Cruzadas - La Mente de Cristo

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Cruzadas
Las Cruzadas fueron expediciones emprendidas, en cumplimiento de un solemne voto, para
liberar los Lugares Santos de la dominación mahometana. El origen de la palabra remonta a la
cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas
iniciativas. Escritores medievales utilizan los términos crux (pro cruce transmarina, Estatuto de
1284, citado por Du Cange s.v. crux), croisement (Joinville), croiserie (Monstrelet), etc. Desde la
edad media el significado de la palabra cruzada se extendió para incluir a todas las guerras
emprendidas en cumplimiento de un voto, y dirigidas contra infieles, ej. contra mahometanos,
paganos, herejes, o aquellos bajo edicto de excomunión. Las guerras emprendidas por los
españoles contra los moros constituyeron una cruzada incesante del siglo XI al XVI; en el norte
de Europa se organizaron cruzadas contra los prusianos y lituanos; el exterminio de la herejía
albigense se debió a una cruzada, y, en el siglo XIII los papas predicaron cruzadas contra Juan
Lackland y Federico II. Pero la literatura moderna ha abusado de la palabra aplicándola a todas
las guerras de carácter religioso, como, por ejemplo, la expedición de Heraclio contra los persas
en el siglo VII y la conquista de Sajonia por Carlomagno. La idea de la cruzada corresponde a
una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; esto supone una
unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los papas. Todas las cruzadas se
anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía
una cruz de las manos del papa o de su legado, y era desde ese momento considerado como un
soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios
temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc.
De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las
Cruzadas Orientales, que son las únicas tratadas en este artículo.

DIVISION
Ha sido habitual el describir las Cruzadas como ocho en número:
primera, 1095-1101; segunda, encabezada por Luis VII, 1145-47; tercera, conducida por Felipe
Augusto y Ricardo Corazón de León, 1188-92; cuarta, durante la cual Constantinopla fue
tomada, 1204; quinta, que incluyó la conquista de Damietta, 1217; sexta, en la que Federico II
tomó parte (1228-29); así como Teobaldo de Champaña y Ricardo de Cornualles (1239);
séptima, liderada por San Luis, 1249-52; octava, también bajo la dirección de San Luis, 1270.
Esta división es arbitraria y excluye muchas expediciones importantes, entre ellas las de los
siglos XIV y XV. En realidad las Cruzadas continuaron hasta fines del siglo XVII, la cruzada de
Lepanto ocurrió en 1571, la de Hungría en 1664, y la cruzada del duque de Borgoña a Candía, en
1669. Una división más científica se basa en la historia de las colonias cristianas en Oriente; por
consiguiente el tema se tratara en el siguiente orden:
I. Origen de las Cruzadas; II. Fundación de estados cristianos en Oriente; III. Primera
destrucción de los estados cristianos (1144-87); IV. Intentos de restaurar los estados cristianos y
la cruzada contra San Juan de Acre (1192-98); V. La cruzada contra Constantinopla (1204); VI.
Las cruzadas del siglo XIII (1217-52); VII. Pérdida final de las colonias cristianas de Oriente
(1254-91); VIII. La cruzada del siglo XIV y la invasión otomana; IX. La cruzada en el siglo XV;
X. Modificaciones y persistencia de la idea de cruzada.
ORIGEN DE LAS CRUZADAS
El Origen de las Cruzadas remonta directamente a la condición moral y política de la Cristiandad
Occidental en el siglo XI. En aquel tiempo Europa estaba dividida en muchos estados cuyos
soberanos estaban absortos en tediosas y fútiles disputas territoriales mientras el emperador, en
teoría la cabeza temporal de la Cristiandad, gastaba su energía en disputas sobre Investiduras.
Solo los papas habían mantenido una justa noción de unidad cristiana; Ellos veían a que grado
los intereses de Europa eran amenazados por el imperio Bizantino y por las tribus mahometanas,
y solo ellos tenían una política extranjera cuyas tradiciones se formaron bajo León IX y Gregorio
VII. La reforma efectuada en la Iglesia y el papado bajo la influencia de los monjes de Cluny
había aumentado el prestigio del romano pontífice ante todas las naciones cristianas; por tanto
nadie sino el papa podía inaugurar el movimiento internacional que culminó en las Cruzadas.
Pero a pesar de su eminente autoridad nunca habría podido el papa persuadir a los pueblos
occidentales de armarse para la conquista de la Tierra Santa de no haber sido por que las
relaciones inmemoriales entre Siria y Occidente favorecieron su plan. Los europeos escucharon
la voz de Urbano II porque sus propias inclinaciones y tradiciones históricas los impulsaban
hacia el Santo Sepulcro. Desde fines del siglo V no había habido ninguna ruptura en su
comunicación con Oriente. Desde el primer período cristiano colonias de sirios habían
introducido las ideas religiosas, arte, y cultura de Oriente en las grandes ciudades de Galia y de
Italia. Los cristianos occidentales a su vez viajaron en grandes cantidades a Siria, Palestina, y
Egipto, sea para visitar los Lugares Santos o para seguir la vida ascética de los monjes de la
Tebaida o del Sinaí. Aun existe el itinerario de un peregrinaje de Burdeos a Jerusalén, que data
de 333; en 385 San Jerónimo y Santa Paula fundaron los primeros monasterios latinos en Belén.
Ni siquiera la invasión bárbara pareció desalentar el ardor por las peregrinaciones a Oriente. El
Itinerario de Santa Silvia (Etheria) muestra la organización de esas expediciones, que eran
dirigidas por clérigos y escoltadas por tropas armadas. En el año 600, San Gregorio el Grande
hizo erigir un hospicio en Jerusalén para el alojamiento de los peregrinos, envió sus designios a
los monjes del Monte Sinaí ("Vita Gregorii" in "Acta SS.", marzo 1I, 132), y, aunque la
condición deplorable de la Cristiandad Oriental después de la invasión árabe hizo esta
comunicación más difícil, de ninguna manera ceso.
Ya desde el siglo VIII anglosajones sufrieron las más grandes dificultades para visitar Jerusalén.
El viaje de San Willibaldo, obispo de Eichstädt, tomó siete años (722-29) y proporciona una idea
de las variadas y severas tribulaciones a las que los peregrinos eran sometidos (Itiner. Latina, 1,
241-283). Después de su conquista de Occidente, los Carolingias trataron de mejorar la
condición de los latinos establecidos en Oriente; en 762 Pipino el Breve entró en negociaciones
con el Califa de Bagdad. En Roma el 30 de noviembre de 800, el mismo día en el que León III
invocó el arbitraje de Carlomagno, embajadores de Haroun al-Raschid entregaron al rey de los
Francos las llaves del Santo Sepulcro, el estandarte de Jerusalén, y unas preciosas reliquias
(Einhard, "Annales", ad un. 800, in "Mon. Germ. Hist.: Script.", I, 187); esto fue un
reconocimiento del protectorado franco sobre los cristianos de Jerusalén. Que se edificaron
iglesias y monasterios pagados por Carlomagno es certificado por una especie de censo de los
monasterios de Jerusalén de 808 ("Commemoratio de Casis Dei" in "Itiner. Hieros.", I, 209). In
870, al momento del peregrinaje de Bernardo el monje (Itiner. Hierosol., I, 314), esas
instituciones eran todavía muy prósperas, y se ha demostrado con abundancia que se enviaban
limosnas periódicamente de Occidente a Tierra Santa . En el siglo X justo cuando el orden
político y social de Europa estaba más perturbado, caballeros, obispos, y abades, actuando por
devoción y gusto de la aventura, estaban acostumbrados a visitar Jerusalén y orar en el Santo
Sepulcro sin ser vejados por los mahometanos. De repente, en 1009, Hakem, el Califa fatimí de
Egipto, en un ataque de locura ordenó la destrucción del Santo Sepulcro y de todos los
establecimientos cristianos en Jerusalén. Por años después de esto los cristianos fueron
cruelmente perseguidos. (Ver la relación de un testigo ocular, Iahja de Antioquía, en la "Epopée
byzantine" de Schlumberger, II, 442.) En 1027 el protectorado Franco fue derrocado y
reemplazado por el de los emperadores bizantinos, a cuya diplomacia se debió la reconstrucción
del Santo Sepulcro. Incluso se cercó el barrio cristiano con un muro, y unos comerciantes
Amalfi, vasallos de los emperadores griegos, construyeron hospicios para peregrinos en
Jerusalén, ej. el Hospital de San Juan, cuna de la Orden de los Hospitalarios.
En vez de disminuir, el entusiasmo de los cristianos occidentales por el peregrinaje a Jerusalén
pareció más bien aumentar durante el siglo XI. No solos príncipes, obispos, y caballeros, sino
aun hombres y mujeres de las más humildes clases emprendieron la jornada santa (Radulphus
Glaber, IV, vi). Ejércitos enteros de peregrinos cruzaron Europa, y en el valle del Danubio se
establecieron hospicios donde podían completar sus provisiones. En 1026 Ricardo Abad de
Saint-Vannes, condujo 700 peregrinos a Palestina con gasto de Ricardo II, duque de Normandía.
En 1065 más de 12,000 alemanes que cruzaron Europa bajo el mando de Günther, obispo de
Bamberg, en su camino a Palestina tuvieron que buscar refugio en una fortaleza en ruinas, donde
se defendieron contra una banda de beduinos (Lambert de Hersfeld, en "Mon. Germ. Hist.:
Script.", V, 168). Así es evidente que a fines del siglo XI la ruta de Palestina le era bastante
familiar a los cristianos occidentales que tenían al Santo Sepulcro como a la reliquia más
venerada y estaban listos a afrontar cualquier peligro para visitarlo. El recuerdo del protectorado
de Carlomagno aun vivía, y un rastro de él se encuentra en la leyenda medieval del viaje de este
emperador a Palestina (Gaston Paris in "Romania", 1880, pág. 23). El ascenso de los turcos
seleúcidas, sin embargo, comprometió la seguridad de los peregrinos e incluso amenazó la
independencia del imperio bizantino y de toda la Cristiandad. En 1070 Jerusalén fue tomada, y
en 1091 Diógenes, el emperador griego, fue derrotado y hecho cautivo en Mantzikert. Asia
Menor y toda Siria se volvieron la presa de los turcos. Antioquía sucumbió en 1084, y para 1092
ni una de las grandes sedes metropolitanas de Asia permanecía en posesión de los cristianos.
Aunque separados de la comunión de Roma desde el cisma de Miguel Cerulario (1054), los
emperadores de Constantinopla suplicaron por la ayuda de los papas; en 1073 se intercambiaron
cartas sobre el asunto entre Miguel VII y Gregorio VII. El papa seriamente contempló el liderar
una fuerza de 50,000 hombres a Oriente para restablecer la unidad cristiana, repeler a los turcos,
y rescatar el Santo Sepulcro. Pero la idea de la cruzada constituía sólo una parte de este
magnífico plan. (Las cartas de Gregorio VII están en P. L., CXLVIII, 300, 325, 329, 386; cf.
discusión crítica de Riant in Archives de l'Orient Latin, I, 56.) El conflicto sobre las Investiduras
en 1076 obligó al papa a abandonar sus proyectos; los emperadores Nicéphoro Botaniates y
Alejo Comneno eran desfavorables a una unión religiosa con Roma: finalmente la guerra estalló
entre el imperio bizantino y los Normandos de las Dos Sicilias.
Fue el Papa Urbano II quien asumió los planes de Gregorio VII y les dio una forma más definida.
Una carta de Alejo Comneno a Roberto, conde de Flandes, registrada por los cronistas, Guibert
de Nogent ("Historiens Occidentaux des Croisades", ed. por la Académie des Inscriptions, IV,
13l) y Hugues de Fleury (in "Mon. Germ. Hist.: Script.", IX, 392), parece dar a entender que la
cruzada fue instigada por el emperador bizantino, pero esto se ha probado falso (Chalandon,
Essai sur le règne d'Alexis Comnène, appendix), Alejo sólo había querido enrolar quinientos
caballeros flamencos en el ejército imperial (Anna Comnena, Alexiada, VII, iv). El honor de
iniciar la cruzada se ha atribuido también a Pedro el Ermitaño, un solitario de Picardía, quien,
después de un peregrinaje a Jerusalén y una visión en la iglesia del Santo Sepulcro, fue a ver a
Urbano II y fue comisionado por él para predicar la cruzada. Sin embargo, aunque testigos
oculares de la cruzada mencionan su predicación, no le atribuyen el papel tan importante que le
asignan mas tarde varios cronistas, ej. Alberto de Aix y sobre todo Guillermo de Tiro. (Ver
Hagenmeyer, Peter der Eremite Leipzig, 1879.) La idea de la cruzada se atribuye principalmente
al Papa Urbano II (1095), y los motivos que lo llevaron actuar son claramente mostrados por sus
contemporáneos: "Observando el enorme daño que todos, clero o pueblo, causaron a la fe
cristiana. . . a la noticia de que las provincias rumanas habían sido tomadas de los cristianos por
los turcos, conmovido con compasión e impulsado por el amor de Dios, cruzó las montañas y
descendió en la Galia" (Foucher de Chartres, I, in "Histoire des Crois.", III, 321). Por supuesto es
posible que para aumentar sus fuerzas, Alejo Comneno haya solicitado ayuda en Occidente; sin
embargo, no fue él sino el papa quien incitó al gran movimiento que llenó a los griegos de
ansiedad y terror.
