Kan. Entonces, a la noticia de la muerte de su madre, Blanca de Castilla, que había actuado como regente, volvió a Francia. Desde la cruzada contra San Juan de Acre, un nuevo estado Franco, el reino de Chipre, fue formado en el mediterráneo frente a Siria y llegó a ser un valioso punto de apoyo para las cruzadas. Por una pródiga distribución de tierras y franquicias, Gui de Lusiñan consiguió atraer colonos a la isla, caballeros, hombres de armas, y civiles; sus sucesores establecieron un gobierno modelado en el reino de Jerusalén. El poder del rey era limitado por la Suprema Corte, compuesta de todos los caballeros, vasallos, o bajo-vasallos, con sede en Nicosia. Sin embargo, los feudos eran menos extensos que en Palestina, y los señores feudales podían heredar sólo en línea directa. La isla de Chipre fue pronto poblada con colonos franceses que consiguieron predominar sobre los griegos, a quienes incluso impusieron su lengua. Iglesias construidas en el estilo francés y castillos fortificados aparecieron por todos lados. La catedral de Santa Sofía en Nicosia, erigida entre 1217 y 1251, era casi una copia de una iglesia en Champaña. En fin, la actividad comercial se convirtió en una característica pronunciada de las ciudades de Chipre, y Famagusta se convirtió en uno de los más activos puertos mediterráneos. PÉRDIDA FINAL DE LAS COLONIAS CRISTIANAS DE ORIENTE (1254-91) Sin mas ayuda de fondos de Occidente, y desgarradas por desórdenes internos, las colonias cristianas debieron su salvación temporal a los cambios en la política musulmana y a la intervención de los mongoles. Los venecianos sacaron a los genoveses de San Juan de Acre y trataron la ciudad como territorio conquistado; en una batalla en la que cristianos lucharon contra cristianos, y en la que pelearon Hospitalarios contra Templarios, 20.000 hombres perecieron. Por venganza los genoveses se aliaron con Miguel Paleólogo, emperador de Nicea, cuyo general, Alejo Strategopulos, no tuvo ningún problema para entrar en Constantinopla y derrocar al emperador latino, Balduino II, el 25 de julio de 1261. La conquista del Califato de Bagdad por los mongoles (1258) y su invasión de Siria, donde tomaron Alepo y Damasco, aterró a los cristianos y a los mahometanos; pero el ámel mameluco, Baybars el Arbelester, derrotó a los mongoles y les arrebato Siria en septiembre, 1260. Proclamado sultán como consecuencia de una conspiración, en 1260, Baybars inició una guerra implacable contra los estados cristianos restantes. En 1263 destruyó la iglesia de Nazaret; en 1265 tomó Cesarea y Jaffa, y en fin capturó Antioquía (mayo, 1268). La cuestión de una cruzada seguía discutiéndose en Occidente, pero excepto entre hombres con una visión religiosa, como San Luis, ya no se le daba ninguna seriedad al asunto entre los príncipes europeos. Veían la cruzada como un instrumento político, que se utilizaba sólo cuando servía sus propios intereses. Para impedir la predicación de una cruzada contra Constantinopla, Miguel Paleólogo le prometió al papa trabajar por la unión de las iglesias; pero Carlos de Anjou, hermano de San Luis, a quien la conquista de las Dos Sicilias había hecho uno de los príncipes más poderosos de la Cristiandad, emprendió el llevar a cabo para su beneficio propio los designios orientales hasta allí acariciados por el Hohenstaufen. Mientras María de Antioquía, nieta de Amaury II, le dejó los derechos que ella reivindicaba a la corona de Jerusalén, él firmó el tratado de Viterbo con Balduino II (27 mayo, 1267), que le aseguró eventualmente la herencia de Constantinopla. De ninguna manera preocupado por estas combinaciones diplomáticas, San Luis pensó sólo en la cruzada. En un parlamento tenido en París, el 24 de marzo, 1267, él y sus tres hijos tomaron la cruz, pero, a pesar de su ejemplo, muchos caballeros se opusieron a las exhortaciones del predicador Humberto de Romans. Escuchando los informes de los misioneros, Luis se decidió a ir a Tunicia, cuyo príncipe esperaba convertir al cristianismo. Se ha afirmado que San Luis fue conducido a Tunicia por Carlos de Anjou, pero en vez de alentar la ambición de su hermano el santo se empleó a frustrarla. Carlos había tratado de aprovecharse de la vacancia de la Santa Sede entre 1268 y 1271 para atacar Constantinopla, ya que las negociaciones de los papas con Miguel Paleólogo por la unión religiosa se lo habían impedido hasta ese momento. San Luis recibió la embajada del emperador griego muy cortésmente y ordenó a Carlos de Anjou de reunirse con él en Tunicia. Los cruzados, entre quienes estaba el príncipe Eduardo de Inglaterra, llegaron a Cartago el 17 de julio, 1270, pero la peste se declaró en su campamento, y el 25 de agosto, San Luis murió por la peste. Carlos de Anjou concluyó entonces un tratado con los mahometanos, y los cruzados reembarcaron. Solo el príncipe Eduardo, decidido a cumplir su voto, salió para San Juan de Acre; sin embargo, después de unas razias en territorio sarraceno, concluyó una tregua con Baybars. El campo estaba ahora despejado para Carlos de Anjou, pero la elección de Gregorio X, quien era favorable a la cruzada, de nuevo frustró sus planes. Mientras los emisarios del rey de las Dos Sicilias atravesaban la península balcánica, el nuevo papa esperaba la unión de las iglesias Occidental y Oriental, evento que se