FUNDACION DE LOS ESTADOS CRISTIANOS DE
ORIENTE
Después de viajar a través de Borgoña y el sur de Francia, Urbano II convocó un concilio en
Clermont-Ferrand, en Auvernia. Asistieron catorce arzobispos, 250 obispos, y 400 abades;
también un gran número de caballeros y hombres de todas condiciones vinieron y acamparon en
la llanura de Chantoin, al este de Clermont, del 18 al 28 de noviembre de 1095. El 27 de
noviembre el papa se dirigió a las multitudes congregadas, las exhortó a ir adelante y rescatar el
Santo Sepulcro. Entre un entusiasmo maravilloso y gritos de "¡Dios lo quiere!" todos corrieron
hacia el pontífice a obligarse por voto a partir para Tierra Santa y recibir la cruz de material rojo
que llevarían en el hombro. Al mismo tiempo el papa envió cartas a todas las naciones cristianas,
y el movimiento rápidamente avanzó en toda Europa. Predicadores de la cruzada aparecieron por
dondequiera, y por todos lados surgieron desorganizas, indisciplinadas, hordas sin dinero, casi
sin equipo, que, saliendo hacia el este por el valle del Danubio, pillaron a lo largo del camino y
asesinaron a los judíos en las ciudades alemanas. Una de esas bandas, encabezada por Folkmar,
un clérigo alemán, fue asesinada por los húngaros. Pedro el Ermitaño, sin embargo, y el
caballero alemán, Walter Sin-un-cinco (Gautier Sans Avoir), llegaron por fin a Constantinopla
con sus desorganizadas tropas. Para preservar la ciudad del pillaje Alejo Comneno los mandó
llevar a través del Bósforo (agosto, 1096); en Asia Menor volvieron a saquear y fueron casi todos
masacrados por los turcos. Entretanto se organizaba la cruzada regular en Occidente y, según un
bien concebido plan, los cuatro ejércitos principales debían reunirse en Constantinopla.
Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena a la cabeza del pueblo de Lorena, los alemanes, y
los franceses del norte, siguió el valle del Danubio, cruzó Hungría, y llegó a Constantinopla el 23
de diciembre de 1096.
Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia, Roberto Courte-Heuse, duque de
Normandía, y el conde Esteban de Blois, llevaron bandas de franceses y normandos por los
Alpes y echaron vela de los puertos de Apulia para Dyrrachium (Durazzo o Durrës), de donde
tomaron la "Via Egnatia" hacia Constantinopla y se reunieron allí en mayo de 1097.
Los franceses del sur, bajo la dirección de Raimundo de San-Gilles, conde de Tolosa, y de
Ademar de Monteil, obispo de Puy y legado papal, empezaron a avanzar batallando por los
valles longitudinales de los Alpes Orientales y, después de conflictos sangrientos con los eslavos,
llegaron a Constantinopla a fines de abril de 1097.
Por último, los Normandos de Italia del sur, atraídos por el entusiasmo de las bandas de cruzados
que pasaban por su país, embarcaron para Epiro bajo el mando de Bohemundo y Tancredo, uno
era el hijo mayor, el otro el sobrino, de Roberto Guiscardo.
Cruzando el imperio bizantino, consiguieron llegar a Constantinopla el 26 de abril de 1097. La
aparición de los ejércitos cruzados en Constantinopla creó la más grande inquietud, y provocó
los futuros e irremediables malos entendidos entre los cristianos griegos y los latinos. La
invasión no pedida de estos últimos alarmó a Alejo, quien trató de prevenir la concentración de
todas esas fuerzas en Constantinopla transportando a Asia Menor cada ejército occidental en el
orden de su llegada; además, él trató de arrancar de los jefes de la cruzada la promesa de que
restaurarían al imperio griego las tierras que iban a conquistar. Después de resistir a las súplicas
imperiales durante el invierno, Godofredo de Bouillon, confinado en Pera, aceptó al fin tomar el
juramento de fidelidad. Bohemundo, Roberto Courte-Heuse, Esteban de Blois, y los otros jefes
cruzados sin dudar hicieron la misma promesa; Raimundo de St-Gilles, sin embargo, permaneció
firme.
Transportados a Asia Menor, los cruzados sitiaron la ciudad de Nicea, pero Alejo negoció con
los turcos, que le entregaron la ciudad, y prohibió entrar a los cruzados (1 de junio de 1097).
Después de vencer a los turcos en la batalla de Dorilea el 1 de julio de 1097, los cristianos
entraron en las mesetas altas de Asia Menor. Sin cesa hostigados por un implacable enemigo,
agobiados por el extremo calor, y abatidos bajo el peso de sus armaduras de cuero cubiertas de
placas de hierro, sus sufrimientos eran casi intolerables. En septiembre 1097, Tancredo y
Balduino, hermanos de Godofredo de Bouillon, dejaron el grueso del ejército y entraron en
territorio armenio. En Tarsus una pelea casi estalla entre ellos, pero afortunadamente se
reconciliaron. Tancredo tomó posesión de las ciudades de Cilicia, mientras Balduino, llamado
por los armenios, cruzó el Eufrates en octubre, 1097, y, después de casarse con una princesa
armenia, fue proclamado Señor de Edesa. Entretanto los cruzados, reaprovisionados por los
armenios de la región de Taurus, fueron a Siria y el 20 de octubre, 1097, llegaron a la ciudad
fortificada de Antioquía, que estaba protegida por una pared flanqueada de 450 torres, abastecida
por el ámel Jagi-Sian con inmensas cantidades de provisiones. Gracias a la ayuda de carpinteros
e ingenieros de una flota genovesa que había llegado a la boca del Orontes, los cruzados
pudieron construir arietes e iniciaron el sitio de la ciudad. Por fin, Bohemundo negoció con un
jefe turco que entregó una de las torres, y en la noche del 2 de junio, 1098, los cruzados tomaron
Antioquía por asalto. Al mismo día siguiente fueron sitiados dentro de la ciudad por el ejército
de Kerbûga, ámel de Mosul. Plaga y hambre cruelmente diezmaron sus rangos, y muchos de
ellos, entre otros Esteban de Blois, escaparon bajo cubierto de la noche. El ejército estaba al
borde del desaliento cuando de repente se reanimó su valor por el descubrimiento de la Lanza
Santa, resultado del sueño de un sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé. El 28 de junio de
1098, el ejército de Kerbûga fue efectivamente rechazado, pero, en lugar de marchar sin retraso a
Jerusalén, los jefes gastaron varios meses en disputas por a la rivalidad entre Raimundo de SanGilles y Bohemundo, ambos exigiendo el derecho a Antioquía. No fue sino hasta abril, 1099, que
empezó la marcha hacia Jerusalén, Bohemundo quedo en posesión de Antioquía mientras que
Raimundo tomó Trípoli. El 7de junio los cruzados empezaron el sitio de Jerusalén. Su dificultad
habría sido seria, en efecto, de no haber sido por la llegada de otra flota genovesa a Jaffa y, como
en Antioquía, suministró los ingenieros necesarios para un sitio. Después de una procesión
general que los cruzados hicieron descalzos alrededor de las murallas de la ciudad entre insultos
y encantamientos de hechiceros mahometanos, el ataque comenzó el 14 de julio, 1099. Al día
siguiente los cristianos entraron en Jerusalén por todos lados y asesinaron a sus habitantes sin
consideración de edad ni sexo. Habiendo cumplido su peregrinaje al Santo Sepulcro, los
caballeros eligieron como señor de la nueva conquista a Godofredo de Bouillon, quien se llamó a
sí mismo "Defensor del Santo Sepulcro". Tuvieron entonces que rechazar un ejército egipcio,
que fue derrotado en Ascalón, el 12 de agosto, 1099. Su situación era sin embargo muy insegura.
Alejo Comneno amenazó el principado de Antioquía, y en 1100 Bohemundo mismo fue hecho
prisionero por los turcos, mientras que la mayor parte de las ciudades en la costa estaban todavía
bajo control mahometano. Antes de su muerte, el 29 de julio, 1099, Urbano II una vez más
proclamó la cruzada. En 1101 tres expediciones cruzaron Europa bajo la dirección del conde
Esteban de Blois, del duque Guillermo IX de Aquitania, y de Welf IV, duque de Baviera. Los
tres lograron llegar a Asia Menor, pero fueron masacrados por los turcos. A su salida de prisión
Bohemundo atacó al imperio bizantino, pero fue rodeado por el ejército imperial y forzado a
aceptar ser el vasallo de Alejo. A la muerte de Bohemundo en 1111, sin embargo, Tancredo se
negó a respetar el tratado y retuvo Antioquía. Godofredo de Bouillon murió en Jerusalén el 18 de
julio, 1100. Su hermano y sucesor, Balduino de Edesa, fue coronado rey de Jerusalén en la
Basílica de Belén el 25 de diciembre, 1100. En 1112 con la ayuda de Noruegos bajo el mando de
Sigurd Jorsalafari y el apoyo de flotas genovesa, pisana, y veneciana, Balduino inició la
conquista de los puertos de Siria, que completó en 1124 con la captura de Tiro. Solo Ascalón
mantuvo una guarnición egipcia hasta 1153.
En ese período los estados cristianos formaban un territorio extenso y continuo entre el Eufrates
y la frontera egipcia, e incluían cuatro principados casi independientes: el reino de Jerusalén, el
condado de Trípoli, el principado de Antioquía, y el condado de Rohez (Edesa). Estos pequeños
estados eran, por así decir, la propiedad común de toda la Cristiandad y, como tal, estaban
subordinados a la autoridad del papa. Además, los caballeros franceses y comerciantes italianos
establecidos en las recientemente conquistadas ciudades pronto predominaron. La autoridad de
los soberanos de estos diferentes principados estaba restringida por los dueños-de-feudos, los
vasallos, y los sub-vasallos que constituían la Corte de Lieges, o Suprema Corte. Esta asamblea
tenía total autoridad en asuntos legislativos; ningún estatuto ni ley se podía proclamar sin su
acuerdo; ningún barón podía ser privado de su feudo sin su decisión; su jurisdicción se extendía
por encima de todos, incluso el rey, y también controlaba la sucesión al trono. Una "Corte de
Burgueses" tenía jurisdicción similar sobre los ciudadanos. Cada feudo tenía un tribunal igual
compuesto de caballeros y ciudadanos, y en los puertos había policía y cortes mercantiles (ver
ASSIZES DE JERUSALÉN). La autoridad de la Iglesia también ayudaba a limitar el poder del
rey; las cuatro sedes metropolitanas de Tiro, Cesarea, Bessan, y Petra estaban sujetas al Patriarca
de Jerusalén, de la misma manera siete sedes subordinadas y un número de abadías, entre ellas el
Monte Sión, el Monte de los olivos, el Templo, Josafat, y el Santo Sepulcro. A través de ricas y
frecuentes donaciones el clero se volvió el más grande dueño de propiedades del reino; también
recibió de los cruzados importantes propiedades en Europa. A pesar de las antes mencionadas
restricciones en el siglo XII el rey de Jerusalén tenía un gran ingreso. Los impuestos aduanales
establecidos en los puertos y administrados por nativos, los peajes impuestos a las caravanas, y el
monopolio de ciertas industrias eran una fecunda fuente de ingresos. Desde un punto de vista
militar todo vasallo debía un servicio de tiempo ilimitado al rey, aunque éste estaba obligado a
indemnizarlos, pero para llenar las líneas del ejército era necesario enrolar nativos que recibían
una anualidad a vida (fief de soudée). De esta manera se reclutó la caballería ligera de los
"Turcoples", armados a la manera Sarracena. En total estas fuerzas eran poco mas de 20,000
hombres, y aún así los vasallos poderosos que las comandaban eran casi independientes del rey.
Fue la gran necesidad de tropas regulares para defender los dominios cristianos la que provocó la
creación de una institución única, las órdenes religiosas de caballería, a saber: los Hospitalarios,
que al principio cumplían su deber en el Hospital de San Juan fundado por los antes citados
comerciantes de Amalfi, y fueron organizados luego por Gerardo du Puy como una milicia que
podía luchar contra los Sarracenos (1113); y los Templarios, nueve de quienes en 1118 se
congregaron con Hugues de Payens y recibieron la Regla de San Bernardo. Estos miembros, ya
sea caballeros de la nobleza, alguaciles, empleados, o capellanes, pronunciaron los tres votos
monacales pero era sobre todo para la guerra contra los Sarracenos a lo que se comprometían.