proclamó solemnemente en el Concilio de Lyon, el 6 de julio, 1274; Miguel Paleólogo prometió tomar la cruz. El 1 de mayo de 1275, Gregorio X realizó una tregua entre este soberano y Carlos de Anjou. Entretanto Felipe III, rey de Francia, el rey de Inglaterra, y el rey de Aragón hicieron el voto de ir a Tierra Santa. Por desgracia la muerte de Gregorio X llevó estos planes a la nada, y Carlos de Anjou reasumió sus antiguos proyectos. En 1277 envió a Siria a Rogelio de San Severino, quien consiguió plantar su estandarte en el castillo de Acre y en 1278 tomó posesión del principado de Achaia en el nombre de su nuera Isabel de Villehardouin. Miguel Paleólogo no había podido realizar la unión del clero griego con Roma, y en 1281 el Papa Martín IV lo excomulgó. Habiendo firmado una alianza con Venecia, Carlos de Anjou se preparó a atacar Constantinopla, y su expedición fue fijada para abril, 1283. El 30 de marzo de 1282, sin embargo, ocurrió la rebelión conocida como las Vísperas Sicilianas, y una vez más se frustraron sus proyectos. Para dominar a sus propios insubordinados sujetos y emprender la guerra contra el rey de Aragón, Carlos fue obligado por fin a abandonar sus planes en Oriente. Entretanto Miguel Paleólogo quedó como amo de Constantinopla, y la Tierra Santa fue dejada sin defensa. En 1280 los mongoles intentaron una vez más invadir Siria, pero fueron rechazados por los egipcios en la batalla de Hims; en 1286 los habitantes de San Juan de Acre expulsaron al senescal de Carlos de Anjou y pidieron la ayuda de Enrique II, rey de Chipre. Kelaoun, el sucesor de Baybars, rompió entonces la tregua que había concluido con los cristianos, y se apoderó de Margat, la fortaleza de los Hospitalarios. Trípoli se rindió en 1289, y el 5 de abril de 1291, Malek-Aschraf, hijo y sucesor de Kelaoun, se presentó delante de San Juan de Acre con 120,000 hombres. Los 25,000 cristianos que defendían la ciudad ni siquiera tenían un comandante supremo; no obstante resistieron con heroico valor, llenaron las brechas de las murallas con estacas y sacos de algodón y lana, y comunicaron por mar con el rey Enrique II, quien les llevó ayuda de Chipre. Sin embargo, el 28 de mayo, los mahometanos ejecutaron un ataque general, penetraron dentro la ciudad, y sus defensores escaparon en sus navíos. La más fuerte oposición fue presentada por los Templarios, la guarnición de cuya fortaleza resistió diez días más, sólo para ser completamente aniquilada. En julio de 1291, los últimos pueblos cristianos en Siria capitularon, y el reino de Jerusalén cesó de existir. LA CRUZADA DEL SIGLO XIV Y LA INVASION OTOMANA La pérdida de San Juan d'Acre no llevó los príncipes de Europa a organizar una nueva cruzada. Los pensamientos de los hombres estaban de hecho, como de costumbre, dirigidos hacia el Este, pero en los primeros años del siglo XIV la idea de una cruzada inspiraba principalmente los trabajos de teóricos que veían en ella los mejores medios para reformar la Cristiandad. El tratado de Pierre Dubois, funcionario legal de la corona en Coutances, "De Recuperatione Terræ Sanctæ" (Langlois, ed., París, 1891), se parece al trabajo de un soñador, aunque algunas de sus opiniones son verdaderamente modernas. El establecimiento de la paz entre príncipes cristianos por medio de un tribunal de arbitraje, la idea de hacer un príncipe francés emperador hereditario, la secularización del Patrimonio de San Pedro, la consolidación de las Ordenes de Hospitalarios y Templarios, la creación de un disciplinado ejército cuyos diferentes cuerpos deberían tener un uniforme especial, la creación de escuelas para el estudio de lenguas orientales, y el matrimonio mixto de doncellas cristianas con sarracenos eran las ideas principales que él propuso (1307). En cambio los escritos de hombres de mayor actividad y más grande experiencia sugerían métodos más prácticos para efectuar la conquista de Oriente. Persuadidos que la derrota cristiana en Oriente era principalmente debida a las relaciones mercantiles que las ciudades italianas Venecia y Génova continuaban a tener con los mahometanos, estos autores deseaban el establecimiento de un bloqueo comercial que, en unos años, ocasionaría la ruina de Egipto y causaría que cayese bajo control cristiano. Con este propósito se recomendó que una gran armada fuera preparada al costo de los príncipes cristianos para efectuar una labor de vigilancia en el mediterráneo y prevenir el contrabando. Éstos eran los proyectos presentados en las memorias de Fidentius de Padua, un franciscano (hacia 1291, Bibliothèque Nationale, MSS Latín., 7247); en las del rey Carlos II de Nápoles (1293, Bib. Nat., Frankish MSS., 6049); Jacques de Molay (1307, Baluze, ed., Vitæ paparum Avenion., II, 176-185); Enrique II, rey de Chipre (Mas-Latrie, ed., Histoire de Chypre, II, 118); Guillaume d'Adam, arzobispo de Sultanieh (1310, Kohler, ed., Collect. Hist. de las Cruzadas, Documentos armenios, II); y Marino Sanudo, el veneciano (Bongars, ed., Secreta fidelium Crucis, II). También Carlos II insistió en la consolidación de las órdenes militares. Muchas otras memorias, sobre todo la de Hayton, rey de Armenia (1307, ed. Documentos armenios, I), consideraban que una alianza entre los cristianos y los mongoles de Persia era indispensable al éxito. De hecho, desde fines del siglo XIII muchos