Siendo favorecidos con muchos privilegios espirituales y temporales, fácilmente ganaron
reclutas entre los hijos más jóvenes de casas feudales y adquirieron tanto en Palestina como en
Europa una considerable propiedad. Sus castillos, construidos en los principales puntos
estratégicos, Margat, El Krak, y Tortosa, eran ciudadelas fuertes protegidas por varios cercos
concéntricos. En el reino de Jerusalén estas órdenes militares virtualmente formaron dos
comunidades independientes. Finalmente, en las ciudades, se dividió el poder público entre los
ciudadanos nativos y los colonos italianos, genoveses, venecianos, pisanos, y también los
marselleses a quienes, a cambio de sus servicios, se les dio poder supremo en ciertos distritos en
pequeñas comunidades autogobernadas que tenían sus cónsules, sus iglesias, y en las orillas sus
granjas, utilizadas para el cultivo de algodón y caña de azúcar. Los puertos sirios eran visitados
regularmente por flotas italianas que obtenían allí las especias y sedas traídas por caravanas de
Extremo Oriente. Así, durante la primera mitad del siglo XII los estados cristianos de Oriente
estaban completamente organizados, y aun eclipsaron en riqueza y prosperidad a la mayor parte
de los estados occidentales.
PRIMERA DESTRUCCION
CRISTIANOS (1144-87)
DE
LOS
ESTADOS
Muchos peligros, por desgracia, amenazaban esa prosperidad. En el sur los Califas de Egipto, en
el este los ámeles seleúcidas de Damasco, Hama y Alepo, y en el norte los emperadores
bizantinos, ávidos de realizar el proyecto de Alejo Comneno de tener a los estados latinos bajo su
poder. Además, en presencia de tantos enemigos los estados cristianos faltaban de cohesión y
disciplina. La ayuda que recibían de Occidente era demasiado dispersa e intermitente. Sin
embargo esos caballeros occidentales, aislados en medio de mahometanos y forzados, debido al
tórrido clima, a llevar una vida muy diferente de aquella a la que estaban acostumbrados en casa,
desplegaron valentía y energía admirables en su esfuerzo por preservar las colonias cristianas. En
1137 Juan Comneno emperador de Constantinopla, se presentó delante de Antioquía con un
ejército, y obligó al Príncipe Raimundo a rendirle homenaje. A la muerte de este potentado
(1143), Raimundo trato de quitarse ese molesto yugo e invadió el territorio bizantino, pero fue
encerrado por el ejército imperial y obligado (1144) a humillarse en Constantinopla delante del
emperador Manuel. El Principado de Edesa, completamente aislado de los otros estados
cristianos, no pudo resistir a los ataques de Imad-al-Din Zangi, el príncipe, o atabek, de Mosul,
que forzó su guarnición a capitular el 25 de diciembre de 1144. Después del asesinato de Imadal-Din Zangi, su hijo Nur-al-Din continuo las hostilidades contra los estados cristianos. Ante
estas noticias, Luis VII de Francia, la reina Leonor de Aquitania, y un gran número de caballeros,
conmovidos por las exhortaciones de San Bernardo, se enrolaron bajo la cruz (Asamblea de
Vézelay, 31 de marzo de 1146). El Abad de Claraval se convirtió en el apóstol de la cruzada y
concibió la idea de instar toda Europa a atacar a los infieles simultáneamente en Siria, en España,
y más allá del Elba. Al principio encontró una fuerte oposición en Alemania. Finalmente el
emperador Conrado III accedió a su deseo y adoptó el estandarte de la cruz en la Dieta de Spira,
el 25 de diciembre de 1146. Sin embargo, no había el entusiasmo que predominó en 1095. Al
mismo tiempo que los cruzados comenzaban su marcha, el rey Roger de Sicilia atacó al imperio
bizantino, pero su expedición sólo frenó el progreso de la invasión de Nur-al-Din. Los
sufrimientos soportados por los cruzados mientras cruzaban Asia Menor les impidió el avanzar a
Edesa. Se contentaron con acosar Damasco, pero fueron obligados a retirarse al cabo de varias
semanas (julio, 1148). Esta derrota causó gran descontento en Occidente; además, los conflictos
entre los griegos y los cruzados sólo confirmaron la opinión general de que el imperio bizantino
era el obstáculo principal al éxito de las Cruzadas. Sin embargo, Manuel Comneno trató de
fortalecer los vínculos que unían el imperio bizantino a los principados italianos. En 1161 se casó
con María de Antioquía, y en 1167 dio la mano de una de sus sobrinas a Amaury, rey de
Jerusalén. Esta alianza dio por resultado el frustrar el progreso de Nur-al-Din, que, habiendo
llegado a ser amo de Damasco en 1154, se abstuvo desde entonces de atacar los dominios
cristianos.
El rey Amaury aprovechó esa tregua para intervenir en los asuntos de Egipto, puesto que los
únicos representante restantes de la dinastía fatimí eran niños, y dos visires rivales se disputaban
el poder supremo en medio de condiciones de anarquía absoluta. Uno de esos rivales, Shawer,
siendo desterrado de Egipto, se refugio con Nur-al-Din, que envió a su mejor general, Shírkúh, a
reinstalarlo. Después de su conquista del Cairo, Shírkúh trató de poner Shawer en desgracia con
el califa; Amaury, aprovechándose de esto, se alío con Shawer. En dos ocasiones, en 1164 y
1167, forzó Shírkúh a salir de Egipto; un cuerpo de caballeros francos fue estacionado en una de
las puertas del Cairo, y Egipto pagó un tributo de 100,000 dináres al reino de Jerusalén. En 1168
Amaury hizo otro intento de conquistar Egipto, pero falló. Después de ordenar el asesinato de
Shawer, Shírkúh se proclamó a sí mismo Gran Visir. A su muerte el 3 de marzo de 1169, su
sucesor fue su sobrino, Salah-al-Din (Saladino). Durante ese año Amaury, ayudado por una flota
bizantina, invadió Egipto una vez más, pero fue derrotado en Damietta. Saladino tuvo total
control de Egipto y no nombró ningún sucesor al último califa fatimí, que murió en 1171.
Además, Nur-al-Din murió en 1174, y, mientras sus hijos y sobrinos se disputaban la herencia,
Saladino tomó posesión de Damasco y conquistó toda Mesopotamia excepto Mosul. Así, cuando
Amaury murió en 1173, dejando el poder real a Balduino IV, "el Leproso", un niño de trece años,
el reino de Jerusalén estaba amenazado por todos lados. Al mismo tiempo dos facciones,
conducidas respectivamente por Gui de Lusiñan, cuñado del rey, y Raimundo, conde de Trípoli,
competían por el poder. Balduino IV murió en 1184, y fue pronto seguido a la tumba por su
sobrino Balduino V. A pesar de una viva oposición, Gui de Lusiñan fue coronado rey, el 20 de
julio de 1186. Aunque la lucha contra Saladino estaba ya en marcha, fue desgraciadamente
conducida sin orden ni disciplina. A pesar de la tregua concluida con Saladino, Renaud de
Châtillon, un poderoso señor feudal de la región transjordanica, que incluía al dominio de
Montreal, el gran castillo de Karak, y Aïlet, un puerto en el Mar Rojo, buscó desviar la atención
del enemigo atacando las ciudades santas de los mahometanos. Navíos sin remos fueron traídos a
Aïlet a lomo de camello en 1182, y una flotilla de cinco galeras recorrió el Mar Rojo por un año
entero, asolando las costas hasta Adén; un cuerpo de caballeros incluso intentó tomar Medina. Al
fin esa flotilla fue destruida por Saladino, y, al gran júbilo de los mahometanos, mataron a los
prisioneros francos en la Meca. Atacado en su castillo en Karak, Renaud por dos veces rechazó
las fuerzas de Saladino (1184-86). Una tregua se firmó entonces, pero Renaud la rompió de
nuevo y se apoderó de una caravana en la que iba la propia hermana del sultán. En su
exasperación Saladino invadió el reino de Jerusalén y, aunque Gui de Lusiñan reunió todas sus
fuerzas para rechazar el ataque, el 4 de julio de 1187, el ejército de Saladino aniquiló el de los
cristianos en las orillas del Lago Tiberíades. El rey, el gran maestro del Templo, Renaud de
Châtillon, y los hombres más poderosos del reino fueron hechos prisioneros. Después de matar a
Renaud con sus propias manos, Saladino marchó sobre Jerusalén. La ciudad capituló el 17 de
septiembre, y Tiro, Antioquía, y Trípoli fueron los únicos lugares en Siria que permanecieron en
poder de los cristianos.
INTENTOS
DE
RESTAURAR
LOS
ESTADOS
CRISTIANOS Y LA CRUZADA CONTRA SAN JUAN DE
ACRE
Las noticias de estos eventos causaron gran consternación en la Cristiandad, y el Papa Gregorio
VIII se esforzó en poner fin a todas las disensiones entre los príncipes cristianos. El 21 de enero
de 1188, Felipe Augusto, rey de Francia, y Enrique II, Plantagenet, se reconciliaron en Gisors y
tomaron la cruz. El 27 de marzo en la Dieta de Mainz, Federico Barbarroja y un gran número de
caballeros alemanes hicieron un voto para defender la causa cristiana en Palestina. En Italia, Pisa
hizo la paz con Génova, Venecia con el rey de Hungría, y Guillermo de Sicilia con el imperio
bizantino. Además, una armada escandinava de 12,000 guerreros navegando por las costas de
Europa, al pasar por Portugal, ayudó a recuperar Alvor de los mahometanos. El entusiasmo por
la cruzada era de nuevo de un alto nivel; pero, en cambio, la diplomacia y los planes de reyes y
príncipes tenían cada vez más importancia en su organización. Federico Barbarroja inició
negociaciones con Isaac Angelus, emperador de Constantinopla, con el sultán de Iconium, y aun
con el mismo Saladino. Era, además, la primera vez que se unían bajo un solo jefe todas las
fuerzas mahometanas; Saladino, mientras se predicaba la guerra santa, organizó contra los
cristianos algo así como una contra cruzada. Federico Barbarroja, que fue el primero en
prepararse para la empresa, y a quien los cronistas atribuyen un ejército de 100,000 hombres,
salió de Ratisbona, el 11 de mayo de 1189. Después de cruzar Hungría tomó los estrechos
balcánicos por asalto y trató de flanquear los movimientos hostiles de Isaac Angelus atacando
Constantinopla. Finalmente, después del saqueo de Adrianópolis, Isaac Angelus se rindió, y entre
el 21 y el 30 de marzo de 1190, los alemanes consiguieron cruzar el Estrecho de Gallípoli. Como
de costumbre, la marcha a través de Asia Menor fue muy difícil. Con la idea de reabastecerse en
provisiones, el ejército tomó Iconium por asalto. A su llegada a la región de Taurus, Federico
Barbarroja trató de cruzar el Selef (Kydnos) a caballo y se ahogó. En seguida, muchos príncipes
alemanes regresaron a Europa; los otros, conducidos por el hijo del emperador, Felipe de Suabia
llegaron a Antioquía y prosiguieron luego a San Juan de Acre. Fue delante de esta ciudad que al
fin todas las tropas cruzadas se reunieron. En junio de 1189, el rey Gui de Lusiñan, que había
sido liberado de cautividad, se presentó allí con el resto del ejército cristiano, y, en septiembre
del mismo año, llegó la armada escandinava, seguida por las flotas inglesa y flamenca,
comandadas respectivamente por el Arzobispo de Canterbury y Jacques d'Hvesnes. Este heroico
sitio duró dos años. En la primavera de cada año llegaban refuerzos de Occidente, y una
verdadera ciudad cristiana surgió fuera de las murallas de Acre. Pero los inviernos fueron
desastrosos para los cruzados, cuyas líneas eran diezmadas por enfermedades traídas por las
inclemencias de la estación lluviosa y la falta de comida. Saladino vino a ayudar a la ciudad, y
comunicó con élla por medio de palomas mensajeras. Máquinas lanza misiles (pierrières),
impulsadas por poderosas maquinarias, fueron utilizadas por los cruzados para demoler las
murallas de Acre, pero los mahometanos también tenían artillería poderosa. Este sitio famoso
había durado ya dos años cuando Felipe Augusto, rey de Francia, y Ricardo Corazón de León,
rey de Inglaterra, llegaron a la escena. Después de largas deliberaciones habían salido juntos de
Vézelay, el 4 de julio de 1190. Ricardo embarcó en Marsella, Felipe en Génova, y se reunieron
en Messina. Durante su estancia en ese lugar, que duró hasta marzo, 1191, casi se pelean, pero
finalmente concluyeron un tratado de paz. Mientras Felipe llegaba a Acre, Ricardo naufragó en
la costa de Chipre, entonces independiente bajo Isaac Comneno. Con ayuda de Gui de Lusiñan,
Ricardo conquistó esta isla. La llegada de los reyes de Francia e Inglaterra delante de Acre
provocó la capitulación de la ciudad, el 13 de julio de 1191. Pronto, sin embargo, la disputa de
los reyes francés e ingles estalló de nuevo, y Felipe Augusto dejó Palestina, el 28 de julio.