misioneros habían penetrado en el imperio mongol; en Persia como en China, su propaganda floreció. San Francisco de Asís, y Raimundo Lully habían esperado sustituir la cruzada bélica por una conversión pacífica de los mahometanos al Cristianismo. Raymundo Lully, nacido en Palma, Isla de Mallorca, en 1235, empezó (1275) su "Gran Arte", que, por medio de un método universal para el estudio de lenguas orientales, equiparía a los misioneros para entrar en polémicas con los doctores mahometanos. El mismo año él predominó sobre el rey de Mallorca para fundar el colegio de estudios superiores de la Santísima Trinidad en Miramar, donde los Frailes Menores podrían aprender las lenguas orientales. Él mismo tradujo tratados catequéticos al árabe y, después de pasar su vida viajando por Europa tratando de convencer a papas y reyes a sus ideas, sufrió el martirio en Bougie, donde había empezado su trabajo de evangelización (1314). Entre los mahometanos esta propaganda encontró dificultades insuperables, mientras que los mongoles, algunos de los cuales eran todavía miembros de la iglesia nestoriana, lo recibían de buena gana. Durante el pontificado de Juan XXII (1316-34) se establecieron misiones franciscanas y dominicanas permanentes en Persia, China, Tataria y Turkestán, y en 1318 se creó el Arzobispado de Sultanieh en Persia. En China Giovanni de Monte Corvino, creado arzobispo de Cambaluc (Peking), organizó la jerarquía religiosa, fundó monasterios, y convirtió al Cristianismo a hombres de marca, quizá al mismo Gran Khan. El reporte de viaje del bienaventurado Orderico de Pordenone (Cordier, ed.) a través de Asia, entre 1304 y 1330, nos muestra que la Cristiandad tenía una posición establecida en Persia, India, Asia Central y China del sur. Llevando así a una alianza entre mongoles y cristianos contra los mahometanos, la cruzada había producido el efecto deseado; A principios del siglo XIV el desarrollo futuro del Cristianismo en Oriente parecía asegurado. Por desgracia, sin embargo, los cambios internos que ocurrieron en Occidente, la disminución de la influencia política de los papas, la indiferencia de los príncipes temporales a lo que no afectaba directamente sus intereses territoriales hicieron inútiles todos los esfuerzos para el restablecimiento del poder cristiano en Oriente. Los papas obraron para asegurar el bloqueo de Egipto prohibiendo el intercambio comercial con los infieles y organizando un escuadrón para prevenir el contrabando, pero los venecianos y genoveses en provocación enviaron sus navíos a Alejandría y vendieron esclavos y provisiones militares a los mamelucos. Además, no se pudo efectuar la consolidación de las órdenes militares. Por la supresión de los Templarios en el Concilio de Viena, 1311, el rey Felipe el Justo asenó un cruel revés a la cruzada; en lugar de dar a los Hospitalarios la inmensa riqueza de los Templarios, la confiscó. La Orden Teutónica habiéndose establecido en Prusia en 1228, en Oriente quedaron solo los Hospitalarios. Después de la captura de San Juan de Acre, Enrique II, rey de Chipre, les había ofrecido refugio en Limassol, pero allí se encontraron en muy estrechas circunstancias. En 1310 tomaron la Isla de Rodas, que había llegado a ser una guarida de piratas, y la hicieron su morada permanente. En fin, la contemplada alianza con los mongoles nunca se realizó totalmente. Fue en vano que Argoun, Khan de Persia, envió al monje Nestoriano, Raban Sauma, como embajador al papa y a los príncipes de Occidente (1285-88); sus propuestas obtuvieron solo vagas respuestas. El 23 de diciembre de 1299, Cazan, sucesor de Argoun, derrotó a los cristianos en Hims, y capturó Damasco, pero no pudo retener sus conquistas, y murió en 1304 al momento de preparar una nueva expedición. Los príncipes occidentales tomaron la cruz afín de destinar para su uso propio los diezmos que, para pagar los gastos de la cruzada, recaudaban en las propiedades del clero. Para estos soberanos la cruzada ya no tenía mas que un interés fiscal. En 1336 el rey Felipe VI de Francia, a quien el papa había nombrado jefe de la cruzada, reunió una flota en Marsella y se preparaba a ir a Oriente cuando las noticias de los planes de Eduardo III lo obligaron a regresar a París. La guerra estalló entonces entre Francia e Inglaterra, y fue un obstáculo insuperable al éxito de cualquier cruzada justo cuando las fuerzas combinadas de toda la Cristiandad no habrían sido bastante poderosas para resistir a la nueva tempestad que se preparaba en Oriente. Desde fines del siglo XIII una banda de turcos otomanos, sacados de Asia Central por las invasiones mongoles, había fundado un estado militar en Asia Menor y ahora amenazaba con invadir Europa. Capturaron Efeso en 1308, y en 1326 Osmán, su sultán, estableció su residencia en Bursa (Prusia) en Bitinia bajo Ourkhan, además, organizó las guardias regulares a pie de los janizaros contra las que las indisciplinadas tropas de caballeros occidentales no podían ganar. Los turcos entraron en Nicomedia en 1328 y en Nicea en 1330; cuando amenazaron a los emperadores de Constantinopla, éstos reanudaron negociaciones con los papas con vista a la reconciliación de las Iglesias griega y romana, por cuyo propósito se envió a Barlaam como embajador a Aviñón, en 1339. Al mismo tiempo los mamelucos egipcios destruyeron el