Ricardo fue entonces el jefe de la cruzada, y, para castigar a Saladino por no cumplir con las
condiciones del tratado dentro del tiempo estipulado, mandó matar a los rehenes mahometanos.
Luego, pensó atacar Jerusalén, pero, luego de engañar a los cristianos durante las negociaciones,
Saladino trajo muchas tropas de Egipto. La empresa falló, y Ricardo compensó sus reveses con
brillantes pero inútiles hazañas que hicieron su nombre legendario entre los mahometanos. Antes
de partir vendió la Isla de Chipre, primero a los Templarios, que fueron incapaces de establecerse
allí, y después a Gui de Lusiñan, que renunció al reino de Jerusalén en favor de Conrado de
Montferrat (1192). Después de una última expedición para defender Jaffa contra Saladino,
Ricardo declaró una tregua y embarcó para Europa, el 9 de octubre de 1192, pero no llegó a su
reino inglés hasta después de haber sufrido una humillante cautividad en las manos del duque de
Austria, quien vengó de esta manera los insultos que se le hicieron frente a San Juan de Acre.
Mientras Capetos y Plantagenets, olvidando la Guerra Santa, arreglaban en casa sus disputas
territoriales, el emperador Enrique VI, hijo de Barbarroja, tomó a su cargo la dirección suprema
de la política cristiana en Oriente. Coronado rey de las Dos Sicilias, el 25 de diciembre de 1194,
tomó la cruz en Bari, el 31 de mayo de 1195, y preparó una expedición que, pensó, recuperaría
Jerusalén y arrebataría Constantinopla al usurpador Alejo III. Ansioso de ejercer su autoridad
imperial hizo a Amaury de Lusignan rey de Chipre y a León II rey de Armenia. En septiembre de
1197, los cruzados alemanes partieron para Oriente. Desembarcaron en San Juan de Acre y
marcharon sobre Jerusalén, pero fueron detenidos delante del pequeño pueblo de Tibnin de
noviembre, 1197, a febrero de 1198. Al levantar el sitio, supieron que Enrique VI había muerto,
el 28 de septiembre, en Messina, donde había reunido la armada que iba a llevarlo a
Constantinopla. Los alemanes firmaron una tregua con los Sarracenos, pero su futura influencia
en Palestina fue asegurada por la creación de la Orden de los Caballeros Teutónicos. En 1143 un
peregrino alemán había fundado un hospital para sus compatriotas; los religiosos que lo servían
se trasladaron a Acre y, en 1198, se organizaron imitando el proyecto de los Hospitalarios, su
regla siendo aprobada por Inocencio III en 1199.
LA CRUZADA EN CONTRA DE CONSTANTINOPLA
(1204)
En los muchos intentos hechos para fundar los estados cristianos los esfuerzos de los cruzados se
habían dirigido solo hacia el objetivo por el que la Guerra Santa había sido instituida; la cruzada
contra Constantinopla muestra la primera desviación del propósito original. Para quienes trataban
de lograr sus fines arrancando la dirección de las cruzadas de las manos del papa, este nuevo
movimiento era, por supuesto, un triunfo, pero para la Cristiandad fue una causa de confusión.
Apenas había sido elegido papa Inocencio III, en enero, 1198, cuando inauguró una política para
el Oriente que siguió a lo largo de todo su pontificado. Subordinó todo lo demás al rescate de
Jerusalén y a la reconquista de la Tierra Santa. En sus primeras Encíclicas convocó a todos los
cristianos a unirse a la cruzada e incluso negoció con Alejo III, el emperador bizantino, tratando
de convencerlo de reintegrar la comunión con Roma y utilizar sus tropas para la liberación de
Palestina. Pedro de Capua, el legado papal, motivó una tregua entre Felipe Augusto y Ricardo
Corazón de León, en enero de 1199, y predicadores populares, entre otros el cura párroco
Foulques de Neuilly, atrajeron grandes multitudes. Durante un torneo en Ecry-sur-Aisne, el 28 de
noviembre de 1199, el conde Teobaldo de Champaña y un gran numero de caballeros tomaron la
cruz; en Alemania del sur Martín, Abad de Pairis, cerca de Colmar, atrajo muchos a la cruzada.
Parecía, sin embargo, que, desde el principio, el papa perdió el control de esta empresa. Sin ni
siquiera consultar a Inocencio III, los caballeros franceses, que habían elegido a Teobaldo de
Champaña como su jefe, decidieron atacar a los mahometanos en Egipto y en marzo, 1201,
concluyeron con la República de Venecia un contrato para el transporte de tropas en el
mediterráneo. A la muerte de Teobaldo los cruzados eligieron como su sucesor a Bonifacio,
Marqués de Montferrat, y primo de Felipe de Suabia, entonces en conflicto abierto con el papa.
Justo en ese momento el hijo de Isaac Angelus, el destronado emperador de Constantinopla,
buscó refugio en Occidente y le pidió a Inocencio III y a su propio cuñado, Felipe de Suabia, el
reintegrarlo en el trono imperial. Se ha planteado la cuestión de si fue un acuerdo previo entre
Felipe y Bonifacio de Montferrat para desviar la cruzada hacia Constantinopla, y un pasaje en la
"Gesta Innocentii" (83, en Pág. L., CCXIV, CXXXII) indica que la idea no era nueva para
Bonifacio de Montferrat cuando, en la primavera de 1202, la dio a conocer al papa. Entretanto
los cruzados reunidos en Venecia no podían pagar la cantidad exigida por su contrato, así, a
manera de intercambio, los venecianos sugirieron que ayudaran a recuperar la ciudad de Zara en
Dalmacia. Los caballeros aceptaron la propuesta, y, después de unos días de sitio, la ciudad
capituló en noviembre, 1202. Pero fue en vano que Inocencio III instó a los cruzados a salir para
Palestina. Habiendo obtenido la absolución por la captura de Zara, y a pesar de la oposición de
Simón de Montfort y una parte del ejército, el 24 de mayo de 1203, los jefes ordenaron la marcha
sobre Constantinopla. Ellos habían concluido con Alejo, el pretendiente bizantino, un tratado por
el cual éste prometía obtener el retorno de los griegos a la comunión con Roma, dar a los
cruzados 200,000 marcos, y participar a la Guerra Santa. El 23 de junio la flota de los cruzados
se presentó delante de Constantinopla; el 7 de julio tomaron posesión de un suburbio de Galacia
y forzaron su entrada en el Cuerno de oro; el 17 de julio atacaron simultáneamente las murallas
marinas y las murallas terrestres del Blachernæ. Las tropas de Alejo III intentaron una
infructuosa salida, y el usurpador huyó, después de lo cual Isaac Angelus fue liberado de prisión
y se le permitió compartir la dignidad imperial con su hijo, Alejo IV. Pero aunque éste último
hubiera sido sincero habría sido incapaz de respetar las promesas hechas a los cruzados. Después
de unos meses de tediosa espera, aquéllos de entre los cruzados acuartelados en Galacia
perdieron paciencia con los griegos, que no sólo se negaban a respetar su acuerdo, sino que
incluso los trataban con abierta hostilidad. El 5 de febrero de 1204, Alejo IV e Isaac Angelus
fueron destronados por una revolución, y Alejo Murzuphla, un usurpador, emprendió la defensa
de Constantinopla en contra de los cruzados latinos que se prepararon a asediar Constantinopla
por segunda vez. Por un tratado concluido en marzo, 1204, entre los venecianos y los jefes
cruzados, se pusieron de acuerdo por adelantado para compartir los despojos del imperio griego.
El 12 de abril de 1204, Constantinopla fue tomada por asalto, y al día siguiente comenzó el cruel
pillaje de sus iglesias y palacios. Obras maestras de la antigüedad, amontonadas en lugares
públicos y en el Hipódromo, fueron completamente destruidas. Clérigos y caballeros, en su
avidez por adquirir famosas e inestimables reliquias, tomaron parte en el saqueo de las iglesias.
Los venecianos recibieron la mitad del botín; la parte de cada cruzado fue determinada según su
grado de barón, caballero, o alguacil, y la mayor parte de las iglesias de Occidente se
enriquecieron con los ornamentos despojados de las de Constantinopla. El 9 de mayo de 1204,
un colegio electoral, constituido por prominentes cruzados y venecianos, se congregó para elegir
un emperador. Dandolo, Dogo de Venecia, rechazó el honor, y no se consideró a Bonifacio de
Montferrat. Al fin Balduino, conde de Flandes, fue elegido y solemnemente coronado en Santa
Sofía. Constantinopla y el imperio fueron divididos entre el emperador, los venecianos, y el jefe
de los cruzados; el Marqués de Montferrat recibió Tesalónica y Macedonia, con el título de rey;
Enrique de Flandes fue hecho Señor de Adramyttion; Luis de Blois fue hecho duque de Nicea, y
se otorgaron feudos a seiscientos caballeros. Entretanto, los venecianos se reservaron los puertos
de Tracia, el Peloponeso, y las islas. Se eligió como patriarca a Tomas Morosini, un sacerdote
veneciano.
Ante las noticias de estos eventos tan extraordinarios, en los que no había tenido ninguna
influencia, Inocencio III se plegó como en sumisión a los designios de la Providencia y, en el
interés de la Cristiandad, se decidió a obtener lo mejor de la nueva conquista. Su principal
objetivo fue de acabar con el cisma griego y poner las fuerzas del nuevo imperio latino al
servicio de la cruzada. Por desgracia, el imperio latino de Constantinopla estaba en una
condición demasiado precaria para proporcionar cualquier apoyo material a la política papal. El
emperador era incapaz de imponer su autoridad a los barones. En Nicea no lejos de
Constantinopla, el ex gobierno bizantino reunió los restos de su autoridad y sus partidarios. Se
proclamó emperador a Teodoro Lascaris. En Europa Joannitsa, zar de los valaquitas y de los
búlgaros, invadió Tracia y destruyó el ejército cruzado frente a Adrianópolis, el 14 de abril de
1205. Durante la batalla cayó el emperador Balduino. Su hermano y sucesor, Enrique de Flandes,
dedicó su reino (1206-16) a interminables conflictos con los búlgaros, los lombardos de
Tesalónica, y los griegos de Asia Menor. A pesar de eso, consiguió fortalecer la conquista latina,
formo una alianza con los búlgaros, y estableció su autoridad incluso sobre los propietarios
feudales de Morea (Parlamento de Ravena, 1209); sin embargo, lejos de conducir una cruzada en
Palestina, tuvo que solicitar ayuda de Occidental, y fue obligado a firmar tratados con Teodoro
Lascaris e incluso con el sultán de Iconium. Los griegos no se reconciliaron con la Iglesia de
Roma; la mayor parte de sus obispos abandonaron sus sedes y se refugiaron en Nicea, dejando
sus iglesias a los obispos latinos nombrados para reemplazarlos. Los conventos griegos fueron
reemplazados por monasterios cistercienses, por comanderías de Templarios y Hospitalarios, y
por capítulos de canónigos. Con raras excepciones, sin embargo, la población nativa permaneció
hostil y tomó a los conquistadores latinos como extranjeros. Habiendo fallado en todos sus
intentos por instigar en los barones del imperio latino el emprender una expedición contra
Palestina, y entendimiento por fin la causa del fracaso de la cruzada en 1204, Inocencio III
decidió (1207) organizar una nueva cruzada sin tomar en cuenta la opinión de Constantinopla.
Las circunstancias, sin embargo, eran desfavorables. En lugar de concentrar las fuerzas de la
Cristiandad contra los mahometanos, el papa los desbandó proclamando (1209) una cruzada
contra los albigenses en el sur de Francia, y contra los Almorávides de España (1213), los
paganos de Prusia, y Juan Lackland de Inglaterra. Al mismo tiempo ocurrieron estallidos de
emoción mística semejantes a los que habían precedido la primera cruzada. En 1212 un joven
pastor de Vendôme y un joven de Colonia reunieron miles de niños a quienes les propusieron
conducirlos a la conquista de Palestina. El movimiento se extendió a través de Francia e Italia.
Esta "Cruzada de los Niños" llegó por fin a Brindisi, donde comerciantes vendieron a muchos de
los niños como esclavos a los moros, mientras que casi todos los demás morían de hambre y
agotamiento. En 1213 Inocencio III había predicado una cruzada en todas partes de Europa y
enviado al Cardinal Pelagius a Oriente para obtener, si posible, el regreso de los griegos al seno
de la unidad romana. El 25 de julio de 1215, Federico II, después de su victoria sobre Otón de
Brunswick, tomó la cruz en la tumba de Carlomagno en Aquisgrán. El 11 de noviembre de 1215,
Inocencio III inauguró el Cuarto Concilio De Letrán con una exhortación a todo los fieles para
participar en la cruzada, cuya salida se fijó para 1217. Al momento de su muerte (1216) el Papa
Inocencio pensó que se había iniciado un gran movimiento.
LAS CRUZADAS DEL SIGLO XIII (1217-52)
En Europa sin embargo, la predicación de la cruzada encontró gran oposición. Los príncipes
temporales se oponían fuertemente a la perdida de jurisdicción sobre los súbditos que tomaban
parte en las cruzadas. Absortos en intrigas políticas, eran reacios a enviar tan lejos las fuerzas
militares en las que dependían. Rápidamente, en diciembre, 1216, se le concedió a Federico II la
primera moratoria en el cumplimiento de su voto. La cruzada tal como se predicó en el siglo XIII
ya no fue el gran movimiento entusiasta de 1095, sino una serie de empresas irregulares e
intermitentes. Andrés II, rey de Hungría, y Casimiro, duque de Pomerania, se hicieron a la vela
de Venecia y Spalato, mientras un ejército escandinavo pasaba por Europa. Los cruzados
llegaron a San Juan de Acre en 1217, pero se limitaron a incursiones en territorio musulmán,
después de lo cual Andrés de Hungría regresó a Europa. Recibiendo refuerzos en la primavera de
1218, Juan de Brienne, rey de Jerusalén, se decidió a ejecutar un ataque en Tierra Santa pasando
por Egipto. Los cruzados en acuerdo llegaron a Damietta en mayo, 1218, y, después de un asedio
marcado por muchos actos de heroísmo, tomaron la ciudad por asalto, el 5 de noviembre, 1219.
En lugar de aprovechar esta victoria, desperdiciaron más de un año en disputas inútiles, y no fue
sino hasta mayo de 1221, que salieron para el Cairo. Rodeado por los sarracenos en Mansura, el
24 de julio, el ejército cristiano fue derrotado. Juan de Brienne fue obligado a comprar la retirada
con la entrega de Damietta a los sarracenos. Entretanto el emperador Federico II, que debía ser el
jefe de la cruzada, se había quedado en Europa y continuaba a importunar al papa con nuevos
aplazamientos de su salida. El 9 de noviembre de 1225, se casó con Isabel de Brienne, heredera
del reino de Jerusalén, la ceremonia se produjo en Brindisi. Ignorando completamente a su
suegro, asumió el título de rey de Jerusalén. En 1227 sin embargo, no había salido todavía para
Palestina. Gregorio IX, elegido papa el 19 de marzo, 1227, exigió a Federico el cumplir con su
voto. Por fin, el 8 de septiembre, el emperador embarcó pero pronto regresó; por consiguiente, el
29 de septiembre, el papa lo excomulgó. Sin embargo, Federico se hizo a la vela de nuevo el 18
de junio, 1228, pero en lugar de conducir una cruzada solo ejecutó un juego diplomático.
Persuadió a Malek-el-Khamil, sultán de Egipto, que estaba en guerra con el príncipe de
Damasco, y concluyó un tratado con él en Jaffa, en febrero, 1229, según el cual Jerusalén, Belén,
y Nazaret serian regresadas a los cristianos. El 18 de marzo de 1229, sin ninguna ceremonia
religiosa, Federico asumió la corona real de Jerusalén en la iglesia del Santo Sepulcro. Al volver
a Europa, se reconcilió con Gregorio IX, en agosto, 1230. El pontífice ratificó el Tratado de
Jaffa, y Federico envió caballeros a Siria a que tomaran posesión de las ciudades y obligar a
todos los señores feudales a rendirle homenaje. Una lucha ocurrió entre Ricardo Filangieri, el
mariscal del emperador, y los barones de Palestina, cuyo jefe era Juan d'Ibelin, señor de Beirut.
Filangieri vanamente intentó obtener posesión de la isla de Chipre. Y, cuando Conrado, hijo de
Federico II e Isabel de Brienne, llegó a la mayoría de edad en 1243, la Suprema Corte, antes
descrita, nombró como regente a Alix de Champaña, reina de Chipre. De esta manera se abolió el
poder alemán en Palestina.
Entretanto el conde Teobaldo IV de Champaña había conducido una infructuosa cruzada en Siria
(1239). De la misma manera el duque de Borgoña y Ricardo de Cornualles, hermano del rey de
Inglaterra, que había emprendido el recuperar Ascalón, concluyeron una tregua con Egipto
(1241). Europa estaba ahora amenazada por un desastre más doloroso. Después de conquistar
Rusia los mongoles bajo la dirección de Gengis Kan se presentaron en 1241 en las fronteras de
Polonia, derrotaron al ejército del duque de Silesia en Liegnitz, aniquilaron el de Béla, rey de
Hungría, y llegaron al Adriático. Palestina sufrió las consecuencias de esta invasión. Los
mongoles habían destruido el imperio musulmán de Kharizm en Asia Central. Huyendo delante
de sus conquistadores, 10.000 kharizmianos ofrecieron sus servicios al sultán de Egipto, y entre
tanto se apoderaron de Jerusalén cuando pasaban por allí, en septiembre, 1244. Las noticias de
esta catástrofe crearon un gran revuelo en Europa, y en el Concilio de Lyon (junio-julio, 1245) el
Papa Inocencio IV proclamó una cruzada, pero la falta de armonía entre él y el emperador
Federico II predestinó el pontífice a la desilusión. Excepto por Luis IX, rey de Francia, que tomó
la cruz en diciembre, 1244, nadie mostró ninguna buena voluntad para conducir una expedición a
Palestina. Informado que los mongoles estaban bien dispuestos hacia la Cristiandad, Inocencio
IV les envió Giovanni di Pianocarpini, un franciscano, y Nicolás Ascelin, un dominicano, como
embajadores. Pianocarpini estuvo en Karakorum el 8 de abril, 1246, el día de la elección del gran
khan, pero nada resultó de este primer intento de crear una alianza con los mongoles contra los
mahometanos. Sin embargo, cuando San Luis, que salió de París el 12 de junio de 1248, había
llegado a la Isla de Chipre, recibió allí a una embajada amical del gran khan y, en retorno, le
envió a dos dominicanos. Alentado, quizás, por esta alianza, el rey de Francia decidió atacar
Egipto. El 7 de junio de 1249, tomó Damietta, pero fue sólo seis meses más tarde que marchó
sobre el Cairo. El 19 de diciembre su avanzada, comandada por su hermano, Roberto de Artois,
empezó imprudentemente a combatir en las calles de Mansura y fue exterminado. Al rey mismo
le cortaron la comunicación con Damietta y lo hicieron prisionero el 5 de abril de 1250. Al
mismo tiempo, la dinastía Ayubí fundada por Saladino fue derrocada por la milicia mameluca,
cuyos ámeles tomaron posesión de Egipto. San Luis negoció con éste último y fue puesto en
libertad a condición de entregar Damietta y pagar un rescate de un millón de besantes de oro. Se
quedó en Palestina hasta 1254; negoció con los ámeles egipcios por la liberación de prisioneros;
mejoró el equipo de las fortalezas del reino, San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa, y Sidón; y envió a
fray Guillermo de Rubruquis como embajador al Gran Kan. Entonces, a la noticia de la muerte
de su madre, Blanca de Castilla, que había actuado como regente, volvió a Francia. Desde la
cruzada contra San Juan de Acre, un nuevo estado Franco, el reino de Chipre, fue formado en el
mediterráneo frente a Siria y llegó a ser un valioso punto de apoyo para las cruzadas. Por una
pródiga distribución de tierras y franquicias, Gui de Lusiñan consiguió atraer colonos a la isla,
caballeros, hombres de armas, y civiles; sus sucesores establecieron un gobierno modelado en el
reino de Jerusalén. El poder del rey era limitado por la Suprema Corte, compuesta de todos los
caballeros, vasallos, o bajo-vasallos, con sede en Nicosia. Sin embargo, los feudos eran menos
extensos que en Palestina, y los señores feudales podían heredar sólo en línea directa. La isla de
Chipre fue pronto poblada con colonos franceses que consiguieron predominar sobre los griegos,
a quienes incluso impusieron su lengua. Iglesias construidas en el estilo francés y castillos
fortificados aparecieron por todos lados. La catedral de Santa Sofía en Nicosia, erigida entre
1217 y 1251, era casi una copia de una iglesia en Champaña. En fin, la actividad comercial se
convirtió en una característica pronunciada de las ciudades de Chipre, y Famagusta se convirtió
en uno de los más activos puertos mediterráneos.
PÉRDIDA FINAL DE LAS COLONIAS CRISTIANAS DE
ORIENTE (1254-91)
Sin mas ayuda de fondos de Occidente, y desgarradas por desórdenes internos, las colonias
cristianas debieron su salvación temporal a los cambios en la política musulmana y a la
intervención de los mongoles. Los venecianos sacaron a los genoveses de San Juan de Acre y
trataron la ciudad como territorio conquistado; en una batalla en la que cristianos lucharon contra
cristianos, y en la que pelearon Hospitalarios contra Templarios, 20.000 hombres perecieron. Por
venganza los genoveses se aliaron con Miguel Paleólogo, emperador de Nicea, cuyo general,
Alejo Strategopulos, no tuvo ningún problema para entrar en Constantinopla y derrocar al
emperador latino, Balduino II, el 25 de julio de 1261. La conquista del Califato de Bagdad por
los mongoles (1258) y su invasión de Siria, donde tomaron Alepo y Damasco, aterró a los
cristianos y a los mahometanos; pero el ámel mameluco, Baybars el Arbelester, derrotó a los
mongoles y les arrebato Siria en septiembre, 1260. Proclamado sultán como consecuencia de una
conspiración, en 1260, Baybars inició una guerra implacable contra los estados cristianos
restantes. En 1263 destruyó la iglesia de Nazaret; en 1265 tomó Cesarea y Jaffa, y en fin capturó
Antioquía (mayo, 1268). La cuestión de una cruzada seguía discutiéndose en Occidente, pero
excepto entre hombres con una visión religiosa, como San Luis, ya no se le daba ninguna
seriedad al asunto entre los príncipes europeos. Veían la cruzada como un instrumento político,
que se utilizaba sólo cuando servía sus propios intereses. Para impedir la predicación de una
cruzada contra Constantinopla, Miguel Paleólogo le prometió al papa trabajar por la unión de las
iglesias; pero Carlos de Anjou, hermano de San Luis, a quien la conquista de las Dos Sicilias
había hecho uno de los príncipes más poderosos de la Cristiandad, emprendió el llevar a cabo
para su beneficio propio los designios orientales hasta allí acariciados por el Hohenstaufen.
Mientras María de Antioquía, nieta de Amaury II, le dejó los derechos que ella reivindicaba a la
corona de Jerusalén, él firmó el tratado de Viterbo con Balduino II (27 mayo, 1267), que le
aseguró eventualmente la herencia de Constantinopla. De ninguna manera preocupado por estas
combinaciones diplomáticas, San Luis pensó sólo en la cruzada. En un parlamento tenido en
París, el 24 de marzo, 1267, él y sus tres hijos tomaron la cruz, pero, a pesar de su ejemplo,
muchos caballeros se opusieron a las exhortaciones del predicador Humberto de Romans.
Escuchando los informes de los misioneros, Luis se decidió a ir a Tunicia, cuyo príncipe
esperaba convertir al cristianismo. Se ha afirmado que San Luis fue conducido a Tunicia por
Carlos de Anjou, pero en vez de alentar la ambición de su hermano el santo se empleó a
frustrarla. Carlos había tratado de aprovecharse de la vacancia de la Santa Sede entre 1268 y
1271 para atacar Constantinopla, ya que las negociaciones de los papas con Miguel Paleólogo
por la unión religiosa se lo habían impedido hasta ese momento. San Luis recibió la embajada
del emperador griego muy cortésmente y ordenó a Carlos de Anjou de reunirse con él en
Tunicia. Los cruzados, entre quienes estaba el príncipe Eduardo de Inglaterra, llegaron a Cartago
el 17 de julio, 1270, pero la peste se declaró en su campamento, y el 25 de agosto, San Luis
murió por la peste. Carlos de Anjou concluyó entonces un tratado con los mahometanos, y los
cruzados reembarcaron. Solo el príncipe Eduardo, decidido a cumplir su voto, salió para San
Juan de Acre; sin embargo, después de unas razias en territorio sarraceno, concluyó una tregua
con Baybars.