puerto de Lajazzo, centro comercial del reino de Armenia Menor, donde los restos de las colonias cristianas habían buscado refugio después de la toma de San Juan de Acre (1337). El bienestar comercial de los venecianos mismos fue amenazado; con su apoyo el Papa Clemente VI en 1344 consiguió reorganizar la liga marítima cuyo funcionamiento había sido impedido por la guerra entre Francia e Inglaterra. Génova, los Hospitalarios, y el rey de Chipre todos enviaron sus contingentes, y, el 28 de octubre, 1344, los cruzados tomaron Smyrna, que fue confiada al cuidado de los Hospitalarios. En 1345 refuerzos dirigidos por Humberto, Delfín de Viena, se presentaron en el Archipiélago, pero el nuevo jefe de la cruzada estaba absolutamente incapacitado para el trabajo que se le asignó; incapaces de resistir a la piratería de los turcos ámeles, los cristianos concluyeron una tregua con ellos en 1348. En 1356 los Otomanos capturaron Gallípoli y cortaron la ruta a Constantinopla. La causa de la cruzada encontró entonces un defensor imprevisto en Pedro I, rey de Chipre, quien, llamado por los armenios, consiguió sorprender y tomar por asalto la ciudad de Adalia en la costa Ciliciana en 1361. Incitado por su canciller, Felipe de Mézières, y Pierre Thomas, el legado papal, Pedro I emprendió un viaje a Occidente (1362-65) con la esperanza de reavivar el entusiasmo de los príncipes cristianos. El papa Urbano V le ofreció una magnífica bienvenida, como también lo hizo Juan el Bueno, rey de Francia, que tomó la cruz en Aviñón, el 20 de marzo, 1363; el ejemplo de este ultimo fue seguido por el rey Eduardo III, el Príncipe Negro, el emperador Carlos IV, y Casimiro, rey de Polonia. Por doquier se ofrecieron al rey Pedro hermosas promesas, pero cuando, en junio, 1365, embarcó en Venecia no lo acompañaba casi nadie excepto sus propias fuerzas. Después de reunirse con la flota de los Hospitalarios, se presentó inesperadamente frente al Viejo Puerto de Alejandría, desembarcó sin resistencia, y pilló la ciudad durante dos días, pero ante la aproximación de un ejército egipcio sus soldados lo forzaron a retirarse, 9-16 octubre, 1365. De nuevo en 1367 saqueó los puertos de Siria, Trípoli, Tortosa, Laodicea, y Jaffa, destruyendo así el comercio de Egipto. Luego, durante otro viaje a Occidente, hizo un gran esfuerzo para interesar a los príncipes a la cruzada, pero a su retorno a Chipre fue asesinado, como resultado de un complot. Entretanto los otomanos continuaron su progreso en Europa, tomaron Filipolis en 1363 y, en 1365, capturaron Adrianópolis, que fue hecha la capital de los sultanes. Ante el ruego del Papa Urbano V, Amadeo VII, conde de Saboya, tomó la cruz y el 15 de agosto, 1366, su armada tomó Gallípoli; luego, después de rescatar al emperador griego, Juan V, tenido cautivo por los búlgaros, regresó a Occidente. A pesar del heroísmo desplegado durante esas expediciones, los esfuerzos hechos por los cruzados fueron demasiado intermitentes para producir resultados durables. Felipe de Mézières, un amigo y admirador de Pedro de Lusiñan, ansioso de encontrar un remedio a los males de la Cristiandad, soñó en fundar una nueva milicia, la Orden de la Pasión, una organización cuyo carácter era el ser simultáneamente clerical y militar, y cuyos miembros, aunque casados, llevarían una vida casi monacal consagrándose a la conquista de la Tierra Santa. Bien recibido por Carlos V, Felipe de Mézières se estableció en París y propagó sus ideas entre la nobleza francesa. En 1390 Luis II duque de Borbón, tomó la cruz, y a la instigación de los genoveses fue a sitiar el-Mahadia, una ciudad africana en la costa de Tunicia. En 1392 Carlos VI que había firmado un tratado de paz con Inglaterra, parecía haber sido ganado para la cruzada justo antes de volverse loco. Pero el momento de las expediciones a la Tierra Santa había pasado, y de allí en adelante la Europa cristiana fue forzada a defenderse a sí misma contra las invasiones otomanas. En 1369 Juan V, Paleólogo, fue a Roma y abjuró el cisma; de allí en adelante los papas trabajaron valientemente para preservar los restos del imperio bizantino y los estados cristianos en los Balcanes. Habiéndose vuelto amo de Serbia en la batalla del Kosovo en 1389, el sultán Bajazet impuso su soberanía sobre Juan V y obtuvo posesión de Filadelfia, la última ciudad griega en Asia Menor. Sigismundo, rey de Hungría, alarmado ante el progreso de los turcos, le envió una embajada a Carlos VI, y un gran número de señores franceses, entre ellos el conde de Nevers, hijo del duque de Borgoña, se enrolaron bajo el estandarte de la cruz y, en julio de 1396, se les unieron en Buda caballeros ingleses y alemanes. Los cruzados invadieron Serbia, pero a pesar de sus prodigios de valor Bajazet los derrotó completamente frente a Nicópolis, el 25 de septiembre, 1396. El conde de Nevers y un gran numero de señores fueron hechos prisioneros de Bajazet y liberados solo bajo la condición de rescates enormes. A pesar de esta derrota, debida a la impetuosidad mal dirigida de los cruzados, una nueva expedición salió de Aigues-Mortes en junio, 1399, bajo el mando del mariscal Boucicault y consiguió romper el bloqueo que los turcos habían establecido alrededor de Constantinopla. Además, entre 1400 y 1402, Juan Paleólogo hizo otro viaje a Occidente para pedir refuerzos. LA