El campo estaba ahora despejado para Carlos de Anjou, pero la elección de Gregorio X, quien
era favorable a la cruzada, de nuevo frustró sus planes. Mientras los emisarios del rey de las Dos
Sicilias atravesaban la península balcánica, el nuevo papa esperaba la unión de las iglesias
Occidental y Oriental, evento que se proclamó solemnemente en el Concilio de Lyon, el 6 de
julio, 1274; Miguel Paleólogo prometió tomar la cruz. El 1 de mayo de 1275, Gregorio X realizó
una tregua entre este soberano y Carlos de Anjou. Entretanto Felipe III, rey de Francia, el rey de
Inglaterra, y el rey de Aragón hicieron el voto de ir a Tierra Santa. Por desgracia la muerte de
Gregorio X llevó estos planes a la nada, y Carlos de Anjou reasumió sus antiguos proyectos. En
1277 envió a Siria a Rogelio de San Severino, quien consiguió plantar su estandarte en el castillo
de Acre y en 1278 tomó posesión del principado de Achaia en el nombre de su nuera Isabel de
Villehardouin. Miguel Paleólogo no había podido realizar la unión del clero griego con Roma, y
en 1281 el Papa Martín IV lo excomulgó. Habiendo firmado una alianza con Venecia, Carlos de
Anjou se preparó a atacar Constantinopla, y su expedición fue fijada para abril, 1283. El 30 de
marzo de 1282, sin embargo, ocurrió la rebelión conocida como las Vísperas Sicilianas, y una
vez más se frustraron sus proyectos. Para dominar a sus propios insubordinados sujetos y
emprender la guerra contra el rey de Aragón, Carlos fue obligado por fin a abandonar sus planes
en Oriente. Entretanto Miguel Paleólogo quedó como amo de Constantinopla, y la Tierra Santa
fue dejada sin defensa. En 1280 los mongoles intentaron una vez más invadir Siria, pero fueron
rechazados por los egipcios en la batalla de Hims; en 1286 los habitantes de San Juan de Acre
expulsaron al senescal de Carlos de Anjou y pidieron la ayuda de Enrique II, rey de Chipre.
Kelaoun, el sucesor de Baybars, rompió entonces la tregua que había concluido con los
cristianos, y se apoderó de Margat, la fortaleza de los Hospitalarios. Trípoli se rindió en 1289, y
el 5 de abril de 1291, Malek-Aschraf, hijo y sucesor de Kelaoun, se presentó delante de San Juan
de Acre con 120,000 hombres. Los 25,000 cristianos que defendían la ciudad ni siquiera tenían
un comandante supremo; no obstante resistieron con heroico valor, llenaron las brechas de las
murallas con estacas y sacos de algodón y lana, y comunicaron por mar con el rey Enrique II,
quien les llevó ayuda de Chipre. Sin embargo, el 28 de mayo, los mahometanos ejecutaron un
ataque general, penetraron dentro la ciudad, y sus defensores escaparon en sus navíos. La más
fuerte oposición fue presentada por los Templarios, la guarnición de cuya fortaleza resistió diez
días más, sólo para ser completamente aniquilada. En julio de 1291, los últimos pueblos
cristianos en Siria capitularon, y el reino de Jerusalén cesó de existir.
LA CRUZADA DEL SIGLO XIV Y LA INVASION
OTOMANA
La pérdida de San Juan d'Acre no llevó los príncipes de Europa a organizar una nueva cruzada.
Los pensamientos de los hombres estaban de hecho, como de costumbre, dirigidos hacia el Este,
pero en los primeros años del siglo XIV la idea de una cruzada inspiraba principalmente los
trabajos de teóricos que veían en ella los mejores medios para reformar la Cristiandad. El tratado
de Pierre Dubois, funcionario legal de la corona en Coutances, "De Recuperatione Terræ
Sanctæ" (Langlois, ed., París, 1891), se parece al trabajo de un soñador, aunque algunas de sus
opiniones son verdaderamente modernas. El establecimiento de la paz entre príncipes cristianos
por medio de un tribunal de arbitraje, la idea de hacer un príncipe francés emperador hereditario,
la secularización del Patrimonio de San Pedro, la consolidación de las Ordenes de Hospitalarios
y Templarios, la creación de un disciplinado ejército cuyos diferentes cuerpos deberían tener un
uniforme especial, la creación de escuelas para el estudio de lenguas orientales, y el matrimonio
mixto de doncellas cristianas con sarracenos eran las ideas principales que él propuso (1307). En
cambio los escritos de hombres de mayor actividad y más grande experiencia sugerían métodos
más prácticos para efectuar la conquista de Oriente. Persuadidos que la derrota cristiana en
Oriente era principalmente debida a las relaciones mercantiles que las ciudades italianas Venecia
y Génova continuaban a tener con los mahometanos, estos autores deseaban el establecimiento
de un bloqueo comercial que, en unos años, ocasionaría la ruina de Egipto y causaría que cayese
bajo control cristiano. Con este propósito se recomendó que una gran armada fuera preparada al
costo de los príncipes cristianos para efectuar una labor de vigilancia en el mediterráneo y
prevenir el contrabando. Éstos eran los proyectos presentados en las memorias de Fidentius de
Padua, un franciscano (hacia 1291, Bibliothèque Nationale, MSS Latín., 7247); en las del rey
Carlos II de Nápoles (1293, Bib. Nat., Frankish MSS., 6049); Jacques de Molay (1307, Baluze,
ed., Vitæ paparum Avenion., II, 176-185); Enrique II, rey de Chipre (Mas-Latrie, ed., Histoire de
Chypre, II, 118); Guillaume d'Adam, arzobispo de Sultanieh (1310, Kohler, ed., Collect. Hist. de
las Cruzadas, Documentos armenios, II); y Marino Sanudo, el veneciano (Bongars, ed., Secreta
fidelium Crucis, II). También Carlos II insistió en la consolidación de las órdenes militares.
Muchas otras memorias, sobre todo la de Hayton, rey de Armenia (1307, ed. Documentos
armenios, I), consideraban que una alianza entre los cristianos y los mongoles de Persia era
indispensable al éxito. De hecho, desde fines del siglo XIII muchos misioneros habían penetrado
en el imperio mongol; en Persia como en China, su propaganda floreció. San Francisco de Asís,
y Raimundo Lully habían esperado sustituir la cruzada bélica por una conversión pacífica de los
mahometanos al Cristianismo. Raymundo Lully, nacido en Palma, Isla de Mallorca, en 1235,
empezó (1275) su "Gran Arte", que, por medio de un método universal para el estudio de lenguas
orientales, equiparía a los misioneros para entrar en polémicas con los doctores mahometanos. El
mismo año él predominó sobre el rey de Mallorca para fundar el colegio de estudios superiores
de la Santísima Trinidad en Miramar, donde los Frailes Menores podrían aprender las lenguas
orientales. Él mismo tradujo tratados catequéticos al árabe y, después de pasar su vida viajando
por Europa tratando de convencer a papas y reyes a sus ideas, sufrió el martirio en Bougie, donde
había empezado su trabajo de evangelización (1314). Entre los mahometanos esta propaganda
encontró dificultades insuperables, mientras que los mongoles, algunos de los cuales eran todavía
miembros de la iglesia nestoriana, lo recibían de buena gana. Durante el pontificado de Juan
XXII (1316-34) se establecieron misiones franciscanas y dominicanas permanentes en Persia,
China, Tataria y Turkestán, y en 1318 se creó el Arzobispado de Sultanieh en Persia. En China
Giovanni de Monte Corvino, creado arzobispo de Cambaluc (Peking), organizó la jerarquía
religiosa, fundó monasterios, y convirtió al Cristianismo a hombres de marca, quizá al mismo
Gran Khan. El reporte de viaje del bienaventurado Orderico de Pordenone (Cordier, ed.) a través
de Asia, entre 1304 y 1330, nos muestra que la Cristiandad tenía una posición establecida en
Persia, India, Asia Central y China del sur.
Llevando así a una alianza entre mongoles y cristianos contra los mahometanos, la cruzada había
producido el efecto deseado; A principios del siglo XIV el desarrollo futuro del Cristianismo en
Oriente parecía asegurado. Por desgracia, sin embargo, los cambios internos que ocurrieron en
Occidente, la disminución de la influencia política de los papas, la indiferencia de los príncipes
temporales a lo que no afectaba directamente sus intereses territoriales hicieron inútiles todos los
esfuerzos para el restablecimiento del poder cristiano en Oriente. Los papas obraron para
asegurar el bloqueo de Egipto prohibiendo el intercambio comercial con los infieles y
organizando un escuadrón para prevenir el contrabando, pero los venecianos y genoveses en
provocación enviaron sus navíos a Alejandría y vendieron esclavos y provisiones militares a los
mamelucos. Además, no se pudo efectuar la consolidación de las órdenes militares. Por la
supresión de los Templarios en el Concilio de Viena, 1311, el rey Felipe el Justo asenó un cruel
revés a la cruzada; en lugar de dar a los Hospitalarios la inmensa riqueza de los Templarios, la
confiscó. La Orden Teutónica habiéndose establecido en Prusia en 1228, en Oriente quedaron
solo los Hospitalarios. Después de la captura de San Juan de Acre, Enrique II, rey de Chipre, les
había ofrecido refugio en Limassol, pero allí se encontraron en muy estrechas circunstancias. En
1310 tomaron la Isla de Rodas, que había llegado a ser una guarida de piratas, y la hicieron su
morada permanente. En fin, la contemplada alianza con los mongoles nunca se realizó
totalmente. Fue en vano que Argoun, Khan de Persia, envió al monje Nestoriano, Raban Sauma,
como embajador al papa y a los príncipes de Occidente (1285-88); sus propuestas obtuvieron
solo vagas respuestas. El 23 de diciembre de 1299, Cazan, sucesor de Argoun, derrotó a los
cristianos en Hims, y capturó Damasco, pero no pudo retener sus conquistas, y murió en 1304 al
momento de preparar una nueva expedición. Los príncipes occidentales tomaron la cruz afín de
destinar para su uso propio los diezmos que, para pagar los gastos de la cruzada, recaudaban en
las propiedades del clero. Para estos soberanos la cruzada ya no tenía mas que un interés fiscal.
En 1336 el rey Felipe VI de Francia, a quien el papa había nombrado jefe de la cruzada, reunió
una flota en Marsella y se preparaba a ir a Oriente cuando las noticias de los planes de Eduardo
III lo obligaron a regresar a París. La guerra estalló entonces entre Francia e Inglaterra, y fue un
obstáculo insuperable al éxito de cualquier cruzada justo cuando las fuerzas combinadas de toda
la Cristiandad no habrían sido bastante poderosas para resistir a la nueva tempestad que se
preparaba en Oriente. Desde fines del siglo XIII una banda de turcos otomanos, sacados de Asia
Central por las invasiones mongoles, había fundado un estado militar en Asia Menor y ahora
amenazaba con invadir Europa. Capturaron Efeso en 1308, y en 1326 Osmán, su sultán,
estableció su residencia en Bursa (Prusia) en Bitinia bajo Ourkhan, además, organizó las
guardias regulares a pie de los janizaros contra las que las indisciplinadas tropas de caballeros
occidentales no podían ganar. Los turcos entraron en Nicomedia en 1328 y en Nicea en 1330;
cuando amenazaron a los emperadores de Constantinopla, éstos reanudaron negociaciones con
los papas con vista a la reconciliación de las Iglesias griega y romana, por cuyo propósito se
envió a Barlaam como embajador a Aviñón, en 1339. Al mismo tiempo los mamelucos egipcios
destruyeron el puerto de Lajazzo, centro comercial del reino de Armenia Menor, donde los restos
de las colonias cristianas habían buscado refugio después de la toma de San Juan de Acre (1337).
El bienestar comercial de los venecianos mismos fue amenazado; con su apoyo el Papa Clemente
VI en 1344 consiguió reorganizar la liga marítima cuyo funcionamiento había sido impedido por
la guerra entre Francia e Inglaterra. Génova, los Hospitalarios, y el rey de Chipre todos enviaron
sus contingentes, y, el 28 de octubre, 1344, los cruzados tomaron Smyrna, que fue confiada al
cuidado de los Hospitalarios. En 1345 refuerzos dirigidos por Humberto, Delfín de Viena, se
presentaron en el Archipiélago, pero el nuevo jefe de la cruzada estaba absolutamente
incapacitado para el trabajo que se le asignó; incapaces de resistir a la piratería de los turcos
ámeles, los cristianos concluyeron una tregua con ellos en 1348. En 1356 los Otomanos
capturaron Gallípoli y cortaron la ruta a Constantinopla.
La causa de la cruzada encontró entonces un defensor imprevisto en Pedro I, rey de Chipre,
quien, llamado por los armenios, consiguió sorprender y tomar por asalto la ciudad de Adalia en
la costa Ciliciana en 1361. Incitado por su canciller, Felipe de Mézières, y Pierre Thomas, el
legado papal, Pedro I emprendió un viaje a Occidente (1362-65) con la esperanza de reavivar el
entusiasmo de los príncipes cristianos. El papa Urbano V le ofreció una magnífica bienvenida,
como también lo hizo Juan el Bueno, rey de Francia, que tomó la cruz en Aviñón, el 20 de
marzo, 1363; el ejemplo de este ultimo fue seguido por el rey Eduardo III, el Príncipe Negro, el
emperador Carlos IV, y Casimiro, rey de Polonia. Por doquier se ofrecieron al rey Pedro
hermosas promesas, pero cuando, en junio, 1365, embarcó en Venecia no lo acompañaba casi
nadie excepto sus propias fuerzas. Después de reunirse con la flota de los Hospitalarios, se
presentó inesperadamente frente al Viejo Puerto de Alejandría, desembarcó sin resistencia, y
pilló la ciudad durante dos días, pero ante la aproximación de un ejército egipcio sus soldados lo
forzaron a retirarse, 9-16 octubre, 1365. De nuevo en 1367 saqueó los puertos de Siria, Trípoli,
Tortosa, Laodicea, y Jaffa, destruyendo así el comercio de Egipto. Luego, durante otro viaje a
Occidente, hizo un gran esfuerzo para interesar a los príncipes a la cruzada, pero a su retorno a
Chipre fue asesinado, como resultado de un complot. Entretanto los otomanos continuaron su
progreso en Europa, tomaron Filipolis en 1363 y, en 1365, capturaron Adrianópolis, que fue
hecha la capital de los sultanes. Ante el ruego del Papa Urbano V, Amadeo VII, conde de
Saboya, tomó la cruz y el 15 de agosto, 1366, su armada tomó Gallípoli; luego, después de
rescatar al emperador griego, Juan V, tenido cautivo por los búlgaros, regresó a Occidente. A
pesar del heroísmo desplegado durante esas expediciones, los esfuerzos hechos por los cruzados
fueron demasiado intermitentes para producir resultados durables. Felipe de Mézières, un amigo
y admirador de Pedro de Lusiñan, ansioso de encontrar un remedio a los males de la Cristiandad,
soñó en fundar una nueva milicia, la Orden de la Pasión, una organización cuyo carácter era el
ser simultáneamente clerical y militar, y cuyos miembros, aunque casados, llevarían una vida
casi monacal consagrándose a la conquista de la Tierra Santa. Bien recibido por Carlos V, Felipe
de Mézières se estableció en París y propagó sus ideas entre la nobleza francesa. En 1390 Luis II
duque de Borbón, tomó la cruz, y a la instigación de los genoveses fue a sitiar el-Mahadia, una
ciudad africana en la costa de Tunicia. En 1392 Carlos VI que había firmado un tratado de paz
con Inglaterra, parecía haber sido ganado para la cruzada justo antes de volverse loco. Pero el
momento de las expediciones a la Tierra Santa había pasado, y de allí en adelante la Europa
cristiana fue forzada a defenderse a sí misma contra las invasiones otomanas. En 1369 Juan V,
Paleólogo, fue a Roma y abjuró el cisma; de allí en adelante los papas trabajaron valientemente
para preservar los restos del imperio bizantino y los estados cristianos en los Balcanes.
Habiéndose vuelto amo de Serbia en la batalla del Kosovo en 1389, el sultán Bajazet impuso su
soberanía sobre Juan V y obtuvo posesión de Filadelfia, la última ciudad griega en Asia Menor.
Sigismundo, rey de Hungría, alarmado ante el progreso de los turcos, le envió una embajada a
Carlos VI, y un gran número de señores franceses, entre ellos el conde de Nevers, hijo del duque
de Borgoña, se enrolaron bajo el estandarte de la cruz y, en julio de 1396, se les unieron en Buda
caballeros ingleses y alemanes. Los cruzados invadieron Serbia, pero a pesar de sus prodigios de
valor Bajazet los derrotó completamente frente a Nicópolis, el 25 de septiembre, 1396. El conde
de Nevers y un gran numero de señores fueron hechos prisioneros de Bajazet y liberados solo
bajo la condición de rescates enormes. A pesar de esta derrota, debida a la impetuosidad mal
dirigida de los cruzados, una nueva expedición salió de Aigues-Mortes en junio, 1399, bajo el
mando del mariscal Boucicault y consiguió romper el bloqueo que los turcos habían establecido
alrededor de Constantinopla. Además, entre 1400 y 1402, Juan Paleólogo hizo otro viaje a
Occidente para pedir refuerzos.
LA CRUZADA EN EL SIGLO XV
Un inesperado evento, la invasión por Timur y los mongoles, salvó Constantinopla por el
momento. Aniquilaron el ejército de Bajazet en Ancyra, el 20 de julio, 1402, y, dividieron el
imperio otomano entre varios príncipes, reduciéndolo a un estado de vasallaje. Los gobernantes
occidentales, Enrique III, rey de Castilla, y Carlos VI, rey de Francia, enviaron embajadores a
Timur (ver el informe de Ruy Gonçales de Clavijo, Madrid, 1779), pero las circunstancias no
eran favorables, como lo habían sido en el siglo XIII. La rebelión nacional en China que derrocó
a la dinastía mongol en 1368 había dado por resultado la destrucción de las misiones cristianas
en Extremo Oriente; en Asia Central los mongoles se habían convertido al mahometismo, y
Timur mostró su hostilidad a los cristianos tomando Smyrna a los Hospitalarios. El mariscal
Boucicault se aprovechó del abatimiento en el que la invasión mongol había dejado los poderes
mahometanos para saquear los puertos de Siria, Trípoli, Beirut, y Sidón en 1403, pero fue
incapaz de retener sus conquistas; Timur, en cambio, pensaba sólo en obtener posesión de China
y volvió a Samarcanda, donde murió en 1405. Las guerras civiles que estallaron entre los
príncipes otomanos dieron unos años de respiro a los emperadores bizantinos, pero Murat II,
habiendo restablecido el poder turco, sitio Constantinopla de junio a septiembre de 1422, y
obligó a Juan VIII, Paleólogo a pagarle tributo. En 1430 Murat quitó Tesalónica a los
venecianos, forzó la muralla del Hexamilion, que Manuel había erigido para proteger el
Peloponeso, y subyugó Serbia. La idea de la cruzada era siempre popular en Occidente, y, en su
lecho de muerte, Enrique V de Inglaterra lamentó el no haber tomado Jerusalén. En sus cartas a
Bedford, el regente, y al duque de Borgoña, Juana de Arco aludió a la unión de la Cristiandad
contra los sarracenos, y la creencia popular expresada en la poesía de Christine de Pisan era que,
después de liberar Francia, la doncella de Orleans guiaría Carlos VII a Tierra Santa. Pero esto era
sólo un sueño, y las guerras civiles en Francia, la cruzada contra los husitas, y el concilio de
Constanza, impidieron el tomar cualquier acción contra los turcos. Sin embargo, en 1421 Felipe
el Bueno, duque de Borgoña, envió a Gilberto de Lannoy, y en 1432, a Bertrand de la
Brocquière, a Oriente como emisarios confidenciales para reunir información que pudiera ser de
valor para una futura cruzada. Al mismo tiempo se reanudaron negociaciones por la unión
religiosa que facilitaría la cruzada entre los emperadores bizantinos y los papas. El emperador
Juan VIII vino en persona a asistir al concilio convocado por el Papa Eugenio IV en Ferrara, en
1438. Gracias a la buena voluntad de Bessarión y de Isidoro de Kiev, los dos prelados griegos
que el papa había elevado al cardenalato, el concilio, que se transfirió a Florencia, estableció la
armonía en todos los puntos, y el 6 de julio, 1439, se proclamó solemnemente la reconciliación.
La reunión fue mal recibida por los griegos y esto no llevó a los príncipes occidentales a tomar la
cruz. Aventureros de todas nacionalidades se enrolaron bajo las ordenes del cardinal Giuliano
Cesarini y fueron a Hungría a sumarse a los ejércitos de János Hunyadi, voivoda de Transilvania,
que acababa de repeler a los turcos en Hermanstadt, de Ladislao Jagellón, rey de Polonia, y de
Jorge Brankovitch, Príncipe de Serbia. Habiendo derrotado a los turcos en Nis, el 3 de
noviembre, 1443, los aliados pudieron conquistar Serbia, gracias a la defección de los albaneses
dirigidos por Jorge Castriota (Scanderbeg), su comandante nacional. Murat firmó una tregua de
diez años y abdicó el trono, el 15 de julio, 1444, pero Giuliano Cesarini, el legado papal, no
favorecía la paz y quiso seguir adelante hasta Constantinopla. A causa de su instigación los
cruzados rompieron la tregua e invadieron Bulgaria, por lo cual Murat de nuevo tomó el
comando, cruzó el Bósforo en galeras genovesas, y aniquiló el ejército cristiano en Varna, el 10
de noviembre, 1444. Esta derrota dejó a Constantinopla sin defensa. En 1446 Murat consiguió
conquistar Morea, y cuando, dos años más tarde, János Hunyadi trató de ir a ayudar
Constantinopla fue derrotado en Kosovo. Solo Scanderbeg consiguió mantener su independencia
en Epiro y, en 1449, rechazó una invasión turca. Mehmet II, que sucedió a Murat en 1451, se
preparaba a sitiar Constantinopla cuando, el 12 de diciembre, 1452, el emperador Constantino XI
decidió proclamar la unión de las iglesias en presencia de los legados papales. La esperada
cruzada, sin embargo, no se produjo; y cuando, en marzo, 1453, las fuerzas armadas de Mehmet
II, 160,000, completamente rodearon Constantinopla, los griegos tenían sólo 5,000 soldados y
2,000 caballeros occidentales, comandados por Giustiniani de Génova. A pesar de esta seria
desventaja, la ciudad resistió durante dos meses contra el enemigo, pero en la noche del 28 de
mayo, 1453, Mehmet II ordenó un ataque general, y después de una desesperada batalla, en la
que pereció el emperador Constantino XI, los turcos entraron en la ciudad por todas partes y
perpetraron una matanza espantosa. Mehmet II pasó a caballo por encima de montones de
cadáveres y montado entró a la iglesia de Santa Sofía, y la transformó en una mezquita.
La captura de la "Nueva Roma" fue la más espantosa desgracia sufrida por la Cristiandad desde
la toma de San Juan de Acre. Sin embargo, la agitación que las noticias de este hecho causaron
en Europa fue más aparente que genuina. Felipe el Bueno, duque de Borgoña, dio un espectáculo
alegórico en Lille en el que la Santa Iglesia solicitaba la ayuda de caballeros que pronunciaban
los votos más extravagantes delante de Dios y un faisán (sur le faisan). Æneas Sylvius, obispo de
Siena, y San Juan Capistrano, el franciscano, predicaron la cruzada en Alemania y Hungría; las
Dietas de Ratisbona y Francfort prometieron ayuda, y se formó una liga entre Venecia,
Florencia, y el duque de Milán, pero nada se obtuvo de ella. El Papa Calixto III consiguió reunir
una armada de dieciséis galeras, que, bajo las ordenes del Patriarca de Aquilea, protegió el
archipiélago. Sin embargo, la derrota de los turcos frente a Belgrado en 1457, gracias a la
bravura de János Hunyadi, y la sangrienta conquista del Peloponeso en 1460 parecieron por fin
reanimar a la Cristiandad de su apatía. Æneas Sylvius, ahora papa bajo el nombre de Pío II,
multiplicó sus exhortaciones, declarando que él mismo conduciría la cruzada, y a fines de 1463
bandas de cruzados empezaron a reunirse en Ancona. El Dogo de Venecia había cedido a las
súplicas del papa, mientras que el duque de Borgoña se contentaba con enviar a 2,000 hombres.
Pero cuando, en junio, 1464, el papa fue a Ancona a asumir el comando de la expedición, cayó
enfermo y murió, después de lo cual la mayor parte de los cruzados, desarmados, faltos de
municiones, y amenazados de inanición, regresaron a sus propios países. Los venecianos fueron
los únicos que invadieron el Peloponeso y saquearon Atenas, pero veían la cruzada sólo como un
medio de promover sus intereses comerciales. Bajo Sixto IV tuvieron la osadía de utilizar la
armada papal para la captura de mercancía guardada en Smyrna y Adalia; asimismo compraron
los derechos de Catalina Cornaro al reino de Chipre. Por fin, en 1480, Mehmet II dirigió un triple
ataque contra Europa. En Hungría Matías Corvino resistió a la invasión turca, y los Caballeros de
Rodas, dirigidos por Pedro d'Aubusson, se defendieron victoriosamente, pero los turcos
consiguieron tomar Otranto y amenazaron con conquistar Italia. En una asamblea que se tuvo en
Roma y presidida por Sixto IV, los embajadores de los príncipes cristianos otra vez prometieron
ayuda; pero la situación de la Cristiandad habría sido en verdad crítica si no hubiera sido por la
muerte de Mehmet II que ocasionó la evacuación de Otranto, en tanto que el poder de los turcos
disminuía por varios años a causa de las guerras civiles entre los hijos de Mahoma. Al momento
de la expedición de Carlos VIII en Italia (1492) se hablaba de nuevo de una cruzada; según los
planes del rey de Francia, la conquista de Nápoles sería seguida por la de Constantinopla y
Oriente. Por esta razón el Papa Alejandro VI le entregó el Príncipe Djem, hijo de Mehmet II y
pretendiente al trono, que había tomado refugio con los Hospitalarios. Cuando Alejandro VI se
ligó con Venecia y Maximiliano contra Carlos VIII, la razón oficial de la alianza era la cruzada,
pero se había vuelto imposible el tomar en serio tales proyectos. Las ligas por la cruzada no eran
ya mas que combinaciones políticas, y la predicación por la Guerra Santa no parecía a la gente
nada más que un medio para obtener dinero. Antes de su muerte el emperador Maximiliano tomó
la cruz en Metz con la debida solemnidad, pero esas demostraciones no podían llevar a ningún
resultado satisfactorio. Las nuevas condiciones que entonces controlaban la Cristiandad hicieron
la cruzada imposible.