CRUZADA EN EL SIGLO XV Un inesperado evento, la invasión por Timur y los mongoles, salvó Constantinopla por el momento. Aniquilaron el ejército de Bajazet en Ancyra, el 20 de julio, 1402, y, dividieron el imperio otomano entre varios príncipes, reduciéndolo a un estado de vasallaje. Los gobernantes occidentales, Enrique III, rey de Castilla, y Carlos VI, rey de Francia, enviaron embajadores a Timur (ver el informe de Ruy Gonçales de Clavijo, Madrid, 1779), pero las circunstancias no eran favorables, como lo habían sido en el siglo XIII. La rebelión nacional en China que derrocó a la dinastía mongol en 1368 había dado por resultado la destrucción de las misiones cristianas en Extremo Oriente; en Asia Central los mongoles se habían convertido al mahometismo, y Timur mostró su hostilidad a los cristianos tomando Smyrna a los Hospitalarios. El mariscal Boucicault se aprovechó del abatimiento en el que la invasión mongol había dejado los poderes mahometanos para saquear los puertos de Siria, Trípoli, Beirut, y Sidón en 1403, pero fue incapaz de retener sus conquistas; Timur, en cambio, pensaba sólo en obtener posesión de China y volvió a Samarcanda, donde murió en 1405. Las guerras civiles que estallaron entre los príncipes otomanos dieron unos años de respiro a los emperadores bizantinos, pero Murat II, habiendo restablecido el poder turco, sitio Constantinopla de junio a septiembre de 1422, y obligó a Juan VIII, Paleólogo a pagarle tributo. En 1430 Murat quitó Tesalónica a los venecianos, forzó la muralla del Hexamilion, que Manuel había erigido para proteger el Peloponeso, y subyugó Serbia. La idea de la cruzada era siempre popular en Occidente, y, en su lecho de muerte, Enrique V de Inglaterra lamentó el no haber tomado Jerusalén. En sus cartas a Bedford, el regente, y al duque de Borgoña, Juana de Arco aludió a la unión de la Cristiandad contra los sarracenos, y la creencia popular expresada en la poesía de Christine de Pisan era que, después de liberar Francia, la doncella de Orleans guiaría Carlos VII a Tierra Santa. Pero esto era sólo un sueño, y las guerras civiles en Francia, la cruzada contra los husitas, y el concilio de Constanza, impidieron el tomar cualquier acción contra los turcos. Sin embargo, en 1421 Felipe el Bueno, duque de Borgoña, envió a Gilberto de Lannoy, y en 1432, a Bertrand de la Brocquière, a Oriente como emisarios confidenciales para reunir información que pudiera ser de valor para una futura cruzada. Al mismo tiempo se reanudaron negociaciones por la unión religiosa que facilitaría la cruzada entre los emperadores bizantinos y los papas. El emperador Juan VIII vino en persona a asistir al concilio convocado por el Papa Eugenio IV en Ferrara, en 1438. Gracias a la buena voluntad de Bessarión y de Isidoro de Kiev, los dos prelados griegos que el papa había elevado al cardenalato, el concilio, que se transfirió a Florencia, estableció la armonía en todos los puntos, y el 6 de julio, 1439, se proclamó solemnemente la reconciliación. La reunión fue mal recibida por los griegos y esto no llevó a los príncipes occidentales a tomar la cruz. Aventureros de todas nacionalidades se enrolaron bajo las ordenes del cardinal Giuliano Cesarini y fueron a Hungría a sumarse a los ejércitos de János Hunyadi, voivoda de Transilvania, que acababa de repeler a los turcos en Hermanstadt, de Ladislao Jagellón, rey de Polonia, y de Jorge Brankovitch, Príncipe de Serbia. Habiendo derrotado a los turcos en Nis, el 3 de noviembre, 1443, los aliados pudieron conquistar Serbia, gracias a la defección de los albaneses dirigidos por Jorge Castriota (Scanderbeg), su comandante nacional. Murat firmó una tregua de diez años y abdicó el trono, el 15 de julio, 1444, pero Giuliano Cesarini, el legado papal, no favorecía la paz y quiso seguir adelante hasta Constantinopla. A causa de su instigación los cruzados rompieron la tregua e invadieron Bulgaria, por lo cual Murat de nuevo tomó el comando, cruzó el Bósforo en galeras genovesas, y aniquiló el ejército cristiano en Varna, el 10 de noviembre, 1444. Esta derrota dejó a Constantinopla sin defensa. En 1446 Murat consiguió conquistar Morea, y cuando, dos años más tarde, János Hunyadi trató de ir a ayudar Constantinopla fue derrotado en Kosovo. Solo Scanderbeg consiguió mantener su independencia en Epiro y, en 1449, rechazó una invasión turca. Mehmet II, que sucedió a Murat en 1451, se preparaba a sitiar Constantinopla cuando, el 12 de diciembre, 1452, el emperador Constantino XI decidió proclamar la unión de las iglesias en presencia de los legados papales. La esperada cruzada, sin embargo, no se produjo; y cuando, en marzo, 1453, las fuerzas armadas de Mehmet II, 160,000, completamente rodearon Constantinopla, los griegos tenían sólo 5,000 soldados y 2,000 caballeros occidentales, comandados por Giustiniani de Génova. A pesar de esta seria desventaja, la ciudad resistió durante dos meses contra el enemigo, pero en la noche del 28 de mayo, 1453, Mehmet II ordenó un ataque general, y después de una desesperada batalla, en la que pereció el emperador Constantino XI, los turcos entraron en la ciudad por todas partes y perpetraron una matanza espantosa. Mehmet II pasó a caballo por encima de montones de cadáveres y montado entró a la iglesia de Santa Sofía, y la transformó en una mezquita. La captura