MODIFICACIONES Y SUPERVIVENCIA DE LA IDEA
DE LA CRUZADA
A partir del siglo XVI solo los intereses de los estados influenciaban la política europea; Así a
los estadistas la idea de una cruzada les parecía anticuada. Egipto y Jerusalén habiendo sido
conquistadas por el sultán Selim, en 1517, el Papa León X hizo supremos esfuerzo por
restablecer la paz indispensable a la organización de una cruzada. El rey de Francia y el
emperador Carlos V prometieron su cooperación; el rey de Portugal sitiaría Constantinopla con
300 barcos, y el papa conduciría la expedición. Justo en ese momento hubo problemas entre
Francisco I y Carlos V; esos planes por consiguiente fallaron completamente. Los jefes de la
Reforma eran desfavorables a la cruzada, y Lutero declaró que la guerra contra los turcos era un
pecado porque Dios los había hecho Sus instrumentos para castigar los pecados de Su gente. Por
consiguiente, aunque la idea de la cruzada no se perdió totalmente de vista, tomó una forma
nueva y se ajustó a las nuevas condiciones. Los Conquistadores, que desde el siglo XV habían
salido a descubrir nuevas tierras, se consideraron como los auxiliares de la cruzada. El Infante
Don Enrique, Vasco de Gama, Cristóbal Colón, y Albuquerque llevaron la cruz en su pecho y,
cuando buscaban los medios de rodear Africa o de llegar a Asia por rutas del este, pensaron en
atacar a los mahometanos por detrás; además, contaban con la alianza de un fabuloso soberano
que se decía era cristiano, Preste Juan. Los papas, también, alentaban con fuerza esas
expediciones. Por otra parte, entre las potencias de Europa la Casa de Austria, que dominaba
Hungría, donde era directamente amenazada por los turcos, y que tenía supremo control del
mediterráneo, se dio cuenta de que sería para su ventaja el mantener un cierto interés en la
cruzada. Hasta fines del siglo XVII, cuando se reunió una dieta de los príncipes alemanes en
Ratisbona, se agitó con frecuencia la pregunta de la guerra contra los turcos, y Lutero mismo,
modificando su primera opinión, exhortó la nobleza alemana a defender la Cristiandad (152829). La guerra en Hungría siempre participó del carácter de una cruzada y, en diferentes
ocasiones, nobles franceses se enrolaron bajo el estandarte imperial. Así el duque de Mercoeur
fue autorizado por Enrique IV a entrar al servicio húngaro. En 1664 Luis XIV ansioso de
extender su influencia en Europa, envió un contingente al emperador que, bajo las ordenes del
conde de Coligny, rechazó a los turcos en la batalla de San Gotardo. Pero tales demostraciones
no tenían importancia porque, en la época de Francisco I y para mantener el equilibrio del poder
en Europa frente a la Casa de Austria, los reyes de Francia no habían dudado en entrar en
tratados de alianza con los turcos. Cuando, en 1683, Kara Mustapha avanzó sobre Viena con
30.000 turcos o tártaros, Luis XIV no respondió, y fue a Juan Sobieski, rey de Polonia, a quien el
emperador debió su seguridad. Éste fue el esfuerzo supremo hecho por los turcos en Occidente.
Agobiados por las victorias del príncipe Eugenio a fines del siglo XVII, se volvieron de allí en
adelante una potencia pasiva.
En el mediterráneo, Génova y Venecia vieron su monopolio comercial destruido en el siglo XVI
por el descubrimiento de continentes nuevos y de nuevas rutas marítimas hacia las Indias,
mientras que su poder político era asimilado por la Casa de Austria. Sin dejar que los cruzados
los estorbaran en sus empresas continentales, los Habsburgos soñaban de obtener el control del
mediterráneo paralizando a los piratas de Berbería y deteniendo el progreso de los turcos.
Cuando, en 1571, la isla de Chipre fue amenazada por los otomanos, que cruelmente masacraron
las guarniciones de Famagusta y Nicosia, luego de que estas ciudades se habían rendido de
acuerdo a términos pactados, el Papa Pío V consiguió formar una liga de potencias marítimas
contra el sultán Selim, y obtuvo la cooperación de Felipe II por haberle otorgado el derecho a los
diezmos de la cruzada, mientras que él mismo equipó algunas galeras. El 7 de octubre, 1571, una
armada cristiana de 200 galeras, con 50.000 hombres bajo el mando de Don Juan de Austria, se
enfrentó con la flota otomana en los estrechos de Lepanto, la destruyó completamente, y liberó a
miles de cristianos. Esta expedición tuvo el carácter de una cruzada. El papa, considerando que la
victoria había salvado a la Cristiandad, para conmemorarla instituyó la fiesta del Santo Rosario,
que se celebra el primer domingo de octubre. Pero los aliados no llevaron más allá sus ventajas.
Cuando, en el siglo XVII, Francia reemplazó España como la gran potencia mediterránea, se
esforzó, a pesar de los tratados que la ligaban con los turcos, a defender los últimos restos de
fuerzas cristianas en el Oriente. En 1669 Luis XIV envió al duque de Beaufort con una armada
de 7000 hombres a la defensa de Candía, una provincia veneciana, pero, a pesar de algunas
brillante salidas, sólo consiguió retrasar su captura por unas semanas. Sin embargo, la acción
diplomática de los reyes de Francia con respecto a los cristianos Orientales que eran súbditos
turcos fue más eficaz. El régimen de "Capitulaciones", establecido bajo Francisco en 1536,
renovado bajo Luis XIV en 1673, y Luis XV en 1740, garantizó a los católicos la libertad
religiosa y la jurisdicción del embajador francés de Constantinopla; A todos los peregrinos
occidentales se les autorizó el acceso a Jerusalén y al Santo Sepulcro, que se confió al cuidado de
los Frailes Menores. Tal fue el modus vivendi finalmente establecido entre la Cristiandad y el
mundo mahometano.
A pesar de estos cambios puede decirse que, hasta el siglo XVII, la imaginación de la
Cristiandad Occidental todavía estaba obsesionada por la idea de las Cruzadas. Aun el menos
quimérico de los estadistas, tal como el Padre José de Tremblay, el amigo de confianza de
Richelieu, a veces acariciaba tales esperanzas, mientras que el plan de la memoria que Leibniz
dirigió (1672) a Luis XIV sobre la conquista de Egipto era el de una cruzada normal. Por fin, allí
estaba como la reliquia respetable de un pasado glorioso la Orden de los Caballeros de San Juan
de Jerusalén, fundada en el siglo XI y que continuo a existir hasta la revolución francesa. A pesar
de los esfuerzos valerosos de su gran maestro, Villiers de l'Isle Adam, los turcos los habían
expulsado de Rodas en 1522, y habían tomado refugio en Italia. En 1530 Carlos V les obsequió
la isla de Malta, admirablemente situada desde un punto de vista estratégico, de donde podían
ejercer vigilancia sobre el mediterráneo. Se obligaron a prometer dejar Malta a la recuperación
de Rodas, y también a hacer la guerra a los piratas de Berbería. En 1565 los Caballeros de Malta
resistieron un furioso ataque de los turcos. También mantuvieron un escuadrón capaz de hacer
huir a los piratas de Berbería. Reclutados entre los más jóvenes hijos de las familias más nobles
de Europa, poseían inmensos patrimonios en Francia y en Italia, y cuando la revolución francesa
estalló, la orden rápidamente perdió terreno. Se le confiscó la propiedad que poseía en Francia en
1790, y cuando, en 1798, el directorio emprendió una expedición a Egipto, Bonaparte, de pasada,
se apoderó de la isla de Malta, cuyos caballeros se habían puesto ellos mismos bajo la protección
del Zar, Paulo I. La ciudad de Valetta se rindió a la primera llamada, y la orden se desbandó; sin
embargo, en 1826 fue reorganizada en Roma como una asociación caritativa.
La historia de las Cruzadas esta por lo tanto íntimamente relacionada con la de los papas y la
Iglesia. Estas Guerras Santas fueron esencialmente una empresa papal. La idea de mitigar todas
las disensiones entre cristianos, de unirlos bajo el mismo estandarte y enviarlos en contra de los
mahometanos, fue concebida en el siglo XI, es decir, en una época en la que aún no había ningún
estado organizado en Europa, y cuando el papa era el único potentado en posición de saber y
entender los intereses comunes de la Cristiandad. En esa época los turcos amenazaban con
invadir Europa, y el imperio bizantino parecía incapaz de resistir a los enemigos que lo rodeaban.
Urbano II entonces aprovechó la veneración en la que los lugares santos eran tenidos por los
cristianos de Occidente y rogó a estos de dirigir sus combinadas fuerzas contra los mahometanos
y, por un ataque audaz, detener su avance. El resultado de ese esfuerzo fue la creación de los
estados cristianos en Siria. Mientras la autoridad de las papas era indiscutible en Europa, estaban
en posición de proveer a esas colonias cristianas la ayuda que requerían; pero cuando esa
autoridad era discutida por disensiones entre el sacerdocio y el imperio, el ejército cruzado
perdía la unidad de mando tan indispensable al éxito. Las potencias marítimas de Italia, cuya
ayuda era indispensable a los ejércitos cristianos, pensaban sólo en usar las Cruzadas para fines
políticos y económicos. Otros príncipes, primero el Hohenstaufen y después Carlos de Anjou,
siguieron este precedente, la cruzada de 1204 fue la primera rebelión abierta contra la voluntad
pontifical. Por fin, cuando, al fin de la edad media, se había definitivamente abandonado toda
idea de monarquía cristiana, cuando la política estatal era la única influencia que ponía en
movimiento a las Potencias de Europa, la cruzada parecía un respetable pero molesto
sobreviviente. En el siglo XV Europa dejó que los turcos tomaran Constantinopla, y los príncipes
estaban muchos menos preocupados de partir hacia el Oriente que de encontrar una manera de no
cumplir sus votos de cruzados sin perder la buena opinión del público. Después de eso todo
intento de cruzada participó de la naturaleza de los esquemas políticos. A pesar de su derrota
final, las cruzadas ocupan un lugar muy importante en la historia del mundo. Esencialmente obra
de los papas, estas Guerras Santas antes que nada ayudaron a fortalecer la autoridad pontifical;
ofrecieron a los papas la oportunidad de interferir en las guerras entre príncipes cristianos,
mientras que los privilegios temporales y espirituales que otorgaron a los cruzados virtualmente
hicieron de estos último sus súbditos. Al mismo tiempo ésta fue la razón principal por la cual
tantos gobernantes civiles se negaron a unirse a las cruzadas. Se debe decir que las ventajas así
adquiridas por los papas fueron por la seguridad común de la Cristiandad. Desde el principio las
cruzadas fueron guerras defensivas y detuvieron el avance de los mahometanos que, por dos
siglos, concentraron sus fuerzas en una lucha en contra de las colonias cristianas en Siria; Así
Europa es ampliamente deudora de las cruzadas por el mantenimiento de su independencia.
Además, las cruzadas tuvieron consecuencias en las que los papas nunca habían soñado, y que
fueron quizás las más importantes de todas. Restablecieron el tráfico entre el Occidente y
Oriente, que, después de haber estado interrumpido durante varios siglos, se reanudó entonces
con una energía aun más grande; fueron una manera de sacar a los caballeros occidentales de las
profundidades de sus provincias respectivas, introducirlos en los más civilizados países asiáticos
revelándoles así un mundo nuevo, y regresarlos a sus tierras natales llenos de ideas nuevas;
fueron instrumentales en extender el comercio de las Indias, del que las ciudades italianas por
mucho tiempo tuvieron el monopolio, así como el de los productos que transformaron la vida
material de Occidente. Además, desde fines del siglo XII, el desarrollo de la cultura general en
Occidente fue el resultado directo de esas Guerras Santas. En fin, es con las cruzadas que
debemos asociar el origen de las exploraciones geográficas hechas por Marco Polo y Orderico de
Pordenone, los italianos que llevaron a Europa el conocimiento de Asia y China continentales. A
una fecha aun más tardía, fue el espíritu del verdadero cruzado el que animó a Cristóbal Colón
cuando emprendió su peligroso viaje hacia la entonces desconocida América, y a Vasco de Gama
cuando salió en busca de la India. Si, de hecho, la civilización cristiana de Europa ha llegado a
ser una cultura universal, en el sentido más alto, la gloria redunda, en gran medida, a las
cruzadas.
LOUIS BRÉHIER Transcrito por Douglas J. Potter Traducido por Oscar Olague
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