de la "Nueva Roma" fue la más espantosa desgracia sufrida por la Cristiandad desde la toma de San Juan de Acre. Sin embargo, la agitación que las noticias de este hecho causaron en Europa fue más aparente que genuina. Felipe el Bueno, duque de Borgoña, dio un espectáculo alegórico en Lille en el que la Santa Iglesia solicitaba la ayuda de caballeros que pronunciaban los votos más extravagantes delante de Dios y un faisán (sur le faisan). Æneas Sylvius, obispo de Siena, y San Juan Capistrano, el franciscano, predicaron la cruzada en Alemania y Hungría; las Dietas de Ratisbona y Francfort prometieron ayuda, y se formó una liga entre Venecia, Florencia, y el duque de Milán, pero nada se obtuvo de ella. El Papa Calixto III consiguió reunir una armada de dieciséis galeras, que, bajo las ordenes del Patriarca de Aquilea, protegió el archipiélago. Sin embargo, la derrota de los turcos frente a Belgrado en 1457, gracias a la bravura de János Hunyadi, y la sangrienta conquista del Peloponeso en 1460 parecieron por fin reanimar a la Cristiandad de su apatía. Æneas Sylvius, ahora papa bajo el nombre de Pío II, multiplicó sus exhortaciones, declarando que él mismo conduciría la cruzada, y a fines de 1463 bandas de cruzados empezaron a reunirse en Ancona. El Dogo de Venecia había cedido a las súplicas del papa, mientras que el duque de Borgoña se contentaba con enviar a 2,000 hombres. Pero cuando, en junio, 1464, el papa fue a Ancona a asumir el comando de la expedición, cayó enfermo y murió, después de lo cual la mayor parte de los cruzados, desarmados, faltos de municiones, y amenazados de inanición, regresaron a sus propios países. Los venecianos fueron los únicos que invadieron el Peloponeso y saquearon Atenas, pero veían la cruzada sólo como un medio de promover sus intereses comerciales. Bajo Sixto IV tuvieron la osadía de utilizar la armada papal para la captura de mercancía guardada en Smyrna y Adalia; asimismo compraron los derechos de Catalina Cornaro al reino de Chipre. Por fin, en 1480, Mehmet II dirigió un triple ataque contra Europa. En Hungría Matías Corvino resistió a la invasión turca, y los Caballeros de Rodas, dirigidos por Pedro d'Aubusson, se defendieron victoriosamente, pero los turcos consiguieron tomar Otranto y amenazaron con conquistar Italia. En una asamblea que se tuvo en Roma y presidida por Sixto IV, los embajadores de los príncipes cristianos otra vez prometieron ayuda; pero la situación de la Cristiandad habría sido en verdad crítica si no hubiera sido por la muerte de Mehmet II que ocasionó la evacuación de Otranto, en tanto que el poder de los turcos disminuía por varios años a causa de las guerras civiles entre los hijos de Mahoma. Al momento de la expedición de Carlos VIII en Italia (1492) se hablaba de nuevo de una cruzada; según los planes del rey de Francia, la conquista de Nápoles sería seguida por la de Constantinopla y Oriente. Por esta razón el Papa Alejandro VI le entregó el Príncipe Djem, hijo de Mehmet II y pretendiente al trono, que había tomado refugio con los Hospitalarios. Cuando Alejandro VI se ligó con Venecia y Maximiliano contra Carlos VIII, la razón oficial de la alianza era la cruzada, pero se había vuelto imposible el tomar en serio tales proyectos. Las ligas por la cruzada no eran ya mas que combinaciones políticas, y la predicación por la Guerra Santa no parecía a la gente nada más que un medio para obtener dinero. Antes de su muerte el emperador Maximiliano tomó la cruz en Metz con la debida solemnidad, pero esas demostraciones no podían llevar a ningún resultado satisfactorio. Las nuevas condiciones que entonces controlaban la Cristiandad hicieron la cruzada imposible. MODIFICACIONES Y SUPERVIVENCIA DE LA IDEA DE LA CRUZADA A partir del siglo XVI solo los intereses de los estados influenciaban la política europea; Así a los estadistas la idea de una cruzada les parecía anticuada. Egipto y Jerusalén habiendo sido conquistadas por el sultán Selim, en 1517, el Papa León X hizo supremos esfuerzo por restablecer la paz indispensable a la organización de una cruzada. El rey de Francia y el emperador Carlos V prometieron su cooperación; el rey de Portugal sitiaría Constantinopla con 300 barcos, y el papa conduciría la expedición. Justo en ese momento hubo problemas entre Francisco I y Carlos V; esos planes por consiguiente fallaron completamente. Los jefes de la Reforma eran desfavorables a la cruzada, y Lutero declaró que la guerra contra los turcos era un pecado porque Dios los había hecho Sus instrumentos para castigar los pecados de Su gente. Por consiguiente, aunque la idea de la cruzada no se perdió totalmente de vista, tomó una forma nueva y se ajustó a las nuevas condiciones. Los Conquistadores, que desde el siglo XV habían salido a descubrir nuevas tierras, se consideraron como los auxiliares de la cruzada. El Infante Don Enrique, Vasco de Gama, Cristóbal Colón, y Albuquerque llevaron la cruz en su pecho y, cuando buscaban los medios de rodear Africa o de llegar a Asia por rutas del este, pensaron en atacar a los mahometanos por detrás; además, contaban con la alianza de un fabuloso soberano que se decía era cristiano, Preste Juan. Los papas, también, alentaban con fuerza esas expediciones. Por otra parte, entre las potencias de Europa la Casa de Austria, que dominaba Hungría, donde era directamente amenazada por los turcos, y que tenía supremo control del mediterráneo, se dio cuenta de que sería para su ventaja el mantener un cierto interés en la cruzada. Hasta fines del siglo XVII, cuando se reunió una dieta de los príncipes alemanes en Ratisbona, se agitó con frecuencia la pregunta de la guerra contra los turcos, y Lutero mismo, modificando su primera opinión, exhortó la nobleza alemana a defender la Cristiandad (152829). La guerra en Hungría siempre participó del carácter de una cruzada y, en diferentes ocasiones, nobles franceses se enrolaron bajo el estandarte imperial. Así el duque de Mercoeur fue autorizado por Enrique IV a entrar al servicio húngaro. En 1664 Luis XIV ansioso de extender su influencia en Europa, envió un contingente al emperador que, bajo las ordenes del conde de Coligny, rechazó a los turcos en la batalla de San Gotardo. Pero tales demostraciones no tenían importancia porque, en la época de Francisco I y para mantener el equilibrio del poder en Europa frente a la Casa de Austria, los reyes de Francia no habían dudado en entrar en tratados de alianza con los turcos. Cuando, en 1683, Kara Mustapha avanzó sobre Viena con 30.000 turcos o tártaros, Luis XIV no respondió, y fue a Juan Sobieski, rey de Polonia, a quien el emperador debió su seguridad. Éste fue el esfuerzo supremo hecho por los turcos en Occidente. Agobiados por las victorias del príncipe Eugenio a fines del siglo XVII, se volvieron de allí en adelante una potencia pasiva. En el mediterráneo, Génova y Venecia vieron su monopolio comercial destruido en el siglo XVI por el descubrimiento de continentes nuevos y de nuevas rutas marítimas hacia las Indias, mientras que su poder político era asimilado por la Casa de Austria. Sin dejar que los cruzados los estorbaran en sus empresas continentales, los Habsburgos soñaban de obtener el control del mediterráneo paralizando a los piratas de Berbería y deteniendo el progreso de los turcos. Cuando, en 1571, la isla de Chipre fue amenazada por los otomanos, que cruelmente masacraron las guarniciones de Famagusta y Nicosia, luego de que estas ciudades se habían rendido de acuerdo a términos pactados, el Papa Pío V consiguió formar una liga de potencias marítimas contra el sultán Selim, y obtuvo la cooperación de Felipe II por haberle otorgado el derecho a los diezmos de la cruzada, mientras que él mismo equipó algunas galeras. El 7 de octubre, 1571, una armada cristiana de 200 galeras, con 50.000 hombres bajo el mando de Don Juan de Austria, se enfrentó con la flota otomana en los estrechos de Lepanto, la destruyó completamente, y liberó a miles de cristianos. Esta expedición tuvo el carácter de una cruzada. El papa, considerando que la victoria había salvado a la Cristiandad, para conmemorarla instituyó la fiesta del Santo Rosario, que se celebra el primer domingo de octubre. Pero los aliados no llevaron más allá sus ventajas. Cuando, en el siglo XVII, Francia reemplazó España como la gran potencia mediterránea, se esforzó, a pesar de los tratados que la ligaban con los turcos, a defender los últimos restos de fuerzas cristianas en el Oriente. En 1669 Luis XIV envió al duque de Beaufort con una armada de 7000 hombres a la defensa de Candía, una provincia veneciana, pero, a pesar de algunas brillante salidas, sólo consiguió retrasar su captura por unas semanas. Sin embargo, la acción diplomática de los reyes de Francia con respecto a los cristianos Orientales que eran súbditos turcos fue más eficaz. El régimen de "Capitulaciones", establecido bajo Francisco en 1536, renovado bajo Luis XIV en 1673, y Luis XV en 1740, garantizó a los católicos la libertad religiosa y la jurisdicción del embajador francés de Constantinopla; A todos los peregrinos occidentales se les autorizó el acceso a Jerusalén y al Santo Sepulcro, que se confió al cuidado de los Frailes Menores. Tal fue el modus vivendi finalmente establecido entre la Cristiandad y el mundo mahometano. A pesar de estos cambios puede decirse que, hasta el siglo XVII, la imaginación de la Cristiandad Occidental todavía estaba obsesionada por la idea de las Cruzadas. Aun el menos quimérico de los estadistas, tal como el Padre José de Tremblay, el amigo de confianza de Richelieu, a veces acariciaba tales esperanzas, mientras que el plan de la memoria que Leibniz dirigió (1672) a Luis XIV sobre la conquista de Egipto era el de una cruzada normal. Por fin, allí estaba como la reliquia respetable de un pasado glorioso la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, fundada en el siglo XI y que continuo a existir hasta la revolución francesa. A pesar de los esfuerzos valerosos de su gran maestro, Villiers de l'Isle Adam, los turcos los habían expulsado de Rodas en 1522, y habían tomado refugio en Italia. En 1530 Carlos V les obsequió la isla de Malta, admirablemente situada desde un punto de vista estratégico, de donde podían ejercer vigilancia sobre el mediterráneo. Se obligaron a prometer dejar Malta a la recuperación de Rodas, y también a hacer la guerra a los piratas de Berbería. En 1565 los Caballeros de Malta resistieron un furioso ataque de los turcos. También mantuvieron un escuadrón capaz de hacer huir a los piratas de Berbería. Reclutados entre los más jóvenes hijos de las familias más nobles de Europa, poseían inmensos patrimonios en Francia y en Italia, y cuando la revolución francesa estalló, la orden rápidamente perdió terreno. Se le confiscó la propiedad que poseía en Francia en 1790, y cuando, en 1798, el directorio emprendió una expedición a Egipto, Bonaparte, de pasada, se apoderó de la isla de Malta, cuyos caballeros se habían puesto ellos mismos bajo la protección del Zar, Paulo I. La ciudad de Valetta se rindió a la primera llamada, y la orden se desbandó; sin embargo, en 1826 fue reorganizada en Roma como una asociación caritativa. La historia de las Cruzadas esta por lo tanto íntimamente relacionada con la de los papas y la Iglesia. Estas Guerras Santas fueron esencialmente una empresa papal. La idea de mitigar todas las disensiones entre cristianos, de unirlos bajo el mismo estandarte y enviarlos en contra de los mahometanos, fue concebida en el siglo XI, es decir, en una época en la que aún no había ningún estado organizado en Europa, y cuando el papa era el único potentado en posición de saber y entender los intereses comunes de la Cristiandad. En esa época los turcos amenazaban con invadir Europa, y el imperio bizantino parecía incapaz de resistir a los enemigos que lo rodeaban. Urbano II entonces aprovechó la veneración en la que los lugares santos eran tenidos por los cristianos de Occidente y rogó a estos de dirigir sus combinadas fuerzas contra los mahometanos y, por un ataque audaz, detener su avance. El resultado de ese esfuerzo fue la creación de los estados cristianos en Siria. Mientras la autoridad de las papas era indiscutible en Europa, estaban en posición de proveer a esas colonias cristianas la ayuda que requerían; pero cuando esa autoridad era discutida por disensiones entre el sacerdocio y el imperio, el ejército cruzado perdía la unidad de mando tan indispensable al éxito. Las potencias marítimas de Italia, cuya ayuda era indispensable a los ejércitos cristianos, pensaban sólo en usar las Cruzadas para fines políticos y económicos. Otros príncipes, primero el Hohenstaufen y después Carlos de Anjou, siguieron este precedente, la cruzada de 1204 fue la primera rebelión abierta contra la voluntad pontifical. Por fin, cuando, al fin de la edad media, se había definitivamente abandonado toda idea de monarquía cristiana, cuando la política estatal era la única influencia que ponía en movimiento a las Potencias de Europa, la cruzada parecía un respetable pero molesto sobreviviente. En el siglo XV Europa dejó que los turcos tomaran Constantinopla, y los príncipes estaban muchos menos preocupados de partir hacia el Oriente que de encontrar una manera de no cumplir sus votos de cruzados sin perder la buena opinión del público. Después de eso todo intento de cruzada participó de la naturaleza de los esquemas políticos. A pesar de su derrota final, las cruzadas ocupan un lugar muy importante en la historia del mundo. Esencialmente obra de los papas, estas Guerras Santas antes que nada ayudaron a fortalecer la autoridad pontifical; ofrecieron a los papas la oportunidad de interferir en las guerras entre príncipes cristianos, mientras que los privilegios temporales y espirituales que otorgaron a los cruzados virtualmente hicieron de estos último sus súbditos. Al mismo tiempo ésta fue la razón principal por la cual tantos gobernantes civiles se negaron a unirse a las cruzadas. Se debe decir que las ventajas así adquiridas por los papas fueron por la seguridad común de la Cristiandad. Desde el principio las cruzadas fueron guerras defensivas y detuvieron el avance de los mahometanos que, por dos siglos, concentraron sus fuerzas en una lucha en contra de las colonias cristianas en Siria; Así Europa es ampliamente deudora de las cruzadas por el mantenimiento de su independencia. Además, las cruzadas tuvieron consecuencias en las que los papas nunca habían soñado, y que fueron quizás las más importantes de todas. Restablecieron el tráfico entre el Occidente y Oriente, que, después de haber estado interrumpido durante varios siglos, se reanudó entonces con una energía aun más grande; fueron una manera de sacar a los caballeros occidentales de las profundidades de sus provincias respectivas, introducirlos en los más civilizados países asiáticos revelándoles así un mundo nuevo, y regresarlos a sus tierras natales llenos de ideas nuevas; fueron instrumentales en extender el comercio de las Indias, del que las ciudades italianas por mucho tiempo tuvieron el monopolio, así como el de los productos que transformaron la vida material de Occidente. Además, desde fines del siglo XII, el desarrollo de la cultura general en Occidente fue el resultado directo de esas Guerras Santas. En fin, es con las cruzadas que debemos asociar el origen de las exploraciones geográficas hechas por Marco Polo y Orderico de Pordenone, los italianos que llevaron a Europa el conocimiento de Asia y China continentales. A una fecha aun más tardía, fue el espíritu del verdadero cruzado el que animó a Cristóbal Colón cuando emprendió su peligroso viaje hacia la entonces desconocida América, y a Vasco de Gama cuando salió en busca de la India. Si, de hecho, la civilización cristiana de Europa ha llegado a ser una cultura universal, en el sentido más alto, la gloria redunda, en gran medida, a las cruzadas. LOUIS BRÉHIER Transcrito por Douglas J. Potter Traducido por Oscar Olague